La práctica de la atención plena

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El viaje que conduce a la salud y la cordura es una invitación a despertar a la plenitud de nuestra vida mientras todavía estamos viviéndola, en lugar de esperar a hacerlo –en el supuesto de que tal cosa ocurra– cuando estemos postrados en nuestro lecho de muerte, algo que Henry David Thoreau advirtió muy elocuentemente en Walden cuando dijo:

Fui a vivir al bosque porque quería vivir despierto, enfrentarme tan sólo a los hechos esenciales de la vida y aprender lo necesario para no verme obligado, cuando estuviera postrado en mi lecho de muerte, a reconocer que no había vivido.

Morir sin haber vivido una vida plena y sin despertar a ella mientras tenemos ocasión de hacerlo es –dada la automaticidad de nuestros hábitos y la implacable velocidad a la que, en nuestra época, se desarrollan los acontecimientos (una velocidad, dicho sea de paso, mucho más acelerada hoy en día que en los tiempos de Thoreau) y la mecanicidad con que nos enfrentamos a lo que es más importante pero, al mismo tiempo, menos evidente de nuestra vida– el reto más importante al que todos debemos enfrentarnos.

Thoreau también nos aconsejó establecer contacto con nuestra sabiduría y nuestra atención innatas. Según dijo, no sólo es posible, sino altamente deseable, desarrollar una conciencia más amplia y espaciosa de nuestro corazón y de nuestra mente y habitar en ellos. El adecuado cultivo de ese tipo de conciencia puede ayudarnos a advertir, trascender y liberarnos de los velos y limitaciones impuestos por nuestras pautas automáticas de pensamiento, de sentimiento y de relación, y por los turbulentos y destructivos estados mentales y emocionales que suelen acompañarlos. Esos hábitos se hallan invariablemente anclados en nuestro pasado, no sólo a través de la herencia genética, sino también de los traumas, el miedo, la inseguridad y la desconfianza, de los sentimientos de inadecuación derivados de no haber sido respetados y honrados por lo que somos y del resentimiento debido a los desaires, injusticias y daños de que hayamos sido objeto. Son esos hábitos, en suma, los que empañan nuestra visión, distorsionan nuestra comprensión y, en el caso de seguir desatendidos, acaban obstaculizando nuestro desarrollo y nuestra curación.

Si queremos recuperar –tanto a gran escala (de manera colectiva) como a pequeña escala (como seres humanos)– el contacto con nuestros sentidos, debemos restablecer, tanto literal como metafóricamente, el contacto con el cuerpo –un lugar que solemos ignorar, que apenas habitamos y mucho menos atendemos y cuidamos–, pero que nunca deja de ser el locus del que emergen los sentidos biológicos y lo que llamamos mente. Por más extraño que pueda parecernos, nuestro cuerpo es un territorio simultáneamente familiar e ignoto, un dominio al que, en ocasiones, aborrecemos y hasta odiamos, dependiendo de lo que hayamos afrontado o de lo que temamos. Otras veces, sin embargo, estamos hipnotizados por el cuerpo, obsesionados por su tamaño, su forma, su peso o su aspecto, aun a riesgo de caer inconscientemente en el ensimismamiento o en el más desenfrenado de los narcisismos.

Las investigaciones realizadas durante los últimos treinta años en el ámbito de la medicina cuerpo/mente individual han puesto de relieve la posibilidad de alcanzar, aun en medio de retos y dificultades, un cierto grado de paz corporal y mental que nos proporciona una mayor salud, bienestar, felicidad y claridad. Los muchos miles de personas que ya han emprendido este viaje hablan de los grandes beneficios que les ha reportado, no sólo a sí mismos, sino también a quienes comparten su vida y su trabajo. No cabe, pues, la menor duda de que la atención que restablece el contacto con nuestras dimensiones ocultas y nos permite alcanzar un mayor grado de libertad no es privilegio exclusivo de una élite de elegidos, sino algo de lo que todos podemos beneficiarnos.

Restablecer el contacto con los sentidos no es un trabajo que requiera tiempo, porque sólo consiste en estar presentes y despiertos aquí y ahora, pero también es, paradójicamente, un compromiso vital que debemos emprender “durante toda nuestra vida”, en todos los sentidos de la expresión. El primer paso de la aventura que nos lleva a restablecer el contacto con los sentidos a todos y cada uno de los niveles consiste en el cultivo de un tipo especial de conciencia conocida con el nombre de atención plena [mindfulness]. A fin de cuentas, la atención y la capacidad de ser conscientes y de conocernos a nosotros mismos es el rasgo que nos distingue como seres humanos. Esta capacidad se cultiva prestando atención y, como veremos, se ejercita a través de un tipo de práctica meditativa conocida como meditación de la atención plena que, en los últimos treinta años, se ha difundido velozmente por todo el mundo llegando incluso, gracias a diversas investigaciones científicas y médicas realizados sobre sus efectos, a infiltrarse en el pensamiento prevalente de la cultura occidental. Pero si el término “meditación” evoca en el lector la idea de que se trata de algo extravagante, ajeno, almibarado o de que no es para él a causa de sus ideas o imágenes sobre lo que es o lo que implica, deberá tener muy en cuenta que, sean cuales sean sus ideas al respecto y del modo en que llegaron a instalarse, la meditación y, muy en particular, la meditación de la atención plena, no tiene nada que ver con lo que, al respecto, pueda creer.

No hay nada raro ni extraordinario en el hecho de meditar ni en la meditación. Meditar consiste simplemente en prestar atención a la vida como si en verdad importase. Pero, por más que no tenga nada de extraordinario, la meditación es algo muy especial y transformador, y que bien merece la pena.

Cuando se la ejercita de la forma adecuada, la atención plena resulta muy valiosa a todos los niveles, desde el individual hasta el empresarial, el social, el político y el global. Pero ello exige estar lo suficientemente motivados para comprender quiénes somos en realidad y estar también dispuestos a comprometernos con nuestra vida, no sólo por el provecho personal que ello pueda reportarnos, sino también porque resulta muy beneficioso para el mundo. Esta aventura vital empieza en el primer paso y, cuando recorramos este camino –como lo haremos a lo largo de este libro–, descubriremos que no estamos solos en nuestros esfuerzos. Y es que, al emprender la práctica de la atención plena, uno se integra en una comunidad de intenciones y exploración global que, en última instancia, incluye a todos los seres humanos.

Convendría ahora, antes de emprender nuestra travesía, subrayar un último punto.

Por más que cultivemos la atención plena para aprender, crecer y curar lo que deba ser curado, es imposible estar completamente sano en un mundo como el nuestro plagado de sufrimiento y de angustia, que afecta tanto a nuestros seres queridos como a los desconocidos, ya vivan a la vuelta de la esquina o en las antípodas, y que, en muchos sentidos, está enfermo. La estrecha relación que mantenemos con el mundo convierte el sufrimiento ajeno en nuestro propio sufrimiento, un sufrimiento tan difícil de soportar que, en ocasiones, no nos queda más remedio que darle la espalda. Pero esto no tiene por qué ser un problema, porque también puede convertirse en un auténtico catalizador de la transformación, tanto interna como externa.

No sería exagerado, como ya hemos apuntado, decir que nuestro mundo está aquejado de una enfermedad crónica grave. Un simple vistazo a la historia, en cualquier momento y en cualquier lugar –incluso ahora mismo–, pone de manifiesto que nuestro mundo se ve sacudido de vez en cuando por espasmos convulsivos que bien podrían ser considerados como episodios de locura colectiva, episodios en los que el statu quo se ve conmocionado por la confusión generada por la intolerancia, el fundamentalismo y la irrupción de mil fuerzas centrípetas diferentes. Por más que se presenten disfrazadas con el lenguaje del humanismo, del desarrollo económico, de la globalización o de los atractivos señuelos de una visión demasiado estricta del “progreso” material y de la democracia al estilo occidental, esas erupciones –que son el opuesto de la sabiduría y del equilibrio– suelen asentarse en una arrogancia provinciana que sólo se preocupa por el engrandecimiento de uno mismo y la explotación de los demás, lo que inevitablemente conduce al sometimiento ideológico, político, cultural, religioso o empresarial a costa de la homogeneización, la degradación cultural y medioambiental y la burda anulación de los derechos humanos, todo lo cual se experimenta como una enfermedad. Además, el péndulo histórico parece oscilar cada vez más deprisa y son muy pocos los momentos, a mitad de camino entre un espasmo y el siguiente, en que podemos estar tranquilos y en paz.

El siglo XX asistió a más asesinatos organizados en nombre de la paz, la tranquilidad y el final de la guerra que todos los siglos pasados. Y lo más paradójico es que la inmensa mayoría de ellos tuvieron lugar en el escenario de los grandes centros culturales magníficamente representados por Europa y el Extremo Oriente, un aspecto sumamente inquietante en el que el siglo XXI no parece irle muy a la zaga. Quienes desencadenan las guerras (incluidas las guerras encubiertas y las emprendidas en contra del terror), sean quienes sean los protagonistas e independientemente de la retórica y pormenores concretos del episodio, afirman siempre hacerlo en nombre de los principios y objetivos más urgentes y nobles. Pero no debemos olvidar que la guerra siempre se origina en la mente humana y provoca un derramamiento de sangre que, en última instancia y por más inevitable que parezca, resulta tan dañino para el agresor como para la víctima. Iniciar una guerra para resolver problemas que podrían solucionarse de maneras más creativas nos impide advertir que la guerra y la violencia son los síntomas de una enfermedad inmunológica que sólo parece aquejar –tanto individual como colectivamente– a la especie humana. Pero ello también nos impide advertir la existencia de alternativas para recuperar el equilibrio y la armonía, sobre todo cuando éstos se ven distorsionados por fuerzas muy reales, peligrosas y, en ocasiones, virulentas que de forma inadvertida podemos estar contribuyendo a expandir, por más que conscientemente insistamos en aborrecer, resistir o combatir.

 

“Ganar” una guerra es hoy en día algo muy diferente a consolidar la paz durante el período que sigue a una guerra. Y es que, para ello, es necesario poner en marcha una modalidad de pensamiento, conciencia y planificación que sólo puede derivarse de un mayor autoconocimiento y de una comprensión más lúcida de “otros” que poseen su propia cultura, sus propias costumbres y sus propios valores y, por más difícil que nos resulte de creer, pueden llegar a tener incluso sistemas de valores completamente diferentes a los nuestros que les lleve a interpretar de distinta manera los mismos acontecimientos. Eso es, precisamente, lo que puso de manifiesto el genio y la sabiduría compasiva del plan Marshall que siguió a la Segunda Guerra Mundial.

Debemos, pues, reconocer la relatividad de la percepción y de las motivaciones que, simultáneamente, configuran y se derivan de esas percepciones, una especie de círculo vicioso que nos impide a una visión más amplia y quizás más exacta. Tal vez haya llegado ya el momento, dado el estado actual del mundo, de establecer contacto con una dimensión más profunda de la inteligencia que todos compartimos y subyace bajo nuestras diferentes formas de percibir y conocer. No sería nada inteligente, en este sentido, centrar exclusivamente nuestra atención en el bienestar y la seguridad individuales porque, en el mundo cada vez más pequeño en que vivimos, nuestra seguridad y bienestar dependen estrechamente del bienestar y la seguridad de los demás. Volver a los sentidos implica, pues, el cultivo de una conciencia global de todos nuestros sentidos (incluida nuestra mente) y de sus limitaciones y resistirnos a la tentación, cuando nos sentimos profundamente inseguros y disponemos de muchos recursos, de tratar de controlar de un modo estricto y rígido todas las variables del mundo externo, una empresa agotadora, violenta y, en última instancia, abocada al fracaso.

Pero también debemos, en el ámbito mayor de la salud del mundo, prestar una atención muy especial, como sucede en el reducido ámbito de nuestra vida individual, a la conciencia del “cuerpo” político, el cuerpo de las comunidades, de las corporaciones (un vocablo derivado del término “cuerpo”), de las naciones, de las familias de naciones (que padecen sus propios males, enfermedades y confusiones y también poseen profundos recursos para cultivar su autoconciencia y sanar sus propias culturas) y, más allá incluso de todo ello, de la globalidad multicultural que constituye uno de los rasgos más característicos del mundo actual.

Una enfermedad inmunológica es una enfermedad en la que el sistema de percepción, vigilancia y seguridad –es decir, el sistema inmunológico– se descontrola y empieza a atacar a sus propias células y tejidos, una situación que ningún organismo, por más sano y vivo que esté, puede soportar durante mucho tiempo. Y lo mismo sucede con un país cuya política exterior se halle fundamentalmente dictada por una reacción alérgica, una manifestación del sistema inmunológico o la justificación –por más cierta que pueda ser– de que colectivamente está experimentando un síndrome de estrés postraumático, una situación que sólo puede conducir a líderes bienintencionados, en el mejor de los casos, o cínicos, en el peor de ellos, a tratar de sacar tajada para fines que poco o nada tienen que ver con la seguridad y la curación.

Como sucede con el individuo al que un ataque cardíaco u otro diagnóstico adverso inesperado y no letal catapulta a una mayor salud y bienestar, los ataques al sistema, por más terribles que sean, pueden acabar convirtiéndose –adecuadamente atendidos– en una excelente oportunidad para despertar y movilizar nuestros recursos curativos más profundos y poderosos –que por lo general soslayamos hasta el punto de llegar a olvidar–, restablecer nuestras prioridades, reorientar nuestras energías y recuperar así la seguridad y el bienestar.

La curación del mundo es una empresa que compete a muchas generaciones y empieza en el mismo momento en que nos damos cuenta del peligro al que nos enfrentamos si no tenemos adecuadamente en cuenta la condición agónica del paciente (que, en este caso, es el mundo), su historial (que, en este caso, es la vida en este planeta) y, de forma muy especial, la vida humana, puesto que es precisamente nuestra actividad la que está determinando el destino de todos los seres que pueblan la Tierra. Y todo ello nos obliga a prestar atención, por más difícil que nos resulte de aceptar, al diagnóstico de enfermedad inmunológica y prestar también la necesaria atención al potencial curativo que supone abrazar colectivamente, mientras todavía estamos en condiciones de hacerlo, lo mejor y más profundo de nuestra naturaleza como seres vivos y, en consecuencia, como seres sensibles.

Si de verdad queremos sanar al mundo no sólo en beneficio propio, sino en beneficio también de las generaciones venideras, debemos aprender, aunque sólo sea de manera provisional, a poner nuestras múltiples inteligencias al servicio de la vida, la libertad y la búsqueda de la auténtica felicidad. Y ello no sólo en beneficio de los estadounidenses y de los occidentales, sino de todos los habitantes de este planeta, sin importar el continente o la isla en la que vivan…, y hasta en beneficio de todos los seres del mundo natural y del mundo más que humano que los budistas suelen incluir en la expresión seres sensibles.

Precisamente el término “sensibilidad” es la clave para restablecer el contacto con los sentidos y despertar a lo posible. Si renunciamos a la conciencia, es decir, si nos negamos a emplear, perfeccionar y habitar nuestra conciencia, la capacidad genética de ver con claridad y de actuar desinteresadamente, tanto en el interior de nuestra individualidad como en el seno de nuestras instituciones –que incluyen el mundo empresarial, el Congreso, el Senado, la Casa Blanca, las sedes del gobierno y las grandes organizaciones supranacionales como las Naciones Unidas y la Unión Europea–acabaremos condenándonos a una enfermedad inmunológica generada por nuestra propia ignorancia, de la que se deriva el interminable círculo vicioso de la ilusión, el engaño, la avaricia, el miedo, la crueldad, el autoengaño y, por último, la autodestrucción y la muerte.

Ha llegado ya el momento de apostar por la vida y de reflexionar sobre las implicaciones de esa decisión. Y no me refiero ahora a ninguna abstracción y a ninguna generalización, porque ésa es una decisión muy concreta y en ella reside, precisamente, el meollo de la cuestión. Esta decisión está muy próxima a la sustancia y el fundamento del desarrollo de nuestra vida, tanto internamente (en forma de pensamientos y sentimientos) como externamente (a través de nuestras palabras y de nuestras acciones de un instante al siguiente).

Nuestro mundo necesita de todas sus flores, por más que sean tan efímeras que sólo florezcan durante el breve período al que llamamos vida. A nosotros nos corresponde descubrir, tanto individual como colectivamente, el tipo de flores que somos, compartir nuestra singular belleza con el mundo durante el tiempo precioso de que disponemos y transmitir a nuestros hijos y nietos el legado de sabiduría y compasión que se encarna en nuestra manera de vivir, en nuestras instituciones y en la conciencia de la interconexión que nos une, tanto en el seno de nuestro hogar como en el mundo en general. ¿No les parece que ha llegado ya el momento de arriesgarnos a apostar por la salud, tanto en nuestra vida como en el mundo, que no sólo son reflejos el uno del otro, sino que también ponen claramente de manifiesto el genio de nuestra especie?

Esta empresa, en la que nos jugamos nada menos que la salud del planeta, requiere del esfuerzo y la contribución creativa e imaginativa de todos y cada uno de nosotros. Bien podría decirse que nuestra especie está acabando con el mundo y que ha llegado ya el momento de restablecer el contacto con nuestros sentidos, de despertar a la plenitud de nuestra belleza, de emprender el trabajo de curarnos a nosotros mismos, a nuestras sociedades y al planeta, aprovechando todo lo que merezca la pena y que ahora está ya floreciendo. En este sentido, no hay intenciones pequeñas ni esfuerzos insignificantes, ya que todos los pasos son igualmente importantes. Además, y como veremos, la empresa requiere de la colaboración de todos y cada uno de nosotros.

Cuando el lector emprenda la aventura que le proponemos en este libro descubrirá que está dividido en ocho partes; en cada una de ellas, he incluido historias procedentes de mi propia experiencia personal. Con ello pretendo transmitir al lector la paradójica sensación de que la práctica meditativa personal y concreta es, simultáneamente, impersonal y universal, y eludir así cualquier relato personal centrado en “mi” experiencia o en “mi” vida que pudiera estar urdiendo el persistente hábito egoísta de la mente. También es muy importante, habida cuenta del colosal sufrimiento al que, como seres humanos, estamos sometidos y de la fugacidad de esas lentes distorsionantes llamadas opiniones y visiones a las que, en un desesperado intento de dar sentido al mundo y a nosotros mismos, tan a menudo nos aferramos, tomarse muy en serio –aunque no de un modo estrictamente personal– y con una buena dosis de jovialidad y humor la propia experiencia.

En la primera parte exploraremos lo que es y lo que no es la meditación y las implicaciones que acompañan al cultivo de la atención plena. En la segunda parte investigaremos las fuentes de nuestro sufrimiento y de nuestro “malestar”, pondremos de relieve el efecto liberador de la atención ecuánime y veremos el modo en que la atención plena se ha integrado en la práctica de la medicina, revelándonos dimensiones de nuestra mente y de nuestro corazón que pueden ser profundamente curativas y transformadoras. En la tercera parte exploraremos los “paisajes sensoriales” de nuestra vida y el modo en que la conciencia sensorial promueve el bienestar y enriquece nuestra vida y nuestro modo de conocer y de estar en el mundo y en nosotros. La cuarta parte proporciona al lector instrucciones detalladas para el cultivo de la atención plena a través de los distintos sentidos, apelando a un amplio abanico de prácticas meditativas formales que nos transmiten el sabor de su infinita riqueza, que, por cierto, podemos degustar en cualquier momento. La quinta parte explora el modo en que el cultivo de la atención plena puede conducir a la curación y a una mayor felicidad a través de una “revolución de la conciencia” que transforma por completo nuestro modo de percibir y actuar en el mundo. La sexta parte se ocupa del cultivo de la atención plena y ejemplifica el modo en que puede afectar a diversos aspectos de nuestra vida cotidiana, desde estar en donde estamos hasta ver o no la Superliga y “morir antes de morir”. La séptima parte se centra en el mundo de la política y de las tensiones a las que se halla sometido el mundo desde la perspectiva proporcionada por la medicina cuerpo-mente y sugiere algunas formas en que la atención plena puede contribuir a la curación y la transformación del cuerpo político y del mundo. La octava parte, por último, ubica nuestra vida y los retos a los que actualmente nos enfrentamos en un contexto mayor de la evolución y de nuestra especie, poniendo de relieve la existencia de dimensiones ocultas que pueden permitirnos vivir nuestra vida instante tras instante y día tras día como si realmente importase.

1. Steven Chu, Stanford University, Premio Nobel de física, Mind and Life Institute, Diálogo X, Dharamsala (India), octubre de 2002.