La práctica de la atención plena

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STRESS
REDUCTION CLINIC

Volviendo nuevamente a dukkha y a la enfermedad, debo decir que, si la práctica meditativa y el ejercicio de la observación no me hubieran revelado nuestra tendencia a caer en la inconsciencia y a aferrarnos a la vorágine de la mente pensante y a las reacciones emocionales, el hecho de trabajar en una clínica de reducción del estrés no hubiese tardado en mostrarme lo muy extendida que se encuentra la enfermedad de la inconsciencia, la necesidad de corregirla, la necesidad de experimentar nuestra vida de un modo más coherente, auténtico y sincero, de recuperar la integridad y la paz mental y de descubrir algo que nos permita escapar de la rueda aparentemente interminable del dolor físico y del sufrimiento emocional.

Todos éstos y muchos otros aspectos de dukkha afloran en la primera entrevista que mantenemos con todas las personas que se inscriben en nuestro programa. Lo primero que suelo preguntar, a modo de introducción, es: «¿Qué es lo que le ha llevado a inscribirse en el programa de reducción del estrés?» y luego permanezco en silencio, escuchando una respuesta que suele surgir del corazón, porque se trata de una pregunta que reconoce y acepta que el sufrimiento tiene diferentes niveles de profundidad, o que así es, al menos, como suele experimentarse.

Este tipo de escucha me ha enseñado que, si bien son muchas y muy diversas las razones que explican el acercamiento de las personas a la Stress Reduction Clinic, todas ellas pueden resumirse en una sola recuperar la integridad y la “chispa” que una vez tuvieron o, en caso contrario, que siempre anhelaron.

Vienen porque quieren aprender a relajarse, a liberarse del estrés, a reducir el dolor físico o a vivir mejor con él y recuperar, de ese modo, una sensación de bienestar que les proporcione cierto sosiego mental. Vienen porque quieren asumir la responsabilidad de sus vidas y dejar de medicarse contra el dolor y la ansiedad, y no estar, como dicen a menudo, “tan nerviosos y tensos”. Vienen porque han sufrido una enfermedad cardíaca o un cáncer, porque sufren algún dolor crónico u otros problemas que influyen negativamente en sus vidas y les impiden realizar sus sueños. Vienen porque, en la mayor parte de los casos, están desesperados y necesitan hacer algo por sí mismos, algo que nadie, ni siquiera sus médicos, pueden hacer por ellos, es decir, asumir el control de su vida y buscar activamente un complemento a lo que les ofrece la medicina alopática tradicional y con la expectativa de tornarse más fuertes, más sanos y, en cierto modo también, más sabios, tanto interna como externamente. Vienen porque determinados aspectos de sus vidas, de sus cuerpos o de ambos a la vez han dejado de estar a su servicio y porque son muy conscientes de que la medicina ya no puede hacer mucho más por ellos. Vienen porque sus médicos se han dado cuenta del estrés y del dolor de sus vidas y han tomado la decisión de derivárnoslos. Vienen porque nuestra clínica está en el hospital y porque la atención plena, la reducción del estrés, la meditación, el yoga y el trabajo interno, la mayor parte en silencio, que les enseñamos forman parte integral de la corriente fundamental de la medicina y de la salud y representan, por tanto, un enfoque muy aceptable para el tratamiento de sus problemas.

Y quizás, por encima de todo, vienen y se quedan en la Stress Reduction Clinic porque, de un modo u otro, creamos un clima –lamentablemente ajeno al agitado entorno tan frecuente en los centros médicos– que les invita a escuchar de manera profunda y sincera y que de inmediato reconocen como algo bondadoso, empático, respetuoso y aceptador.

El tiempo de que disponen para responder a la pregunta «¿Qué es lo que ha hecho venir aquí?» les predispone a hablar de manera directa y sincera y, muy a menudo, conmovedora, de su malestar y de su enfermedad y, mucho más allá del diagnóstico de cáncer, dolor crónico o problemas cardíacos o del motivo manifiesto de la consulta, de su sensación de estar perdidos y de ser víctimas, de sentirse desbordados o, de algún modo, carentes. Sus historias ponen de relieve el sufrimiento emocional que suele aquejar a quienes, durante la infancia, no se han sentido considerados ni respetados por los demás, o a quienes llegan a la edad adulta sin haber experimentado su bondad, su belleza o su valía. Y, por supuesto, hablan conmovedoramente del sufrimiento corporal… Desde el dolor crónico de espalda hasta el dolor de cuello, rostro o piernas, las diferentes formas de cáncer, el virus de inmunodeficiencia humana y el sida, las enfermedades cardíacas y una miríada de enfermedades somáticas creadas, en muchos casos, por el sufrimiento mental asociado a la ansiedad crónica y el pánico, desde la depresión y la decepción hasta el desconsuelo, la confusión, el agotamiento, la irritabilidad y la tensión crónica, y una hueste de abrumadores estados emocionales aflictivos.

La buena noticia, como han descubierto todos aquellos que, a lo largo de los años, han pasado por el programa y como se ha visto también claramente documentado por el creciente número de investigaciones médicas realizadas al respecto, no sólo en nuestra clínica, sino también en muchos otros programas basados en el nuestro llevados a cabo en hospitales y clínicas diseminados por todo el planeta, es que todo el mundo tiene la posibilidad de afrontar y abrazar la plenitud de lo que es, en tanto que ser humano, y afirmar que, seamos quienes seamos, podemos despertar a lo más profundo y a lo más opaco, a lo que más nos asusta y atemoriza, y que, lo sepamos o no, configura nuestra vida. De ese modo, podemos despertar a otros anhelos más sanos que nos llaman desde la profundidad de nuestro corazón y dejarlos florecer en nuestra vida de una forma curativa y restauradora que, en muchos casos, reduce espectacularmente los síntomas. Esto es lo que, mis colegas y yo de las clínicas PREBAP repartidas por todo el país y por casi todo el mundo hemos visto que sucede en personas que experimentan niveles inconcebibles de estrés, dolor, enfermedad y en circunstancias y situaciones vitalmente muy dolorosas, desde la “completa catástrofe” hasta todos los complejos y apremiantes pormenores que abarcan el espectro completo de la condición humana.

Nunca ha dejado de asombrarme la transformación que esas personas suelen experimentar en un período de tiempo relativamente breve. A veces, yo también puedo ver su despliegue en mí cuando pierdo el contacto con mis sentidos y, en otras hasta puedo llegar a darme cuenta del momento en que pierdo ese contacto y restablecer provisionalmente –y, a veces, incluso de manera sostenida– el equilibrio perdido.

Para despertar y vivir plenamente la vida que nos ha tocado, debemos estar dispuestos a enfrentarnos a la catástrofe. Y ello supone, en parte, negarnos a dejar que la enfermedad y dukkha, por más ordinarios, sutiles, inadvertidos o anónimos que sean, se hagan cargo de la situación. Debemos estar dispuestos a prestar atención y a trabajar con lo que la experiencia nos depare, sabiendo y confiando en la posibilidad de trabajar con ello. Y también dispuestos a emprender un tipo de trabajo con nosotros mismos, un trabajo de conciencia, tranquilizándonos y volviendo una y otra vez al momento presente y a todo lo que éste tiene que enseñarnos y, cuando lo recordemos, descansar en esa conciencia y acceder a la energía que nos proporciona durante el despliegue de nuestra propia vida, tal como es y tal como se presenta ante nosotros.

NACIÓN TDA

Una de las expresiones cada vez más frecuentes de dukkha y de la enfermedad es el trastorno de déficit de la atención (TDA), una grave alteración del proceso atencional que afecta por igual a niños a adultos. Hace treinta años nadie había oído hablar de déficit atencional y, en consecuencia, ni siquiera existía tal diagnóstico, pero hoy en día parece tratarse de una aflicción cada vez más extendida.

La meditación tiene tanto que ver con el cultivo de la capacidad atencional que no es de extrañar que nos proporcione pistas sobre el modo más adecuado de prevenir y tratar esa patología. Pero también hay que decir que, desde la perspectiva proporcionada por las tradiciones meditativas, nuestra sociedad se halla aquejada de un trastorno de déficit atencional y de su versión más difundida y grave, el trastorno de hiperactividad con déficit de la atención (THDA). Por ello el perfeccionamiento de la capacidad de prestar atención y de mantenerla ha dejado de ser un lujo y se ha convertido en una tabla de salvación para recuperar lo que es más importante en nuestra vida y lo que más fácilmente perdemos, ignoramos, negamos o rechazamos sin darnos siquiera cuenta de ello.

Tengo la sensación de que la dirección que, en el último medio siglo, ha tomado nuestro país, nos torna más vulnerables a un tipo de déficit atencional más sutil y más profundo. Me refiero a la incomunicación y el aislamiento generados por una cultura del ocio cada vez más obsesionada por la fama. Piensen en el peaje que debemos pagar por pasarnos la noche frente al televisor viendo comedias de enredo y reality shows, emocionándonos con las vidas y las fantasías de otras personas, obsesivamente preocupados por el consumo y relacionándonos a través de chats online; piensen en la tendencia a llenar de actividades nuestras agendas y a ir de un lado a otro para conseguir las cosas que erróneamente consideramos imprescindibles para sentirnos felices y satisfechos.

Bajo de esa soledad y aislamiento subyace, sin embargo, el anhelo profundo, habitualmente inconsciente o ignorado, de salir del anonimato, de pertenecer, de formar parte de una totalidad mayor, de ser vistos y reconocidos. La capacidad de relación, el intercambio, el toma y daca, especialmente a nivel emocional, es la forma en que experimentamos nuestra pertenencia y sentimos que ocupamos un lugar en el mundo. Por ello resulta esencial mantener relaciones profundas con los demás. Tenemos hambre de pertenencia, hambre de conexión con algo mayor que nos trascienda, hambre de que los demás nos perciban, nos reconozcan y nos valoren por lo que somos y no tan sólo, como lamentablemente sucede con más frecuencia de la deseada, por lo que hacemos.

 

Vamos tan deprisa y estamos tan preocupados prestando atención al exterior que rara vez registramos que los demás nos tienen en cuenta y nos valoran tal como somos. El estilo de vida de las comunidades suburbanas y rurales es cada vez más aislado y la cultura urbana promueve cada vez más el aislamiento y la inseguridad. En parte para garantizar su seguridad y en parte por costumbre, hábito o aburrimiento, dejamos que nuestros hijos vean la televisión o que jueguen con el ordenador, en lugar de hacerlo con sus amigos. Pero la atención que se presta al televisor es una atención pasiva, una atención antisocial que nos aleja de las relaciones y de nosotros mismos. Son muchos los estudios que demuestran que los niños son cada vez más incapaces de mantener un compromiso social activo. Los adultos, por otra parte, apenas si conocemos a nuestros vecinos y no mantenemos con ellos una relación tan estrecha como la que, hace tan sólo unas pocas generaciones, nos unía a ellos. Es raro, hoy en día, el vecindario que siga siendo una auténtica comunidad.

También son muchas, actualmente, las familias en las que los padres están tan estresados, ansiosos y ocupados que, por más que estén físicamente junto a sus hijos, no están disponibles para ellos. En tales casos, los padres se hallan siempre tan abrumados que no pueden prestar atención a sus hijos y, mucho menos, cogerles y sostenerles en brazos, una situación en la que, finalmente, nadie parece conseguir la atención que merece y necesita.

Cada vez resulta más difícil, en el entorno sanitario, encontrar un médico que nos preste atención. Los médicos están tan estresados y ocupados que disponen de muy poco tiempo para dedicar a sus pacientes, lo que genera una desatención ciertamente involuntaria que corre el riesgo de convertirse en endémica. Y por más que los mejores de ellos traten de protegerse como mejor puedan, aun ellos se sienten, en una época como la nuestra obsesionada por la “gestión” (léase racionamiento) de la salud y cada vez más orientada hacia el beneficio económico, aplastados por las presiones del tiempo.

Es muy probable que este déficit atencional no se hallase tan extendido durante el período cazador y recolector que caracterizó los primeros cien mil años de vida del Homo sapiens sobre la tierra o cuando, hace unos diez mil años, dimos el paso que nos condujo hasta la agricultura y la ganadería, el cultivo de cereales y la cría de animales domésticos. Adviértase que el término sapiens es el participio presente –referido al momento presente–del verbo latino sapere, que significa “conocer”, “degustar”, “percibir” y “ser sabio”. La nuestra es la especie que sabe que sabe, la especie que posee la capacidad de conocer y de saber que conoce o, dicho en otras palabras, la especie que puede ser sabia, que puede asumir una metaperspectiva, que puede darse cuenta de que es consciente y que por ello nos calificamos de ese modo.

Como ya hemos dicho, nuestros ancestros cazadores y recolectores estaban obligados, si no querían morir de hambre, ser devorados y acabar expuestos a la intemperie y los elementos naturales, a prestar una atención continua. Y puesto que, al nacer, lo hacemos ya en el seno de una comunidad, la capacidad de prestar una atención cuidadosa y de leer los signos que nos proporciona el mundo natural incluían también la interpretación del significado de los rostros, el estado de ánimo y las intenciones de los demás. Por todas estas razones, en esa época, cualquier déficit atencional suponía una clara desventaja evolutiva que disminuía la posibilidad de tener descendencia a la que transmitir nuestro legado genético.

Por ello los agricultores siguen naturalmente sincronizados con los ritmos y horarios vitales de la tierra. Y es que, en una época en la que no había relojes ni calendarios que jalonasen el paso del tiempo, la atención y la sintonía con los ciclos naturales, diarios, horarios y estacionales resultan esenciales para la supervivencia.

No es, por tanto, sorprendente que haya tanta gente que busque la calma en la naturaleza. El mundo natural está despojado de artificios. El árbol que hay más allá de la ventana y los pájaros que anidan en sus ramas se hallan en el ahora y son retazos de lo que antaño fue –y sigue siendo todavía en ciertos entornos protegidos– la tierra salvaje primordial y atemporal a escala humana. El mundo natural siempre está en el ahora. Nosotros formamos parte de la naturaleza porque nuestros antepasados nacieron de ella, y en ella, y el mundo natural fue su único mundo, un mundo que les ofrecía una multiplicidad de dimensiones experienciales, todo lo que necesitaban saber, en suma, para sobrevivir, incluyendo lo que algunos han llamado el mundo del espíritu y el mundo de los dioses, mundos impalpables, pero que, en ciertas ocasiones, pueden llegar a ser sentidos.

Pero los cambios estacionales, el viento, el clima, la luz, la oscuridad, las montañas, los ríos, los árboles, los océanos, las corrientes marinas, los campos, las plantas, los animales, las selvas y los bosques siguen todavía hablándonos. Todos ellos nos invitan a adentrarnos en el momento presente en el que siempre están (como también, aunque a menudo lo olvidemos, estamos nosotros); todos ellos nos ayudan a prestar atención a lo que es importante y nos recuerdan, en hermosa frase de Mary Oliver, «el lugar que ocupamos en la familia de las cosas».

En el último siglo, sin embargo, las cosas han cambiado mucho, porque nos hemos alejado de la intimidad con el mundo natural y de una vida vinculada a la comunidad en que nacimos. Y este cambio todavía se ha acelerado más en los últimos quince años con el advenimiento y la adopción virtualmente universal (broma incluida) de la revolución digital. No olvidemos que todos los ingenios que diseñamos para “ahorrar tiempo” acaban acelerándonos, abstrayéndonos y alejándonos, en suma, del cuerpo.

Ahora hay más cosas que atender y resulta más difícil prestar atención a una sola cosa. Ahora resulta mucho más sencillo que nos distraigamos y nos desviemos. Estamos continuamente bombardeados por la información, las llamadas, las facturas y las comunicaciones y las cosas se abalanzan sobre nosotros a un ritmo cada vez más implacable. Y todo ello es una de las consecuencias del pensamiento y de la actividad humana que, con mucha frecuencia, despierta nuestra avaricia y nuestros miedos. Estos asedios a nuestro sistema nervioso no alientan la conexión y la calma sino, muy al contrario, el deseo y la agitación y su efecto suele promover más la reacción, la discordia y la avidez que la colaboración, el acuerdo y la capacidad de sentirnos totales y completos tal como somos. Y lo más importante de todo es que, si no vamos con cuidado, nos despojan del presente, de modo que nos vemos continuamente apremiados y proyectados hacia el futuro y consumidos por el fuego implacable de la urgencia.

Ante toda esta velocidad, avidez e insensibilidad somática, acabamos atrincherándonos en la cabeza, desconectándonos de las sensaciones y nos acostumbramos a pasar de puntillas por encima de las cosas. En un mundo que ha dejado de ser fundamentalmente natural y vivo, nos pasamos el día relacionándonos continuamente con aparatos –como la radio, el automóvil, la televisión en el dormitorio o el uso del ordenador en la oficina y, cada vez más, también en la cocina– que, si bien expanden el alcance de nuestros sentidos, pueden llegar a someternos y alejarnos cada vez más de nuestro cuerpo.

La creciente aceleración que, en las últimas generaciones, está impregnando nuestra vida ha convertido el hecho de centrar la atención en una especie de arte perdido. Esa pérdida, combinada con la revolución digital –que se remonta unos pocos años atrás–, se ha abierto rápidamente paso hasta nuestra vida cotidiana en forma de ordenadores personales, faxes, localizadores, teléfonos móviles (con o sin cámara), agendas electrónicas, ordenadores portátiles, ADSL las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, Internet, World Wide Web y, obviamente, el correo electrónico. Y todo ello de un modo cada vez más inalámbrico que, hasta no hace mucho, parecía un escenario de ciencia ficción. Porque la innegable utilidad, conveniencia, facilidad de acceso, eficacia y mejora de la coordinación, información, organización, entretenimiento y facilidad de hacer compras, gestiones bancarias y mantener comunicaciones que acompañan a los avances provocados por esa colosal revolución tecnológica –que recién acaba de empezar– han acabado transformando definitivamente, nos demos o no cuenta de ello, nuestro estilo de vida.

Nuestra vida y nuestro entorno laboral han experimentado así un cambio muy profundo y son muchas las personas que pasan hora tras hora y día tras día sentadas frente a una consola de ordenador, con la mirada clavada en el monitor y cliqueando iconos. Bien podríamos decir que, para un segmento enorme de la población laboral, las posibilidades han desbordado todas nuestras previsiones y también, en consecuencia, nuestras expectativas sobre el logro de objetivos y lo que nosotros o “ellos” puedan querer. Pero la multitud de oportunidades que nos brinda este nuevo estilo de vida y de trabajo también va acompañada de muchas más ocasiones de interrupción y distracción, más “habilidades de respuesta” y una urgencia flotante que llega incluso a afectar hasta al más trivial de los acontecimientos. La lista de tareas por concluir crece sin cesar y cada vez nos apresuramos más en pasar de una cosa a otra y de un momento al siguiente.

Todo esto amenaza con erosionar nuestra atención y nuestra capacidad de saber también profundamente lo que debemos hacer antes de emprender una determinada acción. Esta falta de atención se manifiesta cuando, segundos después de haber enviado un correo electrónico, recordamos haber olvidado incluir en él algo que queríamos decir, nos damos cuenta de que queríamos decir algo que, en realidad no decíamos o que no queríamos decir exactamente lo que decíamos… cuando ya es demasiado tarde.

El mismo avance tecnológico nos despoja de un tiempo que podríamos dedicar a la reflexión y alienta la irresistible urgencia a pasar de una cosa a la siguiente. Quizás entonces podamos suspirar y dejar las cosas como están o, si tal cosa es posible, enviar una corrección. ¿Qué otra cosa podríamos hacer con los correos electrónicos que se escapan prematuramente de nuestra bandeja de salida?

De este modo, sin embargo, la mediocridad acaba impregnando subrepticiamente nuestro discurso y nuestras interacciones cotidianas, sobre todo cuando no prestamos la debida atención a nuestras decisiones. Porque, como bien han señalado algunos especialistas del TDA, son precisamente nuestras decisiones las que acaban encaminándonos hacia la distracción. Son muchos los problemas que, con demasiada frecuencia, genera la tendencia a hacer varias cosas a la vez, lo que obstaculiza nuestra capacidad y nuestro deseo de concentrar la mente y de dirigirla hacia un determinado objeto.

Así es como el mundo humano en que vivimos nos distrae de un modo que jamás hizo el mundo natural en que se desarrolló nuestra especie. El mundo humano, con todas sus maravillas y todos sus dones, también nos apremia con cuestiones cada vez más inútiles, seduciéndonos, atrayéndonos, despertando nuestra fantasía y alentando nuestra insaciable codicia. También erosiona nuestra capacidad de estar satisfechos en el presente e impide que podamos degustarlo plenamente sin tener la necesidad de llenarlo de actividades. Nos despoja de tiempo aun cuando nos quejemos de no tenerlo y nos lleva a oscilar entre la distracción y la inestabilidad mental cuando bien podríamos mantenernos simplemente atentos.

Resulta muy revelador y trágico que tantos niños de hasta menos de tres años reciban medicación para el TDA y el THDA. ¿No han pensado en la posibilidad de que tal vez, si tales conductas no son normativas de esas edades y, estrictamente hablando, sólo son normales en determinadas circunstancias, haya muchos adultos que enseñen a sus hijos a ser distraídos e hiperactivos? Tal vez el comportamiento de los niños no sea más que el síntoma de una enfermedad mucho más profunda que aqueja, en nuestra época, tanto a la vida familiar como a la vida en general, como probablemente ocurra también en el caso de la epidemia galopante de obesidad que afecta por igual a niños y a adultos.

 

Si los padres están tan ocupados y desbordados que rara vez se hallan presentes, si cuando están físicamente presentes están tan perdidos en sus preocupaciones que es como si estuvieran ausentes, si se pasan la vida (tardes y fines de semana incluidos) en el trabajo y, cuando están en casa, no paran de llamar por teléfono o de hacer cuentas para ver el modo más adecuado de pagar las facturas, no es extraño que nuestros niños, aun los más pequeños, se vean necesariamente obligados a padecer una clara deprivación de padres y de problemas que de ello se deriva. Quizás se trate, en el fondo, de un déficit de atención parental, de un déficit de vida, de un déficit de respiración, de sentimiento, de contacto corporal y de una presencia clara y atenta, en lugar de errática.

El nuestro es, después de todo, un universo de personas mayores, o eso es, al menos, lo que creemos los adultos. ¿No les parece bastante normal, si los adultos se sienten continuamente impelidos, en grados distintos, a distraerse y a no poder centrar la atención en una sola cosa, que cada vez haya más niños que sigan esa misma pauta, porque su ritmo –especialmente en el caso de los bebés y de los niños pequeños– está, en gran medida, sintonizado con el nuestro?

Quizás, en algunos casos, los niños no padezcan TDA, a menos antes de disponer de teléfono móvil y de mensajería instantánea, quizás se trate simplemente de niños normales con un temperamento muy vital, pero que son percibidos y hasta diagnosticados como niños con trastornos educativos y desviaciones de conducta, como el TDA y el THDA, porque los adultos ya no tienen tiempo, ganas ni paciencia para enfrentarse sistemáticamente a la desbordante exuberancia y a los retos normales que acompañan a la infancia.

Son muchas las personas que se ven arrastradas por sus circunstancias, aunque simultáneamente sean adictos a la velocidad a la que se desarrolla su vida. Hay otros, sin embargo, que no experimentan la tensión nerviosa y el desasosiego como algo insatisfactorio y nocivo. De ahí se deriva la resistencia a enlentecer el ritmo de vida, a abandonarnos al momento presente y a atender las necesidades de nuestros hijos –necesidades, por otra parte, muy reales y cambiantes, pero no porque padezcan un trastorno de conducta, sino simplemente porque son niños– cuando entran en competencia con las nuestras.

Pero, por encima de todo, quizás nuestros hijos estén sucumbiendo a una enfermedad adquirida por el hecho de vivir en hogares TDA, por acudir a escuelas claramente TDA, escuelas que se atienen a estrictos programas incorpóreos centrados en la transmisión de ingentes cantidades de información fragmentaria y desconectada del cuerpo la mayoría de las veces. ¿Cómo podemos esperar que semejante iniciación les proporcione el equipamiento necesario para abrirse paso en una sociedad manifiestamente TDA como la nuestra y les enseñe a conectar de la forma adecuada con el mundo laboral, con el mundo de las relaciones y hasta con su propia vida? Basta con reflexionar un poquito en todo lo que hemos dicho para empezar a tener algún que otro dolor de cabeza, cuando no un claro ataque de pánico.

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