Los viajes de Gulliver

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Capítulo 5

El autor evita una invasión con una extraordinaria estratagema. Se le confiere un alto título honorífico. Llegan embajadores del emperador de Blefuscu y demandan la paz.

El imperio de Blefuscu es una isla situada al lado nordeste de Liliput, de donde sólo está separada por un canal de ochocientas yardas de anchura. Yo no lo había visto aún, y ante la noticia del intento de invasión evité presentarme por aquel lado de la costa, no me descubriese alguno de los buques del enemigo, que no tenía de mí noticia ninguna, rigurosamente prohibida como está la relación entre los dos imperios durante la guerra, bajo pena de muerte, y decretado por nuestro emperador el embargo de todos los buques, sin distinción. Comuniqué a Su Majestad un proyecto que había formado para apresar completa la flota del enemigo, la cual, por lo que nos aseguraban nuestros exploradores, estaba anclada en el puerto, lista para darse a la vela al primer viento favorable. Consulté a los más experimentados hombres de mar acerca de la profundidad del canal, que sondaban frecuentemente, y me dijeron que en el centro, durante la marea alta, tenía setenta glumgruffs de profundidad, lo que equivale a unos seis pies de medida europea, y el resto de él, cincuenta glumgruffs lo más. Me dirigí hacia la costa nordeste, frente a Blefuscu, y allí, tumbado detrás de una colina, saqué mi pequeño anteojo de bolsillo y descubrí anclada la flota del enemigo, constituida por unos cincuenta buques de guerra y un gran número de transportes. Volví después a mi casa y di orden —para lo cual tenía autorización— de que me llevasen una gran cantidad del cable más fuerte y de barras de hierro. El cable venía a tener el grueso del bramante, y las barras la longitud y el tamaño de agujas de hacer media. Tripliqué el cable para hacerlo más resistente, y con el mismo fin retorcí juntas tres de las barras de hierro, cuyos extremos doblé en forma de gancho. Cuando hube fijado cincuenta ganchos a otros tantos cables volví a la costa nordeste y, quitándome la casaca, los zapatos y las medias, me entré en el mar, con mi chaleco de cuero, como una hora antes de subir la marea. Vadeé todo lo aprisa que pude y nadé en el centro unas treinta yardas, hasta que hice pie; llegué a la flota en menos de media hora. El enemigo se aterró de tal modo cuando me vio, que saltó de los barcos y nadó a la costa, donde no habría menos de treinta mil almas. Tomé entonces mis trebejos y, después de pasar un gancho por la proa de cada buque, até juntas todas las cuerdas por su extremo. Mientras yo procedía a esta maniobra, el enemigo me disparó varios miles de flechas, muchas de las cuales me daban en las manos y en la cara y, además de excesivo escozor, me causaban gran molestia en mi trabajo. Por lo que más temía era por los ojos, que infaliblemente hubiera perdido a no haber dado en seguida con un medio. Guardaba yo, entre otros pequeños útiles, un par de lentes en un bolsillo secreto que, como antes advertí, había escapado a las investigaciones del emperador; los saqué y me los sujeté a la nariz todo lo fuerte que pude, y así armado continué tranquilamente mi obra, a pesar de las flechas del enemigo, muchas de las cuales iban a dar contra los cristales de mis lentes, pero sin otro efecto que el de desajustármelos un poco. Una vez que tuve fijos todos los ganchos, cogí el nudo y empecé a tirar; pero no se movía ni un barco, porque todos estaban demasiado fuertemente sujetos por las anclas; así, que faltaba la parte más dura de mi empresa. Solté la cuerda y, dejando los ganchos fijos a los barcos, corté resueltamente con mi navaja los cables que amarraban las anclas, mientras recibía sobre doscientos tiros en la cara y las manos. Tomé luego el extremo anudado de los cables a que estaban atados los ganchos, y con gran facilidad me llevé tras de mí cincuenta de los mayores buques de guerra del enemigo.

Los blefuscudianos, que no tenían la menor sospecha de lo que yo me proponía, quedaron al principio confundidos de asombro. Me habían visto cortar los cables y pensaban que mi designio era solamente dejar los barcos a merced de las olas o que se embistiesen unos contra otros; pero cuando vieron toda la flota echar a andar en orden y a mí tirando delante, lanzaron tal grito de dolor y desesperación, que casi es imposible de explicar ni de concebir. Ya fuera de peligro, me detuve un rato para sacarme las flechas que se me habían hincado en las manos y en la cara y me untó ungüento del que me habían dado al principio de mi llegada, según he referido anteriormente. Luego me quité los lentes, y aguardando alrededor de una hora a que la marea estuviese algo más baja, vadeé el centro con mi carga y llegué salvo al puerto real de Liliput.

El emperador y toda su corte estaban en la playa esperando el éxito de esta gran aventura. Veían avanzar los barcos formando una extensa media luna; pero no podían distinguirme a mí, que estaba metido hasta el pecho en el agua. Ya llegaba yo a la mitad del canal y su zozobra no menguaba, porque las aguas me cubrían hasta el cuello. Pensaba el emperador que yo me había ahogado y que la flota del enemigo se aproximaba en actitud hostil; pero en breve se desvanecieron sus temores, porque, disminuyendo la poca profundidad del canal a cada paso que daba yo, pronto estuve a distancia para hacerme oír; y alzando el cabo del cable con que estaba atada la flota, grité en voz muy alta: “¡Viva el muy poderoso emperador de Liliput!” Este gran príncipe me recibió al llegar a tierra con todos los encomios posibles y me hizo allí mismo nardac, que es el más alto título honorífico entre ellos.

Su Majestad quería que yo aprovechase alguna otra ocasión para traer a sus puertos el resto de los barcos de su enemigo. Y tan desmedida es la ambición de los príncipes, que parecía pensar nada menos que en reducir todo el imperio de Blefuscu a una provincia gobernada por un virrey, en aniquilar a los anchoextremistas desterrados y en obligar a estas gentes a cascar los huevos por el extremo estrecho, con lo cual quedaría él único monarca del mundo entero. Pero yo me encargué de disuadirle de su propósito por medio de numerosos argumentos sacados de los principios de la política, así como de los de la justicia, y protesté francamente que yo nunca serviría de instrumento para llevar a la esclavitud a un pueblo libre y valeroso. Y cuando el asunto se discutió en Consejo, la parte más prudente del Ministerio fue de mi opinión.

Esta rotunda declaración mía era tan opuesta a los planes y a la política de Su Majestad Imperial, que éste no me perdonó nunca; se refirió a ella de una muy artificiosa manera en el Consejo, donde, según me dijeron, algunos de los más prudentes parecían —al menos, este alcance podía darse a su silencio— ser de mi opinión; pero otros, que eran mis enemigos secretos, no pudieron contener ciertas expresiones, que por caminos indirectos llegaron hasta mí. Desde este momento comenzó una intriga entre Su Majestad y una camarilla de ministros maliciosamente dispuestos en contra mía, intriga que estalló en menos de dos meses y hubiera conducido probablemente a mí total perdición. ¡De tan poco peso son los mayores servicios para los príncipes si se los pone en la balanza frente a una negativa de satisfacer sus pasiones!

A las tres semanas de mi hazaña llegó una solemne embajada de Blefuscu con humildes ofrecimientos de paz, y ésta quedó prontamente concertada, en condiciones muy ventajosas para nuestro emperador, y de las cuales hago gracia a los lectores. Los embajadores eran seis, con una comitiva de unas quinientas personas, y su entrada fue de toda magnificencia, como correspondía a la grandeza de su señor y a la importancia de su negocio. Cuando estuvo concluido el tratado, durante cuya negociación yo les auxilié con mis buenos oficios, valiéndome del crédito que entonces tenía, o al menos parecía tener, en la corte, Sus Excelencias, a quienes en secreto habían informado de cuanto había procurado en favor suyo, me invitaron a visitar aquel reino en nombre del emperador, su señor, y me pidieron que les diese alguna muestra de mi fuerza colosal, de la que habían oído tantas maravillas, en lo cual les complací. Pero no quiero molestar al lector con estos detalles.

Cuando hube entretenido algún tiempo a Sus Excelencias, con infinita satisfacción y sorpresa por su parte, les pedí que me hiciesen el honor de presentar mis más humildes respetos al emperador, su señor, la fama de cuyas virtudes tenía tan justamente lleno de admiración al mundo entero, y a cuya real persona tenía resuelto ofrecer mis servicios antes de regresar a mi país. De consiguiente, la próxima vez que tuve el honor de ver a nuestro emperador pedí su real licencia para hacer una visita al monarca blefuscudiano, licencia que se dignó concederme, según pude claramente advertir, de muy fría manera. Pero no pude adivinar la razón, hasta que cierta persona vino a contarme misteriosamente que Flimnap y Bolgolam habían presentado mi trato con aquellos embajadores como una prueba de desafecto, culpa de la que puedo asegurar que mi corazón era por completo inocente. Y ésta fue la primera ocasión en que empecé a concebir idea, aunque imperfecta, de lo que son cortes y ministros.

Es de notar que estos embajadores me hablaron por medio de un intérprete, pues los idiomas de ambos imperios se diferencian entre sí tanto como dos cualesquiera de Europa, y cada nación se enorgullece de la antigüedad, belleza y energía de su propia lengua y siente un manifiesto desprecio por la de su vecino. No obstante, nuestro emperador, valiéndose de la ventaja que le daba la toma de la flota, les obligó a presentar sus credenciales y pronunciar su discurso en lengua liliputiense. Debe, sin embargo, reconocerse que a consecuencia de las amplias relaciones de ambos reinos en el campo del comercio y los negocios; del continuo recibimiento de desterrados, que entre ellos es mutuo, y de la costumbre que hay en cada imperio de enviar al otro a los jóvenes de la nobleza y de las más acaudaladas familias principales para que se afinen viendo mundo y estudiando hombres y costumbres, hay pocas personas de distinción, así como comerciantes y hombres de mar que viven en las regiones marítimas, que no sepan sostener una conversación en ambas lenguas. Así pude apreciarlo algunas semanas después, cuando fuí a ofrecer mis respetos al emperador de Blefuscu; visita que, en medio de las grandes desdichas que me acarreó la maldad de mis enemigos, resultó para mí muy feliz aventura, como referiré en el oportuno lugar.

 

Recordará el lector que cuando firmé los artículos en virtud de los cuales recobré la libertad, había algunos que me disgustaban por demasiado serviles, y a los cuales sólo me podía obligar a someterme una necesidad extrema. Pero siendo ya como era un nardac del más alto rango del imperio, tales oficios se consideraron por bajo de mi dignidad, y el emperador —dicho sea en justicia— nunca jamás me los mencionó.

Capítulo 6

De los habitantes de Liliput: sus estudios, leyes y costumbres y modo de educar a sus hijos. El método de vida del autor en aquel país. Vindicación que hizo de una gran dama.

Aunque es mi propósito dejar la descripción de este imperio para un tratado particular, me complace, en tanto, obsequiar al curioso lector con algunas nociones generales. De poco menos de seis pulgadas de alto los naturales de estatura media, hay exacta proporción en los demás animales, así como en árboles y plantas. Por ejemplo: los caballos y bueyes más grandes tienen de cuatro a cinco pulgadas de altura; los carneros, pulgada y media, poco más o menos; los gansos, el tamaño de un gorrión aproximadamente; y así las varias gradaciones en sentido descendente, hasta llegar a los más pequeños, que para mi vista eran casi imperceptibles. Pero la Naturaleza ha adaptado los ojos de los liliputienses a todos los objetos propios para su visión; ven con gran exactitud, pero no a gran distancia. Como testimonio de la agudeza de su vista para los objetos cercanos puedo mencionar la diversión que me produjo observar cómo un cocinero pelaba una calandria que no llegaba al tamaño de una mosca corriente, y cómo una niña enhebraba una aguja invisible con una seda invisible. Sus árboles más crecidos son de unos siete pies de altura; me refiero a algunos de los existentes en el gran parque real, y a las copas de los cuales llegaba yo justamente con el puño. Los otros vegetales están en la misma proporción; pero esto lo dejo a la imaginación de los lectores.

Solamente diré ahora algo acerca de la cultura, que durante largas épocas ha florecido en aquel pueblo en todas sus ramas. La manera de escribir es muy particular, pues no escriben ni de izquierda a derecha, como los europeos, ni de derecha a izquierda, como los árabes, ni de arriba abajo, como los chinos, sino oblicuamente, de uno a otro ángulo del papel, como las señoras de Inglaterra.

Entierran sus muertos con la cabeza para abajo, porque tienen la idea de que dentro de once mil lunas todos se levantarán otra vez, y que al cabo de este período la Tierra —que ellos juzgan plana— se volverá de arriba abajo, y gracias a este medio, cuando resuciten se encontrarán de pie. Los eruditos confiesan el absurdo de esta doctrina; pero la práctica sigue, en condescendencia con el vulgo.

Hay en este imperio algunas leyes y costumbres muy particulares; y si no fuesen tan por completo contrarias a las de mi querido país, me darían ganas de decir algo en su justificación. Sólo sería de desear que se cumpliesen. La primera de que hablaré se refiere a los espías. Todos los crímenes contra el Estado se castigan con la mayor severidad; pero si la persona acusada demuestra plenamente su inocencia en el proceso, inmediatamente se da al acusador muerte ignominiosa, y de sus bienes muebles y raíces es cuatro veces indemnizada la persona inocente, por la pérdida de tiempo, por el peligro a que estuvo expuesta, por las molestias de su prisión y por todos los gastos que haya tenido que hacer para su defensa. Si el fondo no alcanza es generosamente completado por la Corona. El emperador, asimismo, confiere al interesado alguna pública prueba de su gracia y se hace por la ciudad la proclamación de su inocencia.

Consideran allí el fraude como un crimen mayor que el robo, y, por consecuencia, rara vez dejan de castigarlo con la muerte porque sostienen ellos que el cuidado y la vigilancia, practicados con el común entendimiento, pueden preservar de los ladrones los bienes de un hombre, mientras que la honradez no tiene defensa contra una astucia superior; y como es necesario que haya perpetuas relaciones de compra y venta y comercio a crédito, donde se permite y tolera el fraude, o donde no hay leyes para castigarlo, el comerciante más honrado sale siempre perdiendo y el bribón saca la ventaja. Recuerdo que en una ocasión intercedía yo con el rey por un criminal que había perjudicado a su amo en una gran cantidad de dinero recibido por orden, y con el cual se escapó; y como dijese a Su Majestad, a modo de atenuación, que se trataba sólo de un abuso de confianza, el emperador encontró monstruoso que yo presentase como defensa la mayor agravación de su crimen; y la verdad es que al contestarle tuve bien poco que añadir a la respuesta usual de que las diferentes naciones tienen diferentes costumbres, porque confieso que quedé enteramente confundido.

Aunque nosotros, generalmente llamarnos al premio y al castigo los goznes sobre que gira todo gobierno, nunca vi que pusiera en práctica esta máxima nación ninguna, a excepción de Liliput. Quienquiera que allí pueda probar suficientemente que ha observado con puntualidad las leyes de su país durante setenta y tres lunas, tiene derecho a ciertos privilegios, de acuerdo con su calidad y la condición de su vida, unidos a una cantidad de dinero proporcionada, que sale de un fondo afecto a este uso. Asimismo adquiere el título de sninall, o sea legal, que se agrega a su apellido, pero que no pasa a la descendencia. Aquellas gentes creyeron enorme defecto de nuestra política lo que yo les referí acerca de obligar nuestras leyes sólo por el castigo, sin mencionar el premio para nada. Por esta razón, la imagen de la Justicia en sus tribunales está representada con seis ojos: dos delante, dos detrás y uno a cada lado, que significan circunspección, más una bolsa de oro abierta en la mano derecha y una espada envainada en la izquierda, con que se quiere mostrar que está mejor dispuesta para el premio que para el castigo.

Al escoger personas para cualquier empleo se mira más la moralidad que las grandes aptitudes; pues dado que el gobierno es necesario a la Humanidad, suponen allí que el nivel general del entendimiento humano ha de convenir a un oficio u otro, y que la Providencia nunca pudo pretender hacer de la administración de los negocios públicos un misterio que sólo comprendan algunas personas de genio sublime, de las que por excepción nacen tres en una misma época. Piensan, por el contrario, que la verdad, la justicia, la moderación y sus semejantes residen en todos los hombres, y que la práctica de estas virtudes, asistidas por la experiencia y una recta intención, capacitan a cualquier hombre para el servicio de su país, salvo aquellos casos en que se requieran estudios especiales. Y creían por de contado que la falta de virtudes morales estaba tan lejos de poder suplirse con dotes superiores de inteligencia, que nunca debían ponerse cargos en manos tan peligrosas como las de gentes que merecieran tal concepto, pues, cuando menos, los errores cometidos por ignorancia con honrado propósito jamás serían de tan fatales consecuencias para el bien público como las prácticas de un hombre inclinado a la corrupción y de grandes aptitudes para conducir y multiplicar y defender sus corrupciones.

Del mismo modo, no creer en una Divina Providencia incapacita a un hombre para desempeñar cargos públicos; porque, dado que los reyes se proclaman a sí mismos diputados de la Providencia, los liliputienses entienden que no hay nada más absurdo en un príncipe que dar empleos a hombres que niegan la autoridad en nombre de la cual ellos se conducen.

Al hablar de estas y de las siguientes leyes quiero que se entienda que me refiero sólo a las instituciones originales, y no a la escandalosa corrupción en que este pueblo ha caído a causa de la degenerada naturaleza del hombre; pues por lo que toca a esa vergonzosa práctica de obtener altos cargos haciendo volatines, o divisas de favor y distinción saltando por encima de varillas o arrastrándose bajo ellas, ha de saber el lector que fue introducida por el abuelo del emperador hoy reinante, y ha prosperado a tal punto por el incremento gradual de partidos y facciones.

La ingratitud allí es un crimen capital, como leemos que lo ha sido en algunos otros países; porque —razonan ellos— aquel que paga con maldad a su bienhechor ha de ser necesariamente un enemigo común del resto de la Humanidad, que no le ha hecho beneficio ninguno, y, por lo tanto, tal hombre no es a propósito para esta vida.

Sus nociones respecto de los deberes de padres e hijos difieren extremadamente de las nuestras. De ningún modo conceden que un niño está obligado a su padre por haberlo engendrado, ni a su madre por haberlo traído al mundo; lo cual, teniendo en cuenta las miserias de la vida humana, no es un beneficio en sí mismo, ni tampoco fue la intención de sus padres, cuyo pensamiento durante sus lides amorosas tenía bien distinta ocupación. Por estos y otros parecidos razonamientos, es su opinión que los padres son los últimos a quienes debe confiarse la educación de sus propios hijos, y, en consecuencia, hay en cada edad establecimientos públicos, adonde todos los padres, con excepción de los aldeanos y los labradores, están obligados a llevar a sus pequeños de uno y otro sexo para que los críen y eduquen así que llegan a la edad de veinte lunas, tiempo en que ya se les suponen algunos rudimentos de docilidad. Estos seminarios son de varias categorías, acomodadas a las diferentes clases, y para ambos sexos. Tienen profesores especialmente hábiles en la educación de niños para la condición de vida conveniente a la alcurnia de sus padres y a la propia capacidad de cada uno, así como a las particulares inclinaciones. Diré primero algo de los establecimientos para varones, y luego de los de hembras.

Los seminarios para niños varones de noble o eminente cuna cuentan con graves y cultos profesores y sus correspondientes auxiliares. Las ropas y el alimento de los niños son sencillos y simples. Se educa a éstos en los principios de honor, justicia, valor, modestia, clemencia, religión y amor de su país; se les tiene siempre dedicados a algún quehacer, excepto en las horas de comer y dormir, que son muy pocas, y en las dos que se destinan a recreo, que consiste en ejercicios corporales. Son vestidos por hombres hasta que tienen cuatro años de edad, y a partir de entonces se les obliga a vestirse solos, por elevado que sea su rango, y las mujeres ayudantes, que proporcionalmente tienen la edad de las nuestras de cincuenta años, realizan sólo los trabajos serviles. No se tolera a los niños que hablen nunca con criados, sino que han de ir juntos, en grupos mayores o menores, a esparcirse en sus recreos, y siempre en presencia de un profesor o auxiliar; así se evitan esas tempranas perniciosas impresiones de insensatez y vicio a que nuestros niños están sujetos. A los padres sólo se les tolera que los vean dos veces al año; la visita no dura más de una hora. Se les consiente que besen al niño al llegar y al marcharse; pero un profesor, que siempre está presente en tales ocasiones, no les tolera de ningún modo que cuchicheen, ni que usen de expresiones de mimo ni que les lleven regalos de juguetes, dulces o cosa parecida.

La pensión para la educación y el mantenimiento de los niños se encargan de cobrarla a las familias, por medio de embargo, los oficiales del emperador, en caso de no haber sido debidamente satisfecha.

Los establecimientos para niños de familias de posición media, como comerciantes, traficantes y menestrales, funcionan proporcionalmente según el mismo sistema, sólo que los que han de dedicarse a oficio empiezan el aprendizaje a los once años, mientras los de las personas de calidad continúan sus ejercicios hasta los quince, que corresponden a los veinticinco entre nosotros, aunque su reclusión va perdiendo gradualmente en rigor durante los tres años últimos.

 

En los seminarios para hembras, las niñas de calidad son educadas casi lo mismo que los varones, sólo que las viste reposada servidumbre de su mismo sexo, pero siempre en presencia de un profesor o auxiliar, hasta que se visten ellas solas, que es cuando llegan a los cinco años. Si se descubre que estas niñeras intentan alguna vez distraer a las niñas con cuentos terroríficos o estúpidos, o con alguno de los disparates que acostumbran las doncellas entre nosotros, son públicamente paseadas con azotes tres vueltas a la ciudad, encarceladas por un año y desterradas de por vida a la parte más desolada del país. De este modo las señoritas sienten tanta vergüenza como los hombres, de ser cobardes y melindrosas, y desprecian todo adorno personal que vaya más allá de lo decente y lo limpio; ni tampoco advierten en su educación diferencia ninguna basada en la diferencia de sexo, a no ser que los ejercicios femeninos nunca llegan a ser tan duros, que se les instruye en algunas reglas referentes a la vida doméstica, y que se les asigna un plan menos amplio de estudios. Es allí una máxima que, entre gentes de calidad, la esposa debe ser siempre una discreta y agradable compañía, ya que no puede ser siempre joven. Cuando las muchachas llegan a los doce años, que es entre ellos la edad del matrimonio, sus padres o tutores se las llevan a casa con vivas expresiones de gratitud para los profesores, y rara vez sin lágrimas de la señorita y de sus compañeras. En los colegios para hembras de más baja categoría se enseña a las niñas toda clase de trabajos propios de su sexo y de sus varios rangos. Las destinadas a aprendizajes salen a los siete años, y las demás siguen hasta los once.

Las familias modestas que tienen niños en estos colegios, además de la pensión anual, que es todo lo más reducida posible, tienen que entregar al administrador del colegio una pequeña parte de sus entradas mensuales, destinada a constituir un patrimonio para el niño, y, en consecuencia, la ley limita los gastos a todos los padres, porque estiman los liliputienses que nada puede haber tan injusto como que las gentes, en satisfacción de sus propios apetitos, traigan niños al mundo y dejen al común la carga de sostenerlos. En cuanto a las personas de calidad, dan garantía de apropiar a cada niño una cantidad determinada, de acuerdo con su condición, y estos fondos se administran siempre con buena economía y con la justicia más rigurosa.

Los aldeanos y labradores conservan a sus hijos en casa, ya que su ocupación ha de ser sólo labrar y cultivar la tierra, y, por tanto, su educación, de poca consecuencia para el común. A los pobres y enfermos se les recoge en hospitales, porque la mendicidad es un oficio desconocido en este imperio.

Y ahora quizá pueda interesar al lector curioso que yo le dé alguna cuenta de mis asuntos particulares y de mi modo de vivir en aquel país durante una residencia de nueve meses y trece días. Como tengo idea para las artes mecánicas, y como también me forzaba la necesidad, me había hecho una mesa y una silla bastante buenas valiéndome de los mayores árboles del parque real. Se dedicaron doscientas costureras a hacerme camisas y lienzos para la cama y la mesa, todo de la más fuerte y basta calidad que pudo encontrarse, y, sin embargo, tuvieron que reforzar este tejido dándole varios dobleces, porque el más grueso era algunos puntos más fino que la batista. Las telas tienen generalmente tres pulgadas de ancho, y tres pies forman una pieza. Las costureras me tomaron medida acostándome yo en el suelo y subiéndoseme una en el cuello y otra hacia media pierna, con una cuerda fuerte, que sostenían extendida una por cada punta, mientras otra tercera medía la longitud de la cuerda con una regla de una pulgada de largo. Luego me midieron el dedo pulgar de la mano derecha, y no necesitaron más, pues por medio de un cálculo matemático, según el cual dos veces la circunferencia del dedo pulgar es una vez la circunferencia de la muñeca, y así para el cuello y la cintura, y con ayuda de mi camisa vieja, que extendí en el suelo ante ellas para que les sirviese de patrón, me asentaron las nuevas perfectamente. Del mismo modo se dedicaron trescientos sastres a hacerme vestidos; pero ellos recurrieron a otro expediente para tomarme medida. Me arrodillé, y pusieron una escalera de mano desde el suelo hasta mi cuello; uno subió por esta escalera y dejó caer desde el cuello de mi vestido al suelo una plomada cuya cuerda correspondía en largo al de mi casaca, pero los brazos y la cintura, me los medí yo mismo. Cuando estuvo acabado mi traje, que hubo que hacer en mi misma casa, pues en la mayor de las suyas no hubiera cabido, tenía el aspecto de uno de esos trabajos de retacitos que hacen las señoras en Inglaterra, salvo que era todo de un mismo color.

Disponía yo de trescientos cocineros para que me aderezasen los manjares, alojados en pequeñas barracas convenientemente edificadas alrededor de mi casa, donde vivían con sus familias. Me preparaban dos platos cada uno. Cogía con la mano veinte camareros y los colocaba sobre la mesa, y un centenar más me servían abajo en el suelo, unos llevando platos de comida y otros barriles de vino y diferentes licores, cargados al hombro, todo lo cual subían los camareros de arriba, cuando yo lo necesitaba, en modo muy ingenioso, valiéndose de unas cuerdas, como nosotros subimos el cubo de un pozo en Europa. Cada plato de comida hacía por un buen bocado, y cada barril, por un trago razonable. Su cordero cede al nuestro, pero su vaca es excelente. Una vez comí un lomo tan grande, que tuve que darle tres bocados; pero esto fue raro. Mis servidores se asombraban de verme comerlo con hueso y todo, como en nuestro país hacemos con las patas de las calandrias. Los gansos y los pavos me los comía de un bocado por regla general, y debo confesar que aventajan con mucho a los nuestros. De las aves más pequeñas podía coger veinte o treinta con la punta de mi navaja.

Un día, Su Majestad Imperial, informado de mi método de vida, expresó el deseo de tener él y de que tuviera su real consorte, así como los jóvenes príncipes de la sangre de ambos sexos, el gusto —como él se dignó decir— de comer conmigo. En consecuencia vinieron, y yo los coloqué en tronos dispuestos sobre mi mesa, justamente frente a mí, rodeados de su guardia. Flimnap, gran tesorero, asistía allí de igual modo, en la mano el blanco bastón, insignia de su cargo, y observé que frecuentemente me miraba con agrio semblante, lo que hice ademán de no ver. Lejos de ello, comí más que de costumbre, en honor a mi querido país, así como para llenar de admiración a la corte. Tengo mis razones particulares para creer que esta visita de Su Majestad dio a Flimnap ocasión para hacerme malos oficios con su señor. Este ministro había sido siempre mi secreto enemigo, aunque exteriormente me halagaba más de lo que era costumbre en la aspereza de su genio. Pintó al monarca la triste situación de su tesoro: cómo se veía obligado a negociar empréstitos con gran descuento; cómo los vales reales no circularían a menos de nueve por ciento bajo la par; cómo, en fin, yo había costado a Su Majestad por encima de millón y medio de sprugs —la mayor moneda de oro de ellos, aproximadamente del tamaño de una lentejuela—, y, en resumidas cuentas, cuán prudente sería en el emperador aprovechar la primera ocasión favorable para deshacerse de mí.