La práctica de la atención plena

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DIRIGIR Y MANTENER

Una colega que acababa de concluir un retiro de meditación me dijo que, en su opinión, la práctica consiste en dirigir la atención y mantenerla instante tras instante. Yo le respondí a vuelta de correo diciéndole que su comentario me parecía evidente y trivial y también añadí que me parecía desmesuradamente voluntarista, centrado en exceso en la necesidad de hacer algo y en confiar, en consecuencia, en alguien que lo haga. Tardé muchos años en darme cuenta de la importancia de esa comprensión y en considerarla como algo fundamental.

Para respirar no se necesita de “alguien” a quien, de un modo u otro, podamos considerar como “el respirador”, aunque también es cierto que podemos inventar tal noción (“el respirador que, obviamente, debo ser yo está respirando”). Para dirigir y mantener la atención tampoco se requiere de nadie que la dirija y la mantenga, aunque también podemos fabricar la noción artificial de alguien que lo haga, un hábito al que, por cierto, estamos muy acostumbrados. Pero, en realidad, dirigir y mantener la atención es algo que sucede de manera natural cuando nos asentamos y descansamos en la conciencia misma, en lo que podríamos llamar “ser el conocedor”.

Tomemos, por ejemplo, el caso de la respiración, algo fundamental para la vida y que simplemente ocurre. Hablando en términos generales, no solemos prestar gran atención a la respiración, a menos que nos ahoguemos, estemos sofocados o padezcamos una alergia o un resfriado. Para descansar en la conciencia de la respiración, es preciso comenzar sintiendo la respiración y abrirle un espacio en el campo de nuestra conciencia, que cambia de continuo en función de lo que la mente, el cuerpo o el mundo nos presenten para divertirnos y distraernos. Podemos sentir nuestra respiración pero, al instante siguiente, aparece alguna otra cosa que nos hace olvidarnos de ella. En tal caso, la dirección de la atención se halla presente, pero no sucede lo mismo con su mantenimiento, de modo que tenemos que volver, una y otra vez, a la respiración y darnos también cuenta, una y otra y otra vez, de lo que nos distrae.

Para mantener la atención en la sensación de la respiración, es necesario que nos lo permitamos, algo que requiere de un considerable esfuerzo, puesto que nuestra atención es muy frágil y va fácilmente de un lado a otro. A lo largo de los días, las semanas, los meses y los años, sin embargo, gracias a la perseverancia sabia y amable en el mantenimiento de la atención y a la insistencia en una práctica originada en la necesidad de una mayor autenticidad que intuimos posible y se halla vagamente perdida en el desarrollo de nuestra vida, llegamos a descansar más fácilmente en la conciencia del despliegue, instante tras instante, de la respiración.

Esta atención sostenida se conoce en sánscrito como samadhi, la cualidad de una mente concentrada, una mente centrada en un punto que, aunque no sea inquebrantable, sí que permanece, al menos, relativamente estable. El samadhi se desarrolla y profundiza a través del ejercicio continuo de la capacidad de darnos cuenta de que nos hemos alejado del objeto concreto de atención (en este caso la respiración) y de volver a él una y otra y otra vez, sin juicio, reacción ni impaciencia y sosegando así nuestra agitación mental. Se trata simplemente de dirigir nuestra atención y de mantenerla y de volver, cuando nos damos cuenta de que nos hemos ido a otro lado, a dirigirla y a mantenerla una y otra vez. En este sentido, el samadhi cumple con una función semejante a los timones de un submarino o a la quilla de un velero, equilibrando y estabilizando la mente ante el oleaje y las tormentas que inexorablemente se abaten sobre ella cuando se ven alimentadas por nuestra falta de atención y nuestra adicción a su presencia y contenido. Y es que, cuando la mente se encuentra relativamente asentada y estable, los objetos que aparecen en la conciencia se tornan más vívidos y son aprehendidos con mayor claridad.

Lo más probable es que, en los estadios iniciales, el samadhi profundo se revele como un estado posible de nuestra mente cuando asistimos a un taller –o, mejor todavía, a un retiro– estructurado de meditación, donde nos vemos provisionalmente aislados del tráfago habitual de la vida y de sus interminables preocupaciones, obligaciones y ocasiones de distracción. Experimentar de un modo sostenido el silencio externo e interno que suele acompañar a esos retiros es una buena razón para dedicar una parte de nuestra vida a su cultivo ocasional. Quizás entonces nos demos cuenta de que las olas y vientos que agitan nuestra mente no son esenciales, sino climas en los que solemos quedarnos atrapados y perdernos, pensando en la importancia del contenido, cuando lo que realmente importa es la inmensidad en la que ese contenido se despliega.

Cuando hemos saboreado un cierto grado de concentración y estabilidad de nuestro foco atencional, resulta más sencillo adaptarse y mantenerlas en la vida cotidiana, fuera ya del marco del retiro. Pero ello, obviamente, no significa que nuestra mente permanezca continuamente tranquila y en paz, porque son muchos los estados mentales y corporales por los que transitamos a lo largo del día, unos placenteros, otros desagradables y aun otros tan neutros que pueden llegar incluso a pasar desapercibidos. Lo que más se sosiega y estabiliza es nuestra capacidad de atender, la plataforma, por así decirlo, de nuestra observación. Y el desarrollo de la capacidad de mantener la atención sin aferrarnos a ella conduce invariablemente al desarrollo de la intuición alentada y revelada por nuestra conciencia, por la misma atención plena, es decir, por la capacidad de la mente de conocer todos y cada uno de los objetos de atención en todos y cada uno de los instantes, tal y como son, más allá del mero proceso conceptual del etiquetado y de todo intento intelectual de dar sentido a las cosas.

La atención discierne la respiración profunda cuando es profunda y la respiración superficial cuando es superficial. Conoce su vaivén y su naturaleza impersonal, del mismo modo que usted sabe que quien está respirando no es “usted”, sino que la respiración simplemente está sucediendo. La atención plena conoce la naturaleza transitoria de cada respiración, conoce todos y cada uno de los pensamientos, sentimientos, percepciones e impulsos que emergen dentro, fuera y alrededor en todas y cada una de las respiraciones. La atención plena es la capacidad de ser consciente, la cualidad esencial de la mente, una capacidad que se ve fortalecida y sostenida por el mantenimiento de la atención. La atención plena es el campo del conocimiento y, cuando ese campo se ve estabilizado por la calma y la concentración en un punto, se alienta el surgimiento del conocimiento y mejora también su cualidad.

El conocimiento de las cosas tal como son se denomina sabiduría y se deriva de la confianza en nuestra mente original, que no es más que una conciencia estable, infinita y sin elección. Es un campo de conciencia que advierte de inmediato la emergencia, el movimiento o la desaparición de cualquier cosa que aflora dentro de su inmensidad. Como el resplandor del sol, que siempre se halla presente aunque, en ocasiones, se vea oscurecido por la presencia de alguna que otra nube, la niebla generada por los hábitos distractivos y la incesante proliferación de imágenes, pensamientos, historias y sentimientos acaba enturbiando también nuestra mente.

El ejercicio de la orientación y el mantenimiento de la atención nos ayudan a descansar sin esfuerzo alguno, como cuando pisamos a fondo el pedal de sostenido de un piano y permitimos así que las notas sigan reverberando un rato después de haber pulsado las teclas.

Cuanta mayor sea nuestra capacidad de descansar sin esfuerzo alguno en ese soporte, mayor será el resplandor natural de nuestra naturaleza como expresión puntual de la sabiduría y el amor infinitos que se revela a sí misma y que entonces ya no permanece oculta de los demás y, lo que todavía es más importante, de nosotros mismos.

LA PRESENCIA

Quien se encuentra con alguien que está meditando se da cuenta de inmediato que ha entrado en la órbita de algo extraordinario y muy inusual, una experiencia que he tenido con cierta frecuencia como director de cursos y retiros de meditación. A veces veo centenares de personas sentadas y en silencio, sin que externamente parezca ocurrir nada y que todo se despliegue en el paisaje interno de cada uno de los presentes. A quien pasara casualmente por ahí le parecería muy extraño ver sentadas, en silencio y sin hacer nada, a cien personas reunidas en una sala, no durante un breve instante, sino durante minutos e incluso, en ocasiones, durante toda una hora. Pero, al mismo tiempo, esa persona también experimentaría una extraña sensación de presencia, y es muy posible que, si se tratara de usted, se viera obligado, aun sin tener la menor idea de lo que está ocurriendo, a detenerse, compartir el campo energético del silencio y contemplar la escena con curiosidad e interés. La sensación de atención despierta y sin esfuerzo que irradia la sentada silenciosa e inmóvil resulta evidente, como también lo es la intencionalidad que encarna ese tipo de encuentro, una situación que resulta muy atractiva y armonizadora.

Así pues, atención e intención. Cien personas presentes, inmóviles y silenciosamente atentas, sin más intención que la de permanecer presentes es una expresión asombrosa de la bondad humana. La presencia inmóvil resulta tan clara que también podemos advertirla cuando nos hallamos en presencia de una sola persona sentada.

En una habitación con cien personas siempre hay, en un determinado momento, unas cuantas que están distraídas o esforzándose –aunque sólo sea un instante– en estar presentes, lo que, obviamente, puede experimentarse como un gran sufrimiento que nada tiene que ver con el hecho de estar presente. Así pues, puede haber mucho movimiento interno, tanto dentro como fuera de la conciencia, especialmente en el caso de que la estabilidad de la atención se halle poco desarrollada o estemos atravesando un momento difícil, lo que suele traducirse en inquietud, movimiento, cambios de postura y hasta caídas.

 

Pero quienes han desarrollado una mayor atención y concentración irradian naturalmente una sensación de presencia hasta el punto de que, en ocasiones, pueden parecer levemente iluminadas desde el interior. Hay veces en que la serenidad de un rostro puede hacernos llorar y, en ocasiones, aparece una leve sonrisa que parece suspendida el tiempo. Pero no se trata, en este caso, de la carcajada ni de la sonrisa de un sujeto sino, precisamente, de un tipo de sonrisa que expresa la ausencia de todo sujeto. Y esto es algo muy fácil de ver porque, en tal caso, la persona deja de ser un personaje y, pura y simplemente, “es”, atenta y silenciosamente, y la belleza que irradia resulta inconfundible.

Pero tampoco es necesario ver realmente a alguien así para llegar a conocerle. Cuando estoy sentado durante cerca de una hora junto a alguien a quien estoy enseñando o en situación de retiro, rodeado de otras personas que permanecen sentadas y en silencio en una habitación, se entabla un tipo de comunicación que, en ocasiones, resulta más clara que una conversación. Y, aunque muchos puedan estar esforzándose o sintiendo dolor, su misma predisposición a permanecer abiertos les lleva a este campo de presencia, el campo de la atención plena, el campo de la iluminación silenciosa.

Cuando los maestros de escuela pasan lista, los niños de todo el mundo responden con el equivalente en su idioma de “presente”, porque tácitamente se supone que, en tal caso, no hay la menor duda de que el niño se encuentra en el aula. Eso es, al menos, lo que piensa el niño, lo que piensan los padres y lo que también piensa el maestro pero, en realidad, lo único que está en clase es el cuerpo del niño, porque su mirada vaga más allá de la ventana viendo cosas que sólo él puede ver durante largos períodos de tiempo y, a veces, incluso durante años. En tal caso, el psiquismo del niño puede hallarse en el país de la fantasía o, si se trata de un niño fundamentalmente feliz, puede llegar a encarnarse de vez en cuando en el aula, porque tiene obligaciones kármicas más importantes. Pero el niño también puede hallarse inconscientemente sumido en una angustiosa pesadilla, acosado por los demonios de la falta de confianza, del odio hacia sí mismo o anestesiando sensaciones que no pueden expresarse en esos entornos e imposibilitan, en el caso de que su mundo interno no sea adecuadamente tenido en cuenta y respetado, la presencia y concentración necesarias para llevar a cabo sus tareas.

Los tibetanos se refieren al Dalai Lama con el nombre de Kundun –que significa “presencia”–, un término que me parece muy adecuado porque, a su lado, uno se torna más presente. Yo he tenido la ocasión de observarle durante varios días en una habitación con un pequeño número de personas y siguiendo, obviamente con diferentes grados de interés, complejas presentaciones y conversaciones científicas, y debo decir que su pensamiento y su tono afectivo ponen claramente de relieve su continua presencia. Él atiende a la cuestión de la que se está hablando y he visto que, en su presencia, las personas que le rodean no sólo están más presentes, sino que también se tornan más abiertas y bondadosas. De vez en cuando interrumpe para aclarar algo que no entiende y entonces puede advertirse la deliberación en su rostro. En tales ocasiones, suele formular preguntas a los científicos, monjes y eruditos que le acompañan y que, en multitud de ocasiones, responden más o menos del siguiente modo: «Ésa es exactamente, Su Santidad, la pregunta que nos hicimos en este punto y de ella se derivó el siguiente experimento que llevamos a cabo». A veces parece distraído, pero ése es un error de percepción, porque lo cierto es que sigue la conversación con mucha atención. Hay ocasiones en que parece profundamente sumido en el pensamiento, ponderando una determinada cuestión y, a renglón seguido, se muestra divertido, juguetón y amable. Uno podría pensar que nació así y que el suyo es un caso muy especial, pero lo cierto es que esas cualidades son también el resultado de años de riguroso entrenamiento en la disciplina de la mente y del corazón. En este sentido, el Dalai Lama es la personificación de esa práctica, aunque él declinaría humildemente tal honor, diciendo que las cosas son mucho más sencillas, lo que también es, dicho sea de paso, muy cierto.

Cuando, en cierta ocasión, le preguntaron por qué es una persona tan cordial, respondió: «Yo no tengo cualidades especiales. Quizás ello se deba a que he pasado toda la vida meditando, con toda la fuerza de mi mente, en el amor y la compasión». Eso es, precisamente, lo que, además de sus obligaciones del día o lugar en que se encuentre, hace cada mañana durante cuatro horas y, durante un breve período de tiempo, al finalizar el día. ¡Imagínenselo!

No es sencillo estar presente y tal vez se trate –aunque me atrevería a sugerir que se olviden del “tal vez”– de la cuestión más difícil del mundo. Mantener la presencia es la cosa más difícil –y más importante– del mundo. Cuando uno cae en el campo de la presencia –el lugar en el que suelen vivir continuamente los niños sanos–, lo sabe de inmediato, porque se experimenta como una vuelta a casa y, estando en casa, uno puede permitirse estar, soltar, descansar en su ser, descansar en la conciencia y permanecer presente en su propia compañía.

Kabir, el poeta extático indio del siglo XV reverenciado tanto por hindúes como por musulmanes, expresa de un modo muy claro la llamada de la presencia y lo fácilmente que se nos escapa:

*

Amigo, espera al Huésped mientras estés vivo. ¡Salta a la experiencia mientras estés vivo! Piensa… y piensa… mientras estés vivo, porque lo que llamas “salvación” pertenece a un tiempo anterior a la muerte.

¿Crees acaso que, si no rompes tus cadenas mientras estás vivo, lo hará luego tu fantasma?

La idea de que el alma se fundirá con el éxtasis cuando tu cuerpo se pudra no es más que una fantasía.

Lo que entonces encontrarás se halla ya ahora y, si no lo descubres ahora, acabarás arrinconado en la cuidad de los muertos. Si haces hoy el amor con lo divino, en la próxima vida tendrás el rostro del deseo satisfecho.

¡Zambúllete pues en la verdad, descubre quién es el Maestro y cree en el Gran Sonido!

Esto es lo que dice Kabir: Cuando buscas al Anfitrión, es la intensidad de tu anhelo por Él la que hace todo el trabajo. Mírame y verás a un esclavo de esa intensidad.

KABIR

UN ACTO RADICAL
DE AMOR

Externamente considerada, la meditación parece aparcar el cuerpo en una quietud que suspende toda actividad e impide que nos entreguemos al flujo del movimiento. En cualquier caso, constituye una representación clara de la atención sabia, un gesto interno que se origina en el silencio y expresa el cambio desde el hacer hasta el ser. Y por más que, al comienzo, pueda parecer artificial, no tardamos en descubrir que, en última instancia, se trata de un acto de amor puro por la vida que se despliega tanto dentro como fuera de nosotros.

Cuando estoy guiando la meditación de un grupo de personas, a menudo les invito a despojarse de la idea de que “yo estoy meditando” y a permanecer despiertos, sin tratar de hacer nada en especial, sin ninguna agenda y sin hacerse ninguna idea de cómo deberían sentirse ni dónde deberían dirigir su atención… y ser conscientes, sin adorno ni comentario alguno, de lo que sucede en el instante presente. Pero ese despertar no es tan sencillo de experimentar, a menos que uno se mantenga realmente en la mente del principiante,1 algo que es importante saber desde los mismos comienzos de la meditación por más elusiva que, en ocasiones, pueda parecernos la experiencia de una conciencia abierta, espaciosa y sin elección.

Pero, para ello, debemos ser más sencillos y, en consecuencia, lo más difícil, al comienzo, consiste en desembarazarnos lo suficiente de nosotros como para poder degustar la sensación de no-hacer, de descansar en el ser, de permanecer completamente despiertos y sin hacer nada en especial. Ésa es en concreto la razón por la que existen tantos métodos, técnicas, orientaciones e instrucciones diferentes de meditación (a las que en ocasiones me refiero, por cierto, con la expresión “andamios”). El lector puede pensar en estos métodos como medios hábiles a los que apelamos deliberadamente para volver de la miríada de lugares en los que podemos quedarnos atrapados, deslumbrados o confundidos y regresar a un silencio profundo y abierto, a lo que podríamos llamar nuestro despertar original, que nunca ha dejado realmente de estar y que, como el sol, siempre resplandece y, como el agua, siempre está quieta en las profundidades.

Siento que el barco mío ha tropezado, allá en el fondo, con algo grande.

¡Y nada sucede! Nada… Quietud… Olas…

–¿Nada sucede, o es que ha sucedido todo, y estamos ya, tranquilos, en lo nuevo? –

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, «Mares»

Por más extraño que ello parecezca a la mentalidad materialista obsesionada por la velocidad, el progreso, la fama y la vida ajena que caracteriza a nuestra cultura, cuando el ritmo de nuestra vida se acelera debido a fuerzas que se hallan más allá de nuestro control, conviene comprometernos en el acto radical de ser y de amor que supone la meditación. Son muchas las razones que explican esta necesidad, de entre las cuales cabe destacar la conservación de la salud, la recuperación de la visión y de la sensación de sentido y el simple hecho de poder enfrentarnos al estrés y la inseguridad de la época en que nos ha tocado vivir. Cuando nos detenemos deliberadamente y despertamos a las cosas tal como son en el momento presente, sin reaccionar ni esbozar juicios y trabajando sabiamente con tales ocurrencias, con una adecuada dosis de autocompasión cuando no lo conseguimos y dispuestos a permanecer durante un tiempo en el momento presente a pesar de nuestros planes y actividades, dispuestos a llegar a cualquier otra parte, concluir un proyecto o perseguir objetos o metas, descubrimos que se trata, de un acto que es al mismo tiempo desalentadoramente difícil y extraordinariamente sencillo y profundo pero, en última instancia, posible y el mejor de los remedios para recuperar la salud del cuerpo, de la mente, del alma y del espíritu.

Sentarnos y permanecer en silencio con nosotros mismos durante un tiempo es, en realidad, un verdadero acto de amor. De hecho, sentarse de este modo es asumir una actitud ante la vida tal cual es porque, al sentarnos y erguirnos, asumimos una postura aquí y ahora.

El reto de nuestro tiempo consiste en permanecer cuerdos en un mundo cada vez más loco. Pero ¿cómo hacerlo cuando nos hallamos sumidos en la cháchara, perdidos en el desconcierto o desconectados de lo que todo ello significa, de quiénes somos realmente y cuando toda actividad y logro revela su vacío y nos damos cuenta de lo efímera que es la vida? Sólo el amor, en última instancia, puede permitirnos entender lo que es real e importante. Por ello este acto radical de amor por la vida y por la emergencia de nuestro verdadero yo tiene un sentido muy profundo.

Sentarnos y permanecer presentes es el modo más sencillo de restablecer, de manera lenta pero segura, el contacto con nuestros sentidos y de acceder al mundo de la experiencia directa ajenos a todo pensamiento y absorción en uno mismo, para sanar y para saber cómo ser y lo que tenemos que hacer o, por lo menos, por dónde debemos empezar.

1. Expresión acuñada por Suzuki Roshi, fundador del San Francisco Zen Center, para expresar la inocencia de la investigación abierta y libre sobre quién es uno y qué es la mente a través de la experiencia directa que se lleva a cabo en el cojín de meditación. Son muchas las alternativas de que dispone la mente del principiante, pero sólo la mente del experto puede acceder a unas pocas.