La práctica de la atención plena

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DOS FORMAS DE PENSAR
EN LA MEDITACIÓN

Después de haber dicho que la meditación no es una técnica ni un conjunto de técnicas, sino una forma de ser, puede ser interesante subrayar la existencia de dos modalidades aparentemente contradictorias de pensar en la meditación cuya mezcla varía según los maestros y las tradiciones. Las dos son igualmente válidas y la tensión existente entre ambas resulta tan interesante y creativa que, como el lector acabará descubriendo, en este libro recurro a ambas por igual.

Una de ellas considera la meditación como un medio, un método o una disciplina que nos permite cultivar, perfeccionar y profundizar nuestra capacidad de prestar atención y morar en la conciencia del momento presente. Lo más probable es que el ejercicio de este método –que, en realidad, incluye métodos muy diferentes– contribuya a desarrollar una atención más estable a cualquier objeto o acontecimiento, tanto interno como externo, que aflore en nuestro campo de conciencia. Esta estabilidad puede ser experimentada tanto en el cuerpo como en la mente y suele ir acompañada de una observación más sosegada y de una mayor vivacidad perceptual. De esa práctica sistemática emergen naturalmente momentos de claridad y comprensión sobre la naturaleza de las cosas, incluidos nosotros mismos. Ésta es una forma progresiva de ver la meditación, un vector que apunta a la sabiduría, la compasión y la claridad, un proceso que tiene un comienzo, un intermedio y un final, al que difícilmente podemos considerar como un proceso lineal ya que, en ocasiones, parece avanzar un paso y retroceder seis. Desde esta perspectiva, la meditación se asemeja a cualquier otra aptitud que se desarrolle a través del ejercicio y cuenta con instrucciones y enseñanzas para guiarnos a lo largo de todo el camino.

Esa forma de entender el proceso de la meditación es muy valiosa, necesaria e importante, pero –y se trata de un gran “pero”, por más que el mismo Buda se esforzase durante seis años hasta alcanzar finalmente una extraordinaria realización de libertad, claridad y comprensión– no es completa y puede transmitir una idea muy equivocada de lo que realmente es la meditación.

Del mismo modo que los resultados de los experimentos y cálculos realizados por los físicos les obligan a describir la naturaleza de la materia de dos formas complementarias (como partículas y como ondas) –aunque el lenguaje resulta bastante limitado para describir este nivel de la realidad porque, en el núcleo mismo de las cosas y, a niveles microscópicos, no deberíamos hablar tanto de cosas como de propiedades semejantes al espacio y la energía–, hay una segunda e igualmente válida forma de describir la meditación que resulta imprescindible para que el practicante pueda llegar a entender lo que es.

El otro modo de describir la meditación no es, en modo alguno, instrumental y, si la consideramos como un método, se trata del método del nométodo, de una especie de no-hacer. Desde esta perspectiva, no hay que llegar a ninguna parte, no hay nadie que practique, ningún comienzo, medio ni objetivo que alcanzar, ningún logro y nada que obtener. Bien podríamos decir que, desde este punto de vista, la meditación consiste en la realización y encarnación inmediata y en este mismo instante de quien uno ya es, más allá del tiempo, más allá del espacio y más allá también de cualquier tipo de concepto, descansando en la naturaleza misma de nuestro ser, a la que, en ocasiones, se denomina estado natural, mente original, conciencia pura, nomente o simplemente vacuidad. Uno ya es todo lo que espera obtener y, en consecuencia, no es preciso realizar esfuerzo alguno de voluntad –ni prestar atención siquiera a la respiración– y no hay nada en absoluto que obtener. Uno ya es eso y ya está aquí. “Aquí” está ya en todas partes y “ahora” es siempre. Parafraseando a Kabir diríamos que no hay tiempo, espacio, cuerpo ni mente, y que, desde esta perspectiva, la meditación carece de objetivo –es la única actividad humana (aunque, en realidad, se trata más bien de una no-actividad) que emprendemos sin ningún motivo– y que no tiene más propósito que el de ser consciente de lo que realmente es.

¿Cómo podría, por ejemplo, “llegar” a sus pies cuando, para empezar, no existe nada ajeno a usted? Ni siquiera podemos pensar en llegar a nuestros pies, porque ya estamos allí. Es la mente pensante la que esa parte del cuerpo convierte en “un pie” (es decir, en una cosa) pero, a menos que estemos separados de nuestro cuerpo, no se trata de ninguna entidad separada y que posea una existencia intrínseca. El pie es simplemente el final de la pierna en el que nos apoyamos para permanecer erguidos y caminar. Cuando pensamos en él, se trata de un pie pero, cuando estamos asentados en la conciencia, fuera, por debajo y más allá del pensamiento, es simplemente lo que es. Y usted ya está ahí o, dicho de otro modo, el pie no está, ni jamás estuvo, separado de usted. Y lo mismo podríamos decir con respecto a sus ojos, sus orejas, su nariz, su lengua y cualquier otra parte de su cuerpo. Como dijo san Francisco: «Lo que observas es lo mismo que está observando».

¿Cómo podríamos, pues, alcanzar la conciencia, el conocimiento o la mente original, cuando la mente original, parangonando a Ken Wilber, es precisamente la que ahora mismo está leyendo estas palabras? ¿Cómo podría alguien volver a sus sentidos, cuando sus sentidos ya están funcionando? Sus orejas ya oyen, sus ojos ya ven y su organismo ya siente. Sólo cuando los convertimos en conceptos los escindimos de nuestro ser, que, por su misma naturaleza, ya es total, completo, sensible y despierto.

Estas dos formas de entender la meditación son, como la naturaleza corpuscular y ondicular de la materia a nivel cuántico e inferior, complementarias y paradójicas, lo que significa que, aisladamente considerada, ninguna de ellas es completa en sí misma y que sólo son ciertas si las tenemos en cuenta al mismo tiempo.

Por ello es muy importante que, antes de emprender la práctica de la meditación y, especialmente, la práctica de la meditación de la atención plena, conozcamos y recordemos estas dos visiones. En tal caso, correremos mucho menos peligro de quedar atrapados entre los cuernos del pensamiento dualista, esforzándonos duramente en alcanzar lo que ya somos o afirmando ser ya lo que, por más que técnicamente hablando sea cierto, jamás podremos degustar ni realizar. Y no se trata tan sólo de que uno tenga la capacidad de convertirse en ello aunque, desde una perspectiva relativa, es decir, desde una perspectiva instrumental, ése ya sea el caso, sino que lo somos…, pero no lo sabemos y permanece del todo oculto aunque se halle frente a nuestras propias narices.

Ambas visiones están muy relacionadas y, cuando las mantenemos de forma simultánea –aunque, al comienzo, sólo sea de un modo exclusivamente conceptual–, el esfuerzo que realicemos en la sentada, en la observación del cuerpo, en el yoga o en la aplicación de la atención plena a todos los aspectos de nuestra vida será el adecuado y también asumiremos la actitud correcta porque recordaremos que, hablando en términos de la naturaleza esencial de la vida y de la mente, no es necesario realizar esfuerzo alguno y tampoco hay lugar alguno al que ir. De hecho, cualquier esfuerzo puede resultar incluso contraproducente. Si recordamos esto, seremos más amables con nosotros mismos, estaremos más relajados y nos sentiremos más claros aun en medio del torbellino de la mente y del mundo, y no incurriremos en el error de idealizar la práctica o de perdernos “persiguiendo quimeras” que supuestamente “alcanzaremos” si “hacemos bien las cosas”. Entonces estaremos menos atrapados en las distorsiones de la reactividad y más dispuestos a “soltar” y seremos más capaces de descansar sin esfuerzo en la no-acción, en el no-esfuerzo, en nuestra mente original de principiante, en el resplandor natural de la mente infinitamente espaciosa, compasiva e inter-conectada, más allá de cualquier propuesta que puedan estar –muy adecuadamente, desde una perspectiva instrumental– susurrándonos al oído.

Desde el punto de vista relativo y temporal, es necesario realizar lo que el Buda denominaba un “esfuerzo justo” (es decir, un esfuerzo sabio), porque sólo entonces aprenderemos la lección y sabremos de primera mano cómo practicar durante días, semanas, meses, años y hasta décadas. No cabe la menor duda de que, en muchas ocasiones, nos perdemos en la continua agitación del cuerpo y de la mente. Cuando nos sentamos a meditar, a menudo descubrimos que la amplitud de nuestra atención tiene una vida muy breve y resulta difícil de sostener y que, la mayor parte de las veces, nuestra conciencia, independientemente de lo que nos digamos sobre el estado natural y la naturaleza vacía y luminosa de la mente, está turbia, está lejos de ser luminosa y clara, y en consecuencia, los objetos a los que prestamos atención parecen difusos. Resulta esencial, por tanto, recordar la necesidad de permanecer sentados en lugar de saltar apenas nuestra mente se aburre o se agita, resulta esencial recordar la necesidad de volver a prestar atención, una y todas las veces que sea necesario, a la respiración y liberarnos así de la corriente de pensamientos que nos arrastra.

Cuando se haya familiarizado con estas dos descripciones de la meditación, descubrirá que van convirtiéndose en viejos amigos y hasta en aliados. La práctica gradual y, en ocasiones, súbita, trasciende toda noción de ejercicio y de esfuerzo, en cuyo caso, el esfuerzo no será tal, sino un acto de amor. En tal caso, nuestro esfuerzo se convierte en la encarnación del auto-conocimiento y, por el mismo motivo, de la sabiduría, lo que implica una gran diferencia. Somos más de lo que hacemos, porque entre nosotros y la conciencia no hay más diferencia que la que hay entre nosotros y nuestros pies. Jamás nos hemos alejado un ápice de la conciencia.

 

Pero… los pies de Mikhail Barishnikov y de Martha Graham en su mejor momento no son como los de la gente normal y corriente. Y es que, por más que su naturaleza sea idéntica a la nuestra, sus pies “saben” algo que los nuestros ignoran. Esa similitud y esa diferencia resultan igualmente maravillosas; podemos amarlas y también podemos serlas porque, en esencia, ya lo somos.

¿POR QUÉ DEBEMOS
PRACTICAR?
LA IMPORTANCIA
DE LA MOTIVACIÓN

¿Por qué debemos preocuparnos en meditar si, desde la perspectiva de la meditación –una perspectiva a la que tal vez resulte difícil acostumbrarse–, todo lo que buscamos ya está aquí, si no hay necesidad alguna de conseguir, lograr ni mejorar nada, si uno ya es total y completo y, por ese mismo motivo, también lo es el mundo? ¿Para qué deberíamos cultivar la atención plena? ¿Por qué deberíamos apelar a métodos y técnicas concretas si ninguno de ellos nos lleva a ningún lugar y, como acabamos de decir, los métodos y técnicas no son, en el mejor de los casos, más que un aspecto muy limitado de la práctica?

La respuesta es que si “todo lo que usted busca ya está aquí” no es más que un concepto, un mero concepto, una hermosa idea, posee una capacidad muy limitada de transformación, de revelar la verdad a la que apunta esa afirmación y, finalmente, de cambiar el modo en que uno se comporta y actúa en el mundo.

Yo creo que la meditación formal es, por encima de todo, un acto de amor, un gesto interno bondadoso y amable hacia nosotros mismos y hacia los demás, un gesto del corazón que reconoce nuestra perfección aun en medio de la imperfección más evidente que suponen nuestros defectos, heridas, apegos, humillaciones y persistentes hábitos inconscientes. Es un gesto muy valiente sentarse durante un tiempo y permitirnos estar presentes sin ningún tipo de adornos. Cuando nos detenemos, contemplamos y escuchamos, es decir, cuando prestamos una atención completa y continua a nuestros sentidos, incluida la mente, estamos encarnando lo más sagrado de nuestra vida. Ese gesto, que quizás se manifieste en una determinada postura de meditación formal, aunque también puede expresarse en una actitud más amable y bondadosa con nosotros mismos, unifica inmediatamente la mente y el cuerpo. En cierto sentido, también podríamos decir que ese mismo gesto nos vivifica y nos renueva, porque convierte este instante en algo nuevo, eterno, liberado y completamente abierto. En tales ocasiones, vamos más allá de lo que creemos ser, trascendemos nuestra historia y nuestro incesante pensamiento, por más profundo e importante que, en ocasiones, parezca ser y vemos lo que hay que ver y conocemos de manera inmediata y no conceptual lo que hay que conocer sin necesidad de buscarlo, porque siempre está aquí y ahora. Entonces descansamos en la conciencia, en el conocimiento mismo que, obviamente, también incluye el no-conocimiento; entonces, como veremos una y otra vez, nos convertimos en el conocimiento y en el no-conocimiento. Y puesto que siempre nos hallamos inmersos en la trama y en la urdimbre del universo, este gesto bondadoso de la conciencia carece de límites y no establece separación alguna de los demás seres, no impone fronteras a nuestro corazón y a nuestra mente y no limita nuestro ser, nuestra conciencia ni nuestra sincera presencia. Esto, que puede parecer una idealización es, cuando se lo experimenta, todo lo que hay, la vida expresándose a sí misma, la conciencia estremecida ante el infinito, las cosas tal como son.

Descansar en la conciencia presente implica entregarnos a todos nuestros sentidos, manteniendo al mismo tiempo el contacto con el paisaje interior y con el paisaje exterior como una totalidad inconsútil y, en consecuencia, permaneciendo también en contacto con el despliegue total de la vida que nos permite encontrarnos a nosotros mismos, tanto interna como externamente, en cualquier momento y en cualquier lugar.

El maestro zen, instructor de la atención plena, poeta y pacifista vietnamita Thich Nhat Hahn señala –muy acertadamente, por otra parte– que una de las razones por la que podríamos querer practicar la atención plena es que nos pasamos la mayor parte del tiempo practicando inconscientemente su opuesto. No olvidemos que cada vez que nos enfadamos ejercitamos y reforzamos el hábito del enfado hasta el punto de que, cuando las cosas se ponen realmente mal, decimos que nos ponemos rojos de ira, lo que significa que no vemos exactamente lo que está ocurriendo hasta el punto de que bien podríamos decir que, en ese momento al menos, hemos “perdido” nuestra mente. Por el mismo motivo, cada vez que nos ensimismamos, no nos damos cuenta de las cosas o nos sentimos ansiosos, ejercitamos y reforzamos la capacidad de ensimismarnos, de tornarnos inconscientes y de estar ansiosos, respectivamente, porque, como dice el refrán, “la práctica hace el músculo”. Si no somos conscientes de la ira, del ensimismamiento, del aburrimiento o de cualquier otro estado mental que pueda desbordarnos, acabaremos consolidando las redes sinápticas del sistema nervioso en que se asienta nuestra conducta y nuestros hábitos condicionados inconscientes de los que, por más cuenta que nos demos de lo que está sucediendo, cada vez nos resulta más difícil desenredarnos. Cada vez que nos dejamos arrastrar por un deseo, por una emoción, por un impulso, por una idea o por una opinión no examinados acabamos instantáneamente presos de una reacción automática, ya se trate del hábito de retirarnos o distanciarnos (como sucede en los casos de la depresión o la tristeza) o de explotar y vernos emocionalmente “secuestrados” por nuestros sentimientos (como sucede en los casos de la ansiedad o de la ira). Esos momentos siempre van acompañados de una contracción corporal y mental.

Pero –y hay que decir que se trata de un gran “pero”– también disponemos, cuando cobramos conciencia de ello, de la posibilidad de no caer en la reacción automática o de recuperarnos más rápidamente de ella. Porque lo único que nos ata a nuestras reacciones automáticas y a sus desagradables consecuencias (es decir, a lo que sucede a continuación, tanto en el mundo como en nosotros mismos) es nuestra ceguera. Basta con abrir los ojos para descubrir que la jaula en la que nos creíamos encarcelados jamás ha estado cerrada.

Cada vez que vemos el deseo como deseo, la ira como ira, un hábito como un hábito, una opinión como una opinión, un pensamiento como un pensamiento, un espasmo mental como un espasmo mental o una intensa sensación corporal como una intensa sensación corporal, nos liberamos. Eso es, en suma, todo lo que tenemos que hacer. Ni siquiera debemos renunciar al deseo, basta simplemente con ver y reconocer el deseo como tal. En cualquier momento concreto estamos ejercitando la atención plena o, por el contrario, estamos ejercitando la distracción. Ésta es una perspectiva que puede llevarnos a asumir una mayor responsabilidad por el modo en que, tanto interna como externamente, nos enfrentamos al mundo en todos y cada uno de los instantes, sobre todo si tenemos en cuenta lo poco presentes que nos hallamos en los “momentos intermedios” de nuestra vida.

Así pues, la meditación es, simultáneamente, la actividad más sencilla del mundo (porque no supone nada especial que hacer ni lugar alguno al que ir) y la más compleja (porque nuestro hábito de distracción está tan arraigado que resulta muy difícil que nuestra conciencia lo vea y lo desmantele). El desarrollo y el perfeccionamiento de la conciencia exige método, técnica y esfuerzo para llegar a dominar las facetas más indómitas de la mente que, en ocasiones, la tornan tan opaca e insensata.

Ambos rasgos de la meditación (como la cosa más sencilla y la más complicada del mundo) la convierten en algo que requiere de una gran motivación para ejercitar la presencia plena sin caer en el apego ni la identificación. Pero ¿quién quiere hacer la cosa más difícil del mundo cuando se siente desbordado por más cosas de las que posiblemente nunca pueda ocuparse, cosas importantes, cosas necesarias, cosas a las que uno puede estar muy apegado y que le permiten conseguir lo que quiere, llegar a donde quiere o simplemente hacerlas para eliminarlas de la lista de situaciones pendientes? ¿Para qué meditar cuando precisamente se trata de no hacer nada y el resultado no consiste en lograr algo sino simplemente en estar donde uno ya está? ¿Para qué tendría que no-esforzarme, sobre todo cuando, al parecer, requiere tanto tiempo, tanta energía y tanta atención?

La única respuesta que puedo dar a todas estas preguntas es que las personas que, de una u otra forma, han ejercitado y perseverado en la atención plena durante un largo período de tiempo me han dicho que no podían imaginarse lo que habrían hecho de no haberla practicado. Así de simple… y así de profundo. Y es que uno sólo sabe lo que significa cuando practica y, en caso contrario, no hay modo de saberlo.

También es muy probable que la mayor parte de la gente se vea impelida hacia la práctica de la atención plena debido a la tensión nerviosa, a un tipo u otro de dolor y a la insatisfacción con aspectos de su vida que consideran que pueden corregirse mediante la práctica amable de la observación directa, la investigación y la autocompasión. Y es que, en muchos casos, el estrés y el dolor son puertas de acceso muy valiosas y movilizadoras para emprender la práctica.

También debo añadir que, cuando afirmo que la meditación es el trabajo más difícil del mundo, no estoy siendo del todo exacto, a menos que el lector entienda que no estoy usando el término “trabajo” en su sentido habitual, sino como una especie de juego. Porque la meditación también es, desde otra perspectiva, muy divertida. Por un lado, resulta tan cómico observar el funcionamiento de la mente que sería absurdo tomársela muy en serio. El humor, la diversión y la ausencia de todo indicio de actitud piadosa resultan esenciales para la práctica adecuada de la atención plena. Quizás la educación de un hijo sea la cosa más difícil del mundo, pero ¿acaso es posible, cuando uno es padre, hacer otra cosa?

Recientemente recibí una llamada de un colega médico de cerca de cincuenta años que iba a sufrir una operación de reemplazo de cadera artificial, inhabitual para su edad, para la que previamente se vio obligado a hacerse una resonancia magnética y me dijo lo mucho que le había servido la respiración cuando se vio engullido por la máquina. También me confesó haberse preguntado cómo afrontarían esa difícil situación –que, por cierto, ocurre con cierta frecuencia– los pacientes que no saben nada de la atención plena y no cuentan, en consecuencia, con el apoyo de la respiración.

También me dijo lo mucho que le sorprendió el grado de distracción que advirtió en muchos aspectos durante su permanencia en el hospital. Según dijo, se había sentido sucesivamente privado de su estatus como médico y, lo más importante de todo, de su individualidad y hasta de su identidad, como si no fuera más que el mero objeto de una “atención médica” escasamente atenta y compasiva. Cuidar a alguien requiere empatía y atención, algo cuya ausencia resulta patente en el entorno hospitalario, que es donde más se necesita. No en vano se le llama cuidado de la salud. Es asombroso y lamentable que tengamos que enterarnos de estas cosas cuando un médico se convierte en paciente y necesita atención.

Más allá de la ubicuidad del dolor y de la tensión nerviosa, la motivación más adecuada para practicar la atención plena es muy sencilla, porque cada momento perdido es un momento no vivido. Cada momento perdido hace más probable que perdamos también el siguiente y no lo vivamos de forma consciente, sino que sigamos sumidos –como lamentablemente sucede con mucha frecuencia– en hábitos automáticos de pensamiento, sentimiento y acción. Cuando el pensamiento se halla al servicio de la conciencia, se convierte en el cielo pero, en su ausencia, puede acabar transformándose en el infierno. La falta de atención, pues, no es un simple despiste inocente, insensible y curioso, sino que suele resultar, deliberada o involuntariamente, muy dañina, tanto para uno mismo como para las personas que nos rodean.

Si observamos todos los momentos que hemos vivido inconscientemente, nos daremos cuenta de que la falta de atención tiñe casi todas nuestras decisiones y acciones y de que solemos pasarnos la vida despistados. ¿Acaso vivimos para desaprovechar la vida? Yo prefiero vivir cotidianamente con los ojos bien abiertos y prestando atención a lo que es más importante aunque, en ocasiones, siga dándome cuenta de la fragilidad de mis esfuerzos (cuando pienso que son “míos”) y de la persistencia de unos hábitos automáticos profundamente arraigados (cuando pienso que son “míos”). Me parece mucho más interesante enfrentarme a cada instante como si fuera nuevo, como si se tratase de un nuevo comienzo, volviendo una y otra vez a la conciencia del momento presente y dejando que la perseverancia, amable al tiempo que firme, derivada de la práctica, me mantenga abierto a todo lo que se presente y poder así contemplarlo, aprehenderlo, investigar profundamente en mi interior y aprender todo lo que pueda sobre la naturaleza de la situación presente.

 

¿Qué más tenemos, en tal caso, que hacer? ¿No les parece que, si no permanecemos despiertos y asentados en nuestro ser, malgastaremos nuestra vida y desaprovecharemos una excelente oportunidad para ser realmente útiles a los demás?

Me parece muy interesante que, de vez en cuando, nos preguntemos lo que, ahora mismo y en este mismo instante, es más importante y que escuchemos muy atentamente la respuesta.

Como dijo Thoreau al final de Waiden: «Ese día sólo amanece para quienes están despiertos».