La práctica de la atención plena

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CONCIENCIA Y LIBERTAD

¿Se ha dado cuenta alguna vez de que la conciencia del dolor no duele? Estoy seguro de que sí, porque ésa es una experiencia muy habitual, especialmente en la infancia, pero no solemos examinarlo ni hablar de ello porque es muy fugaz y, cuando tropezamos con él, el dolor es muy intenso.

¿Ha advertido alguna vez que su conciencia del miedo no está asustada por más que usted esté aterrado? ¿Se ha dado cuenta de que su conciencia de la depresión no está deprimida, de que su conciencia de los malos hábitos no es esclava de esos hábitos y de que su conciencia de ser no es quien cree ser?

Cualquiera puede corroborar por sí mismo en cualquier momento la veracidad de todas estas afirmaciones investigando simplemente en su conciencia, es decir, tornándose consciente de la conciencia misma. Se trata de algo relativamente sencillo pero casi nunca se nos ocurre, porque la conciencia, como el momento presente, es una dimensión oculta que impregna todas las dimensiones de nuestra vida y, en consecuencia, resulta casi imperceptible.

La conciencia es inmanente y se halla presente de continuo, pero es como un animal tímido y permanece oculta. Pero, a pesar de que siempre se halle presente y resulte completamente accesible, sólo podemos vislumbrarla –no digamos ya verla de continuo– con cierto grado de esfuerzo, silencio y hasta cautela. Para ello, es necesario estar muy motivado y permanecer muy atento para permitir que su conocimiento llegue hasta usted y dejarla penetrar, por así decirlo, sigilosa y diestramente en cualquier cosa que esté pensando o experimentando. Después de todo, usted ya ve, ya oye y ya es consciente de todo lo que, aquí y ahora mismo, llega a usted procedente de todas las ventanas sensoriales, incluida la mente.

En el mismo momento en que usted se torna consciente del dolor, su relación con él experimenta, aunque sólo sea durante un breve instante, un cambio muy profundo. Es imposible que la experiencia del dolor no se modifique, porque el mismo hecho de mantener la atención, aunque sólo sea un par de segundos, pone de relieve su mayor dimensionalidad. Y ese cambio proporciona una mayor libertad a su actitud y a sus acciones ante cualquier situación, sea ésta la que sea… y aunque no sepa qué hacer. Cuando uno es consciente del no-conocimiento, ésa es su forma de conocimiento. Ya sé que puede parecer extraño pero, perseverando en la práctica, puede llegar a convertirse –a un nivel visceral mucho más profundo que el simple pensamiento– en algo muy real.

La conciencia modifica la experiencia del dolor emocional y del dolor que atribuimos a las sensaciones corporales. Si cuando nos hallamos sumidos en el dolor emocional prestamos mucha atención, advertiremos que, por más extraño que pueda parecer, siempre va acompañado de una constelación de pensamientos y sentimientos superpuestos, de los que podemos cobrar conciencia. Resulta sorprendente lo poco familiarizados que estamos con este tipo de cosas y lo profundamente revelador y liberador que resulta asumir de ese modo nuestras emociones y sentimientos y aun en el caso –muy en especial– de que éstos tengan que ver con la rabia y la desesperación.

Nadie necesita infligirse dolor a sí mismo, de modo que ésta puede ser una ocasión para verificar que esta propiedad única de la conciencia es superior y de naturaleza completamente diferente a la del dolor. Lo único que tenemos que hacer es permanecer atentos a la emergencia del dolor en el mismo momento en que aparezca y asuma la forma que asuma. Nuestra atención da lugar a la conciencia en el punto de contacto con el evento que la desencadena, ya se trate de una sensación, de un pensamiento, de una mirada, de un comentario o de lo que ocurre en un determinado momento. La aplicación de la sabiduría tiene lugar aquí mismo, en el punto y el momento mismo del contacto, ya sea que se acabe de golpear el pulgar con un martillo o que el mundo un giro imprevisto y se vea repentinamente enfrentado a un aspecto u otro de la catástrofe y en su vida parezca haberse asentado permanentemente la pena, la tristeza, la ira o el miedo.

Es precisamente en ese instante y en los posteriores cuando podemos cobrar conciencia del estado en que nos encontramos, del estado de nuestro cuerpo, de nuestra mente y de nuestro corazón. Luego debemos avanzar un paso más, cobrar conciencia de la misma conciencia y darnos cuenta de si está dolida, enfadada, asustada o triste.

Entonces se dará cuenta de que no lo está, porque no puede estarlo, aunque esto es algo que cada cual debe verificar por sí mismo. En el mero pensamiento no hay libertad, porque el pensamiento sólo sirve para recordarnos la necesidad de mirar, cobrar conciencia de ese momento concreto y cobrar conciencia de nuestra conciencia. Entonces es cuando tenemos la posibilidad real de verificar todo esto por nosotros mismos, porque la conciencia sólo conoce de manera inmediata. Quizás dure solamente un instante pero, en ese preciso instante, radica nuestra única posibilidad de libertad. Es entonces cuando se abre la puerta que conduce a la sabiduría y la sinceridad, las cualidades naturales de nuestro ser libre. A partir de ese momento ya no hay nada más que hacer, porque la conciencia se abre y nos invita a mirar, aunque sólo sea durante un breve tiempo y ver por nosotros mismos.

Esto no significa que la conciencia sea una estrategia fría e insensible para dar la espalda a la profundidad del dolor y a sus persistentes secuelas en los momentos de angustia o de pérdida. La pérdida, la angustia, el duelo, la pena, la ansiedad y la desesperación descansan en el centro mismo de nuestra humanidad y nos invitan a afrontarlas directamente y a aceptarlas tal como son. Lo que de verdad necesitamos y lo que la conciencia realmente encarna no tiene nada que ver con la negación ni, la represión de los sentimientos, sino con su reconocimiento y aceptación. La conciencia no puede mitigar la inmensidad del dolor en cualquier circunstancia, pero nos proporciona el apoyo necesario para reconocer íntimamente nuestro sufrimiento, lo que, a su vez, resulta transformador porque ahí, precisamente, se asienta la diferencia entre quedarnos atrapados en el dolor y el sufrimiento o liberarnos de él, por más que no nos torne inmunes a las múltiples formas del dolor a las que todos los seres humanos estamos indisolublemente encadenados.

Son muchas las ocasiones, grandes y pequeñas, en que podemos cobrar conciencia de lo que está sucediendo en nuestra vida cotidiana y, en este sentido, nuestra vida puede convertirse en el ámbito más adecuado para el cultivo sin fisuras de la atención plena. Asumir el reto de despertar a nuestra vida y de vernos transformados por la atención es una forma de yoga, el yoga de la vida cotidiana, al que podemos apelar en cualquier momento, tanto en el entorno laboral como en el de las relaciones, en la educación de nuestros hijos (en el caso de que seamos padres), en la relación con nuestros padres, estén vivos o muertos, en la relación que establecemos con nuestros pensamientos acerca del pasado y del futuro y en la relación que mantenemos con nuestro propio cuerpo. Podemos cobrar conciencia de cualquier cosa que esté sucediendo, tanto de los momentos armónicos como de los conflictivos y de aquellos otros tan neutros que ni siquiera llegamos a advertirlos. En cada instante podemos verificar por nosotros mismos si, al cobrar conciencia de ese momento, el mundo se nos abre o no en respuesta a nuestro gesto de atención plena, si –parafraseando la hermosa expresión de la poetisa Mary Oliver– “se ofrece o no a nuestra imaginación”, si nos proporciona o no formas nuevas y más amplias de ver y estar con lo que es y de liberarnos quizás de los peligros que acechan cualquier visión parcial y la frecuente identificación que podamos tener por el simple hecho de que es nuestra. Atrapado una vez más, aunque sea en medio del dolor, por la historia que, de manera inconsciente y automática, estoy contándome sobre mí mismo, tengo entonces la oportunidad –incontables oportunidades, de hecho– de contemplar su despliegue y dejar de alimentarla emitiendo, en caso necesario, una orden inhibidora, abrir la puerta y salir, por un momento, de la cárcel para enfrentarme al mundo de un modo nuevo que me permita dejar reaccionar automáticamente, retroceder y escapar o, dicho de otro modo, que me permita abrirme y abrazarlo plenamente. Esta predisposición a reconocer lo que es y a enfrentarnos a ello requiere de un gran coraje y de una gran presencia.

Suceda lo que suceda, siempre podemos, en cualquier instante, corroborarlo y verlo por nosotros mismos. ¿Se preocupa nuestra conciencia? ¿Se pierde nuestra conciencia en la vida, la avaricia o el dolor? ¿O acaso la conciencia nos permite, en cualquier instante –por más breve que éste sea– reconocer lo que está sucediendo y, de ese modo, nos libera? Esto es algo que cada cual debe verificar por sí mismo. La conciencia, según mi experiencia, nos remite a nosotros mismos, es la única fuerza que conozco que puede hacerlo, la quintaesencia de la inteligencia física, emocional y moral. Y, por más que parezca que debamos evocarla, lo cierto es que se halla continuamente presente y, en consecuencia, sólo tiene que ser descubierta, recuperada, asumida e integrada. En ese recuerdo se asienta, precisamente, el perfeccionamiento y, al soltar y dejar ser, descansar, en palabras del gran poeta japonés Ryokan, en «Esto, nada más que Esto». A ello precisamente nos referimos cuando hablamos de la práctica de la atención plena.

El reto, como ya hemos visto, es doble porque implica, en primer lugar, ser lo más conscientes que podamos, aunque sólo sea de un modo limitado y fugaz y, en segundo lugar, mantener nuestra conciencia, conocerla mejor y vivir dentro de su totalidad mayor y no contraída. Cuando así lo hacemos, descubrimos que los pensamientos se desvanecen por sí solos, aun en medio de la tristeza, como cuando extendemos la mano y tocamos con el dedo una pompa de jabón y ¡plaff! se desvanece. En tal caso, la tristeza desaparece, aun cuando todavía podamos consolar a los demás y descansar en la vivacidad e inmediatez de lo que es.

 

En esa libertad, podemos enfrentarnos a todo lo que la vida nos depara con una mayor apertura, fortaleza, paciencia y claridad. Ya vivimos en una realidad mayor en la que podemos descansar abrazando el dolor y el sufrimiento con una presencia sabia y amorosa, con una mayor conciencia, con actos sinceros de amabilidad y respeto hacia uno mismo y hacia los demás y dejar de estar perdidos en la ilusoria división entre interior y exterior.

Pero para que esta práctica acabe impregnando toda nuestra vida cotidiana, necesitamos un marco de referencia más amplio que nos proporcione un lugar desde el que partir, recetas para intentarlo, mapas para seguir adelante, recordatorios para no olvidarnos y aprovecharnos también de la experiencia y el conocimiento duramente logrados por otras personas. Y esto también incluye, cuando lo necesitemos, formas de acceder a la conciencia y libertad que ya están presentes en cualquier instante aunque, en ocasiones, parezcan hallarse completamente fuera de nuestro alcance.

ACERCA DEL LINAJE
Y DE LOS USOS Y LIMITACIONES
DE LOS ANDAMIOS

Si he podido ver más lejos que la mayoría sólo ha sido porque estaba encaramado a hombros de gigantes.

SIR ISAAC NEWTON

Todos conocemos implícitamente la extraordinaria ventaja que supone servirnos del legado transmitido por el genio y el esfuerzo creativo de las personas que nos precedieron, ya fuesen científicos, poetas, artistas, filósofos, artesanos o yoguis, que dedicaron su esfuerzo a explorar la naturaleza profunda de las cosas. En todos los dominios del aprendizaje nos hallamos subidos a hombros de nuestros ancestros, estirando el cuello para poder atisbar lo que su dedicación y esfuerzo les permitió ver. Si somos inteligentes, haremos lo imposible por leer sus mapas, transitar por los caminos que ellos hollaron, comprobar sus métodos y corroborar sus descubrimientos para saber por dónde debemos empezar, lo que podemos hacer y dónde debemos buscar las nuevas comprensiones, oportunidades e innovaciones. A menudo somos inconscientes del mismo suelo que pisamos, de la casa en que vivimos y de las lentes –que, de manera frecuentemente anónima, otros nos legaron– que hoy en día empleamos para ver el mundo. W.B. Yeats reconoció la inconmensurable deuda que tenemos con la creatividad y el esfuerzo de quienes nos precedieron e inmortalizó en cuatro líneas de agradecimiento a quienes llamó “instructores inconscientes”, sin cuyos logros, fugaces y evanescentes, aunque también profundos e incomparables, no podríamos conocer ni construir nada:

Ellos nos transmitieron su legado, que pende, como gota de rocío, de la hoja de hierba.

Las facultades del habla y el pensamiento verbal ilustran perfectamente la imposibilidad de que baste con nuestro esfuerzo aislado para alcanzar las cumbres más elevadas de nuestras aptitudes biológicas innatas. Los seres humanos disponemos de la capacidad verbal pero, si crecemos aislados desde la infancia y, en consecuencia, no nos vemos expuestos al lenguaje (escuchando a los demás o a través del lenguaje de los signos), jamás aprenderemos a hablar. Ésa es una aptitud que sólo puede desarrollarse en una determinada etapa del proceso evolutivo porque, en caso contrario, se estancan grandes segmentos de nuestro funcionamiento mental, cognitivo y emocional, lo que acaba cercenando gravemente nuestra capacidad de razonamiento y discurso.

Todo está dispuesto desde el mismo momento del nacimiento, pero ese marco de referencia debe prepararse, esculpirse, adaptarse y nutrirse a través de la inmersión en el mundo de los sonidos emitidos por los seres humanos, los rostros que los pronuncian, el contacto ocular, la inflexión de la voz y hasta el olor, para que se establezca una conexión emocional y sensorial ricamente multimodal. El establecimiento de las redes neuronales que cablean nuestro cerebro depende, pues, fundamentalmente de la experiencia. Y ello debe ocurrir, según parece, durante cierto estadio del proceso de desarrollo. Si desaprovechamos esta oportunidad y no participamos en la dimensión relacional necesaria para sostener y esculpir nuestra capacidad verbal innata, acabaremos siendo básicamente mudos.

La biología misma, por dar otro ejemplo quizás más esencial, es en última instancia histórica. La vida nueva se asienta y sólo puede proceder de la vieja. Las células no brotan en entornos no celulares aunque, según se cree, probablemente evolucionaron, en su forma más rudimentaria –hará unos 3.000 millones de años–, en un entorno prebiótico sometido a condiciones muy diferentes de las actuales. La estructura celular se desarrolla, crece, se reproduce y mantiene su integridad organizativa a través de un proceso denominado autopoiesis, al que algunos científicos consideran el primer eslabón rudimentario que conecta la vida con la cognición o, si lo prefieren, con el conocimiento primigenio del yo. En cualquiera de los casos, sin embargo, no existe vida sin una estructura precedente en la que aflore inconsútilmente su arquitectura molecular tridimensional. En última instancia, pues, la vida es histórica.

En cada uno de los distintos niveles del desarrollo –desde el biológico hasta el psicológico, el social y el cultural– existe una necesidad fundamental de lo que yo suelo denominar “andamiaje”. Y es que, para adentrarnos en los dominios inexplorados de la mente, de la naturaleza y del cosmos en que nos hallamos, dependemos de las instrucciones, las líneas directrices, el contexto, la relación y el lenguaje, aunque, en ocasiones, nos desviemos del camino trillado y hollemos senderos hasta entonces inexplorados. Ese cuerpo de conocimientos ha ido desarrollándose, perfeccionándose y destilándose a lo largo de siglos y milenios por los linajes de quienes nos han precedido; linajes en el ámbito de la supervivencia a través de la caza y la recolección; linajes en el campo de la domesticación de plantas y animales salvajes; linajes en el ámbito de las ciencias, la ingeniería y la arquitectura, y linajes también en el entorno de las artes y las tradiciones meditativas. Todos esos linajes nos han legado un cuerpo diverso, rico y costosamente acumulado de conocimientos acerca de ciertos paisajes y de las habilidades necesarias para movernos adecuadamente en ellos. Ese conocimiento destilado y elaborado puede sernos de mucha utilidad pero, para ello, deberemos entender los caminos esbozados por otros, seguir sus instrucciones, hacer lo que hicieron, llegar donde llegaron y familiarizarnos, hasta cierto punto, con el territorio y los retos a los que se enfrentaron y con las soluciones a las que arribaron.

Este legado también afecta a la práctica de la meditación. A fin de cuentas, las prácticas meditativas no llegan hasta nosotros procedentes de ningún lugar. Quienes nos precedieron, los linajes directos o ramificados de maestros que se remontan a la época del Buda e incluso antes de él nos proporcionan un mapa del que podemos servirnos para explorar y tomar las medidas oportunas. Esos mapas pueden ensanchar y enriquecer nuestra capacidad para el viaje de exploración de la mente humana y sus potencialidades que ya hemos emprendido. En este sentido, los seres humanos somos muy afortunados por disponer de ese legado y por contar con hombros tan elevados y robustos a los que encaramarnos.

Porque si bien la práctica de la meditación puede parecer, a simple vista, muy sencilla y beneficiosa, el poder de la investigación meditativa, la necesidad de una disciplina rigurosa, el uso de la propia vida, mente y cuerpo como laboratorios para la exploración de las dimensiones más esenciales de nuestra humanidad, el poder inherente a una comunidad que, en un mundo de incertidumbre, vulnerabilidad y cambio continuo, reconocen su interconexión fundamental, es un legado al que difícilmente hubiéramos podido acceder por nosotros mismos, un legado que se asemeja a una ciencia de la mente y del corazón al que también podemos agregar nuestra propia contribución como sucede, tanto individual como colectivamente, en los demás ámbitos de la comprensión y del conocimiento.

Tampoco debemos olvidar, obviamente, el caso del genio autodidacta. Pero hasta el mismo Mozart estudió con su padre y hasta el mismo Buda practicó las tradiciones meditativas de su época antes de llegar a establecer su propio camino e ir más allá de lo que otros le habían enseñado, agregando, según cuenta la historia, su propia contribución a lo que había recibido e inspirado por el semblante resplandeciente y sereno de un monje errante que un buen día pasó junto a él.

Casi todos los científicos tienen mentores, es decir, personas que, en un momento u otro, les inspiraron a poner profundamente en cuestión la visión del mundo de su época y a contemplarlo de un modo nuevo y diferente. James Clerk Maxwell, que formuló las conocidas ecuaciones Maxwell del electromagnetismo –uno de los logros más colosales, por cierto, de la física del siglo XIX–, se apoyó en la obra de su predecesor Michael Faraday, con quien compartió muchas de sus intuiciones y hasta su virtuosismo matemático. Pero para llegar a su revolucionaria comprensión, que le permitió describir con cuatro originales ecuaciones la propagación de los campos electromagnéticos a través de espacio, Maxwell se sirvió de un modelo mecánico, una analogía que utilizaba engranajes para explicar la relación existente entre las fuerzas misteriosas e incorpóreas –que nunca antes se habían visualizado– de la electricidad y el magnetismo. El modelo demostró finalmente estar equivocado, pero le sirvió de trampolín o “andamio”, por así decirlo, para llegar a un punto desde el que pudo comprender la naturaleza de las fuerzas que estaba investigando. Pero, a pesar de ello, las cuatro ecuaciones a las que arribó empleando un andamio conceptual erróneo, demostraron ser completamente correctas y completas.

Maxwell fue lo suficientemente inteligente como para no publicar su modelo mecánico que, habiendo cumplido con su propósito, dejó ya de servir. Y es que, una vez claramente formuladas las leyes de los campos electromagnéticos invisibles e intangibles, todo el tinglado conceptual que le permitió llegar hasta ahí perdió toda su importancia.

Lo mismo podríamos decir con respecto al caso de la meditación. También aquí podemos servirnos de varios tipos de andamios, creados por nosotros mismos o legados por quienes nos precedieron para motivarnos y ayudarnos a reconocer y entender el territorio de nuestra mente y de nuestro cuerpo y la estrecha relación que mantienen con el dominio al que llamamos mundo. A partir de cierto momento, sin embargo, debemos renunciar a los andamios y al tinglado que hayamos erigido, para ir más allá de los modelos conocidos y heredados y experimentar directamente aquello a lo que apuntan las instrucciones, las palabras y los conceptos.

Con contadísimas excepciones, el hecho de sentarse a “meditar” de vez en cuando o incluso de manera regular durante años no promueve, por sí solo, la intuición, la transformación y la liberación, aunque el mismo impulso que nos lleva a meditar sea sumamente valioso y la confianza en uno mismo resulte esencial para emprender esta aventura. Como norma general, debemos contextualizar nuestros esfuerzos, pero sin quedarnos atrapados, por ello, en las narrativas que suelen acompañar a este tipo de contextos y de marcos de referencia.

Las narraciones sobre la meditación suelen incluir la idea de un objetivo definido de antemano, pero la meditación, por más estereotipada que pueda parecer, nos familiariza con el momento presente y con la comprensión de que ese destino ya está aquí, de que no hay “lugar” alguno al que ir y de que lo que realmente importa es el viaje. Hablando en un sentido muy real, el destino se halla siempre “aquí”, como también lo están los hallazgos de la ciencia aun antes de que los descubramos, conozcamos, describamos, verifiquemos, confirmemos y comprendamos. Miguel Ángel decía que su única actividad se limitaba a eliminar lo que sobraba de un bloque de mármol para acabar poniendo de relieve las figuras que “veía” con su ojo de artista y que, en cierto modo, se hallaban presentes desde el mismo comienzo. Pero, por más que ya estén aquí, siguen siendo inaccesibles si no llevamos a cabo el esfuerzo necesario para que acaben revelándose claramente a los dominios de nuestra mente y de nuestro corazón. Sólo están “aquí” de manera potencial y, para que se nos revelen, debemos emprender un proceso de revelación y estar dispuestos, a su vez, a vernos transmutados por él.

 

Por ello, cuando emprendemos el camino de la meditación, resulta muy útil disponer de un mapa del territorio en el que estamos adentrándonos, sin olvidar, no obstante, que “el mapa no es el territorio”. El territorio de los paisajes interno y externo de la experiencia y de la mente humana parece prácticamente ilimitado. Sin un mapa que nos ayude a orientarnos en nuestra práctica meditativa podríamos dar vueltas y más vueltas en círculo durante días y hasta décadas sin llegar a desembarazarnos jamás de nuestras ideas, opiniones y deseos opresivos y sin disfrutar de un momento de claridad, paz o libertad. A falta de mapa que nos ayude a orientarnos, podríamos quedar atrapados en lo que acabamos de decir, idealizando la promesa de un resultado especial, atrapados en las ilusiones y el autoengaño de “conseguir algo”, alcanzar la lucidez, la paz o la libertad y cayendo erróneamente en la paradoja de creer en la necesidad de alcanzar algún estado especial. Es cierto que lo hay… pero también lo es que no lo hay. Éste es el motivo por el que conviene disponer de un mapa y seguir las directrices de quienes nos han precedido, aunque –como veremos más adelante con cierto detalle– en algunos casos se afirme que no existen mapas, que no hay dirección, visión, transformación, logro ni nada que obtener. Además, y por más extraño que pueda parecer, también debemos tener en cuenta la motivación que impulsa la práctica, para no acabar sumidos en una actitud agresiva, adquisitiva o competitiva que inconscientemente acabe, a lo largo del camino, dañándonos a nosotros y a los demás.

¿Está confundido? No se preocupe. Baste, por el momento, con decir que muy probablemente le resulte útil conocer el camino en que está adentrándose y sus recovecos, siguiendo los pasos de quienes ya lo han recorrido y los mapas, a diferentes escalas, donde nos muestran el modo en que han gestionado sus propios encuentros con el infinito, del mismo modo, si lo que quiere es escalar el Everest o cualquier otra montaña, le interesará saber también antes el modo en que otros han acometido esa empresa, en lugar de confiar simplemente en la suerte, las buenas intenciones o los juicios del momento. No sólo es imprescindible, pues, disponer del equipo necesario, sino también apoyarse en la información y el conocimiento proporcionados por la experiencia y los mapas elaborados por otros y, más allá incluso, de su sabiduría que, aunque no sea transferible, sí que resulta, al menos, intuible. De otro modo, corremos el riesgo de engañarnos a nosotros mismos y perecer inútilmente en el intento. Resulta difícil permanecer vivo aun disponiendo de un andamio que nos sostenga, pero también es muy necesario que ese bagaje no acabe impidiéndonos disfrutar plenamente de la sorprendente belleza y presencia de la montaña y de la nuestra propia.

Perderse no es necesariamente un problema, porque eso es algo que les ocurre incluso a quienes están provistos de los mejores mapas. Si tenemos en cuenta que cometer errores constituye una parte fundamental de cualquier proceso de aprendizaje, yo diría que el hecho de perderse forma parte intrínseca del viaje. Sólo así recorremos realmente el territorio y llegamos a conocerlo íntimamente de primera mano.

La práctica de la meditación requiere invariablemente de algún tipo de andamio –en forma de instrucciones de meditación y de una amplia variedad de métodos y de técnicas– sobre todo al comienzo, hasta que acaba convirtiéndose en una especie de segunda naturaleza y ya no es necesario seguir apelando a la “voluntad”, el “intento” o el “recordatorio”. Ese andamio incluye también el contexto mayor en el que emprendemos tan extraña aventura vital, una aventura que nos lleva a perfeccionar la capacidad de sentarnos en la quietud, de contemplar profundamente la naturaleza de nuestra mente y de darnos cuenta, tanto en éste como en todos los demás instantes que se presenten, de la dimensión liberadora de la conciencia.

Los andamios son absolutamente necesarios para erigir un edificio y también lo fueron para que Miguel Ángel y sus aprendices pintasen los frescos de la Capilla Sixtina. Nosotros también necesitamos, del mismo modo, de algún tipo de andamio que nos transmita la esencia del trabajo interno durante esta inspiración, durante esta exhalación, en este cuerpo y en este instante.

Cuando el edificio está ya construido y hemos acabado de pintar el techo, sin embargo, el andamio deja de ser necesario y debe ser desmantelado, porque nunca ha formado parte esencial de la empresa, sino que tan sólo ha sido un medio útil y necesario para seguir avanzando. Lo mismo podríamos decir en el caso de la meditación, cuando tenemos que desmantelar el andamiaje de instrucciones y esquemas, desmontar la realidad misma y dejar tan sólo la esencia impalpable e inefable, la esencia de estar despierto, más allá, por debajo y “antes” incluso de que emerja el pensamiento.

Lo más curioso es que el andamiaje de la meditación es necesario en todo momento y, por el mismo motivo, debe desmantelarse en todo momento, no después de acabar la obra, como sucede en el caso de la Capilla Sixtina, sino instante tras instante. Y esto sólo se logra dándonos cuenta de que no es más que un andamio necesario e importante y no identificándonos con él. Es preciso, por tanto, erigirlo y desmontarlo a cada instante. En el caso de la Capilla Sixtina, el andamio debe guardarse en un almacén y desempolvarse cuando sea necesario, llevar a cabo una rehabilitación, una reparación o un ajuste. Pero, en el caso de la meditación, la obra de arte está siempre en marcha y, como la vida misma, es siempre completa a cada momento.

Dicho de otro modo, las instrucciones adecuadas permiten que la meditación sirva de trampolín de acceso, desde el mismo momento de partida, a lo que los tibetanos denominan la no-meditación, aunque al comienzo no sea más que un recurso misterioso y opaco, una simple sugerencia que más tarde deberemos recordar. Porque aun la idea misma de estar meditando forma parte del andamio. El andamio resulta útil para dirigir y sostener la práctica, pero también es importante que nos demos cuenta de que la práctica va mucho más allá de él. Ambas están operando simultáneamente instante tras instante cuando nos sentamos, cuando descansamos en la conciencia y cuando practicamos, más allá del horizonte de la mente conceptual y de su incesante proliferación de historias y, muy en especial, de historias sobre la meditación y sobre uno mismo.

Este libro, como todos los libros de meditación, todas las enseñanzas de meditación, todos los linajes, todas las tradiciones (por más venerables que sean) y todos los cedés, casetes y ayudas para la práctica no son más que andamios o, por cambiar la metáfora, dedos apuntando a la luna cuya función consiste en recordarnos hacia dónde debemos dirigir y mantener la mirada si finalmente queremos ver. Podemos fijarnos en el andamio, en el dedo o aprender a dirigir nuestra atención hacia el lugar al que apunta el dedo. La decisión es siempre, en última instancia, nuestra.