Billete de ida

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Al llegar al último kilómetro y medio comencé a ver en el horizonte cuerpos que apenas se movían. Los atrapé a todos ellos antes de la meta.

Justo después de cruzar la meta comencé a vomitar todo lo que había en mi estómago, dando arcadas como las que sufre un gato con una enorme bola de pelo. Jamás me había ocurrido algo similar. Puede que suene de lo más horroroso, pero en realidad era fantástico. Por fin me había liberado de mi miedo a no intentarlo. Había superado todas mis rendiciones.

Una vez más papá y yo esperamos pacientemente junto al servicio a que pusieran los resultados. A diferencia de lo que había pasado al principio de la semana, esta vez no había tanta gente. La mayoría de los niños se habían ido a casa, sabedores de que no iban a obtener ninguna recompensa, y un poco cansados ya tras toda una semana de competición.

Pero yo estaba revigorizado por completo. Estaba fascinado y lo único que deseaba era que aquella carrera continuara el resto del verano. Por fin colgaron la lista impresa en la parte trasera de aquel servicio portátil. Estaba en décimo lugar, entre los siempre importantes diez primeros de una carrera ciclista.

Había vencido a otros cuarenta chicos y no estaba tan lejos de la realeza de la categoría de doce años.

Durante un par de poco acostumbrados minutos sentí puro júbilo y orgullo. Después, cuando regresábamos al coche, me giré hacia mi padre.

«El año que viene ganaré esta carrera», le dije. «Ya lo verás, papá, voy a ganarla».

Desde ese momento comencé a pensar en cómo convertir a un lerdo en un deportista, a un perdedor en un ganador.

En los EE. UU. de 1986 no es que abundaran los mentores o entrenadores para los niños que quisieran convertirse en ciclistas. Había alguno que otro por Colorado que te podía dar algún consejo, pero no había nadie capaz de hacerme mutar de perdedor a vencedor de carreras gracias a su maestría como entrenador. Tendría que ser yo mismo quien averiguase cómo hacerlo.

Solo había una cosa para la que disponía de un talento natural, la lectura. Si algo me interesaba podía tirarme horas y horas leyendo, absorbiendo datos como una esponja.

La lectura siempre fue mi válvula de escape. Me ayudaba a evadirme de mis problemas a la hora de hacer amigos, a evadirme de los problemas en el colegio y a evadirme de la soledad de ser hijo único. Ni que decir tiene que la mayoría de cosas que nos hacían leer en el colegio no eran lo que me parecía «interesante», por lo que en el colegio no pude hacer mucho alarde de ese gran talento con la lectura.

Aun así, estaba listo para leer cientos de miles de palabras para mi recién comenzado proyecto de aprender a entrenar en ciclismo. Fui a la biblioteca y a muchas librerías para intentar encontrar los mejores libros de entrenamiento y ciclismo en general.

El primer vencedor de un Tour de Francia que habían dado los EE. UU., Greg LeMond, había escrito un libro; el viejo entrenador polaco del equipo olímpico norteamericano para los Juegos de 1984, Eddie Borysewicz, había escrito un libro; ya estaba disponible la traducción del libro del cinco veces ganador del Tour de Francia, Bernard Hinault, Recuerdos del Pelotón; y mi favorito era Periodización del entrenamiento, de Tudor Bompa. Pero devoraba todo lo que caía en mis manos.

Y así fue como siempre se me podía ver leyendo tirado en el sofá de la casa de mis padres.

Aprendí a poner bien mi bicicleta, a escoger el desarrollo adecuado, a cerrar el hueco con unos escapados, a comer en carrera, cuánto había que beber, cómo trazar las curvas y cómo frenar. Aprendí acerca de los entrenamientos de fuerza, de las series, del entrenamiento de resistencia, cómo dividir los entrenamientos y a entrenar el umbral anaeróbico, que por entonces era un concepto revolucionario.

Apenas dos meses después de acabar el último en mi primera carrera ya había aprendido más, leyendo por mi cuenta, de lo que había aprendido en seis años de colegio. Estaba listo para comenzar mi cruzada en busca de la conquista de la Red Zinger Mini Classic de 1987 y convertirme en una de las leyendas de trece años del folclore ciclista de Colorado.

Comencé mis entrenamientos el primer día de colegio de 1986. Calculé que necesitaría una cantidad de tiempo considerable para conseguir el nivel de fortaleza física que la mayoría de chicos ya tenían gracias a ser, por lo general, más activos en los deportes «normales» de lo que yo lo había sido. Después podría comenzar a entrenar más duro y durante más tiempo.

En mis estudios ya había comprendido que, con toda seguridad, las fibras musculares que predominaban en mi cuerpo eran fibras del tipo lento, y que si quería desarrollar la fuerza explosiva necesaria para poder ganar carreras ciclistas debía incrementar mi fuerza muscular, lo que me llevaría mucho tiempo. Comencé a entrenar de cara al siguiente verano antes siquiera de que hubiera terminado el verano en el que me encontraba.

Al principio, mis salidas de entrenamiento eran cortas y sencillas. Mi objetivo era tratar de ganar masa muscular en el sótano de mis padres con un equipo de pesas que mi padre me había comprado de segunda mano. Aquella cueva de cemento bajo nuestra casa fue testigo de multitud de sentadillas, extensiones de pierna y extensiones de isquios.

Cada día, al salir del colegio, salía a montar en bicicleta, sin importarme el clima: hiciera calor, frío, lloviera o nevara. Los fines de semana, en los que por lo general me había limitado siempre a hacer el tonto con mis amigos y tratar de ligar con chicas (de manera muy poco exitosa), se convirtieron en dos días en los que podría montar en bicicleta todo el tiempo.

Cada fin de semana exploraba carreteras cada vez más y más lejanas de la casa de mis padres. Experimentaba un inmenso sentimiento de libertad viajando por sitios a los que ninguno de mis amigos llegaría jamás sin suplicarle a sus padres que les llevasen en el coche.

Cada vez me alejaba más de los anodinos barrios periféricos, acercándome más y más a los límites de la ciudad, hacia las montañas y más allá, a un nuevo mundo. Estaba fuera de casa tres, cuatro e incluso cinco horas, machacando los pedales y explorando.

Mis padres no tenían la más remota idea de dónde me encontraba, ni tan siquiera de si estaba bien, pero aceptaban que debían dejar rienda suelta a mi obsesión para que yo creciera.

Y así salí en busca de mi sueño, de mi objetivo, en busca de mí mismo. Me encantaban esas largas salidas en las que podía soñar con victorias durante horas.

Pero, más que limitarme a soñar con ganar, comencé a soñar con ser ciclista profesional. En todas mis lecturas comencé a aprender cosas sobre el místico mundo del ciclismo profesional europeo. Y me encantaba. Me encantaban los héroes, el romanticismo, la dificultad, el sacrificio, el dolor, la fama y la gloria.

Me sentía hechizado por ello y comencé a buscar cualquier cosa que pudiera encontrar acerca de este mundo legendario. Además de aquellos libros encontré algunas viejas cintas de vídeo, como A Sunday in Hell (Un domingo en el infierno), y algunos resúmenes del Tour de Francia en la CBS, mal grabados. Esas cintas de VHS se convirtieron en mi posesión más preciada, las veía una y otra vez.

El ciclismo profesional europeo era un completo desconocido en la Norteamérica provinciana de los 80, y aquella obsesión mía les parecía toda una locura a mi familia y amigos. Trabajaba durísimo y soñaba horas y horas con una carrera profesional que mis padres dudaban tan siquiera de que existiera.

Mis amigos se cachondeaban de mis piernas, emergiendo como palillos de mis culotes de licra. Y cuando llegaba a casa contando lo lejos que había llegado con la bicicleta, no me creían. Se reían y se ponían a jugar al fútbol de nuevo. No era más que un niño raro y friki. Pensaban que, por algún motivo, había perdido la cabeza y había decidido expresar mis rarezas con la bicicleta. Aquel era un sueño que tendría que perseguir en solitario.

Pero lo cierto es que ya era un solitario desde mucho antes de todo aquello.

Jamás pude hacer un amigo en el colegio con el que me pudiera sentir identificado. Al no ser ni deportista ni muy empollón no había conseguido labrarme mucha fama. Era el niño más bajito del séptimo curso y me habían avasallado, se habían burlado de mí y me habían metido en unas cuantas taquillas y cubos de basura.

Ir al colegio no era lo que más me gustaba, así que la soledad de la bicicleta se convirtió en todo un alivio. En las carreteras no había nadie que me juzgara por mis notas de clase, nadie que me juzgara por ser incapaz de atrapar una mierda de pelota. A nadie le importaba que no obtuviese menciones honoríficas. Nada de eso, en la carretera solo importaba lo rápido que pudieras alcanzar la cima de una montaña.

La lectura me había facilitado amplísimos conocimientos sobre cómo entrenar y competir, pero aún carecía de la más mínima noción sobre cómo vestirme para practicar ciclismo. Puede que esto no parezca demasiado importante cuando se sale a entrenar en un cálido día de veranillo de San Miguel en Colorado, pero cuando los vientos de la montaña empezaron a soplar en noviembre mi plan de entrenamientos comenzó a hacerse un poco incómodo.

En cuanto llegó el frío mis pantaloncitos cortos, finos como el papel de fumar, eran incapaces de proporcionar el más mínimo calor. En un bienintencionado intento por solucionar este problema mi madre me compró un pantalón de chándal muy grueso, pensando que eso podría servir de algo. Probé a ponerme mi culote sobre aquellos pantalones grises de chándal estilo años 50, pero no dio resultado. Al llegar a la mitad de cada entrenamiento era como si me sentase sobre unos pañales meados, mientras que las patas del pantalón se me enganchaban con la cadena. Por no decir que tenía una pinta ridícula. Tenía que parecer un ciclista de verdad, incluso cuando solo estuviera entrenando. Debía olvidarme de aquellos pantalones.

 

El invierno se recrudeció. En los helados días de Colorado llegaba a casa con las rodillas entre azules y moradas y las manos doloridas por el intenso frío. Los dedos de los pies se me quedaban dormidos, era incapaz de mover los dedos de las manos y mis partes pudendas se encogían en un intento desesperado por escapar a esa cruda realidad.

Por fin, antes de que sufriera alguna lesión nerviosa causada por el frío, mis padres me llevaron a la tienda en la que habíamos comprado la bicicleta, con la esperanza de que hubiera algún tipo de equipación hipertérmica especial que me salvara de morir de hipotermia.

La tienda estaba escondida en una esquina de Middle America, en un insulso centro comercial, junto a una tintorería y un restaurante chino. A mí me pareció un diamante en bruto. Tenía el hermoso nombre de El Rincón de las Bicicletas, y los dueños eran una familia italiana de nombre Yantorno, apasionados de la bicicleta, y que, en algunas ocasiones, parecían unos maniáticos perturbados.

Creo que cuando mi madre me llevó allí para comprar una equipación de invierno debió de ser la primera vez que veían a un chico de trece años preguntar cómo entrenar a temperaturas bajo cero. A pesar de sus modales broncos y hostiles pude ver el brillo en la mirada de Frankie Yantorno, el mayor de los hijos de la familia, cuando manifesté mi absoluto entusiasmo por la competición. Vio a un niño completamente enamorado del ciclismo, tal y como lo estaba él.

Pero Frank jamás podría admitir abiertamente que le importasen lo más mínimo las bicicletas o el ciclismo.

«¿Y para qué hostias quieres salir a montar en bicicleta bajo toda esa mierda?», dijo mientras señalaba la tormenta de nieve que caía en el exterior y haciendo que mi madre se ruborizase ante aquel lenguaje.

«Porque tengo que entrenar», le contesté. «Para ganar hay que entrenar, ¿no?».

«Pues no vas a ganar una mierda con esos puñeteros pantalones de chándal, chaval», gritó. «La madre que lo parió... Vale, vale, espera un momento...». Tras aquello cerró de un portazo la puerta del almacén que había tras él.

Mientras regresaba comencé a explorar un poco aquella tienda. Era como estar en el cielo. Me sentí hechizado por las pletinas y racores pintados a mano de los cuadros Colnago, las pulidas bielas Campagnolo, el olor del caucho y el aceite de cadena, además de la amortiguada discusión en italiano que llegaba desde el almacén. Era mi puerta hacia el romanticismo y el glamur del ciclismo europeo. Me enamoré de ese lugar y quise convertirme en el pupilo de Frankie.

Por fin Frankie reapareció con unos paquetes de ropa. «Aquí no habrá nada de tu talla, chaval, pero es mejor que esos horribles pantalones de chándal... o que se te congele la picha».

Con timidez me probé toda aquella ropa. Eran muy exóticos, guantes italianos, perneras y manguitos.

Frankie tenía toda la razón, no eran mi talla para nada. Eran demasiado grandes para mí y se resbalaban por mi cuerpo, todo piel y huesos. Pero me daba igual, estaban hechos en Italia y olían a aventura europea.

Poco a poco mamá y papá habían perdido toda esperanza de que pudiera desear un perrito, o algo un poco más terrenal, a los pies del árbol de Navidad. Les había dicho a mis padres que lo único que quería por Navidad era algo de ropa que me mantuviera caliente mientras pedaleaba. Dubitativa, mamá le dio la tarjeta de crédito a aquel hombre malhumorado de la tienda de bicicletas.

Antes de salir le pregunté a Frankie si le importaría que regresara para hablar del ciclismo en Italia y, con suerte, que me pudiera dar algunos consejos.

«No tengo ni puñetera idea de ciclismo ni de bicicletas, pero a lo mejor puedo enseñarte alguna cosilla, chaval. Y ahora sal de aquí y ponte a montar en bici bajo esta nevisca, imbécil».

Fue el momento en que supe que Frankie se convertiría en mi nuevo mejor amigo. Hice lo que me dijo. Armado con aquellas prendas italianas que dejaban obsoleta toda excusa que tuviera que ver con el clima, pedaleé bajo neviscas. En cuanto terminaron las navidades llegó el momento de redoblar el duro trabajo que necesitaba llevar a cabo si quería ganar. También comencé a hacer unos cuantos amigos gracias a la tienda de bicis, algunos de ellos gente que ya competían.

Frankie, al que muy pronto comenzaría a llamar Tío Frank, se dio cuenta de que la única persona, aparte de mí, lo suficientemente loco como para entrenar en enero en Colorado era su excuñado, Bart Sheldrake. Bart era el ex de la hermana de Frank y hacía malabarismos para alternar tres trabajos, criar a un niño y entrenar para correr al máximo nivel amateur de Colorado.

Bart había corrido las clasificatorias para los Juegos de 1984 y era un ciclista de categoría. De vez en cuanto entraba quedamente en la tienda para recoger a su hijo de dos años después de que la hermana de Frankie lo hubiera recogido en el colegio. Frank pensó que deberíamos conocernos, así que me invitó a ir a la tienda un día en el que a Bart le tocaba la custodia compartida.

Pedaleé a través del tráfico después del colegio y me dirigí a la tienda para conocer a Bart. Tenía miles de preguntas que hacerle sobre cómo era ser un ciclista de verdad. Bart tenía la misma pinta que tenían los ciclistas que había visto en las revistas: una cara demacrada, larga, enjuta y como de cuero.

Tenía malas pulgas y era torpe en las relaciones sociales, además de tener una risa nasal muy graciosa. De muy mala gana accedió a compartir conmigo sus experiencias como ciclista durante la mayor parte de la tarde. Pero lo más importante fue que accedió a que lo acompañara a un entrenamiento.

Me dejó bien claro que si lo acompañaba en su entrenamiento dominical no quería lloriqueos, ni se pararía a esperarme, ni me ayudaría si pinchaba; y tampoco bajaría su ritmo. Con una sonrisa en la cara accedí, contando los minutos hasta el domingo, cuando saldría a pedalear con un ciclista de verdad.

Mi madre entró en pánico cuando llegó la mañana del domingo. Yo iba a hacer una ruta de más de 100 kilómetros con un hombre al que ella no había visto jamás, y que, de conocerlo, le habría producido pavor. ¿Por qué iba a querer un hombre que tenía un hijo pasar tanto tiempo montando en bicicleta un fin de semana y con aquel frío helador?

Bart tenía que salir a entrenar temprano, así que quedamos en la tienda a las nueve. Era lo más temprano que podíamos salir sin riesgo de pisar demasiadas placas de hielo sobre el asfalto. Con la cara congelada por el frío me dio unas instrucciones.

«Escucha, tengo que estar en casa para prepararle el almuerzo a mi hijo y quiero hacer cien kilómetros. Y los tengo que cubrir en tres horas», dijo. «Si eres capaz de seguirme, perfecto. Si no, mala suerte».

El ritmo que puso Bart fue implacable. No dejé de sufrir ni un instante, tan solo para seguir a su rueda. Pero en aquel entrenamiento había demasiado en juego.

Era mi oportunidad de ganarme su respeto, de ganarme el respeto de Frankie y, lo más importante, mi oportunidad de que siguiera diciéndome que saliera con él a hacer entrenamientos de verdad y aprender de un auténtico ciclista. No podía quedarme atrás.

Mi cuerpecito de gorrión se retorcía sobre el sillín, mis hombros iban de un lado a otro, apretaba los brazos y mis piernas me suplicaban que parara. Pero no permití que Bart me dejara atrás. Creo que le disgustó un poco que aquel mocoso de doce años fuera capaz de aguantar a su rueda.

A pesar de comenzar la ruta un poco entrada la mañana las carreteras seguían heladas y húmedas. Según fue avanzando aquella salida los cables del cambio de mi bicicleta se fueron cubriendo de hielo y quedaron fijos. Lo mismo le ocurrió a Bart. Durante la última hora no seríamos capaces de cambiar de desarrollo.

Me quedé atascado en un encantador 53x17. Seguí dando vueltas a los pedales, dolorosamente lento, pero Bart (quien estaba claro que ya tenía experiencia en este asunto) se mostró despectivo y siguió pedaleando.

«No tienes más que apretar el culo un poco más y aguantarte», gruñó.

Así era como Bart veía la vida, a más sufrimiento, mayor diversión.

Por fin, a cosa de quince kilómetros de casa, reventé, helado e hipoglucémico. Tal y como había prometido que haría Bart no me esperó, aunque pude escuchar que me gritaba algo según me detenía.

«¡Buen trabajo, chaval! ¡Nos vemos el próximo domingo!».

Sabía que me había ganado una pizca del respeto de Bart.

Me arrastré aquellos últimos quince kilómetros. Lo único que quería era detenerme y echarme a dormir en un sucio montón de nieve con la esperanza de que alguien me encontrara antes de que se hiciera de noche. Pero seguí moviendo los pedales, dolorosamente lento y cuadrado. No tenía dinero para telefonear a casa o para comprar un chocolate caliente. Solo me funcionaba una marcha. Y me caía hielo por la barbilla. Tenía muchísima hambre, muchísimo frío y me encontraba fatal, pero no había otra manera de llegar a casa que no fuera seguir adelante. Eso sería una gran lección. En ocasiones no queda otra opción. Lo único que puedes hacer es seguir adelante.

La cara de mi madre cuando entré por la puerta no tenía precio. Podías ver la furia, la decepción, el orgullo y el instinto maternal luchar entre ellos en su cabeza. Quería darme algo de comer, abrazarme, meterme en la bañera a darme un baño caliente mientras no dejaba de gritarme por ser tan imbécil; todo a la vez.

No suelen gustarme demasiado los baños. Me parecen demasiado indulgentes, largos y aburridos. Pero no hay nada en este mundo como un baño caliente después de pasar un día de frío que te cala los huesos sobre la bicicleta. El contraste entre llevar tu cuerpo tan al extremo que casi se hace pedazos bajo el agua y el frío y deslizarse en el interior de la cálida matriz que es una bañera caliente, es de lo más intenso.

Escapada en Buckeye

Cada mañana iba al colegio en mi bicicleta. Cuando salía al mediodía escuchaba las carcajadas de los chicos que subían a los autobuses del colegio o que iban al entrenamiento de fútbol, riéndose de mi ridículo culote y de mi casco en forma de cacerola.

Me dolía escuchar aquello y me dolía comprender que no encajaba, pero me repetía que iba a pasar el rato con un tío que molaba mucho más que los chicos del Instituto de Cherry Creek. Su nombre era Frankie, un artista que había visto mundo, un tío que se había ganado la vida en Nueva York como mensajero sobre una bicicleta.

En la tienda Frankie me mimaba con historias de grandísimos ciclistas con nombres tan fantásticos y exuberantes como Fons De Wolf. Me adoctrinó en su absoluta certeza de que todo componente de bicicleta fabricado en Japón era una auténtica basura, y que la única bicicleta de verdad es aquella que está hecha de cuadro de acero italiano y va montada en Campagnolo.

Me puso un apodo italiano, Gianni, y me ofreció algunas perlas de brutal sabiduría.

«Montar componentes de Marrano es como echar un polvo con condón, Gianni. Es seguro, funciona, pero es una puta mierda», decía de los componentes del gigante japonés.

La tienda se estaba convirtiendo en mi refugio. Amaba ese lugar y en él me sentía respetado y comprendido. Durante muchos de mis tortuosos años de adolescencia se convirtió en un segundo hogar.

Unos días después de aquel entrenamiento con Bart pedaleé hasta la tienda para contarle a Frankie mis peripecias de aquel domingo, y para que me arreglara la bici después de haberla convertido en un amasijo de hielo y sal.

«Me han contado que Bart te pateó el culo, chaval», me dijo Frankie a modo de saludo.

Después echó una mirada por mi lisiada máquina.

«Esa bici está hecha un puto desastre, imbécil. ¡Jesús! ¡Has de tener un poco de cuidado con esa porquería!».

Mientras Frankie convencía a mi bicicleta de que volviera a la vida me senté en el almacén, en el que se leía «Solo Empleados», a escuchar sus historias sobre la vida, el ciclismo y ser adulto. Le dio por llamarme «Gianni». De vez en cuando, tras una salida excepcionalmente dura con Bart le escuchaba decir «¡Gianni-morto!» o «¡ha palmado Gianni!». Durante muchos años más Frank pintaría con todo cuidado «Gianni» en el tubo superior de mis bicicletas.

A menudo, en la tienda estaban también las dos hermanas de Frank, Dominique y Mónica, a las que también había puesto apodos: Tiny y Priss, respectivamente. Cuenta la leyenda que Priss, la exmujer de Bart, fue toda una auténtica ciclista. Al principio parecía que verme por allí las exasperaba, aquel pequeño mocoso siempre detrás de Frank por toda la tienda; pero después de un tiempo creo que les comenzó a hacer gracia. Para mí aquello era increíble; me relacionaba con una familia de adultos que lo sabían todo sobre las bicicletas. Era muchísimo mejor que pasar el tiempo con un puñado de niñatos de instituto obsesionados con el fútbol y el maquillaje.

 

Los Yantorno tenían unas broncas tremendas. Se tiraban a la cabeza los platos de transmisión, comenzaban a escucharse las más variadas palabrotas en italiano y el perro de Frank, Ducco, que era un chucho bastante agresivo, comenzaba a agitarse y a tirar de la cadena con la que estaba atado, a menudo hasta romperla.

Cada mes llegaba por correo un nuevo catálogo de Victoria’s Secret. Yo sabía, más o menos, sobre qué día del mes llegaba, así que pedaleaba con todas mis fuerzas hasta la tienda de bicicletas para poder echarle un ojo. Priss y Tiny ya la estaban ojeando en el cuarto, riéndose cuando yo aparecía. Disimulaban como si no pasara nada. Un día me metieron en aquel cuarto, como si fuera su hermano pequeño.

«Vamos, Gianni, échale un vistazo», me dijeron. «Venga, será mejor que veas estas cosas si alguna vez quieres tener novia».

Yo estaba lejos, muy lejos, de tener novia en el instituto. No hay muchas animadoras interesadas en los chicos diez centímetros más bajitos que ellas y que se visten con unos pantalones de licra y un cubo en la cabeza. Pero Tiny y Priss veían potencial en mi futuro, y me decían que algún día crecería y me desarrollaría, y haría muy feliz a alguien. Se convirtieron en mis hermanas mayores.

Abrí aquel catálogo, con los ojos como platos y echando chiribitas mientras dejaba volar mi imaginación. Podía sentir como hervía mi sangre, de esa manera que solo los chicos que están pasando la pubertad pueden comprender. De repente me di cuenta de que llevar culote ciclista no solo me hacía blanco de las bromas de los chicos de mi edad.

Esperaba que nadie se diera cuenta. Pero claro que lo hacían; siempre. «Eh, Gianni, ¡parece que a alguien se le ha puesto tiesa!» dijo Frankie.

Priss y Tiny me defendieron.

«¡Que te den, Frankie! ¡Tienes celos de que a él todavía se le empalme!».

Y entonces estalló la guerra. Llaves de cadena, palabrotas en italiano y casetes Regina volaban por toda la tienda, una vez más, mientras Priss y Frankie se lanzaban uno contra la otra. Y así se consumían mis hermosas tardes, pasando el rato en aquella tienda. Lo adoraba.

Mientras tanto los entrenamientos iban viento en popa. Era capaz de comprobar cómo mejoraba semana tras semana. Cada vez estaba más y más fuerte y, de vez en cuando, sentía que se acercaba el momento en el que mis piernas conseguirían el volumen necesario como para rellenar esos culotes de talla extra pequeña que todavía me quedaban tan anchos.

Cuanto más entrenaba más cuenta me daba de que en mis habilidades ciclistas había un gran sumidero, el esprint. En comparación con otros ciclistas mi capacidad de aceleración era nula. En mis primeras carreras tampoco me había dado cuenta de aquella debilidad, pero ahora que estaba cada vez más en forma pude comprobarlo.

Pisar los pedales como un loco no era mi fuerte. Si lo miro con el beneficio del tiempo que ha pasado no sé de qué me sorprendía, ya que parecía un espárrago con brazos. Mis rodillas eran unos cuantos centímetros más anchas que cualquier otra parte de mis muslos, y mis piernas parecían dos palillos pinchando una aceituna.

Comencé a entrenar el esprint. Dos veces por semana esprintaba, una y otra vez, en un intento de aumentar un poco el volumen de aquellos palillitos. No era nada fácil. Para empezar, cualquiera podía ganarme. Cualquiera. Pero seguí picando piedra, por mucho que aquello pareciera una labor destinada al fracaso. Esprints largos, esprints cortos, esprints en subida, esprints en bajada, esprints con el viento a favor, esprints con el viento en contra... Esprintaba cada martes y sábado. Una y otra vez. Estaba obsesionado con el entrenamiento, pero durante mi preparación para la Red Zinger Mini Classic de 1987 acabé obsesionándome también con otra cosa, el equipamiento. En seguida me di cuenta de que este es un deporte para flipados. Me pasaba las horas babeando ante catálogos que mostraban radios planos y platos perforados. Ahorraba todo lo que podía para poder comprar cualquier cosa que pudiera hacerme ir un poco más rápido.

También me obsesioné con el peso, y para gran disgusto de Frank me compré un cuadro de aluminio Vitus. Frank decía que estaba torcido y que, dado que lo habían hecho los franceses, era una basura.

Muy pronto me di cuenta de que los Yantorno consideraban a los franceses culpables de todos los problemas del mundo.

No eran capaces de hacer cuadros de bicicleta, ni de hacer buena comida, ni de hacer volar aviones, ni de construir coches. Olían mal y eran unos esnobs. En resumen, eran el enemigo para cualquier familia ciclista italiana con un mínimo de amor propio. Y lo peor era que yo había roto el código de honor al comprar un cuadro hecho en Francia.

Frankie se puso manos a la obra.

«Gianni, parece como si alguien se hubiera cagado en los racores de esa cosa. El pegamento se cae. No voy a tocar esa puta mierda de cuadro, lo más seguro es que me pegue un herpes».

Acabé convenciéndole de que me montara mi ultraligero y pequeño cuadro Vitus de cincuenta centímetros. Me dijo que era demasiado flexible y se partiría. Puede que estuviera sobreestimando mi fuerza como ciclista. Le recordé que Sean Kelly usaba una Vitus. Pero seguía sin dar su brazo a torcer.

«Gianni, los ciclistas profesionales pueden montarse sobre cualquier cosa y seguir yendo rápido. Bernard Thévenet ganó el Tour de Francia con una bicicleta hecha para repartir periódicos. Así que tu Vitus sigue siendo una mierda. Como lo es la de Sean Kelly...».

Mierdosa o no, me encantaba mi Vitus azul.

Bajo mis piernas parecía una pluma y subiendo por la montaña era rapidísima; aparte de que dudo de que yo fuera capaz de hacerla flexar más que esos franceses adictos a las baguettes y al queso que la diseñaron. Seguía pesando apenas una pizca por encima de los 45 kilos y comenzaba a quedar patente que mi gran arma a la hora de competir sería la escalada. Incluso en mis sufridas sesiones de entrenamiento semanales junto a Bart ya era capaz de ir a su ritmo cuando la carretera picaba para arriba de verdad. Todavía daba la impresión de que yo sufría mucho más que él, pero de una forma u otra jamás le dejaba poner tierra de por medio.

Pronto, con la primavera, el clima comenzó a atemperarse y las carreras veraniegas se fueron acercando. Vigilaba el buzón en busca de los packs de registro a las carreras casi con tanto interés como el que ponía en encontrar catálogos de Victoria’s Secret extraviados.

Las carreras en las que había tomado parte a regañadientes un año atrás comenzaron a obsesionarme. Contaba los días que quedaban. Estaba nervioso e impaciente por comenzar a competir, mis salidas de entrenamiento en solitario y las de fin de semana con Bart comenzaban a aburrirme. El año anterior me había enamorado del excitante mundo de las carreras. Pero, como descubriría, el entrenamiento acaba convirtiéndose en algo un poco mundano, tedioso, en ocasiones aburrido. Sin duda, comenzaba a sentirme un poco estancado.