La práctica de la atención plena

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¡Sea muy cuidadoso al responder!

Las manzanas pueden ser rojas, verdes o amarillas, pero, si las contemplamos con más detenimiento, nos daremos cuenta de que sólo lo son hasta cierto punto. A veces hay manchas grandes o pequeñas o incluso manchas de otros colores. No existe ninguna manzana natural que sea completamente roja, completamente verde o completamente amarilla. El maestro de meditación Joseph Goldstein nos cuenta, en este sentido, la historia de una maestra de escuela que, en cierta ocasión, levantó una manzana en alto y preguntó a sus alumnos:

–¿De qué color es esto, niños?

Muchos respondieron que era roja, algunos contestaron que amarilla y unos pocos dijeron que verde, pero sólo uno respondió “blanca”.

–¿Por qué dices que es blanca –preguntó entonces la maestra– si sabes bien que no lo es?

Entonces el niño se acercó a ella, cogió la manzana, le dio un bocado y la levantó para que toda la clase pudiera ver el color interno de la manzana.

A Goldstein también le gusta decir que, en el cielo, no existe ninguna Osa Mayor y que ésa no es más que la apariencia que asume, desde nuestra perspectiva, un determinado conjunto de estrellas y que esa no-Osa Mayor nos ayuda a localizar la Estrella del Norte e incluso a servirnos de ella para navegar.

¿Qué ve usted en el siguiente dibujo?


Hay quienes sólo ven una anciana mientras que otros, por el contrario, sólo ven una joven. ¿No les parece curioso? Si, antes de mostrar ese dibujo, hubiésemos expuesto durante cinco segundos a la mitad de una gran audiencia (mientras la otra mitad permanecía con los ojos cerrados) la imagen que presentamos a continuación en el lado izquierdo, hubiésemos descubierto, entre ellos, una mayor propensión a ver en ella la imagen de una joven. Y lo contrario hubiera sucedido, por cierto, en el caso de haber expuesto previamente durante cinco segundos a la mitad de los sujetos a la imagen de la anciana que presentamos a la derecha. Y es que, una vez establecida una determinada pauta, resulta muy difícil, para algunas personas, advertir otra…, a menos que se les presenten imágenes despojadas de ambigüedad como las siguientes.


También resulta muy ilustrativa, en este mismo sentido, la encantadora historia de la fantasía presentada por Antoine de Saint-Exupéry en El principito:

Cuando tenía seis años de edad vi un dibujo magnífico en un libro sobre la jungla que se llamaba Historias reales que representaba a una boa constrictor tragándose a una bestia salvaje…

El libro decía: «Las boas constrictor se tragan a sus presas enteras, sin masticarlas. Luego no pueden moverse y duermen durante los seis meses que dura la digestión».

En esos días pensé bastante sobre las aventuras de la selva y finalmente hice mi primer dibujo, usando un lápiz de color. Mi dibujo número 1 era así:


Enseñé a los adultos mi obra maestra y les pregunté si mi dibujo les asustaba.

–¿Por qué debería asustarnos un sombrero? –respondieron.

Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba a una boa constrictor digiriendo a un elefante. Entonces dibujé el interior de la boa constrictor, para que los adultos, que siempre necesitan explicaciones, pudieran entenderlo. Mi dibujo número 2 era así:


Los adultos me aconsejaron que guardase mis dibujos de boas constrictor, abiertas o cerradas, y que, en su lugar, me aplicase en el estudio de la geografía, la historia, la aritmética y la gramática. Así fue como, a los seis años de edad, abandoné una magnífica carrera como artista. Me había desanimado el fracaso de mi dibujo número 1 y de mi dibujo número 2. Las personas mayores nunca entienden nada por sí solas y para los niños resulta agotador tener que darles explicaciones y más explicaciones.

Tal vez, para restablecer el contacto con los sentidos, debamos desarrollarnos y aprender a confiar en nuestra capacidad innata para ver más allá de la superficie de las cosas y adentrarnos en dimensiones más básicas de la realidad, lo que Tiresias (que, si bien era ciego, podría ver lo que realmente es importante) encarnaba para Ulises, que, pese a no ser literalmente ciego, no podía discernir lo que más necesitaba ver y conocer. Quizás estas nuevas dimensiones que sólo parecen ocultas para nosotros puedan ayudarnos a despertar al espectro completo de nuestra experiencia del mundo y nuestra capacidad para entendernos a nosotros mismos y encontrar formas de ser que nos nutran tanto a nosotros como al mundo y pongan de manifiesto lo más profundo y más humano de nosotros mismos.

*

¡Despierta, corazón!

El Supremo Señor,

el Gran Maestro,

está junto a ti

¡Despierta, despierta!

Corre a los pies de tu Amado

Pues tu Señor se halla junto a tu cabecera.

Has dormido durante innumerables edades.

¿No despertarás esta mañana?

KABIR

1. En realidad, Tiresias profetiza a Ulises un segundo viaje, que debería realizar a solas, desprovisto de su banda de guerreros, un viaje solitario al interior, llevando un remo al hombro, hasta que un desconocido que no haya visto nunca el mar, finalmente le pregunte “¿Qué es ese aventador que llevas al hombro?”. Tengamos en cuenta que el aventador se usaba para separar el trigo de la paja y es aquí un símbolo del discernimiento, es decir, del Ulises sabio que ya ha concluido su odisea, acabado con los pretendientes de su esposa y recuperado su reino. El vidente ciego le predice este viaje interior en sus últimos años y Homero no vuelve a mencionarlo nunca más. Según Helen Luke –que se atrevió a esbozar la historia que Homero nunca escribió–, presagia el viaje del Ulises anciano hacia la sabiduría y la paz interior en el que acaba reconciliándose con los dioses a los que ofendió con su ceguera y su orgullo desmesurado.

NO APEGO

Hay un chiste que dice algo así como:

–¿Conoces el chiste de la aspiradora budista?

–¿Bromeas? ¿Qué es una aspiradora budista? –pregunta entonces el otro.

–¡Ya sabes! ¡Absorberlo todo sin quedarse con nada!

El hecho de que haya quienes entiendan este chiste significa que el mensaje esencial de la meditación budista se ha integrado en el psiquismo colectivo de nuestra cultura, una situación no sólo improbable, sino completamente inconcebible para alguien cuya infancia discurrió durante los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Éste fue un punto que el mismo Carl Jung subrayó con toda claridad cuando dijo que, aunque él respetaba profundamente sus objetivos y sus métodos, la mente occidental tenía dificultades para entender el zen.

Pero las cosas han cambiado mucho desde entonces y es muy probable que la primera impresión de Jung desempeñase un papel básico en lo que ahora está ocurriendo. También se dice que el historiador Arnold Toynbee señaló que la expansión del budismo a Occidente acabaría convirtiéndose, con el paso del tiempo, en el evento histórico más importante del siglo XX, una afirmación realmente asombrosa, dados los notables acontecimientos que han tenido lugar durante los últimos cien años, incluyendo el inenarrable sufrimiento que la humanidad se infligió a sí misma. Todavía queda por ver si estaba o no en lo cierto, y probablemente se requiera de la perspectiva de otros cien años para valorar de la forma adecuada su afirmación, pero lo cierto es que, en ese sentido, las cosas están cambiando.

En cualquiera de los casos, las personas entienden el chiste con que iniciábamos el presente capítulo y lo mismo ocurre con muchos otros que habitualmente se presentan en el New Yorker y lugares parecidos en forma de tiras cómicas que versan sobre la meditación. Veamos ahora uno de ellos a modo de ejemplo:

Dos monjes ataviados como tales acaban de meditar. Entonces uno mira al otro y dice: «Haz el favor de no pensar en lo que estoy pensando».

En cierto sentido, la meditación ha calado profundamente en nuestra cultura, un efecto que no se limita a los aspectos más intelectuales, sino que se halla por igual presente en los cómics, las películas y los anuncios que llenan las paredes de los metros, las revistas y los periódicos. La paz interior se utiliza hoy en día para vender casi de todo, desde bañeras de relajación hasta estancias en balnearios, coches nuevos y perfumes. Con ello no pretendemos afirmar que se trate de algo positivo, sino tan sólo que constituye un claro indicador de que algo está cambiando y de que, a cierto nivel, estamos tornándonos más conscientes de las promesas y de la realidad de ese tipo de búsquedas… y también, obviamente, de nuestra capacidad para servirnos de cualquier cosa para acabar vendiendo un producto.

En una tira cómica que hace un tiempo me dio un joven paciente, la secuencia de imágenes iba acompañada del siguiente diálogo (el texto indicará claramente al lector cuáles eran las imágenes):

 

–¿Qué piensas, Mort?

–Practico la meditación y, al cabo de pocos minutos, mi mente está en blanco.

–¡Vaya, yo creía que habías nacido así!

Es un gran error creer que la meditación consiste en poner la mente en blanco pero, suponga la gente lo que suponga, la meditación ha acabado haciéndose un hueco entre nosotros. El rostro del Dalai Lama nos mira atentamente desde un enorme cartel, por cortesía de Apple Computers. Entro en una papelería a comprar material de oficina y descubro, entre el estante destinado a libros de empresa, nada menos que El arte de la felicidad, del Dalai Lama. En los últimos treinta años ha ocurrido algo muy profundo, a lo que bien podríamos denominar como el Dharma de Occidente, cuyas semillas ya están floreciendo por doquier, una expresión que cobrará mucho más sentido en la segunda parte de nuestro libro. Baste, por el momento, con decir que se refiere tanto a las enseñanzas formales del Buda como a la ley universal que describe el modo en que son las cosas y la naturaleza de la mente que percibe y conoce.

En cierta ocasión, el Buda dijo que todo su mensaje –que se dedicó a enseñar durante más de cuarenta y cinco años– podía resumirse en una sola frase y que no estaría mal, por si ése fuera el caso, aprenderla de memoria. A fin de cuentas, uno nunca sabe cuándo podría resultar de utilidad, aunque, en el momento anterior, careciera de todo sentido. La frase en cuestión era la siguiente:

No existe nada como “yo”, “mí” o “lo mío” a lo que aferrarse.

O, dicho en otras palabras, no existe nada con lo que identificarse, especialmente las ideas fijas sobre uno mismo y sobre lo que uno es.

Se trata de un mensaje que, a primera vista, resulta difícil de entender, porque pone en cuestión todo lo que creemos ser, que, en su mayor parte, proviene de aquello con lo que nos identificamos, es decir, nuestro cuerpo, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras relaciones, nuestros valores, nuestro trabajo, nuestras expectativas sobre lo que se “supone” que sucederá, cómo “creemos” que deben funcionar las cosas para ser felices, quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.

Pero no reaccionemos tan rápidamente por más que, a primera vista, el consejo del Buda pueda parecernos absurdo, estúpido o irrelevante. Y, puesto que la palabra más importante de esa frase es “aferrarse”, convendrá entender muy bien su significado para no tergiversarla e interpretarla como si implicase negar lo que más queremos. En realidad, esa frase nos invita a establecer un contacto más profundo, más vivo y más directo con lo que queremos, en lo más hondo de nuestros corazones, y con lo que resulta más importante para nuestro bienestar global en tanto que cuerpo, mente, alma y espíritu. Esto implica controlar y afrontar lo que nos es más difícil: enfrentarnos y controlar el estrés y la angustia de la condición humana cuando, más pronto o más tarde, haga acto de presencia en nuestra vida. Esto también significa que la identificación con las ideas que tenemos de nosotros mismos puede acabar convirtiéndose en un impedimento para vivir más plenamente y en el principal obstáculo para entender lo que realmente somos y lo que es importante y posible. Bien podría ser que, al aferrarnos a nuestras formas autorreferenciales de ser y percibir –es decir, a las partes de la oración que denominamos pronombres personales–, estemos fomentando el hábito automático de identificarnos y aferrarnos a lo que no es esencial, con lo que acabamos olvidando lo que en verdad es importante y perdiéndonos.

UN CUENTO SOBRE
EL ORIGEN DE LOS ZAPATOS

Existe un antiguo cuento que narra el modo en que se inventaron los zapatos.

Érase una vez, hace ya mucho, mucho tiempo, una princesa que cierto día, mientras paseaba por el bosque, se golpeó un dedo del pie con una raíz que sobresalía del camino. Enfadada, se dirigió entonces al canciller y le ordenó, para que a nadie le ocurriese lo que a ella, la redacción de un decreto obligando a recubrir de cuero todo el reino. El primer ministro se quedó desconcertado con esa petición, porque sabía que el rey siempre complacía los deseos de su hija y, si ella se lo pedía, acabaría cubriendo el reino de cuero. Pero esa solución, por más que resolviera el problema, contentase a la princesa y preservase la integridad de los dedos del pie de todos los súbditos, no sólo sería problemática, sino también sumamente costosa. Pensando rápidamente [por no decir “manteniendo los pies en el suelo”] el canciller dijo entonces:

–¡Ya tengo la solución, alteza! ¿Por qué, en lugar de cubrir el reino entero de cuero, no fabricamos unas plantillas de cuero que puedan adaptarse a los pies? De ese modo, los pies quedarán bien protegidos y no tendremos que incurrir en un dispendio tan grande que nos prive de la dulzura del contacto con la tierra.

La princesa quedó muy satisfecha con su sugerencia y así fue como el canciller acabó impidiendo una locura e inventando los zapatos.

Esta encantadora historia pone de manifiesto, bajo la apariencia de un sencillo cuento de hadas, una comprensión muy profunda. En primer lugar, hay cosas que nos incomodan y nos causan problemas, dos términos bastante usados en las tradiciones budistas que, pese a su extraño halo, describen perfectamente, a mi entender, las emociones que experimentamos cuando las cosas no discurren del modo en que habíamos previsto. Cuando nos lesionamos un dedo del pie, por ejemplo, nos molestamos, nos sentimos frustrados y caemos en la aversión hasta el punto de que, en tal caso, podemos decir: «odio golpearme los dedos del pie». Pero, en cualquiera de los casos, acabamos convirtiendo la situación en un problema, habitualmente “mi” problema, lo que, como sucede con todos los problemas, requiere de una solución… aunque, si no vamos con cuidado, la solución pueda acabar siendo mucho peor que el problema. En segundo lugar, la sabiduría indica que el mejor lugar para aplicar el remedio es en el punto y en el momento preciso del contacto. Por ello no acabamos recubriendo el mundo con nuestra ignorancia, nuestro deseo, nuestra ira o nuestro miedo, sino que nos limitamos a cubrirnos los dedos de los pies.

De manera parecida, también nos protegemos de la confusa maraña de pensamientos y emociones frecuentemente molestos y absorbentes que suelen provocar las impresiones sensoriales y dirigir nuestra atención, en el momento del contacto, hacia el punto de contacto con la impresión sensorial. En el momento de la percepción, pues, nuestra atención está en contacto con la realidad desnuda, pero instantes después se desencadena una cascada de pensamientos y sentimientos… “Ya sé lo que es”, “¡Qué hermoso!”, “Esto no me gusta tanto como aquello”, “Quisiera permanecer siempre así”, “No me gustaría que se repitiese”, “¿Tenía que suceder precisamente ahora?”, etc.

El objeto o situación es lo que es. ¿Podemos verlo con la atención desnuda y abierta en el momento mismo de la percepción y cobrar conciencia de la cascada de pensamientos, sentimientos, gustos, disgustos, juicios, deseos, recuerdos, expectativas, temores y reacciones de pánico que siguen, como la noche al día, al contacto original?

Si pudiéramos, aunque sólo fuese durante unos instantes, descansar simplemente en la percepción de lo que se halla ante nosotros y prestar una atención plena al momento del contacto, nos daríamos cuenta del desencadenamiento de pensamientos que, independientemente de que sean positivos, negativos o neutros, provocan la experiencia, y tal vez podríamos decidir entonces no aferrarnos a ella sino permitir, por el contrario, que se despliegue sin perseguirla ni rechazarla. En ese caso, la irritación no tardaría en disolverse, porque la reconoceríamos como un simple fenómeno mental que aparece en la mente. Cuando prestamos una atención plena en el momento y el punto de contacto, podemos descansar en la apertura de la percepción pura, sin quedarnos atrapados en el dominio del pensamiento o en la corriente del desasosiego emocional que, obviamente, sólo generan más inquietud y turbulencia mental y nos impiden apreciar la realidad desnuda de lo que es y responder, en consecuencia, de un modo más eficaz y más auténtico.

La atención plena cumple, pues, con una función parecida a la de los zapatos, protegernos de las consecuencias de los hábitos de reacción emocional, olvido y daño inconsciente que se derivan de no reconocer, recordar y habitar en la naturaleza más profunda de nuestro ser en el momento en que aparece una impresión sensorial, sea ésta la que sea.

La atención plena a este instante no perturba la naturaleza esencial de la mente y posibilita el milagro de la visión. En ese mismo instante, estamos libres de daño, libres de todo vestigio de conceptualización e identificación, descansando simplemente en el conocimiento de lo que vemos, de lo que oímos, de lo que olemos, de lo que degustamos, de lo que sentimos o de lo que pensamos, sea eso agradable, desagradable o neutro. El ejercicio continuo de la atención plena nos permite descansar en una conciencia no conceptual, en una conciencia no reactiva y en una conciencia sin elección hasta acabar convirtiéndonos finalmente en ese conocimiento que es la conciencia, convirtiéndonos en su espaciosa y libre amplitud.

No está mal para un par de zapatos baratos.

Pero, en realidad, esos zapatos no son tan baratos, sino que son muy valiosos. Esos zapatos no pueden comprarse con dinero, sólo podemos crearlos a costa de nuestro dolor y nuestra sabiduría. Por ello, parafraseando a T.S. Eliot, «acaban costando nada menos que todo».

LA MEDITACIÓN
NO ES LO QUE CREEMOS

Convendría empezar aclarando algunos malentendidos muy habituales sobre la meditación. En primer lugar, la meditación no es una técnica ni una colección de técnicas, sino una forma de ser.

Repitámoslo una vez más, la meditación no es una técnica, sino una forma de ser.

Con ello, obviamente, no estamos diciendo que no existan métodos y técnicas relacionados con la práctica de la meditación, porque ciertamente nos serviremos de algunos de ellos. Pero si no entendemos que las técnicas son vehículos orientadores que apuntan a formas de ser, a modos de ser de nuestra mente y de nuestra experiencia en el momento presente, nos perderemos fácilmente en las técnicas y en los desencaminados, aunque comprensibles, intentos de utilizarlas para llegar a alguna parte y experimentar algún resultado o estado especial que acabamos considerando como su objetivo. Pero esta manera de entender las cosas, como veremos, puede llegar a obstaculizar muy seriamente nuestra comprensión de la riqueza de la práctica de la meditación y de lo que ésta tiene que ofrecernos. Convendrá pues recordar que, por encima de todo, la meditación es una forma de ser o, si el lector lo prefiere, una forma de ver, una forma de percibir y hasta una forma de amar.

En segundo lugar, la meditación no es otro modo de hablar de la relajación.

Repitámoslo de nuevo: la meditación no es otro modo de hablar de la relajación. Con ello no quiero decir que la meditación no vaya acompañada con frecuencia de estados profundos de relajación y de sensaciones de bienestar porque eso es obviamente lo que, en ocasiones, sucede. La meditación de la atención plena consiste en abrazar todos y cada uno de los estados que emergen en nuestra conciencia, sin inclinarnos por uno en desmedro de los demás. Desde el punto de vista de la práctica de la atención plena, el dolor, la angustia y hasta el aburrimiento, la impaciencia, la frustración, la ansiedad y la tensión corporal son objetos igualmente válidos de nuestra práctica si les prestamos atención en el mismo momento en que aparecen. Cada uno de ellos nos proporciona, a fin de cuentas, una ocasión para la comprensión y el aprendizaje y, en última instancia, para la liberación. No deberíamos, pues, considerar los estados que no vayan acompañados de relajación o beatitud como pruebas de una práctica meditativa “equivocada”.

Bien podríamos decir que la meditación es una forma de ser adaptada a las circunstancias en que nos hallamos en todos y cada uno de los instantes de nuestra vida. Si estamos atrapados en nuestra propia actividad mental, no podremos estar presentes de la manera adecuada e incluso, quizás, no podamos estar presentes en modo alguno. Nos demos o no cuenta de ello, nuestras agendas ocultas tiñen todo lo que hacemos.

Con ello no pretendo decir que, cuando estemos atentos, desaparezcan todos los contenidos –a veces caóticos, turbulentos, dolorosos o confusos–que revolotean de manera natural por nuestra mente. No debemos dejarnos atrapar por esas cosas ni permitir que distorsionen nuestra capacidad de registrar el abanico completo de lo que ocurre y lo que ello exige de nosotros, ni que distorsionen nuestra percepción hasta el punto de ignorar lo que realmente ocurre y lo que, al respecto, debemos hacer. El rasgo distintivo de esa modalidad de ser a la que llamamos meditación es el no apego y, en consecuencia, la percepción clara y la predisposición a responder adecuadamente a cualquier circunstancia que se nos presente.

 

No es de extrañar que quienes tan sólo conocen la meditación a través de lo que dicen los medios de comunicación crean que la meditación es, básicamente, una forma de manipulación interna que se asemeja a pulsar una especie de interruptor cerebral orientado a dejar la mente en blanco. Esa perspectiva cree que acabar con el pensamiento implica acabar con las preocupaciones y verse mágicamente catapultado al estado “meditativo” que quienes sostienen ese punto de vista siempre imaginan como un estado de relajación, paz, calma y comprensión profundas que erróneamente asocian al concepto de “nirvana”.

Pero esta visión, por más comprensible que pueda parecer, está muy equivocada, porque la práctica de la meditación puede perfectamente estar saturada de pensamientos, preocupaciones, deseos y cualquier otro de los estados y aflicciones mentales que afectan a los seres humanos. Lo importante no es el contenido de la experiencia, sino la conciencia de ese contenido y, aún más, la conciencia de los factores que promueven su desarrollo y el modo en que nos liberan o encadenan instante tras instante y año tras año.

No existe la menor duda de que la meditación puede conducir a la relajación, la paz, la calma, la intuición, la sabiduría y la compasión profunda y de que el término “nirvana” no es tan sólo el nombre de una loción para después del afeitado, de un hermoso yate o de cualquier cosa que podamos pensar (porque la historia completa jamás se agota en lo que uno pueda pensar al respecto), sino que se refiere a una dimensión muy importante y verificable de la experiencia humana. Éste es, precisamente, uno de los misterios y atractivos de la meditación. Pero hay veces en que incluso los meditadores avanzados olvidan que la meditación no tiene nada que ver con el logro de algo especial y se esfuerzan en alcanzar un determinado resultado que satisfaga sus deseos y expectativas. Y es que, por más claro que lo tengamos, hay veces en que esa noción puede presentarse y, en esos momentos, debemos “recordar” la necesidad de abandonar esos conceptos y deseos y tratarlos como a cualquier otro pensamiento que aparezca en nuestra mente, recordar la necesidad de no aferrarnos a nada y quizás advertir incluso que se trata de construcciones esencialmente vacías de lo que podríamos llamar la mente deseante.

Otro error muy común consiste en considerar la meditación como una herramienta para controlar o tener determinados pensamientos. Y, aunque esta noción encierre una cierta verdad, en el sentido de que hay formas concretas de meditación discursiva que apuntan al cultivo de cualidades concretas (como la bondad y la ecuanimidad) y de emociones positivas (como la alegría y la compasión), nuestras expectativas sobre la meditación suelen obstaculizar la puesta en práctica de lo que más necesitamos e impedirnos experimentar el momento presente tal cual es, en lugar del modo en que queremos verlo, con la mente y el corazón abiertos.

Porque la meditación –y, muy especialmente, la meditación de la atención plena– no tiene nada que ver con pulsar un interruptor que nos catapulte a otro lugar, que nos despoje de determinados pensamientos y nos ayude a cultivar otros, ni con poner la mente en blanco o permanecer tranquilos y relajados. La meditación es, en realidad, un gesto interno que permite que nuestro corazón y nuestra mente (considerados como una totalidad inconsútil) cobren conciencia del espectro completo del momento presente tal cual es, aceptando todo lo que se presente por el simple hecho de que está sucediendo, en una actitud interna que la psicoterapia ha calificado como “aceptación incondicional”. Y debo decir que se trata de algo muy difícil, sobre todo en el caso de que lo que ocurra no concuerde con nuestras expectativas, deseos y fantasías, que parecen ser inagotables y pueden, aunque sea de un modo muy sutil y casi imperceptible, llegar a teñirlo todo, especialmente en lo que se refiere a la práctica de la meditación y a cuestiones relacionadas con el “progreso” y el “logro”.

La meditación no tiene nada que ver con tratar de llegar a un determinado lugar, sino con permitirnos estar precisamente donde estemos tal y como estemos y que, en ese mismo instante, el mundo sea también exactamente tal cual es. Y esto no resulta nada sencillo porque, mientras permanezcamos dentro del ámbito del pensamiento, siempre encontraremos defectos. Por ello la mente y el cuerpo se resisten tanto a aceptar, aunque sólo sea de forma provisional, las cosas tal como son. Y esta resistencia quizás sea todavía mayor cuando meditamos porque, en tal caso, albergamos la esperanza de que la meditación nos ayude a cambiar las cosas, a mejorar nuestra vida y contribuya también a cambiar el mundo.

Con ello no estamos negando la importancia de la aspiración a cambiar las cosas, mejorar la vida y transformar el mundo. De hecho, todas ellas son posibilidades muy reales porque, al meditar, sentarnos y permanecer en silencio, podemos transformarnos a nosotros mismos y al mundo y, en cierta manera –pequeña pero no, por ello, insignificante–, todos esos cambios están ya teniendo lugar.

Lo paradójico es que sólo podemos cambiarnos a nosotros mismos y al mundo si salimos, aunque sólo sea unos instantes, de nosotros mismos y permitimos que las cosas sean tal como son, sin perseguir nada, especialmente aquellos objetivos que son el mero producto de nuestro pensamiento. Einstein lo dijo de una manera muy convincente: «La mente que crea los problemas es incapaz de encontrar una solución válida a esos mismos problemas», lo que significa que debemos desarrollar y ejercitar nuestra mente y sus capacidades para ver, conocer, reconocer y trascender los motivos, conceptos y hábitos inconscientes que puedan haber generado los problemas en que nos hallamos inmersos. Y todo ello requiere de una mente que tenga una motivación diferente y vea y conozca de un modo nuevo o, dicho de otro modo, de nuestra mente intacta, original y no condicionada.

¿Cómo podemos hacer esto? Precisamente saliendo, aunque sólo sea por unos instantes, de nuestro camino, saliendo de los cauces habituales del pensamiento y sentándonos a descansar en las cosas talcomo son más allá de nuestros pensamientos o, como Soen Sa Nim solía decir, “antes de pensar en ellas”. Y ello significa permanecer durante unos instantes en lo que es y confiar, aunque carezca de sentido para nuestra mente pensante, en lo más profundo y mejor de nosotros mismos. Uno es mucho más que la suma de sus pensamientos, ideas y opiniones, incluido lo que digan sus pensamientos acerca de quién es, de lo qué es el mundo y de las historias y explicaciones que ahora mismo nos contemos al respecto. Y, para ello, es preciso descansar en la experiencia desnuda del momento presente, es decir, descansar en las mismas cualidades que pretendemos cultivar. Todas esas cualidades dimanan de la conciencia y es precisamente a ella a donde volvemos cuando dejamos de esforzarnos de llegar a alguna parte, cuando no pretendemos tener ninguna sensación especial y cuando nos permitimos estar donde estamos y experimentar lo que estemos experimentando. La conciencia es, al mismo tiempo, el maestro, el discípulo y la lección que debemos aprender.

Cualquier estado mental es, desde el punto de vista de la conciencia, un estado meditativo. Por ello, en este sentido, la ira y la tristeza son tan interesantes y valiosas como el entusiasmo o el gozo y mucho más, por cierto, que la mente en blanco o que la mente insensata (es decir, la mente desconectada de los sentidos). Todos los estados mentales y corporales, desde la ira hasta el miedo, el terror, la tristeza, el resentimiento, el entusiasmo, el gozo, la confusión, el disgusto, el desprecio, la ansiedad, la envidia, la rabia y aun el embotamiento, la duda y la apatía son verdaderas ocasiones para conocernos mejor a nosotros mismos, siempre y cuando podamos detenernos, mirar y oír o, dicho en otras palabras, siempre y cuando volvamos a los sentidos y establezcamos contacto inmediato con lo que, en todos y cada uno de los instantes, se halle presente en nuestra conciencia. Lo curioso, por más contraintuitivo que pueda parecer, es que baste precisamente con eso y que perfectamente podemos renunciar a todo esfuerzo para que las cosas discurran de un modo especial. Tal vez entonces nos demos cuenta de que siempre está ocurriendo algo muy especial, es decir, de que la vida siempre está desplegándose, instante tras instante, como conciencia.