The Empire

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Abrí la puerta de la calle y ahí estaban ellos. Con la mirada perdida y un tufillo a alcohol. Cada uno llevaba una vieja guitarra y una cartulina doblada bajo el brazo. Comencé a arrepentirme de haberlos invitado. No parecía que fueran a dar un gran concierto, pero les mostré el camino hacia el garaje, donde estaba la fiesta. De un lado había preparado un escenario con dos sillas altas y los llevé hacia allá. Del otro lado había una mesa con el aparato de sonido y enfrente estaba el bar. En vez de dirigirse al escenario dejaron las guitarras y se fueron directo a la mesa de las bebidas. Llenaron de ginebra dos vasos de plástico y me dijeron: «Qué buena fiesta». Ni siquiera se acordaron de desearme feliz cumpleaños. Se quedaron ahí bebiendo y hablando entre ellos hasta las nueve de la noche, la hora a la que debía empezar el concierto.

En ese momento todos se quedaron en silencio y apagaron las luces, solo las lámparas detrás del escenario improvisado permanecieron encendidas. El público aplaudió y Mário, que parecía haberse preparado durante toda la vida para ese momento, dijo: «Buenas noches, nosotros somos los Deadly Machine».

Ricardo tocó la intro de «Blister in the Sun» y siguió. Estaba a la espera de que entrara la segunda guitarra y la voz, pero nada… Levantó la mirada y vio a su amigo: parecía un pescado en la vitrina del súper, con la boca abierta y los ojos sin vida. Intentó tapar el error y anunció con desenfado que tocarían un tema de los Violent Femmes, al tiempo que le dio una discreta patada a Mário. Volvió a empezar, pero no podía contener el vértigo de la humillación. Con el calor y la humedad de aquel garaje lleno de gente las guitarras se desafinaban con facilidad. No se entendían en los ritmos, Mário se equivocaba en las letras y se confundía con el inglés. También Ricardo, con el nerviosismo y el alcohol que habían ingerido, además de la sensación de que todo aquello era una equivocación épica, cometía errores en serie. Después de «Blister in the Sun» y de «Wish You Were Here» de Pink Floyd, intentaron con «Come As You Are» de Nirvana. A media canción Mário se levantó y salió corriendo. Ricardo pidió disculpas, tomó las guitarras, volvió a pedir disculpas y dio por terminado el concierto.

Aquel cumpleaños puede ser considerado como el peor medio espectáculo de la historia de la música, aunque la organizadora de todas maneras lucró con él. Nunca pagó la botella de whisky prometida y, una semana después de que se anunciara la disolución de The Empire, vendió en eBay la cartulina de los Deadly Machine, que había quedado olvidada en su garaje, en nada menos que 4,720 dólares.

Ricardo salió con las guitarras sobre los hombros como si fueran espadas y encontró a Mário fumando un cigarro, sentado en el bordillo de la banqueta. Se sentó junto a él convencido de que aquel episodio sería la lápida sobre la tumba de los Deadly Machine. Sin embargo, Mário necesitaba demasiado a la música para desistir a la primera desaveniencia. Se dio vuelta para encarar a su amigo y, con el índice alzado en el aire le garantizó que de ahí a veinte años todos esos «retrasados mentales» —esa era la expresión que usó— guardarían un disco de los Deadly Machine en su librero. En seguida usó los dedos de esa misma mano para enumerar la lista de tareas que tenían que resolver: encontrar un baterista, un bajista, arreglar sus instrumentos y comenzar a escribir sus propias canciones. Se dieron cuenta de que estaban viviendo un momento crucial en sus vidas. Más allá de la borrachera y de la humillación a la que se vieron expuestos, a pesar del miedo al futuro y de una infancia desdichada, Mário hablaba en serio. Ricardo abrazó a su amigo y selló su compromiso. Formaban una banda y no se detendrían hasta alcanzar todos los sueños posibles. Se levantaron y se dispusieron a terminar con la empresa que habían interrumpido momentos antes, pero no se referían al concierto de cumpleaños —eso ya había desaparecido por completo de su mente—, sino a la borrachera descomunal que apenas estaba a medio camino.

A partir de aquella noche, Mário comenzó a tocar puertas en busca de trabajo. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal que le pagaran. En su casa decía que iba a la escuela. Ricardo no podía hacer lo mismo, sus padres de inmediato se dieron cuenta de lo que pasaba, por eso el vocalista fue quien se encargó de conseguir el dinero que necesitaban para comprar los instrumentos, y al guitarrista le tocaría encontrar a los integrantes que faltaban para formar la banda. Mário le cayó bien al dueño de un bar ínfimo e inmundo en la calle de la Woodstock. Durante una semana tuvo que trabajar como loco sin recibir medio tostón, solo para demostrar que era responsable y aplicado. Acabó por contratarlo y, al cabo de un mes, se pasaba los días lavando platos, trapeando el suelo y limpiando las mesas de dos cafeterías y de un restaurante, situados entre la escuela y la tienda de música. Hasta la hora de la comida estaba en las cafeterías, y por la tarde lavaba los platos y los vasos en el restaurante. Ganaba en total 12 mil escudos por semana y podía desayunar y comer gratis. Adoptó una regla de oro: todos los viernes le entregaba la mitad del dinero a Ricardo, quien lo escondía en su cuarto. Mário no podía guardarlo en su casa, si su padre lo encontraba, con toda seguridad perdería sus ganancias y sacaba boleto directo al hospital. Después se gastaba la otra mitad en discos usados, una botella de Vat 69 y un poco de hierba.

Cuando todos los caminos son posibles, el destino es quien se encarga de escoger aquel que llamaremos Historia. Con los The Empire fue eso lo que pasó. El insospechado Luís Gomes fue quien, sin saber y sin hacer nada para propiciarlo, dio el empujón decisivo para la creación de la banda. Una noche calurosa en que el padre de Ricardo celebraba su cumpleaños con su familia y sus amigos encontraron a un baterista que no lo era.

El episodio se puede contar fácilmente. Ricardo, como cualquier buen adolescente, huyó de la fiesta y de la gente y se encerró en su cuarto. Escuchó que tocaban su puerta: era Tiago, un primo de su edad, quien también buscaba un refugio de las conversaciones de los adultos que colmaban la sala. A pesar de ser parientes, y de vivir cerca uno del otro, no se frecuentaban. Pero se entendían bien y se sentían a gusto uno con el otro. Ricardo dejó que Tiago entrara, y actuó como si continuara solo en su cuarto. Se acostó en la cama, volvió a ponerse los audífonos y se puso a leer distraído el booklet de un CD. Tiago cerró la puerta y miró en derredor. La habitación era muy distinta desde la última vez que había estado ahí. Ahora era un pequeño museo del rock and roll, repleto de carteles, discos, libros de partituras y cuerdas de guitarra desparramadas por el suelo. Tiago recuerda bien lo que pensó al entrar ahí:

Luego de un rato le pregunté qué era lo que estaba oyendo, pero ni siquiera me contestó. Toleraba que estuviera ahí por pura solidaridad entre adolescentes, pero no quería que lo fastidiaran. Como yo estaba aburrido, tomé la guitarra. En el acto él se levantó como resorte y gritó: «¡No la toques, la vas a desafinar!». Yo le contesté de broma: «Tranquilo… Con lo bruto que soy, preferiría tocar la batería, no guitarra».

La frase provocó en Ricardo un reflejo pavloviano. No dejó ir a su primo durante el resto de la noche. Sentía que había descubierto al baterista que buscaban y quería convencerlo de que se uniera al proyecto. Tiago nunca había estado siquiera al pie de una batería, y mucho menos pensaba en ser músico, pero aceptó a participar en uno que otro ensayo porque le parecía simpática la idea.

Los padres de los primos se vieron sorprendidos por esa súbita amistad. En pocos días, la complicidad entre Tiago, Mário y Ricardo era tal, que aun cuando ni siquiera se imaginaba cómo se desempeñaría con las baquetas en las manos, ya se consideraba miembro oficial de una banda que no existía.

El interés de Tiago estaba bien marcado desde temprana edad. Al ser hijo de un veterano jugador de rugby, ocupaba su tiempo libre en los entrenamientos del Belenenses y en el gimnasio. Tiago sobresalía entre la multitud: era casi siempre el más alto de todos. A pesar del furor que despertaba en las chicas, no les mostraba demasiada atención. En la escuela era un alumno promedio. Además del rugby, tenía un amor enorme por un pastor alemán que había crecido con él desde bebé; se llamaba Ramsés y, a falta de hermanos, era como su hermano sustituto. Andaban siempre juntos y bastaba con una mirada para que se entendieran. Ramsés murió semanas antes de la noche en que le propusieron entrar a la banda. La rapidez con la que aceptó la invitación y la voracidad con que se empeñó en ese proyecto fueron inesperadas. Es muy probable que se hubiera enrolado en ese nuevo interés en busca de un paliativo para el dolor de su pérdida. Estaba tan entusiasmado, que contó a sus amigos la noticia incluso antes del primer ensayo:

Si les decía que quería ser músico se iban a burlar de mí. Pero ser baterista de una banda era diferente: en el fondo, pasaría la vida golpeando cosas con palos. Parecía lo suficientemente básico para obtener la aprobación de todos. Sería aceptado, aunque con algunas reservas.

Al principio, los padres de Tiago no pusieron objeciones a las nuevas amistades de su hijo. Aun cuando Ricardo y Tiago eran primos, tenían personalidades distintas. Si el guitarrista era tímido y retraído, el baterista era extrovertido. Hablaba en voz alta y le gustaba ser el centro de atención. Era una especie de niño grande. Todo el tiempo estaba rodeado de muchachos corriendo de un lado para otro, cayéndose y derribándose unos a otros. Es difícil pulir un diamante en esas circunstancias. Sus propios padres sentían que su hijo vivía en un círculo demasiado cerrado. No hablaba con quien no perteneciera a la caja donde se había acostumbrado a vivir, no por timidez, sino por desinterés. Esta extensión de los horizontes del hijo les agradaba. Además, el eslabón que lo ligaba a esa nueva pasión era nada menos que Ricardo, lo conocían bien y podían —por lo menos era lo que ellos creían— mantener controlada esa pasión.

 

Los tres amigos pasaban su tiempo libre en la Woodstock de Lafitte. Necesitaban instrumentos para ensayar y aprovechaban los artículos de segunda mano que se vendían ahí. Fingían tener un ligero interés en comprarlos y se pasaban tardes enteras probándolos sin terminar de decidirse. El dueño de la tienda los toleraba con una sola condición: que lo escucharan. Lafitte era un repositorio de historias de rock y de viajes increíbles. Era difícil distinguir entre la verdad y la ficción. Comenzaron a salir cada vez más tarde de la tienda y a instalarse en una sala que había en la parte trasera. Ensayaban, platicaban, bebían, fumaban y escuchaban las novedades que les tenía Lafitte. Con todo y su precaria economía lograron juntar más de veinte mil escudos que Ricardo y Tiago ahorraron del dinero que les daban para la escuela, y compraron una imitación de Fender Strat para Mário y una Gibson Les Paul decadente, parchada con cinta adhesiva, para Ricardo. Añadieron dos amplificadores que casi funcionaban y Lafitte todavía les consiguió un platillo, una tarola y un bombo de segunda mano que costaban ochenta mil escudos, que ellos se comprometieron a pagar en abonos. Acordaron que podían tocar la batería ahí, pero no saldría de la tienda sin que la pagaran en su totalidad. Se beneficiaron todavía de un extra: Lafitte le enseñó a Tiago a dar sus primeros golpes y, para sorpresa de todos, reveló una aptitud innata. El propio Tiago era el más sorprendido:

Nunca había tocado en mi vida. Y cuando te equivocas en las percusiones todo el mundo se da cuenta, no se puede ocultar. Es algo intimidante. Pero tuve la suerte de comenzar con poco —plato, tarola y bombo—. Comencé desde cero y dejé que la imaginación hiciera lo suyo para multiplicar los sonidos que lograba sacar. Este inicio acabó siendo una excelente escuela para el resto de mi vida.

Con el final de las clases, las vacaciones de verano se extendían por meses y el trío se sentía capaz de comerse el mundo. Entraron en una fase experimentalista. Tocaban muy mal, pero no les daba vergüenza equivocarse. Practicaban mucho y lo intentaban todo. Como los instrumentos eran de calidad dudosa, su mal sonido tenía que ser compensado con una mayor creatividad. Cualquier novedad o acontecimiento era motivo de festejo. Durante las semanas siguientes ensayaron con ahínco en el cuarto de atrás de la tienda de instrumentos musicales. Le pusieron por nombre «Dramático». Fue Lafitte quien los obligó a bautizar el lugar donde ensayaban. «Todas las grandes bandas están asociadas a un estudio o a un lugar. Este será su Abbey Road, solo tienen que darle un nombre», explicó. A Mário se le ocurrió llamarlo Dramático en homenaje a la sala de Cascais por donde pasaron Nirvana y Pearl Jam. El nombre sería promesa de lo mucho que estaba por suceder.

Ensayaban mientras Lafitte se sentaba a oirlos hasta bien entrada la noche. Además de tocar covers comenzaron a desarrollar sus propias composiciones y a escribir algunas canciones, pero las letras eran un problema. Querían cantar en inglés, como las bandas de rock que idolatraban. Sin embargo, cuando se ponían a escribir el resultado sonaba muy básico, casi ridículo, como Mário afirma:

Las letras eran una mierda, llenas de shine a light y de into the night. Sin relación con el mensaje que queríamos transmitir. Decidimos dejarlas procesar a fuego lento y concentrarnos en la música.

Cuando se dieron cuenta de que no eran buenos letristas, el dueño de la Woodstock estrechó la relación con sus inquilinos. Les prestaba discos, libros y revistas viejas. Con él aprendieron los principios básicos de acústica y afinación, así como las diferencias entre el sonido en estudio y en vivo. Lo conmovían aquellos muchachos, su ímpetu, su alegría, su entusiasmo. Acabó por acostumbrarse a ellos. En verdad quería a ese trío. Los consideraba los hijos que nunca tuvo, y que por suerte habían nacido ya adolescentes. El afecto era recíproco, él se convirtió en el padre espiritual de la banda. Al poco tiempo las cosas de Mário fueron llenando el cuarto de la trastienda. Lafitte se daba cuenta de que alguien las había dejado ahí, pero no decía nada. Hasta que cierto día Mário llegó al Dramático con una ceja abierta y una leve cojera. Le preguntaron qué le había pasado y él trató de minimizar las lesiones. Era evidente que no quería hablar del asunto. Lafitte estaba convencido de algo: debía ser algo demasiado grave para querer olvidarse de ello. Después de que los amigos se fueron del Dramático le dijo que se quedara. Mário le contó lo sucedido entre lágrimas. Su padre había llegado a la casa, borracho como siempre, y fue hasta la cama donde él dormía y comenzó a golpearlo. Sin razón alguna, sin explicación. Al final lo azotó contra la pared con tanta fuerza que casi le rompe una pierna.

La imagen de chico rudo, acostumbrado a la calle, desapareció. Frente a Lafitte estaba un niño que lloraba sin entender por qué lo golpeaba su padre. Que estaba viviendo una pesadilla y quería despertar de ella, pero se encontraba atrapado en un círculo de desesperación. Lafitte, siempre impasible, tomó una copia de la llave de entrada de la Woodstock y se la dio a Mário. Le dijo que podía quedarse ahí a dormir siempre que quisiera. Era un muchacho, por muy precoz que fuera, y ningún muchacho merecía ser víctima de una pesadilla como aquella. Mário se sintió profundamente agradecido, y por eso a la fecha afirma:

Era ahí donde mejor me sentía. Estaba acostumbrado a dormir en el suelo. En casa de mi familia nadie me echaba en falta y yo los detestaba. Esa misma tarde fui hasta allá —sabía que no habría nadie— y llené una mochila con mis pocas pertenencias. Fue la última vez que tuve relación con mi familia biológica.

A pesar de esos avances, sin encontrar un bajista y sin letras para las canciones, la banda navegaba sin rumbo. Intentaron de todo: pegaron anuncios en escuelas de música, en las paredes del Pingo Doce***, en los cajeros automáticos. De vez en cuando aparecía un candidato y lo ponían a prueba en el Dramático. Mário recuerda lo mucho que les costó completar el cuarteto:

La mayoría de los candidatos estaban por debajo de nuestro nivel y ni siquiera perdíamos el tiempo en escucharlos. Solo cuando aparecían chicas —y llegaron más de lo que imaginábamos— intentábamos extender las audiciones hasta la noche. Quien acostumbraba zafarse era Tiago. Ellas le babeaban encima. Recuerdo que una vez llegó un tipo con formación de conservatorio. Tocaba maravillosamente, pero su lugar estaba en una orquesta, no en un escenario. También nos dejó impresionados Carlos Tiago, el actual bajista de los Cup of Coffee, quien llegó a hacer audición con nosotros. Le ofrecimos el lugar, pero él lo rechazó.

La historia es diferente contada por Carlos Tiago:

Me acuerdo de ese episodio. Respondí a un un anuncio, creo que lo vi en el Blitz, y me dieron la dirección de una tienda de música. Me condujeron a un salón en la parte trasera, con una ventana diminuta. Estaba lleno de ropa, restos de comida y latas de cerveza. Comencé a tocar, ellos me acompañaron y ahí quedó la cosa. La gente todavía me molesta diciendo que soy el tipo que se negó a entrar a los Beatles. Pero para ser sincero, yo ni siquiera pienso mucho en eso. Mi lugar no estaba ahí.

Mário se especializó en el rescate de artículos abandonados en los contenedores de basura, mientras que Tiago se las ingeniaba para repararlos y darles nueva vida. Cuando el vocalista llevó al Dramático una televisión miniatura y una videocasetera decrépita nadie creyó que volverían a funcionar. Sin embargo, con una paciencia infinita, el baterista trabajó en ellas durante días y logró lo imposible. Decidieron conmemorar de la mejor forma que pudieron: un festival de cine dedicado a los clásicos del porno. Unas semanas antes Mário había encontrado una bolsa llena de películas VHS. Los estuches de los cassettes eran de películas de Disney, como Blancanieves, Fantasía o El Zorro y el Sabueso, pero las grabaciones eran de películas pornográficas. Tenían la estética típica de los años ochenta y la imagen estaba llena de rayaduras que delataban el intenso uso que les habían dado.

Durante una de esas sesiones de cine comenzaron a oír los agresivos acordes de un bajo. El sonido provenía del interior de la Woodstock. Sigilosos fueron hasta la puerta y vieron, sentado en un banquito, un muchacho de piel muy blanca, cabello rubio y rizado. Probaba uno de los bajos en exhibición y parecía divertirse. ¿Era él a quien buscaban desde hacía tanto? Rodearon al chico y comenzaron a hablar todos al mismo tiempo de tan emocionados que estaban. El desconocido comenzó a sentirse incómodo, como era comprensible. De forma atropellada trataron de explicarle que estaba a punto de convertirse en el bajista de una de las bandas más importantes de Portugal, y con tiempo, del mundo. Cuando por fin se callaron, el bajista rubio se limitó a sonreír. Les dijo que no tenía intenciones de entrar a una banda. Él lo que quería era comprar un bajo y nada más. Solo quería probar los modelos disponibles.

Su manera de hablar era extraña. Su portugués era gramaticalmente perfecto, pero su pronunciación tenía un dejo distinto, difícil de identificar. Lo único que quería Eddie Steppleton era salir de ahí:

Me tomaron por sorpresa. De pronto vienen tres tipos vestidos de negro y con un aire ligeramente amenazador, cuando yo solo había entrado a la tienda a probar uno de los bajos. Cuando me invitaron a pasar al Dramático —y que conste que solo acepté a entrar en aquel salón porque estaba presente el dueño de la tienda, que me inspiraba confianza— me encontré con una zona de guerra. Ropa y restos de comida por aquí, estuches de CD por allá. Había un video de porno vintage en una televisión destartalada. Ellos cavaron un agujero en el suelo arrastrando la basura que lo cubría para invitarme a que me sentara y me ofrecieron una cerveza.

Mário percibió que el muchacho tal vez aceptaría si lograban llevarlo al Dramático. Le explicaron que necesitaban un bajista para completar la alineación y le propusieron un ensayo. Si les iba mal, todo quedaba ahí. Pero tenían la sensación de que él era la pieza que les faltaba desde hacía mucho.

Lafitte, con su infinita paciencia, llevó al Dramático un bajo y un amplificador, los instaló y se cruzó de brazos. Tiago dio inicio a una pieza clásica, pero tocada con velocidad, y Mário comenzó a tocar una melodía en mi. Ricardo se le unió soltando unos riffs sobre los acordes de Mário. En seguida, gritó «¡Adelante, mademoiselle!». Bastaron treinta segundos para que el sonido quedara aprobado. El bajista le brindaba ritmo y versatilidad al conjunto, y al mismo tiempo señalaba nuevos caminos para las guitarras. Cuando pararon, Lafitte fue el primero en hablar y ratificó el hallazgo con entusiasmo. El único que no estaba seguro era Eddie, el candidato electo. No los conocía y desconfiaba de ellos.

Por pura curiosidad les preguntó si tenían listas algunas canciones que él pudiera escuchar. Le respondieron que no. Les faltaban las letras porque querían cantar en inglés y lo que escribían era muy malo. Nadie se dio cuenta, pero fue en ese momento cuando Eddie bajó la guardia. Sonrió disimuladamente y sugirió que se vieran la tarde siguiente para conocerse mejor. Pensaron que tal vez sería una manera de disculparse para huir, pero aceptaron la idea. Solo cuando lo vieron regresar a la Woodstock fue que respiraron aliviados: habían encontrado a su bajista. Sin embargo, y sin que lo sospecharan, habían obtenido mucho más que eso. Tan pronto como se acercó a ellos, Eddie les entregó un puñado de hojas escritas a mano. Eran poemas en inglés. Los acompañó de una explicación: se llamaba Edward Steppleton —aunque podían decirle Eddie—, era inglés de nacimiento y escribía poesía. Su padre, también súbdito del Imperio, era un alto ejecutivo de una empresa de telecomunicaciones. Con frecuencia tenía que cambiar de casa, amigos y país. Habían llegado a Lisboa un año antes. Su madre, nacida en Newcastle, no trabajaba. Dividía su tiempo entre la pintura, la ayuda voluntaria y la investigación de diversos métodos de meditación trascendental. Muchas veces con ayuda de sustancias cuya legalidad se encontraba a la espera de autorización.

Lafitte, que estaba sentado con ellos, escuchando, se dio un golpe con las palmas en las rodillas, se puso de pie y se fue rumiando hasta la caja registradora: «Buen bajista, inglés y sin amigos. Es perfecto para ellos. Y como este sí tiene un techo donde dormir, no será otro parásito. Es perfecto también para mí». Decía aquello porque ahora la tienda era la residencia permanente de Mário. Dormía en el suelo del Dramático y pagaba la renta limpiando la Woodstock cuando regresaba del restaurante. Después comía con Lafitte y se quedaban platicando, oyendo música y fumando hasta bien entrada la noche. Muchas veces Ricardo, Tiago o algún amigo de Lafitte pasaban por ahí. Convivían con motociclistas, hippies, beatniks… Había de todo. Gente inconstante que aparecían un día y desaparecían al siguiente.

 

Comenzaron a adaptar las letras de Eddie en las melodías que habían compuesto, pero no estaban satisfechos. Les faltaba algo para conseguir el efecto que querían. Eddie escribía poemas y ellos lo que necesitaban eran letras de rock. Sentado en el suelo del Dramático, Mário tomó al azar una de las hojas y leyó en voz alta: This girl ain’t gonna love me no more…? Esto parece salido de un álbum de los N’Sync. Estamos haciendo música sin huevos».

Eddie le dio tres o cuatro tragos a una botella de Gatão y le arrebató la hoja a Mário. Se fue para una esquina, lápiz en mano, y volvió veinte minutos después con la hoja tachonada. El This girl ain’t gonna love me no more se transformó en This bitch ain’t gonna fuck me no more. «A ver, intenta ahora…», dijo Eddie con tono desafiante, y al final del día, la ópera prima de los (futuros) The Empire había sido creada.

Lafitte asumió las funciones de mánager interino del grupo. A principios de otoño de 1999 habló con los dueños de lugares que tenían música en vivo a quienes conocía, para convencerlos de oír a los chicos. A ellos les gustó cómo sonaba la banda y les dieron la oportunidad de tocar en sus bares. Les dejaron las noches más tranquilas, con auditorios casi vacíos, y los obligaban a tocar covers del rock de la FM. En ese tiempo se hacían llamar The Lazy Mayhem Orchestra. Ese sería el segundo nombre de la banda, después de olvidar el sinsabor de Deadly Machine. Estaban pisando los escenarios por primera vez, pero bastaron media docena de semanas para convertirse en un nombre moderadamente conocido en la noche de Lisboa. Los salones de conciertos comenzaron a llenarse para oírlos, y los amigos de Lafitte optaron por pasarlos a las noches más concurridas. El público todavía no los oía tocar su material original, pero ya tenían un público fiel. Era el inicio de una aventura y, según Tiago Gomes, no podían sentirse más felices:

Estábamos viviendo un sueño. Era lo que siempre habíamos querido: tocar para un público que nos quería. La banda era exitosa y estábamos dando el primer paso de nuestra carrera. Además de todo, nos pagaban. Mal, es verdad, pero eso era lo que menos nos importaba. Teníamos dinero en la mano a cambio de hacer lo que más nos gustaba.

Mário le dijo adiós a los restaurantes y pasó a sobrevivir con lo que sobraba del pago de los conciertos. La música y la banda empezaron a ocupar el papel principal en la vida de todos. Las noches de los miércoles, jueves, viernes y sábado estaban ocupadas con la música que tocaban en vivo. Se pasaban los días —que comenzaban cada vez más tarde— ensayando en el Dramático. Así surgieron las dos canciones sucesoras de «This Bitch»: «A Minor» y «Suburbia».

La primera nació de una apuesta. Eddie se ufanaba de escribir letras sobre cualquier cosa que recordara. Al ver que los amigos se reían de su certidumbre, los desafió a que lo pusieran a prueba. Ricardo aceptó el reto, jaló un six que tenía cerca y dijo: «Me voy a tomar estas cervezas de corrido, y mientras me las tomo tienes que escribir una letra. El tema es el «La menor». Tienes que escribir sobre eso hasta que me termine las seis Sagres». Eddie puso su cigarro en el cenicero, tomó una hoja de papel y se sumergió en ella con furia. Ricardo cumplió con su parte del trato y se bebió las seis botellas con una velocidad sorprendente.

Al final, el bajista le entregó la hoja a Mário. Este comenzó a leer en un murmullo:

A Minor

You can’t trust a two-faced chord

Sometimes sad,

Sometimes happy,

It’s a sharp double-edged sword.

A Minor

I can play it out loud (with only three fingers)

Sometimes smooth,

Sometimes harsh,

Such a fucked-up sound!

A partir de ese momento, Eddie fue declarado el mayor trovador del reino. La verdad, su forma de escribir siempre fue poco tradicional. Compuso «Suburbia» al pie de la carretera IC19, al final de una tarde lluviosa. El inglés se quedó durante horas peligrosamente recargado en el borde del camino. Se limitaba a ver pasar los carros a cuentagotas, sin moverse. Al verlos, una sucesión de frases ocupó su mente y su cuerpo.

Cars fill the streets

You can’t buy your freedom

Home is where the work is

24 hours of boredom.

Este tema fue lo que le hizo tener sus primeros quince minutos de fama. La presencia de un bulto solitario bajo la lluvia durante horas fue captada por las cámaras de tránsito. Las emisoras de radio y de televisión daban el reporte del tráfico y la circulación en Lisboa y se preguntabas sobre la identidad y el propósito de esta aparición. La segunda mitad de la canción fue compuesta por Eddie dentro del carro de la Brigada de Tránsito de la GNR, que fue a sacarlo de la IC19 para llevarlo a su casa:

Where are you heading?

Come back and turn around.

No forgiving, no forgetting.

Listen to this awful sound.

The sound of suburbia.

La agenda de conciertos empezaba a llenarse. La Lazy Mayhem Orchestra empezó a volverse conocida porque las presentaciones en vivo eran memorables. La peculiaridad de sus miembros hacía que el público estuviera a la espera de que sucediera algo especial. Las mise-en-scène, programadas o inconscientes, comenzaron a presentarse y les dieron fama de excentricidad. Al poco tiempo se convirtieron el blanco de un pequeño culto en la noche lisboeta. Tiago Gomes se acuerda de un episodio que contribuyó a que se hicieran esa reputación:

En una ocasión estábamos tocando «Spiritwalker», de The Cult, y Mário, en lugar de entrar con la voz se limitó a mirar hacia el horizonte. Instantes después, corrió hacia las mesas del bar donde estábamos y se le fue encima a un tipo enorme. Se agarraron a golpes. Nosotros corrimos a separarlos y también los amigos del otro tipo. Los empleados del bar y la gente de seguridad aparecieron en seguida. El resultado: sillas e instrumentos musicales rotos. Parece que Mário y aquel tipo andaban tras la misma chica. Nos expulsaron de ese bar y el dueño nunca volvió a contratarnos. Por suerte, después aparecieron otras propuestas para ocupar la noche que nos había quedado libre.

En otra ocasión, en pleno concierto, Eddie puso a un lado el bajo y se dirigió hacia el centro de la platea del bar. Gritó hacia el escenario para que los amigos dejaran de tocar. Obedecieron por pensar que se trataba de algo grave. Lo vieron reacomodar las mesas y las sillas del público, haciendo que los clientes se levantaran para ayudarlo. El dueño del bar quiso saber qué era lo que pasaba y él explicó que la disposición de las mesas perjudicaba la acústica del salón. La gente de seguridad se le acercó y le dijeron que hasta ahí llegaba la remodelación. Eddie se negó a tocar en un lugar con «tan mala vibra», los Lazy Mayhem terminaron el concierto sin bajista, y peor todavía, sin dinero. Tuvieron que pedir disculpas y garantizar que la situación no volvería a repetirse para no perder ese contrato.