La práctica de la atención plena

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Es muy importante saber y recordar esto desde el mismo comienzo de nuestra práctica meditativa, para no perdernos o descubrir luego súbitamente que estamos identificados con un concepto, con una idea o con un maestro, enseñanza, método o instrucción determinados, por más interesante o satisfactorio que todo ello pueda parecernos. El peligro que implica la inconsciencia en este dominio es que podemos elaborar una historia muy convincente sobre la meditación y su importancia y aferrarnos luego a ella, en lugar de aprestarnos a conocer nuestra esencia en el único momento de que disponemos, que no es otro más que éste.

ÉTICA Y KARMA

Pero los andamios deben también asentarse sobre un fundamento sólido y no parece muy inteligente erigirlos sobre arena o arcilla.

El fundamento de la práctica de la atención plena y de toda investigación y exploración meditativa se asienta en la ética y en la moral y, por encima de todo, en la motivación de no causar daño. ¿Por qué? Porque es imposible que nuestra mente y nuestro cuerpo alcancen el silencio y la calma –por no mencionar la realidad de las cosas más allá de sus apariencias superficiales utilizando la mente como instrumento de conocimiento– o encarnen y transmitan estas cualidades al mundo mientras nuestras acciones agitan, enturbian y desestabilizan de continuo el instrumento mismo con el que estamos mirando, es decir, nuestra propia mente.

Todos conocemos las consecuencias de las acciones poco éticas, es decir, de la falta de honestidad, la mentira, el robo, el asesinato, causar daño a los demás (lo que también incluye la conducta sexual impropia) o hablar mal de los demás, y también sabemos muy bien que cuando, motivados por la infelicidad y el deseo de aliviar el sufrimiento, estimulamos, embotamos o emponzoñamos nuestra mente abusando de sustancias como el alcohol o las drogas, las consecuencias son invariablemente destructivas, lo sepamos o no y nos importe o nos traiga sin cuidado, los demás y nosotros mismos. Entre las consecuencias de esas acciones negativas se halla la certeza de que ensucian y enturbian nuestra mente con energías muy diversas que obstaculizan la claridad, estabilidad y percepción profunda y viva que suelen acompañarla. Esas acciones, además, tienen un efecto sobre nuestro cuerpo y tienden a mantenerlo crónicamente contraído, tenso, agresivo y a la defensiva, lleno de sentimientos de ira, miedo, agitación, confusión y, finalmente, aislamiento… y, con toda probabilidad también, pena y remordimiento.

Es necesario, por tanto, revisar el modo en que vivimos, es decir, nuestras acciones y nuestra conducta para cobrar así conciencia de los efectos que tienen nuestros pensamientos, palabras y actos en el mundo y en el propio corazón. Si estamos continuamente agitando nuestra vida y dañando a los demás y a nosotros mismos, acabaremos encontrándonos con esa misma agitación y daño en nuestra práctica meditativa, porque ése será nuestro alimento. No deberíamos, pues, si realmente queremos que nuestra mente y nuestro corazón encuentren al fin la paz, seguir alentando esas tendencias y conductas negativas. Si tomamos la decisión de reconocer y alejarnos de esos impulsos, podremos empezar a dejar a un lado los estados y acciones mentales destructivos y los impulsos que los budistas, de un modo tan curioso como exacto, califican como “insanos” y acercarnos a estados mentales y corporales menos enrarecidos y más saludables.

La generosidad, la fidelidad, la bondad, la empatía, la compasión, la gratitud, el bienestar por la felicidad de los demás, la inclusividad, la aceptación y la ecuanimidad son cualidades de la mente y del corazón que no sólo alientan el bienestar y la lucidez, sino que también tienen un efecto muy beneficioso sobre el mundo. En ellas, precisamente, se asienta el fundamento de una vida ética y moral.

La avaricia, el intento de apropiarnos (a cualquiera de los niveles) de lo que no nos pertenece, la mentira, la falta de honestidad, la conducta poco ética, inmoral o cruel, la mala voluntad, dañando egocéntricamente a los demás mediante la ira, el odio, la confusión, la agitación y la adicción son cualidades mentales que impiden el logro de una vida satisfactoria, ecuánime y serena, por no mencionar los efectos dañinos que provocan en el mundo. La atención plena, por su parte, nos permite trabajar con todos esos estados, sin negarlos, reprimirlos ni darles tampoco rienda suelta. En tal caso, cada vez que aparecen esos estados, podemos darnos cuenta de ello, en lugar de dejarnos secuestrar, examinarlos y cobrar así conciencia de las fuentes de nuestro sufrimiento, experimentando y viendo directamente el efecto real que tienen nuestras actitudes y acciones sobre nosotros mismos y sobre los demás y dejar que esos mismos estados mentales se conviertan en nuestros maestros de meditación y nos muestren el modo en que debemos vivir y el modo en que no debemos vivir, dónde se asienta la felicidad y dónde no podemos encontrarla.

Lo que Oriente conoce como “karma” es básicamente el misterio que explica el modo en que nuestras acciones presentes acaban determinando lo que nos aguarda corriente abajo en el espacio y en el tiempo. Sea lo que fuere que hayamos hecho en el pasado, la ley del karma (es decir, la ley de causa y efecto) dice que inevitablemente tendrá consecuencias –más o menos sutiles, comprensibles y perceptibles, según los casos– en el aquí y el ahora, y que todas ellas están moduladas por nuestra motivación e intención original, es decir, por la cualidad de la mente que dio origen a la acción. Con cierta frecuencia, no tenemos la menor idea de la motivación que alentó algunas de nuestras acciones y comentarios, porque estábamos tan atrapados en la agitación mental que literalmente no nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo.

Quizás hayamos dejado atrás el pasado, pero todavía cargamos con sus consecuencias acumuladas, sean éstas las que sean, e incluyendo tal vez el remordimiento por nuestras decisiones, elecciones y acciones pasadas o el resentimiento por algo que nos sucedió y fuimos incapaces de impedir o controlar. Con el esfuerzo y el apoyo del andamio adecuado podemos, sin embargo, ir modificando nuestro karma retornando conscientemente al momento presente y transformando los estados mentales y corporales aflictivos y destructivos en otros más positivos. Transformamos positivamente nuestro karma cuando cobramos conciencia de nuestras motivaciones, que no sólo subyacen bajo nuestras acciones externas, sino también bajo las acciones internas expresadas en la mente y cuerpo a través de los pensamientos y el discurso. Manteniendo la conciencia de la motivación a lo largo del tiempo, cultivando una motivación bondadosa y eludiendo las reacciones automáticas que brotan del inconsciente o surgen de una motivación insana –o, dicho en otras palabras, comprometiéndonos a vivir, instante tras instante, y no sólo al comienzo, una vida interna y externa ética y moral–, preparamos el camino para la sanación y la transformación profundas. A falta de ese fundamento ético, es muy posible que la transformación y la curación no acaben de arraigar porque, en tal caso, nuestra mente estará demasiado agitada, demasiado atrapada en el condicionamiento, en el autoengaño y en las emociones destructivas como para proporcionar el terreno adecuado para el cultivo de nuestras dimensiones más amplias y profundas.

Cada uno de nosotros, en última instancia, es un ser moral y legalmente responsable de sus actos y de sus consecuencias. Recuerden que los tribunales internacionales que han juzgado los crímenes de guerra siempre han concluido que la responsabilidad de los delitos de lesa humanidad, como los perpetrados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial o las masacres de My Lai en Vietnam o de Srebrenica, reside en cada uno de nosotros, independientemente de nuestro rango o estatus social. Hay veces en las que, incluso en el mundo militar, desobedecer una orden es éticamente mucho más importante que obedecerla. El piloto del helicóptero de reconocimiento que sobrevoló Mi Lay el día de la masacre y vio lo que estaba ocurriendo aterrizó en mitad del pueblo y ordenó a su tripulación abrir fuego sobre los soldados americanos que estaban a punto de masacrar a mujeres, niños y ancianos. Finalmente, es sólo el individuo, cada uno de nosotros, quien debe tomar partido por la bondad y la amabilidad frente a la amoralidad, la inmoralidad y la falta de ética. Y eso es algo que, en ocasiones, puede requerir de una acción tan espectacular como la que llevó a cabo el mencionado oficial mientras que, otras veces, se trata simplemente de tomar la decisión de actuar éticamente, aunque uno sea el único que lo sepa. Y otras, por último, puede plasmarse en actos de resistencia pasiva por motivos de conciencia, como cuando uno decide quebrantar públicamente una ley menor (conscientemente dispuesto a aceptar las consecuencias legales de tal acción) para llamar la atención y protestar contra acciones, políticas o leyes que considera inmorales y dañinas.

Tanto Gandhi como Martin Luther King emplearon la desobediencia civil no violenta para defender las causas de los derechos humanos frente a la crueldad y la injusticia endémicas e institucionalizadas. Estos activistas morales suelen ser considerados por el poder y por muchos espectadores como agitadores que no respetan la seguridad ciudadana, y quizás incluso como traidores o enemigos de la patria, pero lo cierto es exactamente lo contrario, porque no son traidores sino auténticos patriotas. Quizás sean enemigos de la injusticia que marchan al ritmo de tambores diferentes, escuchando y confiando en la inteligencia de su conciencia, y testimonien, con su presencia moral y sus acciones, una verdad superior. No en vano, una generación más tarde, suelen ser reverenciados y aun santificados.

 

Pero siempre es más difícil encarnar la ética y la moral en el momento presente, sea éste cual sea, que luego más tarde, cuando usualmente los que las han defendido han desaparecido, a menudo como consecuencia de una muerte.

En última instancia, la ética y la moral no tiene que ver con héroes, líderes o ejemplos brillantes, sino con el modo en que, instante tras instante y día tras día, asumimos nuestra vida para que nuestra actitud básica no se oriente hacia tendencias mentales que nos impulsen hacia la avaricia, el odio y el engaño, sino que movilice los recursos más profundos de nuestro corazón y aliente la bondad, la generosidad, la compasión y la buena voluntad. Éstos no son sentimientos que sólo debamos permitirnos en Navidad, sino una forma de vida, una práctica por derecho propio, el auténtico fundamento de la curación, la transformación y las posibilidades a las que nos abren paso la meditación y la atención plena.

Merece la pena señalar que, aunque es una buena idea plantear todas estas cosas desde el mismo comienzo de la práctica de la meditación, también es demasiado fácil caer en un tipo de retórica moral que se asemeja demasiado al sermón y que invariablemente despierta en los demás dudas sobre si la persona que dice abrazar esos valores realmente los cumple. No olvidemos que son muchos los casos de personas que se hallan en posición de autoridad, ya se trate de figuras religiosas, políticos, terapeutas, médicos o abogados, algunos de los cuales han llegado a salpicar incluso a centros de meditación, que no han tenido empacho alguno en romper sus votos y transgredir el código ético de su profesión. Por ello, dentro del contexto de la enseñanza de la atención plena de la Stress Reduction Clinic, nos parece mucho más interesante y auténtico encarnar como mejor podamos con nuestro ejemplo la presencia, la confianza, la generosidad y la amabilidad sinceras como parte esencial de nuestra práctica, dejando que las conversaciones más explícitas sobre la moral y la ética surjan naturalmente durante los diálogos personales sobre la experiencia con la práctica de la meditación, es decir, en medio de la vida misma. La actitud amable y la percepción clara de los estados y hábitos mentales reactivos y destructivos forman parte de las instrucciones de la meditación, de modo que convendrá prestarles una cuidadosa atención, mientras seguimos practicando para cobrar una mayor conciencia de los beneficios de ciertas actitudes y acciones y de los riesgos que implican otras.

Independientemente de la elocuencia, la transmisión de la ética y de la moral es mucho más eficaz a través del ejemplo que de la palabra. En cierto modo, cada cual debe ver, sentir y experimentar por sí mismo, como fruto del cultivo de la atención plena, los efectos, tanto internos como externos, de sus acciones, palabras y aun pensamientos y expresiones faciales, sean éstas las que sean, instante tras instante, respiración tras respiración y día tras día.

LA ATENCIÓN PLENA

¿Qué es, después de todo, la atención plena? Según el monje y erudito budista Nyanaponika Thera, la atención es «la llave maestra infalible y el punto de partida para el conocimiento de la mente, la herramienta perfecta y el punto focal para el desarrollo de la mente, la manifestación más elevada y el punto culminante de la libertad mental». No está mal para algo que básicamente consiste en prestar atención.

Bien podríamos decir que la atención plena es una conciencia sin juicios que se cultiva instante tras instante mediante un tipo especial de atención abierta, no reactiva y sin prejuicios en el momento presente. Cuando se practica de un modo deliberado, se la denomina atención voluntaria, y cuando aparece de manera espontánea –como suele suceder cada vez más frecuentemente en la medida en que avanza nuestra práctica voluntaria–, se la llama atención sin esfuerzo; pero, en cualquiera de los casos, la atención plena es la atención plena.5

Quizás la atención plena sea, de entre todas las prácticas meditativas de sabiduría desarrolladas por las culturas tradicionales de todo el mundo a lo largo de la historia, la más básica, la más poderosa, la más universal y la más fácil de entender y de llevar a cabo. También es, obviamente, la que más necesitamos hoy en día, porque no es más que la capacidad, a la que todos podemos acceder, de saber lo que realmente está sucediendo tal y como está sucediendo. El maestro de vipassana Joseph Goldstein la define como «la cualidad de la mente que está presente sin juicio ni interferencia alguna. Es como un espejo que refleja claramente todo lo que desfila ante él». Larry Rosenberg, otro maestro de vipassana, la llama «el poder observador de la mente, un poder que varía en función de la madurez del practicante». Pero yo añadiría que, si la atención plena es un espejo, se trata de un espejo que conoce de manera no conceptual todo lo que cae dentro de su alcance y que, al no ser bidimensional, se asemeja más a un campo electromagnético que a un espejo, un campo de conocimiento, un campo de conciencia, un campo que, como un espejo, está esencialmente vacío y, en consecuencia, “puede contener” todo lo que desfila frente a él.

Si la atención plena es una cualidad innata de la mente, también es una cualidad que puede –y, para la mayor parte de nosotros, debe– perfeccionarse a través de la práctica sistemática. Ya hemos mencionado lo distorsionada que suele estar nuestra capacidad innata de prestar atención. De eso, precisamente, trata la meditación, del cultivo deliberado y sistemático de la presencia atenta y, a través de ella, de la sabiduría, de la compasión y de cualquier otra cualidad de la mente y del corazón que nos libere de los grilletes de la ceguera y la ilusión.

La postura atencional a la que llamamos atención plena ha sido calificada por Nyanaponika Thera como “el corazón de la meditación budista”. Se trata de un elemento central de las enseñanzas del Buda y de todas las tradiciones budistas, desde las distintas corrientes del zen en China, Corea, Japón y Vietnam a las distintas escuelas de vipassana o “meditación de la visión profunda” de la tradición theravada de Birmania, Camboya, Tailandia y Sri Lanka, las del budismo tibetano (Vajrayana) en la India, Tibet, Nepal, Ladakh, Bután, Mongolia y Rusia, escuelas y tradiciones que, en su inmensa mayoría, han acabado estableciendo sólidas raíces en las culturas occidentales en que actualmente florecen.

Su llegada a Occidente en una época relativamente reciente no es más que la expansión histórica de la misma flor que se difundió por toda la India durante los siglos posteriores a la muerte del Buda y acabó propagándose en muchas formas diferentes a través de toda Asia, y que, en tiempos relativamente recientes, regresó a la India, de donde casi había desaparecido desde hace varios siglos.

Estrictamente hablando, la aplicación de la atención plena da lugar a la aparición de la conciencia. Cuanto mayor y más estable sea nuestra atención plena, mayor será la conciencia y la profundidad de la comprensión que podrá proporcionarnos. Hablando en un sentido lato, sin embargo, los términos atención y conciencia son sinónimos, y, por mor de sencillez, nos atendremos a este último uso. Y puesto que no hay nada especialmente budista, oriental, occidental, norteño o sureño en el hecho de prestar atención o en la conciencia, la esencia de la atención plena es algo absolutamente universal que tiene más que ver con la naturaleza de la mente humana que con ideologías, creencias o cultura alguna, y está más relacionada con la capacidad de conocer (o, como ya hemos dicho, con lo que se llama conciencia) que con una religión, filosofía o punto de vista concreto.

Una de las cualidades especiales de cualquier espejo, grande o pequeño, por volver a ese símil, es su capacidad para contener cualquier paisaje, dependiendo de su orientación y de que esté limpio, cubierto de polvo o empañado por el paso del tiempo. No hay necesidad alguna de anclar el espejo de la atención plena y restringirlo a una imagen concreta excluyendo otros paisajes igualmente válidos. Hay muchas formas de conocimiento, pero la atención plena las incluye y subsume todas, del mismo modo que también podríamos decir que sólo hay una verdad, pero muchas formas de expresarla en la inmensidad del tiempo y del espacio y en la gran diversidad de las condiciones culturales y locales.

Pero la metáfora del espejo para ilustrar la atención plena, por más valiosa que sea en ciertas ocasiones, también resulta, en otras, limitadora, porque la imagen que refleja es siempre invertida. Cuando usted contempla su rostro en un espejo, no lo ve del mismo modo en que lo ven los demás, sino que ve una imagen especular de su rostro en la que la derecha de la imagen es la izquierda de la realidad y viceversa. Además, la imagen del espejo no es tridimensional y, en consecuencia, no refleja las cosas tal como realmente son, sino que simplemente nos muestra una imagen limitada e ilusoria de ellas.

Todas las culturas, tanto antiguas como contemporáneas, valoran la importancia de la atención plena, aunque quizás no la conozcan con ese nombre. De hecho, podríamos decir que nuestra vida y nuestra presencia dependen de la claridad de la mente como espejo y de su capacidad para reflejar, contener, descubrir y conocer fielmente las cosas tal como son. Nuestros ancestros, por ejemplo, debían llevar a cabo evaluaciones instantáneas y exactas de la situación casi instante tras instante, porque de ello dependía su supervivencia individual y hasta la extinción de toda la comunidad. Quienes hoy poblamos la Tierra descendemos de generaciones de supervivientes, porque la mente que podía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo y saber en qué podía confiar y a qué debía reaccionar disponía de una clara ventaja evolutiva, y quienes, por el contrario, tenían espejos deformados no podían tomar decisiones que garantizasen su supervivencia y transmitir sus genes a sus sucesores. En este sentido, los espejos claros que puedan reconocer y reflejar de inmediato todas las cuestiones relacionadas con la supervivencia que atraviesan el umbral de nuestros sentidos nos proporcionan una clara ventaja evolutiva.

Somos los herederos de ese proceso continuo de selección y autoperfección. Si nos detenemos a pensar en ello, todos nosotros somos como los jóvenes moradores de Lake Wobegon de los que nos habla el relato de Garrison Keillor, seres realmente milagrosos que se hallan por encima de la media, muy por encima de la media.

A lo largo de los siglos, la capacidad innata universal de la que todos disponemos para sintonizar perfectamente nuestra percepción y nuestra conciencia se ha visto explorada, cartografiada, conservada, desarrollada y perfeccionada, no tanto por las sociedades cazadoras y recolectoras de la prehistoria (a las que lamentablemente el “éxito” del flujo de la historia humana llevó al borde de una extinción que se llevaría consigo todo su conocimiento), por la agricultura y la división y especialización del trabajo o por la emergencia de tecnologías avanzadas, sino más bien por los monasterios. Esos entornos deliberadamente aislados aparecieron muy temprano y han atravesado multitud de vicisitudes, renunciando a las preocupaciones mundanas para poder dedicar toda su energía al cultivo, el perfeccionamiento y la profundización de la atención plena y empleándola para investigar la naturaleza de la mente con la intención de liberarse de la cárcel de la aflicción y el sufrimiento y alcanzar el conocimiento claro de lo que significa ser plenamente humano. En el mejor de los casos, estos monasterios fueron auténticos laboratorios para la investigación de la mente, en los que los monjes siguen todavía dedicándose a esos menesteres, desempeñando simultáneamente el rol de científicos y de objeto de estudio.

Esos monjes, monjas y unos pocos legos ocasionales se sirvieron del ejemplo del Buda y de sus enseñanzas. El Buda, como sabemos, fue una persona que, por diversas razones kármicas, tomó la decisión de sentarse y dirigir su atención a la cuestión central del sufrimiento, la investigación de la naturaleza de la mente, su capacidad para liberarnos de la enfermedad, la vejez, la muerte y lo que podríamos denominar la enfermedad fundamental de la humanidad, sin negarlos ni tratar de eludirlos. Para ello usó su propia mente, un instrumento del que todos disponemos –aunque pocos ejercitan–, desarrollando la estabilidad atencional y la conciencia y capacidad de comprensión y visión profunda que de ella se derivan. Cuando se le preguntó al respecto, el Buda no se describió a sí mismo como un dios como hacían otros, sorprendidos por su sabiduría, luminosidad y presencia, sino sencillamente como un ser “despierto”.

 

El despertar del Buda se derivó directamente de su experiencia de ver profundamente la condición y el sufrimiento humano y de su descubrimiento de un camino para salir del ciclo aparentemente interminable del autoengaño, la percepción ilusoria y la aflicción mental y de acceder a la libertad, ecuanimidad y sabiduría que todos poseemos de manera innata.

Una y otra vez volveremos a la atención plena, a lo que es y a los diferentes modos en que puede ser cultivada, tanto formal como informalmente, sin quedar, por ello, atrapados en las historias que nos contamos al respecto, aun cuando inevitablemente nos veamos obligados a crearlas. Examinaremos la atención plena desde muchas perspectivas diferentes, veremos el modo en que operan sus distintas energías y propiedades y también nos ocuparemos del modo de aplicarlas a cuestiones concretas de nuestra vida cotidiana a todos los niveles en aras de nuestro bienestar y felicidad a corto y largo plazo.

Comenzaremos nuestra investigación considerando con más detenimiento por qué es tan importante empezar prestando atención a nuestro bienestar y al modo en que se acomoda al esquema mayor de sanar y transformar nuestra vida y el mundo que nos rodea.

1. A veces utilizo el ejemplo de una conexión a Internet a través de dial (mediante marcado telefónico) y a través de módem para ilustrar la diferencia existente entre la atención voluntaria y la atención sin esfuerzo. En el primero de los casos (la atención voluntaria), uno tiene que realizar el esfuerzo de conectar y de restablecer la conexión cada vez que se pierde mientras que, en el segundo (la atención sin esfuerzo), la conexión se halla siempre presente y no es necesario realizar esfuerzo alguno para conectar. Siempre estamos conectados, las cosas ya son lo que son, nosotros ya somos quienes somos y estamos tan íntimamente ligados a esa realidad que, de ella, no nos separa ni una respiración ni un latido del corazón.