The Empire

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La primera vez que nos mostró la letra tuvimos que preguntarle qué era eso… Nos explicó que un día estaba en su casa de Newcastle y decidió ponerse a ver anuncios de sexo. Encontró uno que decía solamente «Big mamma, fat pussy» y pensó que era una frase genial. A partir de ahí escribió una letra inspirada en esa expresión. A nosotros nos pareció que era un buen chiste y el título se quedó exactamente así.

Big Mamma, Fat Pussy,

I’m sure you’re not rookie.

A magician, an enchanter,

When you’re gone, life is bitter.

Night comes, you are vicious.

And I wanna get lascivious.

I will not go, I won’t leave

I’m a wrongdoer, a small-time thieve.

Wandering: that’s my hobby,

Looking for Miss Jameson’s body

Road to nowhere, full throttle,

Only found a Jameson’s bottle.

Paul Fontes veía este título como una alternativa demasiado arriesgada. Trató de disuadirlos, pero ellos se mostraron irreductibles. Aun cuando le parecía que se estaban dando un tiro en el pie, no insistió. La verdad es que tenía grandes dudas sobre la viabilidad de los Lazy Mayhem, y ya se había arrepentido de haber firmado contrato con ellos. Estaba seguro de la calidad musical del grupo, pero los consideraba demasiado disfuncionales para que alcanzaran el éxito. Quería despacharlos cuanto antes. Los liberó de la obligación contractual de participar en los eventos de la S&M Records. A cambio, les cedió a los Lazy Mayhem Orchestra la responsabilidad de vender Big Mamma, y renunció también a la parte que le tocaba de los conciertos. Ellos aceptaron el acuerdo de inmediato.

Estaban tan deseosos de la «libertad creativa» que se les ofrecía, que no se dieron cuenta de que se trataba de un regalo envenenado. Pensaron en aprovechar los espectáculos para vender las quinientas copias de la edición debut y que de ese modo sus canciones llegarían a la radio y a la televisión. Ignoraban que, para que una banda tuviera éxito, se requería mucho más que buena música. Era necesario definir una estrategia comercial y montar una estructura de apoyo. Los Lazy Mayhem tenían una visión demasiado romántica —por no decir demasiado ingenua— de la industria. Para ellos bastaba el espíritu «rockero» y buenas canciones. Descubrieron de la peor manera que eso era mentira. Al renunciar a la figura del mánager y apartarse de la disquera, para alivio de Paulo Fontes, lo único que lograron fue aislarse y volverse totalmente invisibles. Luego de tres meses, habían vendido 157 unidades de Big Mamma, Fat Pussy. Ninguna de las grandes tiendas de discos aceptó vender el álbum. La radio los ignoró. Solo pasaban sus canciones en la Hora del Lobo, de António Sérgio.

Libres de contrato, sin horarios de estudio que les llenara la agenda y necesitados de dinero, intentaron regresar al circuito de bares. Descubrieron que sus noches estaban ocupadas. Los dueños de los establecimientos no tenían interés en aspirantes a músicos con material original. La fórmula que buscaban —y para la que los Lazy Mayhem eran excelentes— eran las bandas de covers. A los clientes les gustaba beberse un trago y oír música conocida. No querían saber de novedades. Ricardo confiesa en el DVD de The Rise of the Empire lo difícil que fue adaptarse:

La manera más sencilla de superar las dificultades era volver a los covers. Era irónico… En el momento en que queríamos mostrar nuestro propio sonido, ahora que teníamos un álbum grabado… Habíamos definido una individualidad y nos pedían que volviéramos a ser imitadores…

Estaban fritos. En el altillo del Príncipe Real había cinco cajas con el CD de los Lazy Mayhem Orchestra, enviados por la S&M. Al poco tiempo esas cajas fueron el único inquilino del lugar, pues los demás dejaron de pasar por ahí. Tiago se reconcilió con sus padres y se regresó a vivir con ellos. Mário y Ricardo seguían en el Coliseo, pero la presencia de Susy y las ausencias de Mário, quien deambulaba por los callejones del Barrio Alto, hizo que los dos amigos terminaran por apartarse.

El paso del tiempo y la ausencia de reacciones hacia Big Mamma, Fat Pussy los obligó a reconsiderar el futuro. Para poner pan sobre la mesa volvieron a los covers, aun cuando se sintieran unos traidores. El mercado estaba inundado del pop de Britney Spears y del nu metal de los Limp Bizkit. El hard rock clásico que tocaban estaba pasado de moda y no lograban generar interés por su música. A pesar de todo, creían que aquello era un mero contratiempo de una caminata gloriosa. Aprovechaban los conciertos para introducir alguna de sus canciones originales en las set lists y trataban de vender los discos al final. Sin éxito. Mantenían, no obstante, la fuerza unificadora de la banda: una amistad y solidaridad a prueba de balas. Esa amistad los llevó a sacar partido del segundo empleo de Mário. Comenzaron a consumir mucho más cocaína que antes y a probar heroína. No tenían un tostón, pero el vocalista usaba las comisiones de las ventas para conseguir cantidades suficientes para todos. Tiago declara:

Tuvimos gran parte de culpa en todo lo que pasó después. Mário decía que conseguía la heroína aquí y allá. Nunca nos pareció raro que tuviera acceso a cantidades tan grandes. En el fondo, en el fondo, sabíamos lo que estaba pasando.

La política de don’t ask, don’t tell los hizo no cuestionar siquiera el nuevo pasatiempo de Mário: se entretenía en sesiones de tiro al blanco en una de las paredes del Coliseo con… una pistola verdadera. Pegaba fotografías o tarjetas de gente que odiaba y después entrenaba su puntería con el arma. El vocalista explica que, como no tenían vecinos, no tenían que preocuparse por ocultar el ruido.

Fue Choina quien me prestó el revólver. Un armatoste viejo, con el metal corroído por el óxido. Para mi protección. Como no tenía intención de usar aquello, decidí practicar tiro al blanco en mi casa. No tenía pensado salir a la calle con un arma ilegal.

Las señales de que Mário andaba en territorios sombríos eran evidentes, pero aún así, los amigos decidieron ignorarlas. Ricardo, su más grande amigo, lo asume sin rodeos en sus memorias:

Los signos estaban ahí, pero preferí ignorarlos. Ser confrontado con el fracaso es duro, nos quedamos con demasiado tiempo libre entre las manos. Tal vez estoy buscando pretextos… En algún momento descubrimos que la ausencia de rumbo fijo nos acrecentaba la creatividad. Algunas de las cosas que hicimos en el segundo álbum nacieron ahí, en medio del caos. ¿Que si aquellas semanas fueron responsables de mucha de la mierda que ocurrió después? Claro que sí. Pero si las cosas no hubieran sucedido de aquella manera, ¿seríamos un ejemplo de buen comportamiento? ¿Acaso nunca íbamos a tocar colocados? No lo creo ni por un segundo.

Tiago tenía amigos que estudiaban en la Universidad de Coimbra. Por estar cerca la Queima das Fitas* convencieron al dueño de un bar de la ciudad que contratara a los Lazy Mayhem durante dos semanas. La verdad es que la oportunidad era una excusa para obligar a Tiago a que los visitara. El riesgo para el propietario también era reducido: el bar cubría las comidas de la banda, y los amigos de Tiago se encargaban de alojarlos en sus casas. De ese modo quedaba programado el primer tour oficial de la Lazy Mayhem Orchestra. No ganarían dinero con los espectáculos, pero era una oportunidad de volverse conocidos fuera de Lisboa y vender algunos discos más.

El memorable viaje comenzó en Santa Apolónia, luego de desayunar un par de latas de Sagres y dos sándwiches de jamón partidos por la mitad. Abordaron un vagón al azar, con los estuches de sus guitarras, el bajo, una tarola y un plato. Solo se dieron cuenta de que no llevaban cambios de ropa después de que se sentaron. Con todo, llegaron a la conclusión de que lograrían sobrevivir durante 15 días con los pantalones y la camiseta que llevaban puestos. La emoción era tanta que, mal salieron de la Estación Oriente, ya estaban afinando las guitarras acústicas. Dieron un espectáculo unplugged dentro del vagón, pero como iba vacío, no había ni un alma que sirviera de público. Se sintieron tan a gusto, que comenzaron a enrollar cigarros de marihuana. Un rato después de que saliera el tren, en Santarém, el vagón se llenó de un grupo de preparatorianos que de forma instantánea se volvieron un público entusiasta.

Los músicos de rock están marcados por una gran cantidad de clichés. Uno de ellos dice que los chicos quieren ser como ellos y las chicas quieren irse a la cama con ellos. El pobre trío de profesores que acompañaba al grupo miraba hacia el cuarteto como si fueran mastines del infierno. Estaban molestos con su presencia y temían que el viaje y sus alumnos fuesen difíciles de controlar. No pasaron ni diez minutos cuando se ocuparon de llamar al revisor, con la esperanza de que no trajeran boleto. Comprobada la existencia de los mismos, tuvieron que esperar un rato más para emprender una nueva embestida. El olor a marihuana era evidente, incluso cuando no hubieran fumado desde la estación de Ribatejo. El revisor les preguntó si habían encendido algún cigarro dentro del vagón. Tiago le dijo que sí, pero en el espacio reservado para los fumadores. El olor a hierba los delataba, pero el revisor estaba de manos atadas. Se limitó a añadir que si llegaba a sospechar que llevaban sustancias ilícitas llamaría a la policía en la siguiente estación. Ricardo le mostró los paquetes de tabaco que llevaban y dijo que, si quería, revisara su equipaje cuanto quisiera. Él respondió que no era necesario. Cuando pasó junto a los profesores no le quedó más que alzarse de hombros y continuar. A esas alturas ya todos los alumnos se carcajeaban divertidos con la situación. Antes de sentarse, Ricardo fue hasta el lugar donde estaban los denunciantes, amilanados en sus sillones, y dijo con voz tranquila: «Si quieren fumar, pídanos y les compartimos».

 

El viaje continuó con música, ante la mirada estupefacta de los adultos que subian y bajaban del tren, y la mirada maravillada de los adolescentes. A medio camino, Eddie volteó hacia el público y dijo: «Nosotros somos The Empire». Los compañeros le preguntaron en voz baja qué nombre era ese, y el bajista respondió que Lazy Mayhem era un nombre estúpido y de mala suerte. Era momento de cambiar la designación, se le había ocurrido The Empire, y todos aprobaron la novedad.

Los amigos de Tiago los esperaban en la estación. Para romper el hielo, Mário les preguntó si conocían a alguien que les consiguiera hierba, ya que a la velocidad que consumían, rápidamente agotarían las reservas. Les aseguraron que la situación estaba controlada, pero antes fueron al OAF**, donde mataron el hambre y, sobre todo, la sed. Al final de la tarde se dirigieron al Reispublica, el bar responsable de su presencia en Coimbra, y montaron el escenario. Hicieron un pequeño soundcheck y el aguerrido Tulipa, un amigo de Tiago de los tiempos del rugby, y uno de los principales culpables de la presencia de la banda en Coimbra, hasta les consiguió un bombo para completar la batería. Lo habían dejado en el Coliseo y no fue sino hasta que llegaron, cuando se dieron cuenta. El viaje les subió la moral. Lejos de Lisboa, podían ceñirse al repertorio original. Nadie les pediría covers. La única excepción a lo largo de aquellas dos semanas, fue una versión de «Satisfaction», de los Rolling Stones. Confiesa Tulipa:

Reventaron el lugar. Es cierto que tuvieron un público fácil, que quería divertirse, pero dieron un espectáculo en grande. A petición del público repitieron canciones como «This Bitch» unas tres veces y, como a la tercera ya nos habíamos aprendido de memoria la canción, el efecto fue brutal. Mário andaba por todo el bar, arrastrando el micrófono, levantando sillas mientras cantaba, se subía a las mesas… Fue espectacular.

Dos o tres noches bastaron para que los The Empire se volvieran parte del programa no oficial de la Queima de 2001. En YouTube se pueden ver algunos videos de pésima calidad de aquella que acabó por ser la primera actuación oficial de los The Empire. Los estudiantes se amontonaban en la entrada del Reispublica. El propio Reis, el dueño del lugar, sorprendido con el éxito, instaló unas mesas altas en la banqueta y vendía imperiales que llevaba en una charola. Fue uno de los mejores negocios que hizo en toda su vida: aquel grupo de desconocidos hizo más por la caja registradora que la novísima pantalla gigante donde transmitía los juegos de futbol y que había instalado en una de las paredes del bar. De tal forma que, al final, les compró los cincuenta discos que llevaban para ponerlos a la venta.

A mitad de la Queima, el día del tradicional cortejo, los The Empire bebían cerveza en uno de los restaurantes de la ciudad, cuando vieron subir al primer piso a Quim Barreiros y a su banda. El músico daría un concierto esa misma noche —era un clásico de la Queima— y quería comer en un espacio más discreto. Como ellos andaban para todas partes acompañados de una o dos guitarras, Eddie comenzó a tocar la línea de bajo de la «Garagem da Vizinha», para sorpresa de los clientes, de los empleados y del entourage del legendario músico. Minutos después los invitaron a subir, ya con Ricardo en la voz y Tiago con una cubeta de pintura vacía a modo de tambor. Tiago recuerda bien aquel encuentro con Quim Barreiros:

Nos presentamos y le preguntamos dónde estaba el resto de su equipo. Él respondió: «¡Somos nosotros! Si tienes mucha gente trabajando tienes que repartir el pago entre muchos. Aprendan de mí, muchachos». Nos quedamos dos horas platicando con él, y se portó increíblemente simpático con nosotros. Nos ayudó a desmitificar algunos clichés del mundo del espectáculo: el dinero, la fama y sus bondades, la vida en la calle, el trabajo de estudio. Conocer a alguien que aun con tanta experiencia y con tanto éxito tuviera los pies bien firmes en la tierra nos abrió los ojos.

El cambio de nombre de Lazy Mayhem Orchestra a The Empire sirvió para cortar con el pasado. Sin embargo, al regresar a Lisboa se dieron cuenta de que las cosas seguían exactamente igual. A excepción del medio universitario, donde habían conquistado algo de renombre, fruto de las grabaciones piratas que circulaban entre los estudiantes —y que no les proporcionaban ganancia alguna—, nadie más los conocía. Tampoco transmitían sus canciones en la radio, excepto en la madrugada. Eran fugaces y no tenían un mánager interesado en trabajar con ellos.

A Mário, quien dominaba el Barrio Alto, se le hizo costumbre salir, incluso de mañana, y quedarse en un bar o en una taberna hasta pasada la hora de cerrar. La alternativa que tenían entonces era ir a fiestas privadas. Querían aumentar la red de contactos en esas ocasiones, aunque las puertas de las grandes disqueras seguían cerradas. Era un ambiente lleno de personas que, al igual que ellos, querían ser músicos, actores, escritores, modelos, empresarios, diseñadores, pero todavía no eran nada. Todos buscaban lo mismo.

Mientras tanto, la relación entre Ricado y Susy se volvía cada vez más seria. Ella los acompañaba a todos lados, siempre que no interfiriera con su trabajo como modelo. Mientras tanto, Tiago ejercitaba su talento para la conquista. Era común que acabaran las noches sin que supieran de él, para después encontrarlo en el Coliseo con alguna chica. Le dio por pegar en las paredes las portadas de Cosmopólitan o de Maxim de las mujeres con las que se había ido a la cama. Llegaron a invitarlo a participar en pasarelas de moda, pero se negó porque deseaba concentrarse en la música. Los más activos en busca de oportunidades eran Mário y Eddie. Mucho ayudaban para ese fin las actividades paralelas del vocalista. Preocupado por la vida que llevaba Mário, Ricardo intentó hacerlo entrar en razón. El vocalista sabía que ayudar a Choina era un error, algo peligroso. No necesitaba que su amigo se lo dijera. Rápidamente la conversación escaló y empezaron a discutir. Ricardo tuvo que disculparse y recalcó que su intención era ayudar. Mário se calmó y le aseguró a su amigo que tenía todo bajo control.

Pero no era así. El gobierno anunció que no tendría contemplaciones en el combate al narcotráfico. «Un traficante es un criminal, y como tal debe ser tratado, sin contemplaciones, con enorme dureza, por parte de la sociedad», afirmaba António Guterres, el entonces primer ministro***. Fue así como la policía se ocupó en identificar a todos los pequeños vendedores de Lisboa y, en la lista, aparecía el nombre de Mário Andrade. Una noche de agosto estaban los The Empire guardando sus instrumentos en la vieja Transit, después de dar un concierto en un bar de las Docas de Alcântara, cuando un automóvil común y corriente se estacionó a un lado de ellos. Se abrieron las puertas y tres hombres se dirigieron al vocalista. Se identificaron como policias y le indicaron que harían una revisión. Mário se resistió, pero los agentes explicaron al grupo que si colaboraban los ayudarían a todos. Eddie sugirió a su amigo que los dejara hacer su trabajo. Si hubiera algún problema pediría ayuda a su padre. El vocalista acabó por entregar las llaves de la camioneta, y los agentes, después de revisar el interior del vehículo durante algunos minutos, salieron con una bolsa de plástico que contenía dos ladrillos de hachís. Mário identificó la droga como suya y deslindó a sus colegas de cualquier responsabilidad.

Lo llevaron a la comisaría del Calvario. Eddie le llamó a su padre y le explicó la situación. Necesitaban un abogado. Tuvo algunas dificultades para convencerlo. Sus padres siempre aceptaron su participación en la banda y los excesos consecuentes, siempre que no tuviera repercusiones en su vida. Aceptaron a regañadientes, y despertaron a mitad de la noche a uno de los abogados de la firma que trabajaba con la empresa Steppleton. Mário, mientras tanto, pasó una de las peores noches de su vida, en una celda:

Me sentía aterrado. Estaba preso y el motivo era grave. Nunca pensé que aquello pudiera suceder. ¡Tuve mucha suerte! La cantidad que encontraron era pequeña y era hachís. Si hubiera sido cocaína o heroína… El abogado de Eddie me liberó. Solo podía pensar en lo que me sucedería si hubieran cateado el Coliseo… ¿Venta de drogas y posesión ilegal de arma? ¡Hubiera acabado en la cárcel! Por suerte, no llegaron tan lejos —el abogado los persuadió de esa idea—, por la mañana el juez me dio una fuerte reprimenda. Me obligó a acudir a varias sesiones de asistencia social y ni siquiera tuve que pagar multa. El abogado alegó que era indigente y me suspendieron la pena. Pero de lo que no pude librarme fue de quedar fichado, y de las molestias que eso me trajo después.

El susto hizo que disminuyera la distribución, pero no afectó al consumo. Con el nuevo periodo escolar vinieron muchas fiestas de bienvenida. Pudieron tocar en festivales que montaban algunas de las asociaciones de estudiantes más profesionales. Parecía que su suerte estaba empezando a cambiar. Los invitaron a un evento en Santiago Alquimista el último trimestre del año. Tenían una nueva motivación y el Coliseo pasó a ser escenario de innumerables sesiones de ensayo para dar sus presentaciones en la mejor de las formas. La noche del 6 de octubre anticiparon el resultado de esas sesiones en Canas de Senhorim.

Este poblado organizaba una feria que atraía a miles de personas. El primo desconocido de Mário, quien le había comprado el jingle para el restaurante, les consiguió un concierto integrado al programa oficial. La organización pagaba el viaje, les daba comida, alojamiento y una tercera parte de lo obtenido en la taquilla. Las condiciones eran excelentes y el espectáculo les permitía, una vez más, darse a conocer fuera de Lisboa. Cuando faltaba poco más de media hora para que comenzara el concierto se dieron cuenta de que no encontraban a Tiago. Fue Ricardo quien lo encontró, dormido en el escenario, a un lado de la batería. Canas de Senhorim los había recibido maravillosamente: habían comido bien y habían bebido todavía mejor. Las consecuencias eran evidentes. Con trabajos despertaron al baterista y se prepararon para el concierto. La verdad era que ninguno de ellos se sentía en mejores condiciones que Tiago.

El pabellón de la escuela donde tocaron estaba eufórico. La fiesta, el alcohol y la juventud tienen esa cualidad. La ignorancia de los The Empire en relación a la idiosincrasia local y el dominio del alcohol sobre la razón fueron la mecha que hizo explotar lo que estaba ahí contenido. Una canción como «My Chair is Burning» contiene semillas de rebeldía:

I hate it when you try

To get inside my brain

To teach me a lot of nonsense

Impossible to retain.

Era un mensaje genérico («My Chair Is Burning» fue pensada como la descripción de un salón de clases), pero en aquellos días los estudiantes luchaban con vehemencia que se pasara por el consejo a la freguesia de Canas de Senhorim. Era un tema delicado en la región, y ellos debían saberlo: cualquier cosa serviría como catalizador para detonar un incendio entre la población. Cuando Mário terminó la canción con la frase: I should mind my behaviour and stop acting like a devil. But the truth is that I am a motherfucking rebel!, el concierto se salió de control. Los organizadores llamaron a la GNR, cuya base se encuentra al lado de la escuela. Los militares respondieron de manera inmediata, pero cuando entraron al recinto vieron que había poco que pudieran hacer. Cuenta Mário:

Es difícil explicar lo que pasó. Como no estaba sobrio ni siquiera le puse mucha atención al público. De pronto varias decenas de chicos se soltaron rompiendo todo y la GNR no pudo controlarlos. Cuando llegó hasta la feria la noticia de que había problemas en el pabellón, fueron los padres de los niños quienes entraron… Había miles de personas, muchas de ellas preocupadas por sus hijos. Rompieron todo. Hasta a nosotros nos afectó. Nos quedamos sin instrumentos y tuvimos que salir huyendo para no llevarnos una golpiza también nosotros.

Las portadas de los diarios del día siguiente contaban lo sucedido: «Borrachera al rojo vivo» y «La fiesta acabó en tragedia». Por suerte para la banda, el informe de la GNR no les atribuyó relevancia alguna en los hechos. Tiago declara que fue en la cruda, después del concierto, cuando tomaron una decisión que los acompañó a lo largo de su carrera.

Acordamos evitar lecciones de moral y de política durante los conciertos. Llegábamos, tocábamos y vámonos. Si las personas querían interpretar mensajes en las letras de las canciones, perfecto. Si no conocían las letras —o no se las sabían de memoria— tampoco había problema. Por mí, podían cantar «la-la-la». Lo importante era que se divirtieran.

 

Justo una semana después —el 13 de octubre— se dio el primero de los espectáculos en Santiago Alquimista. La crítica era unánime: la fusión entre banda y público hizo que la noche fuera memorable. El salón estaba repleto de universitarios que, en ese entonces, eran sus mayores fans. El Blitz elogió la actuación con estas palabras:

Los The Empire están llenos de agallas. Les falta experiencia técnica, es verdad. Las canciones no son más que razonables. Sin embargo, se entregan a su público en cuerpo y alma. Muestran un respeto por el escenario que hoy en día es difícil ver. El próximo concierto, programado de aquí a una semana, confirmará si esto fue una casualidad o si en verdad estamos ante un caso serio.

Este pequeño triunfo hizo que les abrieran las puertas en televisión. La RTP tenía en esa época un programa llamado Mundo da Música, donde invitaba bandas o artistas a que presentaran sus proyectos en vivo. Uno de los productores estuvo presente en Santiago Alquimista y al final del espectáculo los abordó para invitarlos. Quería que The Empire apareciera en la edición de aquella misma semana, cuya grabación se realizaba al día siguiente. Quedaron muy sorprendidos con esa oportunidad. Una presentación en televisión les daría una exposición enorme, sin embargo, al llegar al estudio se encontraron con algunos pormenores que no les gustaron nada. El realizador insistía en que «tal vez sería mejor que hicieran playback». En ningún momento les pasó por la cabeza que un programa dedicado a la música no tuviera sonido directo. Se negaban a que los maquillaran, a pesar de la insistencia del equipo de producción. Y para terminar, no podían ponerse de acuerdo acerca de la canción que iban a tocar. Su sonido era «demasiado pesado», les decían, y les pidieron que eligieran una balada. Encontraron una solución nomás para salir del compromiso: tocarían una versión semiacústica de «A Minor». Mientras esperaban para entrar al estudio se entretuvieron vaciando una botella de Ballantines que llevaban escondida. Quien vea la grabación de esa edición del Mundo da Música, se dará cuenta de que un sin fin de bolitas de papel cruzaban frente a la cámara. Eran Mário y Ricardo que estaban escondidos al lado del escenario con una pluma Bic y una hoja de papel, y se dedicaron a ese deporte adolescente mientras los presentadores grababan los primeros segmentos. Eddie y Tiago prefirieron quedarse en el camerino a concentrarse en el whisky para calmar los nervios.

Al llegar al último intervalo de grabaciones, el realizador estaba comprensiblemente furioso. Uno de los asistentes de producción trató de calmarlo diciéndole que ya habían reprendido a los integrantes de la banda y que todo estaba bajo control. Se sentó en su silla y dio la indicación al estudio de que el segmento estaba por terminar, pero miraba hacia los The Empire con desconfianza, mientras que ellos ocupaban su lugar en el escenario del programa. El público, que reía con disimulo desde el episodio de las bolitas de papel, ahora se reía sin pudor con las muecas que hacían los músicos.

Fueron anunciados conforme lo planeado y tocaron sin problema los primeros treinta segundos de «A Minor». Bastó un instante para que todo se saliera de control. Mário comenzó a cantar una letra improvisada e incomprensible, mientras que los demás músicos se movían de manera explícitamente sexual. Cuando Tiago decidió quitarse la camiseta y quedar desnudo de la cintura para arriba, el realizador ya tenía las manos en la cabeza. La grabación no se detuvo porque el público parecía estar disfrutando mucho la presentación y aquel era, en definitiva, un gran momento de la televisión. Decidieron, pues, no interferir. Ya diría la Dirección de Programas si transmitían o no aquellas imágenes.

Cuando terminó la grabación, lo único que querían los productores era que los muchachos se fueran. Tenían miedo de que siguieran con los disparates. Les agradecieron su participación y los expulsaron de los estudios de manera educada. Dos días después salió al aire la edición de aquella semana de Mundo da Música. Vieron el programa llenos de nerviosismo. No sabían si los habían cortado y nadie de la RTP les tomó las llamadas telefónicas, o les decían si iban a aparecer. Cuando los anunciaron y se reconocieron en el escenario celebraron como si la selección hubiera metido un gol en el último minuto. ¡Estaban en la televisión! ¡Estaban en la RTP! Aquel acabó por ser uno de los programas más vistos y comentados de la semana. Susy les regaló una botella de Eristoff y gritó «¿Ven?, ¡Yo nunca lo dudé!».

Junto con la botella había una tarjeta donde se leía: «Ahora son superestrellas».

El segundo concierto en Santiago Alquimista confirmó las expectativas creadas el mes anterior. El salón estaba tan lleno que no cabía ni una mosca. No fue coincidencia la fecha que eligieron: programaron el concierto el 11 de noviembre de 2001 para celebrar el primer aniversario de la muerte de Lafitte. Los cuatro integrantes quisieron hacer un homenaje, cada uno a su manera, al mentor original de la banda. Para ellos, más que un concierto, fue un tributo. Como siempre, Tiago y Eddie montaron la red para que Mário y Ricardo pudieran hacer su número de trapecio. Los sonidos de la batería y del bajo marcaban una cadencia galopante. El salón se estremecía con aquella demostración de rabia controlada. Unas veces más rápido, otras veces más despacio, llevaban al público al ritmo que ellos querían y los preparaban para la voz y las guitarras. Mário y Ricardo, por su parte, ofrecían un espectáculo de rock desenfrenado. Era como si construyeran una pared de sonido que se derrumbaba sobre la asistencia. El vocalista cada vez era mejor, más auténtico. Había dejado de imitar los tics y los timbres de otros cantantes, para descubrir su propio estilo, un sonido genuino. En el fondo, los temas de The Empire habían ganado ya su propio sello. Los boletos para la última fecha, programada para el día 28 de diciembre, se agotaron unos cuantos días después. El Blitz ya no tuvo dudas en la crítica y los nombró «Los nuevos héroes del rock portugués».

El concierto fue tal como Mário había soñado acostado en la antigua cama en casa de sus padres, con el walkman en los oídos:

Había momentos en que me olvidaba de tocar la guitarra. Me quedaba concentrado completamente en seguir la canción. Era una experiencia tan intensa, que me perdía. Quedaba ahí, con la correa colgada en el cuello y la guitarra echada hacia la espalda, a la Johnny Cash, me apoyaba en el pie del micrófono. Solo con el tiempo aprendí a controlarme. La gente pensaba que aquella pose era ensayada. ¡Les aseguro que no! Ni siquiera tenía idea de que la hacía.

En esos primeros intentos aprendieron a llevar a la multitud. Los ponían a cantar los estribillos, a saltar, a descansar… Tener a Ricardo a su lado era extraordinario. Él lo comprendía mejor que nadie. Anticipaba las acciones del vocalista sin siquiera voltear a verlo. Sustituía la falta de la segunda guitarra y entraba en diálogo con la voz de Mário para lanzar poderosos riffs sobre la audiencia.

Eran pequeños éxitos que, a pesar de todo, no borraban la realidad. Seguían tocando covers para ganarse la vida. Cuando los contrataron para los tres conciertos en Santiago Alquimista aceptaron que las ganancias de las dos primeras sesiones fueran para los promotores. La banda ganaría lo que lograran sacar la última fecha. Hasta ese momento, aun cuando habían abarrotado el salón de espectáculos en dos ocasiones, no habían ganado ni un solo tostón. Si la imagen de frontman correspondía a Mário, era Ricardo quien, a falta de alguien mejor, asumía las funciones de mánager interino. Sin embargo, le disgustaba hacerlo. Cada contrato que firmaba tenía la certeza de que estaba perjudicando a sus amigos. Aceptó ese papel porque era una labor indispensable y las únicas ofertas que recibían para el management provenían de estafadores. Por lo menos ya habían aprendido a reconocerlos.

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