La práctica de la atención plena

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PARTE I:

LA MEDITACIÓN
NO ES LO QUE CREEMOS

El rango de lo que pensamos y hacemos está limitado por aquello que no advertimos.

R.D. LAING

Eso está en mí… no sé lo que es… pero sé perfectamente que está en mí.

WALT WHITMAN

LA MEDITACIÓN NO ES PARA PUSILÁNIMES

No es fácil, en una época como la actual en la que las cosas discurren tan rápidamente, hablar de la belleza y de la riqueza eternas del momento presente. Pero lo cierto es que, cuanto más aprisa discurren las cosas, más importante es restablecer el contacto –hasta morar incluso– en lo atemporal porque, en caso contrario, corremos el riesgo de desconectarnos de dimensiones de nuestra humanidad esenciales para convertir el sufrimiento, la locura y la confusión del cuerpo y de la mente –a los que, genéricamente, nos referimos como “enfermedad”– en bienestar, felicidad y sabiduría. Porque, aunque no lo parezca y, en ocasiones, nos refiramos a esos sentimientos y estados con el nombre de “estrés”, se trata, en realidad, de una enfermedad dolorosa que siempre va acompañada de una sensación subyacente de insatisfacción.

En 1979 fundé la Stress Reduction Clinic pero, desde entonces, las cosas han cambiado mucho, el ritmo de la vida se ha acelerado y también son mayores los peligros que hoy en día nos acosan, hasta el punto de que hay ocasiones en que me pregunto «¿A qué estrés me refería?» Si entonces era ya importante afrontar directamente la situación y las circunstancias personales en que nos encontrábamos y descubrir formas nuevas y creativas de ponernos al servicio de la salud y de la curación, mucho más lo es en un mundo como el actual en el que, independientemente de que la mayor interconexión parezca tornarlo cada vez más pequeño, los acontecimientos se desarrollan a un ritmo más acelerado y caótico.

En épocas como éstas en las que la aceleración crece de manera exponencial, cada vez es más urgente aprender a morar en lo atemporal, auténtica fuente del consuelo y de la visión clara y esencia misma del programa que, desde sus orígenes, ha desarrollado la Stress Reduction Clinic. Y no me refiero tanto a que, tras varios años de lucha, consigamos acceder a la belleza atemporal de la conciencia meditativa y a una vida más eficaz, satisfactoria y pacífica, sino a la posibilidad de alcanzar, en este mismo instante, lo atemporal, que siempre se halla frente a nuestras propias narices. De lo que se trata es de acceder a potencialidades que, en la actualidad, se encuentran ocultas debido a nuestra negativa a permanecer presentes, deslumbrados, hipnotizados o asustados por el futuro o por el pasado, arrastrados por la corriente de los acontecimientos, por nuestra insensibilidad y por nuestras reacciones automáticas y preocupados –cuando no obsesionados–por lo que inadvertidamente etiquetamos como “urgente” y perdiendo al mismo tiempo la posibilidad de acceder a lo que es más importante, fundamental y hasta vital para nuestro bienestar, nuestra salud y nuestra supervivencia. Estamos tan acostumbrados a quedarnos absortos por el futuro y el pasado que habitualmente carecemos de toda conciencia del instante presente y tenemos un escaso control –si es que tenemos alguno– sobre los altibajos a que afectan a nuestra vida y a nuestra mente.

La frase con la que se inicia el folleto en el que describimos el programa de entrenamiento y de retiros de atención plena que ofrece nuestro instituto, el Center for Mindfulness in Medicine, Health Care, and Society (el CFM) a profesionales de salud y líderes del mundo empresarial dice: «La meditación no es para los pusilánimes ni para quienes se han acostumbrado a negar los anhelos más profundos de su corazón», una frase con la que pretendemos desalentar a quienes se muestran renuentes a enfrentarse a lo atemporal, a quienes no lo entenderían y a aquellos otros cuya mente y corazón están tan ocupados que carecen del necesario espacio para aprovechar esta oportunidad y permitirse esta experiencia.

Porque el caso es que, si tales personas se inscribieran en alguno de nuestros programas, malgastarían la ocasión luchando consigo mismas y pensando que la práctica de la meditación es un absurdo, una tortura o una pérdida de tiempo. De ese modo, las resistencias y justificaciones les llevarían a desaprovechar los breves y preciosos momentos que tendríamos para trabajar juntos.

Es de suponer por tanto que quienes se inscriben en esos retiros lo hacen gracias a esa frase o a pesar de ella. En cualquiera de los casos, sin embargo, ésa ha sido precisamente nuestra intención, alentar el interés de quienes están dispuestos a explorar el paisaje interior de la mente y del cuerpo y el dominio de lo que los antiguos maestros chinos taoístas y chan denominaban no hacer, el dominio de la auténtica meditación, en la que, si bien parece que no se estuviera haciendo nada, tampoco deja de hacerse nada importante y, como consecuencia de ello, puede manifestarse claramente en el mundo la misteriosa energía de un no-hacer abierto y despierto.

La corriente de las obligaciones nos arrastra hasta obligarnos a soslayar los anhelos más silenciosos de nuestro corazón. La meditación es muy simple, pero con ello no queremos decir que sea sencilla y placentera. Ni siquiera es fácil, en medio del estilo de vida tan ocupado en el que solemos hallarnos inmersos, disponer de tiempo para ejercitar regularmente una práctica conjunta, y con demasiada frecuencia nos olvidamos de que, en todos y cada uno de los momentos de nuestra vida, tenemos la posibilidad de ejercitar la práctica “informal” de la atención plena. Pero hay veces en que ya no podemos seguir ignorando las necesidades de nuestro corazón y nos vemos misteriosamente impelidos hacia situaciones en las que no querríamos estar, empujados hacia lugares que habíamos visitado siendo niños, hacia un bosque, un retiro de meditación, un libro, una clase o una conversación que posibilitan la manifestación de algún aspecto ignorado de nosotros mismos y permiten un reconocimiento que pone fin a los anhelos insaciables de nuestro corazón.

El universo de la atención plena nos abre a dimensiones de nuestro ser que pueden llevar mucho tiempo reprimidas, desatendidas o ignoradas. Como luego veremos, la atención plena puede influir muy poderosamente en el desarrollo de nuestra vida y, por ese mismo motivo, afectar también al mundo –que incluye a la familia, el trabajo, la sociedad, el modo en que nos vemos a nosotros mismos como personas, lo que yo llamo “el cuerpo político” y hasta el cuerpo del mundo (formado por todos nosotros)– en el que estamos inmersos. Y todo ello es posible gracias a que la práctica de la atención plena moviliza la estrecha y profunda relación existente entre interior y exterior y entre ser y hacer.

Todos estamos inconsútilmente unidos en la trama de la vida y en la urdimbre de lo que podríamos llamar mente, una esencia invisible e intangible que posibilita la sensibilidad, la conciencia y el conocimiento necesarios para transformar la ignorancia en sabiduría y la discrepancia en resolución y concordia. La conciencia nos ofrece un refugio seguro para recuperarnos y descansar, un refugio que no se halla en un futuro imaginario en el que las cosas supuestamente serán “mejores”, estarán bajo nuestro control o habremos “mejorado”, sino en un presente tranquilo, gozoso, creativo, armonioso y dinámico. Por más extraño que pueda parecernos, la atención plena nos permite degustar y encarnar, en todos y cada uno de los instantes de nuestra vida, lo que más profundamente deseamos, lo que más se nos escapa y que, de forma paradójica, más cerca se halla de nosotros, la estabilidad, la paz mental y todo lo que las acompaña.

La paz no es, desde una perspectiva microcósmica, ajena a este instante, mientras que, desde un punto de vista macrocósmico, es algo a lo que, de un modo u otro, todos aspiramos, especialmente cuando va acompañada de la justicia y del reconocimiento de nuestra humanidad y de nuestros derechos fundamentales. La paz es algo que podemos generar si aprendemos a despertar un poco más como individuos y mucho más como especie, si aprendemos a ser lo que ya somos y a morar en el potencial esencial que nos corresponde a todos los seres humanos. Como dijo en cierta ocasión Thich Nhat Hanh, el maestro zen vietnamita de la atención plena y activista de la paz: «No hay ningún camino que conduzca hasta la paz, la paz es el camino». Y es que, en un sentido muy profundo, el paisaje externo del mundo y el paisaje interno del corazón son no-dos.

El mejor modo de cultivar la atención plena, a la que podríamos considerar como una conciencia abierta y sin juicio instante tras instante, no consiste tanto en pensar como en meditar, y encuentra su mejor expresión en la tradición budista, que la considera la esencia de la meditación. Por ello he decidido salpicar este libro con alguna que otra referencia al budismo y a su relación con la práctica de la atención plena. Y lo hago con la intención de facilitar la comprensión y de beneficiarnos de lo que esta extraordinaria tradición, que se remonta a unos dos mil quinientos años atrás, puede proporcionarnos en este momento histórico concreto.

Desde mi punto de vista, sin embargo, no es el budismo lo que ahora nos importa. Bien podríamos considerar al Buda como un genio de su época, un gran científico, una figura tan descollante, al menos, como Darwin o Einstein, que sólo disponía de la herramienta de su mente para investigar la naturaleza del nacimiento y de la muerte y la aparente inevitabilidad del sufrimiento. Para llevar a cabo su investigación, el Buda tuvo que empezar entendiendo, desarrollando, perfeccionando y aprendiendo a calibrar su instrumento (es decir, su mente), igual que los científicos de laboratorio se ven hoy en día obligados a comprender, desarrollar, perfeccionar y calibrar los instrumentos empleados por la ciencia para expandir sus sentidos –gigantescos telescopios ópticos o radiotelescopios, microscopios electrónicos o escáneres TEP (tomografía de emisión de positrones)– y adentrarse luego en la exploración de la naturaleza del universo y del inmenso conjunto de fenómenos interconectados que se despliegan en su interior, ya sea en el dominio de la física y de los fenómenos físicos, como en el de la química, la biología, la psicología o cualquier otro campo de investigación.

 

Para afrontar este reto, el Buda y sus seguidores llevaron a cabo una investigación profunda sobre la naturaleza de la mente y de la vida y sus esfuerzos de autoobservación les condujeron a descubrimientos muy interesantes que les permitieron esbozar el mapa de un territorio por esencia humano que, independientemente del contenido concreto de nuestros pensamientos, de nuestras creencias y de nuestras culturas, todos compartimos. Los métodos que utilizó y los descubrimientos a los que condujo su investigación son universales y no tienen que ver con “ismos”, ideologías, religiones ni sistemas de creencias. En este sentido, se asemejan a los descubrimientos realizados por la ciencia y la medicina, marcos de referencia que, como desde sus mismos inicios sugirió el Buda a sus seguidores, pueden ser corroborados por cualquier ser humano.

La gente suele creer que alguien como yo, que practica y enseña la atención plena, debe ser budista. Pero lo cierto es que, aunque hubo un período en mi vida en que me consideraba budista, practiqué –y sigo practicando– el budismo y respeto y considero muy positivamente las distintas tradiciones y prácticas budistas, cuando me lo preguntan, suelo responder que no soy budista y que no me he convertido al budismo, sino que soy un estudiante y un devoto de la meditación budista, porque sé por experiencia propia que sus enseñanzas y prácticas son muy profundas, reveladoras y curativas y son de aplicación universal. Esto es lo que he descubierto durante los últimos cuarenta años tanto en mi propia vida como en la de las muchas personas con las que he tenido el privilegio de trabajar y practicar. Y lo cierto es que sigo estando profundamente conmovido e inspirado por los maestros y los no maestros, tanto orientales como occidentales, cuya vida encarna la sabiduría y la compasión que caracteriza a esas enseñanzas y a esas prácticas.

La práctica de la atención plena es, en mi opinión, una aventura amorosa con la esencia de la vida, una aventura con lo que es, con lo que podríamos llamar “la verdad” y que, para mí, incluye la belleza, lo desconocido y lo posible, las cosas tal cual son, simultáneamente presentes aquí y ahora (puesto que todo está ya aquí) y también en todas partes (porque todo está también ya ahí). Como ya hemos dicho y repetiremos muchas más, la atención plena también siempre se halla presente porque, en última instancia, no hay otro tiempo más que éste.

Aquí, ahora, siempre y en todas partes disponemos del espacio suficiente para comenzar a trabajar, en el caso de que estemos dispuestos a arremangarnos y emprender el trabajo de lo atemporal, el trabajo de no-hacer, el trabajo de encarnarse conscientemente en su vida tal y como se despliega instante tras instante. Se trata, ciertamente, de una empresa que, pese a hallarse más allá del tiempo, requiere de toda una vida.

No existe cultura ni forma de arte que posea el monopolio de la verdad o de la belleza, ya sea con mayúsculas o con minúsculas. Por ello, en la investigación que estamos a punto de emprender, me ha parecido útil e ilustrativo servirnos, tanto en las siguientes páginas como en nuestra vida, de la obra de poetas muy diversos, esas personas tan especiales que han dedicado su vida al lenguaje que unifica la mente y el corazón. Porque el hecho es que los grandes poetas –como los grandes yoguis y maestros de las tradiciones meditativas– han investigado en profundidad la mente y las palabras y la realización íntima que existe entre el paisaje interno y el paisaje externo. No es casual que las tradiciones meditativas expresen poéticamente sus visiones y sus comprensiones porque, a fin de cuentas, los yoguis y los poetas son los exploradores intrépidos de lo que es y los custodios explícitos de lo que puede ser.

Como sucede con todo arte verdadero, las lentes que nos han legado los grandes poetas no sólo aumentan nuestra visión sino, lo que todavía es más importante, nuestra capacidad de experimentar la intensidad y relevancia de nuestra situación, de nuestro psiquismo y de nuestra vida. Por ello nos ayudan a comprender dónde debemos aplicar la práctica de la meditación para abrirnos y atisbar lo que podemos llegar a sentir y saber. La poesía brota por igual en todas las culturas y tradiciones del planeta hasta el punto de que bien podríamos decir que los poetas son –y siempre han sido–los custodios de la conciencia y el alma de la humanidad y que nos muestran aspectos muy diversos de una verdad que debe ser reconocida y contemplada. Los poetas norteamericanos, centroamericanos, sudamericanos, chinos, japoneses, europeos, turcos, persas, indios, africanos, cristianos, judíos, islámicos, budistas o hindúes, tanto animistas como clásicos, tanto hombres como mujeres y tanto antiguos como modernos, nos ofrecen un misterioso regalo que haríamos bien en valorar, degustar y explorar. Ellos nos facilitan, en cualquier tiempo y lugar, las gafas con las que atisbar lo esencial, que se oculta más allá de lo esperado y favorecen así el autoconocimiento. Pero no debemos engañarnos, porque la visión que nos proporcionan esas gafas no siempre es consoladora sino que, en muchas ocasiones, puede llegar a ser muy perturbadora e inquietante. Quizás debamos escuchar atentamente sus poemas, porque nos revelan el espectro completo de luces y sombras que atraviesan los filtros de nuestra mente y movilizan las corrientes subterráneas de nuestro corazón. En sus momentos más inspirados, los poetas expresan lo inefable y, en tales ocasiones, por alguna misteriosa gracia otorgada por las musas y el corazón, se transfiguran en maestros de la palabra que trascienden las palabras, forjando, modelando y apuntando hacia lo inefable y permitiendo que nuestra participación les insufle vida. Los poemas cobran nueva vida cuando permitimos que su lectura o su escucha nos conmueva, cuando nuestra sensibilidad e inteligencia pende de cada palabra, de cada evento y de cada instante, cuando nuestra respiración se suspende al evocarlos y cuando el poder sugestivo de sus imágenes nos transporta, más allá de todo artificio, de vuelta a nosotros y a lo que realmente es.

Hagamos ahora un alto en nuestro camino para sumergirnos en las aguas de la claridad y de la angustia y zambullirnos en los esfuerzos realizados por una humanidad que ansía conocerse, recordar lo que ya sabe –llegando incluso, en ocasiones, a conseguirlo– y, en un acto profundamente amoroso y siempre generoso y compasivo –aunque casi nunca emprendido con ese objetivo–, esbozar nuevas formas de profundizar nuestra vida y nuestra visión y valorar y celebrar, de ese modo, qué y quiénes somos y en qué podemos llegar a convertirnos.

*

Mi corazón despierta

pensando en llevarte noticias

de algo

que te concierne

y concierne a muchos hombres.

Pero no las escucharás.

si sólo prestas oído a las novedades

porque sólo se encuentra en los poemas despreciados.

Resulta difícil

escuchar lo nuevo en los poemas,

pero el hombre muere miserablemente a diario

por falta

de lo que en ellos alienta.

WILLIAM CARLOS WILLIAMS

*

Afuera, la noche helada del desierto,

pero esta otra noche es cálida y amable.

Deja que el paisaje se cubra de una costra espinosa,

porque aquí tenemos un hermoso jardín.

Los continentes estallan, y

las ciudades, los pueblos y todo

acaban convirtiéndose en una bola chamuscada y renegrecida.

Escuchamos noticias que añoran ese futuro,

pero la auténtica noticia

es que no hay noticia alguna.

RUMI

UN TESTIMONIO
DE LA INTEGRIDAD HIPOCRÁTICA

Estoy tumbado con casi quince pacientes en el suelo alfombrado de la flamante y espaciosa sala de conferencias de la Facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts iluminada por la luz crepuscular de una tarde de comienzos de otoño. Es la clase inaugural del primer ciclo de la Stress Reduction and Relaxation Program, anteriormente conocida como Stress Reduction Clinic, y estoy a punto de dirigir una meditación conocida como “observación del cuerpo”, mientras todos permanecemos acostados boca arriba sobre alfombrillas recubiertas de telas de distintos y llamativos colores apiñadas en un extremo de la habitación para que todos los presentes puedan escuchar mejor mis indicaciones.

En medio de un largo período de silencio, se abre súbitamente la puerta y entra un grupo de unas treinta personas ataviadas con largas batas blancas que siguen a un hombre alto y de aspecto majestuoso. El hombre se acerca a grandes zancadas y me mira, mientras yo permanezco acostado sobre el suelo, con camiseta negra, pantalones negros de kárate y descalzo, y luego, con aspecto entre sorprendido e inquisitivo, echa un vistazo a la habitación.

Después vuelve a mirarme y, tras una larga pausa, pregunta:

-¿Qué están haciendo aquí?

Yo permanezco tumbado y lo mismo hacen los demás, quietos como cadáveres sobre sus alfombrillas y con la atención suspendida en algún punto ubicado entre los pies (donde habíamos comenzado) y la parte superior de la cabeza (hacia donde nos dirigíamos), mientras las batas blancas asoman silenciosa y amenazadoramente de entre las sombras que hay detrás de esa presencia dominante.

–Estamos iniciando el nuevo programa de reducción del estrés que ha puesto en marcha el hospital– respondo, todavía tumbado, preguntándome qué diablos estará ocurriendo.

–A nosotros nos han asignado esta sala –responde mi interlocutor– para celebrar una reunión extraordinaria del departamento de cirugía de la facultad y sus hospitales asociados.

Entonces me pongo en pie y, cuando mi cabeza llega a la altura de su hombro, me presento. Luego añado:

—Ignoro lo que pueda haber ocurrido. Le aseguro que hablé un par de veces con administración para asegurarme de que, durante las diez próximas semanas, dispondríamos de esta sala de cuatro a seis de la tarde.

Él me mira de arriba abajo, elevándose sobre mí con su bata blanca, en uno de cuyos bolsillos podía leerse bordado en azul su nombre, «Doctor H. Brownell Wheeler, Jefe de Cirugía». Jamás nos habíamos visto y era evidente que no estaba al tanto de la puesta en marcha de nuestro nuevo programa. ¡Menudo espectáculo debíamos ofrecer, en chándal, descalzos y sin calcetines! Frente a nosotros se hallaba una de las personalidades más importantes de la facultad, viendo cómo pasaba el tiempo de su apretada agenda y sin poder empezar la reunión que debía dirigir1 a causa de un problema inesperado y, a primera vista, muy extraño, encabezado por alguien que no parecía desempeñar ningún cargo en el centro médico.

Entonces miró de nuevo a los presentes que, a esas alturas, ya se habían semiincorporado, apoyando los codos en las alfombrillas, para ver lo que ocurría y preguntó sin dejar de mirarnos:

–¿Son pacientes del hospital?

–Sí –repliqué–, lo son.

–Entonces –concluyó– buscaremos otro lugar para celebrar nuestra reunión —y, dando media vuelta, se dirigió hacia la puerta seguido de toda la comitiva que le acompañaba.

Yo le di las gracias, cerré la puerta tras ellos y regresé a mi lugar para reanudar nuestro trabajo.

Así fue como conocí a Brownie Wheeler y, en ese mismo instante, supe que iba a trabajar a gusto en ese centro.

Años más tarde, después de que Brownie y yo nos hiciéramos amigos, le recordé ese episodio y le comenté lo mucho que me había impresionado el respeto incondicional que mostró entonces por los pacientes del hospital. Lo más curioso, sin embargo, fue la poca importancia que le concedió porque, en su opinión, se había limitado a aplicar el principio de dar prioridad, en la medida de lo posible, a las necesidades de los pacientes.

 

Entonces me enteré de que practicaba la meditación y valoraba muy positivamente la relación entre la mente y el cuerpo y la importancia médica de aquélla. Brownie acabó convirtiéndose, durante más de dos décadas, en un infatigable defensor de la Stress Reduction Clinic, y hoy en día, después de haber renunciado al cargo de jefe de cirugía, es uno de los líderes del movimiento que trata de hacer más amable y digno el proceso de la muerte.

El hecho de que en esa remota ocasión no tratara de aprovechar su poder y autoridad para inclinar la balanza en su favor me convenció de que acababa de ser el testigo de un ejemplo manifiesto de sabiduría y compasión, algo bastante inusual en nuestra sociedad. El respeto que ese día mostró hacia los pacientes era precisamente el objetivo de la práctica de la meditación que recién estábamos iniciando cuando súbitamente se abrió la puerta de la sala de conferencias, es decir, la aceptación profunda e incondicional de nosotros mismos y el cultivo y desarrollo de nuestras potencialidades más transformadoras y curativas. La amabilidad mostrada esa tarde por el doctor Wheeler constituye el exponente más claro de su respeto por los antiguos principios de la medicina hipocrática que tanto y de tantos modos –más allá de las meras palabras– necesita nuestro mundo. Su actitud y su conducta fueron ese día mucho más ilustrativas que las más hermosas palabras.

1. Más tarde me enteré de que esa reunión había sido convocada para tratar de corregir y eliminar algunas de las fricciones y resentimientos generados por el intento del relativamente nuevo centro médico de establecer un programa de actuación “integral” en la Universidad de Massachusetts que acabara con la diversidad de programas llevados a cabo en los distintos hospitales de la comunidad. Eran muchas, pues, las expectativas que el doctor Wheeler tenía depositadas en una reunión celebrada en un entorno tan agradable y acogedor.