Hannah

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—¡Ya no sabía si atender al niño o atenderte a ti!—dijo molesto.

Yo estaba muy apenada y solo bajaba la mirada.

—Si de verdad quieres ser médico, no puedes darte el lujo de desmayarte, un médico no puede hacer eso, ¿cómo vas a ayudar si te desmayas? —dijo enérgico―. Esto no fue nada comparado con lo que vas a tener que ver y atender —agregó—. Piensa bien si de verdad quieres ser médico, aún estas a tiempo.

Fueron las últimas palabras que dijo esa tarde.

Volvimos de la consulta y me fui a mi habitación. Recordaba ese momento tan bochornoso que me había costado un regaño. La imagen de la cara del pequeño llorando no se podía ir de mi mente. Entonces pensé que tal vez mi padre tenía razón y debía dejar a un lado la idea de ser médico. Estaba triste y apenada. Esa noche fue de reflexión.

Al día siguiente, fui la comidilla de mis hermanos, todos en casa sabían lo que me había ocurrido. Lo peor de todo es que sus amigos también sabían del incidente. Me apenaba lo que Luiggi pensaría de mí. Durante la comida, mis hermanos se mofaban.

—¡Te pasas, ya te imagino ahí tirada! Ja, ja, ja —reían.

Me quedaba callada y sonreía un poco. Todavía sufría los estragos del mal momento del día anterior.

—¿De verdad quieres ser médico, Hannah? —preguntó mi padre con rostro serio.

—Sí —contesté segura—. Y ya no volveré a desmayarme, lo prometo.

Poco a poco, fui tomando ese momento bochornoso como una experiencia cómica. Y al imaginarme tirada en el suelo, también me causaba risa. Pero cuando recordaba la cara con lágrimas del niño y la expresión de asombro de la madre, me volvía a sentir apenada. Pasó una buena temporada para que esa sensación se me olvidara.

Luiggi

Mi corazón amaba la medicina, pero latía fuerte cada vez que veía a Luiggi. Constantemente visitaba a mis hermanos y nuestras miradas se encontraban. A veces platicábamos durante breves instantes, pero lo suficiente para compartir sonrisas.

Mientras más lo conocía, más me gustaba. Estaba en una carrera diferente a medicina, tenía buenos principios y era muy respetuoso. Era un chico serio e interesante. Amaba la poesía y la lectura. Curiosamente en eso coincidíamos, así que fue fácil volvernos amigos y después de varios meses nos hicimos novios, entonces la poesía fluía entre nosotros.

Eres como una estrella,

irradias luz con tu mirada,

me haces soñar, Hannah bella,

y suspirar por ti, mi dulce amada.

Luiggi, mi Sol,

aquí tu Luna espera,

enamorada estoy

de tu piel morena.

Aunque solo nos veíamos fines de semana o cuando se podía, el tiempo juntos se volvía verso. Poco a poco, fui combinando la medicina con Luiggi. Constantemente me ayudaba a estudiar o leíamos juntos los temas que debía repasar.

Su casa estaba lejos de la mía, así que la mayor parte del tiempo platicábamos por teléfono o nos mensajeábamos. Aunado a esto, el internado no permitía que fuera de otra manera.

Me han preguntado muchas veces si funcionan las relaciones a distancia y con alguien de diferente carrera, mi respuesta es siempre la misma. Las relaciones tienen su base sobre cuatro ejes: amor, respeto, confianza y comunicación. Si uno de esos pilares falta, la relación no funciona, pero si se cumplen, entonces nada puede destruirla.

Tener un médico como novio o esposo es difícil, tener una novia o esposa médica lo es aún más. Si estás en una fiesta, la gente piensa que está en el hospital y saca pláticas sobre enfermedades.

—Una pregunta —dicen las personas—. ¿Por qué me duele la cabeza y la garganta?

—Seguramente tiene una infección —contesta el médico.

—¿Y qué me puedo tomar para eso? —sacan un bolígrafo para anotar en una servilleta lo que se les diga.

Conozco compañeros que se enojan mucho cuando les pasa esto.

—A ver, acuéstese sobre la mesa para que la revise —dijo un médico alguna vez.

—Pero cómo, doctor, si estamos en una fiesta —contestó la paciente.

—¿Pues no me está pidiendo una consulta?

—Es que yo solo hacía una pregunta —dijo la señora.

—Bueno, pues entonces si no va a querer que la explore, vaya mañana a mi consultorio para que la revise y le conteste su pregunta.

La gente dice “una pregunta”, cuando en realidad es una consulta médica. Es incómodo porque no se dan cuenta de que no es el lugar ni el momento apropiado. De lo que menos quiere hablar el médico en las fiestas es de enfermedades. Solo quiere pasar momentos agradables, como cualquier otra persona.

Para la pareja del médico tampoco es agradable, porque generalmente el doctor la tiene que hacer a un lado para atender a quien pregunta. A veces hasta llevan al médico a alguna habitación para que pueda explorarlos (revisarlos) antes de que termine la fiesta.

Cuando el médico está con amistades o familiares pasa exactamente lo mismo, siempre le hacen “una pregunta”. También telefónicamente se vive esta situación, generalmente cuando el doctor recibe una llamada no es para saludarlo, es porque alguien quiere hacer “una pregunta”.

No existe lugar u horario en que no pase esto, por eso casarse con alguien de medicina es difícil. Por otra parte, las enfermedades de los pacientes implican hacer exploraciones, y a veces es necesario revisar genitales. Esta situación también es complicada cuando te casas, porque ¿a quién le gusta que su pareja vea el cuerpo desnudo de alguien más, y hasta lo toque?

Pese a todo, después de un año de novios, Luiggi y yo decidimos unir nuestras vidas para siempre.

El mito del médico

Generalmente, la profesión del médico es respetada, valorada o deseada. La mayoría de las personas desean tener algún familiar médico para tener alguien de confianza que los cure, para tener quien los mantenga, para que su familia mejore económicamente, etc. Por muchas razones, las personas ven con buenos ojos tener un médico en la familia.

Existe el mito de que el médico gana mucho dinero, y que si estudias medicina vas a ser rico, o al menos vas a tener mucho dinero. Y digo mito, porque en los países de bajos recursos, el médico gana poco, apenas lo suficiente para llevar una vida digna. Gana más quien no estudió pero puso un negocio, o quien sabe robar sin que nadie se dé cuenta o quien incluso tiene el permiso para hacerlo.

Pero es ese mito el que hace a muchas personas estudiar medicina. A veces por elección propia, otras veces por obligación.

Alejandra era una chica de tez blanca, estatura baja, delgada, con cabello largo y obscuro, muy callada. Su descripción coincidía con la mía, solo que era un poco más baja que yo, y su cabello más obscuro que el mío. La conocí en tercer semestre de la carrera y nos hicimos amigas. Una vez me contó que quería desertar de la escuela.

—¿En serio? ¿Por qué? —pregunté asombrada.

—En realidad no me gusta la carrera —dijo con cara de frustración.

—Entonces, ¿por qué la estudias? —pregunté.

—Porque mis padres quisieron que la estudiara, quieren un médico en la familia. Yo quería estudiar derecho —dijo con voz apagada.

—¿Y por qué no les dices que no te gusta y estudias lo que te gusta?

—Porque no lo entenderían, ellos quieren un médico en la familia —agregó.

No dije más, la entendía. A veces, por miedo a alcanzar nuestros sueños, los dejamos ir. Estuve a punto de dejar ir el mío, por eso sabía lo que sentía.

Conocí compañeros que estaban estudiando medicina porque querían ganar mucho dinero. Otros me dijeron que la estudiaban por el prestigio y reconocimiento que les daría el hecho de ser médicos. Incluso escuché a alguien que la escogió porque cuando estaba formado a punto de elegir carrera, no sabía qué estudiar y medicina fue lo primero que se le ocurrió.

Mi padre una vez me contó que cuando él estudiaba, uno de sus compañeros estaba estudiando medicina porque se equivocó al meter la solicitud en la facultad, pensó que ahí se estudiaría ingeniería.

En fin, son muchas las razones por las que un estudiante elige medicina. No necesariamente por amor a la carrera.

Ángelo

Estudiar, trabajar, medio comer y dormir era la situación de muchos de nosotros. Para algunos era más fácil, para otros más difícil. Pero para nadie fue tan difícil como para Ángelo. Un joven de estatura media, cabello castaño, ojos almendra, con algunos kilos de más. Lo veía estudiando la mayor parte del tiempo, era muy dedicado, y nunca faltaba a clases. Se volvió uno de mis grandes amigos.

Me habló sobre su familia y las cosas que le apasionaban; supe que lo que más deseaba era ser médico. Después me enteré que esos kilos se los debía a medicamentos que tomaba, porque padecía una enfermedad. Con el tiempo hablamos de ella, con tristeza me dijo que tenía leucemia y que llevaba más de 2 años que se la habían diagnosticado. Me angustié porque de acuerdo a su médico, solo un trasplante de médula ósea podría ayudarlo, y hasta el momento ningún donador había sido compatible. Le ofrecí ser donadora, pero se negó a aceptar. Me comentaba lo que le decía su médico en consulta y el reporte de sus laboratoriales. Lo veía desesperarse por la impotencia que sentía y aunque trataba de darle ánimos, de nada servía porque él sabía el desenlace de esa enfermedad.

Vivió siempre enamorado de una chica que también era su amiga, pero ella tenía novio y eso lo ponía más triste. Se conformaba con ser su “amigo con derechos” en forma ocasional. Aunque me molestaba que lo tratara de esa manera, al mismo tiempo le agradecía darle algunos momentos felices.

Una mañana, poco antes de realizar un examen, lo noté pálido y sudoroso. Su respiración era rápida y su rostro estaba muy demacrado. Hervía en fiebre.

 

—Te sientes mal, ¿verdad? —pregunté.

—Un poco —contestó.

—Deberías ir a tu casa, si quieres te llevo.

—Gracias, pero no puedo, debo hacer el examen —dijo con voz entrequebrada.

—¡Pero Ángelo, es más importante tu salud que el examen!

—El examen es más importante para mí, porque quiero ser médico —contestó tranquilo. Me quedé callada pensando en sus palabras, y vio que lo miré preocupada—. Voy a estar bien, no te preocupes—dijo tratando de sonreír.

Cuando el profesor entró al salón, tomé mi lugar y empezamos a hacer la prueba. Continuamente volteaba a ver a mi amigo y me mantuve pendiente de él. Estaba sentado en la primera silla, dos filas a mi derecha, junto a una ventana. Permaneció encorvado todo el tiempo. Sufría los efectos de la quimioterapia.

Después de varias horas el examen finalizó, entonces salí corriendo para ayudar a mi amigo. La chica de la que estaba enamorado nos encontró en el pasillo y vio lo mal que estaba. Nos pusimos de acuerdo y ella lo llevó a su casa.

No era la primera vez que Ángelo se ponía de esa manera. La leucemia en fase avanzada iba acabando con su vida cada día, y sin embargo él seguía luchando porque quería ser médico.

Nunca se dio por vencido, ni siquiera el día en que lo hospitalizaron. Había tenido varias hospitalizaciones con anterioridad, pero esta vez era diferente, tenía 90 000 plaquetas y sangraba por todas partes. Sus demás amigos y yo lo visitamos en el hospital, pero no nos dejaron verlo, tan solo pudimos escuchar su voz y él la de nosotros. Sus papás estaban ahí, su padre oraba tranquilo y resignado, mientras su madre se veía desesperada y llena de dolor, tratando de ser fuerte.

En la escuela todo transcurría como de costumbre, los exámenes y los maestros estrictos, lo único que era diferente era la banca vacía de Ángelo.

En menos de una semana, Ángelo ya no estaba con nosotros. Su sueño de ser médico la leucemia se lo había robado. Acudimos a su entierro, y fue triste ver su féretro, ver a la gente llorando, vernos a nosotros llorando. Fue triste ver su banca en la escuela siempre vacía.

Me quedé con su imagen y su recuerdo. También me quedé con el dolor que dejan los amigos al partir.

Aprendiendo a ser médico

Durante el primer semestre, hubo varios estudiantes que desertaron para irse a otras carreras. La presión de la escuela era mucha, el ritmo de trabajo intenso y la exigencia demasiada. La cantidad de información a estudiar es infinita, diariamente se necesita estudiar y aun así es insuficiente.

La actitud y apariencia de los profesores es peculiar, en general es una actitud soberbia, en ocasiones de desdén. Raro es aquel profesor que es flexible. La mayoría trabaja en hospitales o consultorios privados, y generalmente durante la clase cuentan alguna de sus experiencias con los pacientes, creen firmemente que eso ayudará a entender mejor lo visto en clase. El 90 % de ellos o más son médicos, el resto biólogos y los menos son de carreras afines.

Era la segunda clase del día, la profesora Delgadillo, una médica general, nos pidió que escribiéramos en un papel la opinión que teníamos sobre la clase de urología y su forma de impartirla. Tenía que ser un párrafo pequeño anónimo. El curso estaba por terminar y quería llevarse nuestras impresiones. Cada uno entregó su papel con la opinión solicitada. Cuando la clase terminó, ella empezó a leer en voz alta, para que todos escucháramos. De pronto, se detuvo, su rostro se desfiguró, sus ojos estaban llenos de furia, se levantó del escritorio y comenzó a gritar.

—¿Quién escribió este papel? —preguntó furiosa. Todos nos volteamos a ver, sin tener idea de lo que pasaba—. Dije que quién escribió este papel —volvió a gritar—. Si no me dicen quién lo hizo les voy a bajar calificación a todos.

Pero a pesar de sus amenazas nadie dijo una sola palabra. Todos estábamos sorprendidos y no terminábamos de entender lo que pasaba.

—Fuiste tú, ¿verdad, Alan? —dijo mirándolo con desprecio—. ¡Contesta! —reclamó—. ¿O te faltan pantalones?

Alan no dijo una sola palabra, solo la miró. De hecho, todos la mirábamos asustados.

Entonces la doctora empezó a leer en voz alta: “Esas nalgotas y esas minifaldas no dejan que uno se concentre en la clase”.

En ese momento todos abrimos los ojos con asombro, y el silencio que había en el salón se hizo más profundo.

—¡Te voy a reprobar! —gritaba enfurecida la doctora Delgadillo—. ¡Te juro que te voy a reprobar! ¡De mi cuenta corre que nunca te vas a poder titular de la carrera!

La clase concluyó y todos salimos del salón, algunos cuchicheando y otros seguíamos callados.

La doctora Delgadillo era de baja estatura, tez blanca, cabello obscuro, con algunos kilos de más. En efecto, siempre usaba minifaldas. Su carácter era fuerte, con tendencia a la soberbia, como es lo común entre los médicos. Pero a pesar de eso, no era mala persona, de hecho, se veía que disfrutaba la enseñanza y contarnos anécdotas.

Cuando estábamos en el pasillo, me acerqué a Alan, era un chico moreno, delgado, de estatura media, con acento caribeño porque venía de otro estado del país. Era formal en su vestir, portaba corbata y su bata blanca tenía su nombre bordado. No era extrovertido, pero tampoco callado.

—¿Por qué te acusó la maestra de esa manera? —pregunté—. Tú no escribiste eso, ¿o sí? —lo miré buscando sus ojos. Él estaba con la cabeza agachada y la mirada perdida. Un profundo silencio nos invadió. Después, lanzó un suspiro de resignación, alzó la vista y contestó.

—Sí, fui yo —dijo con voz apagada.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunté sorprendida.

—Porque es la verdad. Ella siempre se pone sus minifaldas y es imposible no verla cuando está enfrente escribiendo en el pizarrón, inclusive cuando se sienta y cruza las piernas frente a nosotros —dijo firme y sin temor.

—Lo sé —contesté. Hice una breve pausa y seguí hablando—. Pero quizás no debiste escribirlo, ahora ya te amenazó y quién sabe qué va a pasar contigo.

—Seguramente me va a mandar a examen extraordinario —dijo resignado.

—Pues sí, seguramente lo hará —contesté.

Nunca le dije a nadie lo que me contó, aunque no hacía falta porque muchos estaban convencidos de que él había escrito esa nota.

Después de unos días concluyó el curso y, en efecto, fue enviado a examen extraordinario. Para su fortuna, el examen estuvo fácil y lo pasó con muy buena calificación. Así que la doctora Delgadillo no pudo hacer nada para detener su avance. Cuando se encontraban en los pasillos, lo miraba con desprecio. Él solo desviaba la mirada.

Lo último que supe de Alan es que hizo la especialidad en cirugía general, entró a trabajar en un hospital de su tierra natal y se casó dos veces.

Pese al ritmo pesado de estudio y las incidencias de malos eventos, estaba feliz estudiando medicina. Conocí a varios compañeros que, como él, venían de otras partes del país para estudiar en la ciudad, aunque no tuve la oportunidad de conocerlos a fondo. Para ellos, la vida en la gran urbe era difícil, el pago de renta, comida, ropa, libros, instrumental médico, servicios, transporte, etc. También era difícil la discriminación, la soledad, el desconocimiento de las áreas peligrosas, las tentaciones que ofrecen esas ciudades con millones de habitantes, en fin. Pero ahí estaban, recibiendo el apoyo de sus familias para poder ser médicos.

A veces me quedaba sentada mirando el entorno; observaba a los profesores y a mis compañeros. Conforme avanzábamos de grado, noté que los chicos que habían llegado inseguros y humildes se habían transformado en seres seguros de sí mismos, caminaban más erguidos, y hablaban con terminología médica dentro y fuera de las aulas. Los que desde el inicio de la carrera eran altivos, ahora lo eran más. Los que antes no agarraban un libro ahora eran muy estudiosos; y los que siempre habían sido dedicados al estudio no salían de la biblioteca. Por supuesto, nunca faltaban aquellos a los que nada les angustiaba, quienes se daban el lujo de no estudiar o estudiar solo un poco, y a la hora de los exámenes usaban estrategias para pasarlos sin problema, como lo hacía el Tiburón.

Lucir como médico era importante para muchos. Había quienes compraban los mejores estetoscopios. Algunos empezaron a bordar la abreviación “Dr.” o “Dra.” en sus batas, que es la abreviación de “doctor” y “doctora”, respectivamente. También había quienes cargaban mucho dinero, porque decían que “un médico siempre tiene que tener dinero en la cartera”. Tony, uno de mis grandes amigos, era de ellos. Su situación económica se lo permitía.

Mi situación fue diferente, apenas tenía el dinero suficiente para los pasajes, mi bata era una que mi padre me trajo de su trabajo. Continuamente visitaba la biblioteca porque los libros eran caros para comprarlos. Daba clases de inglés los fines de semana, aunque lo que ganaba no alcanzaba para mucho. Mis padres me apoyaron, pero éramos 3 hijos en nivel superior, así que me daban lo que podían.

Hubo otras actitudes que noté en varios de mis compañeros. La mayoría buscaba ser reconocido como el más inteligente de la clase, rivalizando constantemente con los demás. El trabajo en equipo era relativo, la búsqueda por ser el mejor no permitía que hubiera realmente equipos, sino solo grupos de trabajo.

Durante la carrera, rotamos por hospitales como parte de nuestra formación para familiarizarnos con ellos antes de ser médicos internos de pregrado. Para algunos rotar por los hospitales más reconocidos era lo importante y hacían todo porque así fuera.

Los maestros, desde que iniciamos la carrera, a todos nos llamaban doctor o doctora, y no eran pocos los que de verdad creían que ya lo eran. A diferencia de mis compañeros, sentía que era mucho lo que me faltaba por aprender para poder ser médico, y me apenaba que me llamaran así. No me importaba el hospital por el que rotara, sentía que el aprendizaje lo podía adquirir en cualquiera de ellos. Aunque tuve suerte y generalmente roté por los mejores. Inclusive el internado lo realicé en uno de los hospitales más solicitados.

El gremio médico

La entrada al hospital era a las 7:00 am. Quería llegar muy temprano, era el primer día y no deseaba dar una mala impresión. Estaba nerviosa, emocionada, feliz, pero también sentía un poco de temor. Casi no pude dormir esa noche. Daba vueltas en la cama y solo por momentos lograba conciliar el sueño.

Al amanecer me sobresalté cuando vi el despertador, pasaban de las 6:00 am, lo que significaba que me había quedado dormida y no escuché cuando sonó a las 5:30. Con más nervios de los que ya tenía, me levanté rápidamente, me di una ducha rápida, terminé de prepararme y salí rumbo al hospital. Por lo menos tomaba 40 minutos llegar al lugar donde se localizaba, así que cuando llegué pasaban de las siete.

Recordaba las enseñanzas de mi padre respecto a la puntualidad. Durante su formación médica tuvo un profesor muy estricto que decía “ni antes ni después, se debe llegar a la hora exacta”. Era un médico que, aunque llegara antes a su aula, no entraba a ella hasta que el reloj diera la hora exacta de inicio de la clase, y después de él ya nadie entraba. Con esa formación mi padre siempre nos inculcaba la puntualidad. Recordar todo esto me hacía sentir más nerviosa.

Al llegar al hospital, pregunté por el jefe de enseñanza y me enviaron al auditorio. Después de mí, muchos otros compañeros siguieron llegando. A las 8:00 am el jefe de enseñanza se presentó al lugar y tomó el micrófono. Nos dio la bienvenida como médicos internos de pregrado. Éramos más de 30. Después nos presentó al pódium, dentro de este se encontraba el director del hospital. Todos nos recibieron con agrado.

Cada miembro del pódium comenzó a hablar. Eran jefes de algún servicio dentro del hospital y nos hablaban de lo que se hacía en su área de trabajo. Mientras hablaban, nosotros nos veíamos, observábamos las instalaciones del auditorio, aplaudíamos y esperábamos nerviosos el momento en que nos designaran actividades.

A las 10:00 am terminaron las ponencias. Se dio fin a la ceremonia de bienvenida y los ponentes se retiraron.

Entonces el jefe de enseñanza nos explicó las reglas del lugar y las cosas en las que apoyaríamos los diferentes servicios. Era un médico de estatura media, delgado, tez blanca, cabello lacio y negro, entre 40 y 50 años de edad, con voz pausada y actitud tranquila, al menos eso me parecía. Sus lentes lo hacían lucir intelectual.

 

Nos pidió hacer equipos de 6 personas. La mayoría buscamos quedar con algún compañero de la facultad o alguna amistad.

—¿Hacemos equipo? —le dije a Alejandra.

Había sido mi amiga desde que estábamos en la escuela, y era una suerte que estuviera en el mismo hospital. Sus sueños de ser abogada los había dejado para ser médico.

—Sí —contestó. Y empezó a buscar con la mirada a alguien más que pudiera unirse al equipo—. ¡Carlos! —exclamó cuando vio a uno de sus conocidos—. ¿Quieres unirte a nosotras? —preguntó.

—Sí, de hecho, estoy con otras dos personas, Julio y Teresa; ya solo nos faltaría una más para ser seis —dijo emocionado.

Mirábamos por todas partes tratando de ver alguna cara familiar, pero nada. Entonces Gloria se acercó y preguntó si podía hacer equipo con nosotros. Todos estuvimos de acuerdo.

Después de formar los equipos, nos pidieron dividirnos en parejas. Luego a cada pareja le designaron una guardia. Había 3 guardias, la guardia A, B y C. De esta manera, cada equipo tenía una pareja con guardia A, B y C.

Cuando tuvimos equipos y parejas de trabajo, el jefe de enseñanza explicó la forma en que trabajaríamos con él. A cada equipo le asignó fechas para rotar por los diferentes servicios del hospital (pediatría, ginecología, medicina interna, cirugía, urgencias) y repartió las guardias por días. Cada dos meses cambiaríamos de servicio.

También repartió el calendario para presentar exámenes parciales dentro del hospital, los cuales eran enviados por la facultad. Independientemente de esos exámenes, cada servicio manejaría su propio criterio para evaluar nuestro desempeño dentro de él, así como los conocimientos adquiridos. Comentó que toda la información de las evaluaciones parciales y de los servicios eran enviadas a la facultad para ser avaladas y registradas en la historia académica de cada alumno. Habló sobre las guardias de castigo, y aunque no están permitidas por la facultad, dijo que a nivel hospitalario muchas veces se rompe esa regla y lo hacen. Por eso, nos pidió seguir indicaciones al pie de la letra para evitar problemas.

Era la hora de la comida cuando nos dejaron salir del auditorio para ir a casa. Al día siguiente comenzaríamos desde las 7:00 am de acuerdo al roll de servicios y de guardias.

Al empezar las rotaciones en el primer servicio que nos fue asignado, desconocíamos todo sobre el hospital. Las labores las llevamos a cabo con gran dificultad mientras nos adaptábamos a las instalaciones y a la forma de trabajar. Después de 15 días, teníamos la mayoría de las cosas bajo control. Apoyábamos en múltiples tareas que variaban dependiendo del servicio, por ejemplo, en cirugía entrábamos como ayudantes del cirujano durante procesos quirúrgicos, hacíamos curaciones, notas médicas de evolución, notas de ingreso y de egreso, llenado de certificados de defunción, toma de muestras de sangre, paso de visita a cada cama de los pacientes junto con el médico adscrito. En medicina interna hacíamos lo mismo, pero sin entrar a cirugías. También era común realizar maniobras de resucitación.

En cualquier servicio, los pasos de visita suelen ser agobiantes, los médicos adscritos hacen muchas preguntas (tipo examen oral o tipo examen teórico-práctico), y a veces existen castigos por no saber contestar adecuadamente o por no saber explorar (revisar) a los pacientes. Las humillaciones y los regaños frente a ellos son constantes.

Durante el día nos manteníamos en equipos de seis, ayudando en las tareas del servicio, pero por la tarde solo se quedaba una pareja de trabajo para hacer la guardia en ese momento y por la noche. Al día siguiente otra vez estábamos el equipo completo desde las 7:00 am, hasta que daban las 3:00 pm y se iban los que habían estado de guardia y los otros a los que no les tocaba la guardia, quedándose nuevamente una pareja de trabajo. De esta manera, un día le tocaba quedarse a la guardia A, al siguiente día a la guardia B y finalmente a la C. Es así durante el año que dura el internado.

Existen hospitales en donde parte del trabajo la realizan también los residentes de alguna especialidad, quienes son médicos titulados que ahora buscan ser especialistas. Sin embargo, en este hospital no había residentes. La mayor parte del trabajo la realizábamos los médicos internos de pregrado y fueron pocas las veces en que tuvimos estudiantes que hacían guardias no obligatorias, apoyándonos en los servicios.

El trabajo del personal de base, es decir, de los especialistas, generalmente es solo de supervisión, y de intervención en procesos mayores.

En el gremio médico, se lleva a cabo un trabajo de acuerdo a la jerarquía de la persona, similar a un sistema militarizado, donde el de menor jerarquía hace el trabajo menos deseado, y es al que todo mundo le puede dar órdenes e inclusive imponer castigos. Como ya he dicho, la jerarquía médica se gana con grados de conocimiento adquiridos, experiencia, puesto desempeñado y antigüedad. En algunos lugares esta última tiene más peso que las anteriores. Por eso, los primeros años que un médico en formación rota por hospitales son los más difíciles.

Durante el tiempo que fuimos médicos internos, a veces nos tocó ser quienes saliéramos del hospital para comprar tacos, tortas o golosinas a nuestros superiores, porque aunque generalmente esto lo hacen los estudiantes, nosotros pocas veces los tuvimos. Así que como éramos los de menor jerarquía, teníamos que hacer lo que nadie quería hacer.

Hubo a quienes nos tocó seguir indicaciones ilógicas y de riesgo, porque nuestro superior lo demandaba. Como aquella guardia en que tuve que atender un parto sin guantes y sin bata quirúrgica, porque el ginecólogo adscrito, el doctor Ramírez, me vio pasar y me jaló, obligándome a recibir un expulsivo, es decir, un bebé que ya estaba naciendo. Él tenía bata quirúrgica y estaba enguantado, pero no quiso atender el parto.

En ginecología existe una tradición, al médico que atiende un parto en una cama le toca invitar algo para todos. Y la señora que estaba dando a luz estaba en una cama, no la habían pasado a sala de expulsión (sala de dar a luz). Así que el ginecólogo se ahorró dinero al no ser él quien atendiera el parto, por supuesto, como yo era médica interna, no tuve que pagar nada.

Sin embargo, con esa acción el doctor Ramírez no solo me puso en riesgo de contagio con alguna enfermedad por la sangre del parto, sino que también puso en riesgo la salud del bebé y de la madre, ya que se contaminaron al ser atendidos por alguien que ni siquiera se había lavado las manos. Y aunque me molestó mucho tener que seguir esa orden, la tuve que hacer porque la cabeza del bebé ya estaba afuera de la vagina y si no lo ayudaba podía haber muerto.

Esa guardia fue pesada en todos los sentidos, Alejandra y yo atendimos más de 20 partos, entramos a cirugías, hicimos notas de ingreso y egreso de pacientes, vigilamos actividades uterinas, etc. El desvelo me agotó, me dolía la cabeza y no aguantaba los ojos. Tenía hambre y sed. Lo único que deseaba era ir a casa a dormir. No quería recordar ni ver al doctor Ramírez. Pero nuestra guardia no terminaba hasta las 3 pm y eran las 7 am, así que faltaba mucho todavía. Por fortuna, los ginecólogos tenían cambio de turno a esa hora, así que el doctor Ramírez ya no estaría en el servicio, sería otro quien tomaría el mando.

Después de ese día, no volví a ver al doctor Ramírez, entre los pasillos se rumoreaba que la paciente del bebé lo demandó por negligencia y le suspendieron el contrato.

Las jerarquías nos persiguen a lo largo de nuestra profesión, no importando la edad ni el grado de estudio. Recuerdo a Leonardo, un colega que en una reunión contó que cuando él estaba estudiando la residencia de cirugía, lo fue a visitar su hermano. Se llamaba Lázaro, era menor que él y de una carrera distinta a medicina. Cuando Lázaro llegó al hospital, vio que un doctor bajito le gritoneaba a su hermano y que le estaba diciendo palabras ofensivas, incluso le hablaba con groserías. Entonces se acercó dispuesto a golpear a ese médico grosero, pero Leonardo lo contuvo y lo alejó.

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