El ecologismo de los pobres

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Disputas sobre sistemas de valoración

La distinción de los griegos (como en la Política de Aristóteles) entre «oiko­nomia» (el arte del aprovisionamiento material de la casa familiar) y la «crematística» (el estudio de la formación de los precios de mercado, para ganar dinero), entre la verdadera riqueza y los valores de uso por un lado y los valores de cambio por otro lado, es una distinción que hoy parece irrelevante porque el aprovisionamiento material parece darse, sobre todo, a través de transacciones comerciales, y hay por tanto una fusión aparente entre la crematística y la «oikonomia». Así, aparte de cosechar algunas frutas del bosque y hongos y un poco de leña para sus residencias secundarias, la mayoría de los ciudadanos del mundo rico y urbanizado se aprovisiona en las tiendas. De ahí la respuesta proverbial de los niños urbanos a la pregunta «de dónde provienen los huevos o la leche —del supermercado». Sin embargo, muchas actividades al interior de las familias y la sociedad (basta contar las horas de los cuidados domésticos) y muchos servicios de la naturaleza, quedan fuera del mercado. En la Economía Ecológica la palabra «economía» es utilizada en un sentido más cercano a «oikonomia» que a «crematística». La Economía Ecológica no se compromete con un tipo de valor único. La Economía Ecológica abarca la valoración monetaria, pero también evaluaciones físicas y sociales de las contribuciones de la naturaleza y los impactos ambientales de la economía humana medidos en sus propios sistemas de contabilidad. Los economistas ecológicos «toman en cuenta a la naturaleza» no tanto en términos crematísticos como mediante indicadores físicos y sociales.

En la macroeconomía, el valorar su desempeño meramente en términos del Producto Interno Bruto (PIB), hace invisible tanto el trabajo no pagado en las familias y en la sociedad como también los daños sociales y medioambientales no compensados. Esa simetría fue señalada inicialmente por la ecofeminista Marilyn Waring (1988). En la economía feminista y ambiental se cuestiona y se intenta mejorar los procedimientos para medir el PIB, otros grupos pueden procurar sustituir el PIB por otros indicadores o índices para hacer visibles sus propios aportes o preocupaciones. De igual manera, en conflictos específicos de distribución ecológica (tales como contaminación del agua por una fábrica de celulosa o riesgos a la salud por pesticidas en el cultivo del algodón), algunos grupos sociales insistirán en valorar económicamente las externalidades mientras otros introducirán otros valores no económicos. Los afectados o involucrados muchas veces recurren simultáneamente a diferentes sistemas de valoración. Otras veces, la negativa a la valoración económica («la cultura propia no tiene precio», dice Berito Cobaría, el portavoz de los U’Wa en Colombia amenazados por la extracción de petróleo) podría permitir la formación de alianzas entre los intereses (y valores) de los pueblos pobres o empobrecidos, y el culto de la naturaleza silvestre de los «ecologistas profundos».

La naturaleza provee recursos para la producción de bienes y al mismo tiempo proporciona «amenidades» recreativas ambientales. Como señalan Gretchen Daily, Rudolf de Groot y otros autores, más importante es ver que la naturaleza provee gratis servicios esenciales sobre los que se apoya la vida, como el ciclo de carbono y los ciclos de nutrientes, el ciclo del agua, la formación de suelos, la regulación del clima, la conservación y evolución de la biodiversidad, la concentración de minerales, la dispersión o asimilación de contaminantes y las diversas formas de energía utilizable. Ha habido intentos de asignar valores monetarios a los flujos anuales de algunos servicios ambientales, para compararlos con el PIB en unidades monetarias. Por ejemplo, se puede asignar un valor monetario plausible al ciclo de nutrientes (nitrógeno, fósforo) en algunos sistemas naturales, comparándolo con los costes de las tecnologías económicas alternativas. ¿Es posible que esta metodología de valoración económica (es decir el coste de una tecnología alternativa) sea aplicada de forma coherente a la valoración de la biodiversidad, en una especie de «Parque Jurásico»? Obviamente, no. Por tanto, en cuanto a la biodiversidad, la valoración monetaria ha tomado una ruta completamente diferente, a saber, las cantidades pequeñas de dinero pagadas en algunos contratos de bioprospección, o valores monetarios ficticios subjetivos en términos de la disposición a pagar por proyectos de conservación, esto es, el llamado método de «valoración contingente» favorecido por los economistas ambientales (aunque no por la mayoría de los economistas ecológicos). Además, ¿cómo contaríamos (en términos de los costes de la tecnología alternativa) el servicio que la naturaleza nos proporciona al concentrar los minerales que nosotros dispersamos? (los costes «exergéticos» han sido calculados por ecólogos industriales, pero la tecnología para crear tales depósitos minerales no existe). Por lo tanto, las cifras disponibles sobre los valores monetarios de los servicios ambientales provistos gratis por la naturaleza son metodológicamente incoherentes (Costanza et al., 1998). Son útiles, sin embargo, para estimular el debate sobre cómo «tomar en cuenta a la naturaleza».


La Economía Ecológica estudia diferentes procesos de toma de decisiones en un contexto de conflictos distributivos, valores inconmensurables e incertidumbres irresolubles. Aquí, explicaré el significado de inconmensurabilidad de valores o más precisamente «comparabilidad débil de valores» (O’Neill, 1993), dejando la incertidumbre para un apartado posterior. Un ejemplo de toma de decisiones con comparabilidad débil de valores, sería el siguiente. Supongamos que se debe construir un nuevo gran vertedero de basura cerca de una ciudad, y que existen tres posibles ubicaciones, A, B y C, una de las cuales será sacrificada. En nuestro ejemplo, los tres lugares se compararán bajo tres diferentes valores: como hábitat, como paisaje y como valor económico. Cabría, por supuesto, introducir además otros valores. Suponemos que el lugar A es un humedal de propiedad pública muy valioso (valioso como hábitat o como ecosistema debido a su riqueza de especies) pero es un paisaje monótono y aburrido, muy visitado por escuelas y observadores de aves (y como tal, de algún valor económico, según el «método de coste de viaje»). El lugar C produce mucha renta como terreno industrial y urbano, y por lo tanto es el primero en términos de valor económico, pero sólo tercero como hábitat o ecosistema, y segundo en cuanto a paisaje (debido a la calidad histórica de algunos edificios). El lugar B es una antigua área agrícola, de bellos huertos descuidados y antiguas mansiones abandonadas. Ocupa el primer puesto como paisaje, el tercero en rentabilidad económica, y el segundo como ecosistema o hábitat.

El valor económico se cuenta en euros, en una escala cardinal, y el valor de hábitat, si se define por la riqueza de especies, también se podría evaluar a través de una medida cardinal como número de especies (conmensurabilidad fuerte). En el ejemplo, para simplificar, y probablemente por necesidad en el caso del valor de paisaje, cada tipo de valor se mide en una escala ordinal (conmensurabilidad débil dentro de cada tipo de valor).

¿Qué lugar se debe sacrificar? ¿Cómo decidir? ¿Es posible y adecuado reducir todos los valores a un solo supervalor, para lograr una comparabilidad fuerte y hasta una conmensurabilidad fuerte (medida cardinal)? En el ejemplo se han tomado en cuenta los valores económicos (en mercados reales o ficticios) de las tres ubicaciones, pero no existe un valor supremo (económico o de otra índole, como la producción neta de energía, según el cual el humedal presumiblemente ocuparía primer lugar).

Ciertamente, las personas o los grupos interesados o afectados podrían insistir en reconsiderar las clasificaciones. Así, se podría elevar el valor de paisaje del lugar A, y también su valor económico (como también el del sitio B) se podría aumentar por la valoración contingente basada en la voluntad de pagar, en un mercado ficticio. Además, se podría (¿se debería?) asignar más peso a algunos criterios que a otros (¿por qué? ¿quién lo decide?), o se podría dar un valor de veto a algunos criterios. Así, la legislación de «especies en peligro» de Estados Unidos o el Convenio internacional Ramsar que protege algunos humedales, o la introducción de «lo sagrado» como criterio decisivo (por ejemplo, un antiguo cementerio o una ermita milagrosa en uno de los sitios), nos ayudaría a escapar de la presente indecisión. Por ejemplo, el lugar A se podría denominar oficialmente un «santuario de aves». Algunos grupos de la sociedad podrían cuestionar los métodos de valoración en cada una de las escalas, o podrían sugerir nuevos criterios de valoración o nuevas alternativas de ubicación del vertedero de basuras (o podrían cuestionar todo el sistema de gestión de basuras, proponiendo el compostaje y reciclaje o la incineración) según sus propios intereses o puntos de vista. El ejercicio sirve meramente para enseñar qué significa «comparabilidad débil» de los valores (O’Neill, 1993) y para introducir brevemente al lector al amplio campo de los métodos multicriteriales para la toma de decisiones (Munda, 1995). No hace falta que, frente a la variedad de criterios de valoración, el proceso de toma de decisiones sea irracional (por ejemplo, por lotería). Al contrario se puede alcanzar una decisión razonada por medio de las deliberaciones apropiadas. Ahora bien, quizás la autoridad política opta por el «ordeno y mando» o tal vez, más moderna, influida por los economistas, impondrá un análisis de coste y beneficio reduccionista, en términos monetarios, posiblemente complementado por una cosmética evaluación de impacto ambiental.

 

La distinción entre la comparabilidad «débil» y «fuerte» de valores es útil para clasificar los métodos de la Economía Ecológica. En la evaluación de proyectos, como en el ejemplo precedente, existe una comparabilidad fuerte de valores y hasta una fuerte conmensurabilidad, en el análisis de coste y beneficio, cuando los proyectos por evaluar son todos jerarquizados según una única escala numérica monetaria (es decir, valor actualizado de los costes y beneficios, incluyendo por supuesto las externalidades y servicios ambientales monetarizados). En contraste, algunas formas de evaluación multicriterial admiten la irreductibilidad entre los distintos tipos de valor y nos encontramos en una situación de comparabilidad débil. En la microeconomía existe una comparabilidad fuerte de valores, y de hecho una conmensurabilidad fuerte cuando se internalizan las externalidades en el sistema de precios. Así, un impuesto pigouviano se define como el valor económico de la externa­lidad en el nivel óptimo de contaminación. En la macro economía, las propuestas prácticas de El Serafy para «verdear» el PIB (Costanza, 1991) —cuyos valores monetarios dependerán de la tasa de interés que se adopte— no van más allá de la conmensurabilidad fuerte en términos monetarios. En efecto, dice El Serafy, no todos los ingresos de la venta de un recurso no renovable (capital natural) deben ser incluidos en el PIB, sino sólo una parte, el ingreso «verdadero», y el resto se debe contar como «descapitalización» o el «coste al usuario» de tal «capital natural», el cual se debe invertir a interés compuesto hasta el agotamiento del recurso, para permitir que el país sostenga el mismo nivel de vida cuando haya agotado sus recursos. Esta propuesta, basada en la definición de «ingreso» de Hicks, y relacionada con la regla de Hotelling (y, antes, con las reglas de Gray y de Faustmann) en la microeconomía de los recursos naturales (Martínez Alier y Schlüpmann, 1991, Martínez Alier y Roca, 2000), propugna solamente una noción «débil» de sustentabi­lidad. La sustentabilidad débil permite la sustitución del llamado «capital natural» por el capital manufacturado —«sembrar el petróleo», lo que implica, por tanto, una unidad común de medición— mientras la sustentabilidad «fuerte» se refiere al mantenimiento de los recursos y servicios naturales físicos (Pearce y Turner, 1990), lo cual se debe evaluar a través de una batería de indicadores e índices físicos. Por lo tanto, en resumen, en la macroeconomía ecológica,

• la sustentabilidad débil implica una comparabilidad fuerte de valores,

• la sustentabilidad fuerte implica una comparabilidad débil de valores;

y en la evaluación de proyectos,

• el análisis coste-beneficio implica una comparabilidad fuerte de valores,

• la evaluación multicriterial implica una comparabilidad débil de valores.

Se puede presentar la discusión sobre valoración (O’Connor y Spash, 1999) en el marco de la «Curva Ambiental de Kuznets», una supuesta curva en forma de U invertida que, como hemos visto anteriormente, relaciona el ingreso con algunos impactos ambientales (Selden y Song, 1994; Arrow et al., 1995; De Bruyn y Opschoor, 1997). En situaciones urbanas, al crecer los ingresos, efectivamente las emisiones de dióxido de azufre primero se incrementan y luego disminuyen, pero las emisiones de dióxido de carbono de los países se incrementan continuamente con los ingresos. Si algo mejora o algo se deteriora, una posible reacción de un economista convencional podría ser asignar pesos o precios a tales efectos, buscando la conmensurabilidad de los valores. No obstante, la incertidumbre y complejidad de tales situaciones (puede ser que el dióxido de azufre contrarreste el efecto invernadero, por ejemplo) y el hecho de que el precio de las externalidades dependa de relaciones sociales de poder, implica que las cuentas de los economistas sólo van a convencer a los feligreses de la misma escuela.

Al entender que el patrón del uso de los recursos y sumideros ambientales depende de las cambiantes relaciones de poder y de la distribución de los ingresos, entramos en el campo de la Ecología Política, que tiene sus orígenes en la geografía y antropología, y que se define como el estudio de los conflictos ecológicos distributivos. El crecimiento económico lleva a mayores impactos ambientales y a más conflictos (muchas veces fuera de la esfera del mercado). Abundan los ejemplos de la incapacidad del sistema de precios para indicar los impactos ambientales, o (según K. W. Kapp) abundan los ejemplos de exitosas transferencias de costes sociales. Así, todo el mundo (salvo los esclavos) es dueño de su propio cuerpo y salud. Sin embargo, los pobres venden barata su salud cuando trabajan por un jornal en una mina o en una plantación. Los pobres venden barato, no por elección, sino por falta de poder. El uso gratuito de sumideros ha sido explicado en un marco neoricardiano por Charles Perrings, Martin O’Connor y otros autores, mostrando cómo el patrón de precios dentro de la economía sería diferente al suponer diferentes resultados de los conflictos ecológicos distributivos. Como Martin O’Connor ha señalado, es bien posible que un precio cero por extraer recursos o verter desechos no indique una ausencia de escasez sino una relación histórica de poder.

La cascada sin precio de Ludwig von Mises y la contabilidad in natura de Otto Neurath

En la Economía Ecológica y en la ecología humana, en la agroecología, la ecología urbana y en el nuevo campo de la ecología industrial, durante los últimos veinte años se ha realizado mucho trabajo sobre el «metabolismo social» (Fischer-Kowalski, 1998, Haberl, 2001), es decir, medir los insumos de energía y materiales en la economía, y también los desechos producidos. En los trabajos sobre metabolismo social se pretende crear una tipología de sociedades caracterizadas por diferentes patrones de flujos de energía y materiales. En la Economía Ecológica y en la ecología industrial, el estudio del «metabolismo social» está relacionado con los actuales debates sobre la «desmaterialización» de la economía. Este campo de estudio fue iniciado (en mi opinión) en la obra de 1912 de Josef Popper-Lynkeus (escrita en Viena), sobre el análisis del flujo de energía y materiales en la economía.

Como hemos visto, la Economía Ecológica difiere de la economía ortodoxa en tanto que insiste en la incompatibilidad entre el crecimiento económico y el mantenimiento a largo plazo de los recursos y servicios ecológicos. Los economistas ecológicos abordan ciertamente el problema de la traducción de los servicios y daños ecológicos a valores monetarios pero van más allá de lo meramente crematístico al proponer indicadores físicos y sociales de la falta de sustentabilidad. Estamos frente a la inconmensurabilidad de valores en un contexto de incertidumbres inevitables. Más que buscar la internalización de las externalidades en el sistema de precios o de valorar crematísticamente los servicios ambientales en mercados reales o ficticios, los economistas ecológicos reconocemos el «fetichismo de las mercancías», incluso el «fetichismo de las mercancías ficticias» de los métodos de valoración contingente. Esto representa un posible nexo entre el marxismo y la Economía Ecológica.

Los marxistas analizan los conflictos entre clases sociales e ignoran o descuidan los aspectos ambientales. Esto es un error. Engels rechazó el intento de Podolinsky en 1880, de introducir en la economía marxista el estudio de los flujos de energía. Aunque Marx adoptó la noción de «metabolismo» (Stoff­wechsel) para describir la circulación de mercancías y también las relaciones humanas con la naturaleza (Martínez Alier y Schlüpmann, 1987: 220-226, Foster, 2000), los marxistas no emprendieron el estudio de la ecología hu­mana en términos de los flujos energéticos y materiales. Kautsky pudo haber discutido en detalle el uso de energía en la agricultura, pero no lo hizo. Rosa Luxemburgo, quien veía las relaciones entre el mundo industrial y el Tercer Mundo de manera similar al presente libro, no realizó un análisis de los flujos de energía y materiales. Al fin y al cabo eran economistas, aunque economistas marxistas. Además, como marxistas, quizás temieran que la introducción de la ecología implicaba la «naturalización» de la historia humana, y de hecho ha habido intentos de hacer esto, desde el malthusianismo (tendencia «natural» al crecimiento exponencial de la población humana) hasta la sociobiología. No obstante, la introducción de la ecología en la historia humana no naturaliza la historia, más bien historiza a la ecología. El uso exosomático de la energía y materiales por parte de los humanos depende de la tecnología, la economía, la cultura y la política. La demografía también está relacionada con las estructuras y percepciones sociales cambiantes, y es un sistema reflexivo, en tanto que los patrones de migración humana dependen de la economía, la política, las leyes y la policía de fronteras, más que de imperativos naturales.

El estudio de 1912 por Popper-Lynkeus sobre los flujos energéticos y materiales no está, por tanto, dentro de la tradición marxista. Se han propuesto muchos esquemas para garantizar la seguridad económica bajo la forma de una renta básica o de una asignación de bienes de subsistencia. Uno de los primeros, fue el propuesto en la notable obra de Popper-Lynkeus sobre el análisis de flujos energéticos y materiales, que al mismo tiempo criticó también la economía convencional desde una perspectiva neomalthusiana, llegando a una propuesta «utópica práctica» de un sistema económico que se dividiría en dos sectores: el sector de subsistencia, fuera de la economía del mercado, y un segundo sector donde habría transacciones monetarias y un mercado laboral libre. La dimensión del sector de mercado estaría sujeta a una restricción de sustentabilidad ecológica (en palabras de hoy). Por ejemplo, Popper-Lynkeus discutió detalladamente la sustitución de la energía del carbón por la de la biomasa. Fue pesimista. En el sector de subsistencia, lo esencial del sustento en cuanto a alimentación, vestimenta y vivienda sería entregado en especie a todos (hombres y mujeres, separadamente) como fruto del trabajo realizado durante algunos años (cuidadosamente calculado) de servicio universal en un «ejército» ciudadano de trabajadores sin sueldo. Las bases de la obra de Popper-Lynkeus fueron el ideal de seguridad económica para todos y el enfoque ecológico.

Las propuestas actuales sobre un ingreso básico para todos los ciudadanos (Van Parijs, 1995) eliminan el servicio laboral obligatorio (para el sector de subsistencia) propuesto por Popper-Lynkeus y por otros autores «utópico-prácticos» de hace cien años. Esto es positivo. Pero los partidarios de la «renta básica» a veces se olvidan de incluir consideraciones ecológicas y demográficas, y en este sentido son menos relevantes que Popper-Lynkeus, quien, por ejemplo, analizó las cifras de Kropotkin sobre las cosechas de patatas en los invernaderos de Guernsey y Jersey, y criticó el optimismo de Kropotkin porque éste olvidaba tomar en cuenta la energía necesaria para calentar los invernaderos. En los debates sobre la sustentabilidad en los países del Sur donde la pobreza masiva y la falta de consumo son temas agudos, aparece a menudo la idea de un «piso de dignidad» para todos (como lo expresan la Red de Ecología Social de Uruguay y el Instituto de Ecología Política de Chile) o, lo que es lo mismo, una lifeline gratuita de agua y electricidad como argumentan los activistas de Soweto en Johannesburgo (ver capítulo VIII).

Es bien conocido entre los filósofos analíticos que Popper-Lynkeus in­fluyó en el Circulo de Viena y en particular en Otto Neurath, en distintos aspectos. En primer lugar, Popper-Lynkeus, ingeniero de formación, escribió ensayos sobre la historia de la termodinámica en los cuales insistió en la estricta separación entre las proposiciones científicas y metafísicas, lamentándose de las diatribas religiosas de Lord Kelvin basadas en la Segunda Ley y en una (dudosa) teoría sobre la fuente de energía en el sol. Por otra parte, Popper-Lynkeus (junto con Ballod-Atlanticus) influyó en la visión positiva de Neurath acerca de las utopías prácticas. La elaboración de «historias del futuro» creíbles requería que se unieran las perspectivas y hallazgos de las diferentes ciencias y que se eliminaran las contradicciones entre ellas. Finalmente, Popper–Lynkeus desarrolló un fuerte ataque contra la economía convencional que adoraba el mercado y se olvidaba tanto de las necesidades de los pobres como de los flujos energéticos y materiales.

La contribución de Otto Neurath al debate sobre las relaciones entre el medio ambiente y la economía, la conexión entre los escritos económicos de Neurath y la obra de Popper-Lynkeus de 1912, y el vínculo entre la posición de Neurath en el debate sobre el cálculo de valores en una economía socialista a partir de 1920 y la inconmensurabilidad de valores en la Economía Ecológica actual, han sido explorados en detalle sólo en los últimos años (Martínez Alier y Schlüpman, 1987, O’Neill, 1993). De hecho, deberían haber sido más conocidos pues la influencia de Neurath fue reconocida explícitamente en algunos artículos del economista K. W. Kapp, el autor de «Los costes sociales de las empresas privadas» (1950). Las ideas de Neurath también fueron resumidas en varias páginas del famoso libro Economía y Sociedad de Max Weber. Es más, los comentarios negativos de Hayek (1952) acerca de los «ingenieros sociales», metieron en el mismo saco a Patrick Geddes, Lewis Mumford, Frederick Soddy, Otto Neurath por compartir la visión de la economía como «metabolismo social». Además, la posición pro mercado de Hayek en el debate sobre el cálculo de valores en una economía socialista era bien conocida desde 1930. Como dice John O’Neill, el debate actual sobre la economía y ecología puede ser visto como una muy larga y tardía nota al pie del debate sobre el cálculo de valores en una economía socialista a partir de 1920.

 

Así pues, las argumentaciones sobre la inconmensurabilidad económica y su lugar en la toma de decisiones no son nuevas en el debate económico. El debate sobre el cálculo de valores en una economía socialista tuvo lugar en Europa central (Hayek, 1935) tras la primera guerra mundial, cuando parecía pertinente debido a la ola de revoluciones en Europa Central y del Este. Neurath, filósofo, economista, teórico social (quien luego fue el líder del Círculo de Viena) explicó la esencia de la inconmensurabilidad económica a través del siguiente ejemplo. Consideremos dos fábricas capitalistas que logran el mismo nivel de producción de un mismo tipo de producto, la una cuenta con 200 obreros y 100 toneladas de carbón, la segunda usa 300 obreros y 40 toneladas de carbón. Las dos compiten en el mercado y la fábrica que usa el método «más económico» obtendrá una ventaja. Sin embargo, en una economía socialista (en la cual los medios de producción están socializados), a fin de comparar dos planes económicos que alcancen el mismo resultado pero con diferentes intensidades energéticas y laborales, deberíamos asignar un valor actualizado a las necesidades futuras de carbón (y, añadiríamos, también debe asignarse un valor actualizado al incierto impacto futuro de las emisiones de dióxido de carbono). Por ende, debemos fijar no sólo una tasa de descuento y un horizonte temporal, sino también adivinar los cambios de tecnología: uso de la energía solar, hidroeléctrica, nuclear. La respuesta a si deberían usarse métodos intensivos-en-carbón o intensivos-en-mano-de-obra no podía ser dejada al mercado, no sólo porque el mercado de carbón ya no existe en una economía socialista, y no habría precio para el carbón, no sólo porque ya no habría (quizás) un precio para la mano de obra (estas eran objeciones a las que sabían responder von Mises, y luego Lange y Taylor) sino porque no había manera de escapar a los dilemas morales y las incertidumbres tecnológicas involucrados en tales decisiones. En palabras del propio Neurath (en Neurath, 1973: 263), la decisión «depende por ejemplo de si uno piensa que la energía hidráulica puede ser suficientemente desarrollada o la energía solar puede pasar a ser mejor utilizada. Sin embargo, si uno teme que cuando una generación utilice demasiado carbón, miles de personas se congelarán en el futuro, uno podría usar ahora más mano de obra humana y ahorrar carbón. Tales consideraciones no técnicas, determinan la selección de un plan técnicamente calculable... no vemos posibilidad alguna de reducir el plan de producción a un único tipo de contabilidad y luego comparar los diferentes planes en términos de tal unidad». Los elementos de la economía no eran conmensurables.

Los argumentos de Neurath en el debate sobre el cálculo de los valores en una economía socialista fueron contestados por Ludwig von Mises. Para él, el principio del valor subjetivo de uso era lo que importaba. No sólo los valores de los bienes de consumo sino también, indirectamente, los de los insumos a la producción, podían basarse únicamente en valores subjetivos expresados en precios. En la práctica, dependemos de los valores de intercambio determinados en mercados reales. Como lo expresan los fieles discípulos de von Mises:

Él explicaba que los cálculos económicos no serían posibles en una sociedad socialista pura. Los precios surgen del mercado cuando los propietarios privados ofrecen y compiten entre sí por bienes y servicios. Estos precios indican, en forma resumida, la escasez relativa de los insumos de la producción. Por lo tanto, bajo un socialismo pleno en el cual toda propiedad sería pública, no habría precios de mercado. De ahí que los planificadores centrales no contarían con precios que les guíen, ni pistas para ayudarles a decidir qué bienes y servicios producir, o cómo producirlos; serían incapaces de calcular.1

Por otro lado, añado yo, bajo el capitalismo pleno todo el mundo sabe hoy que los mercados no valoran algunos bienes (ni algunos males). Es muy interesante que en la discusión sobre las fuentes alternativas de energía que formó parte de las hostilidades de apertura del debate, von Mises señalara lo siguiente: si consideramos que una central hidráulica sería rentable, no incluiremos en el cálculo de costes el daño que se provocaría a la belleza de las cascadas a menos que la caída en el valor económico debido a la disminución del tráfico de turistas se tome en cuenta. De hecho, debemos tomar en cuenta tales consideraciones al momento de decidir si la obra se construye o no (von Mises, 1922, 1951: 116).2 Entonces, para asignar un precio a la belleza de una cascada, los economistas podrían introducir un sistema de valoración monetaria que ahora se llama el «método del coste de viaje».

En la opinión de von Mises, sin el denominador común de los precios, no sería posible una economía racional. Sin embargo, la posición de von Mises es, en retrospectiva, demasiado estrecha, en particular en el contexto actual de amplia y creciente incidencia de las externalidades. Asimismo hoy aceptamos los méritos de la racionalidad «de procedimiento» como la llamó Herbert Simon (y las soluciones de compromiso) por encima de la racionalidad del objetivo o del resultado (con soluciones «óptimas»).

La cuestión no es si sólo el mercado puede determinar el valor [económico], ya que los economistas vienen debatiendo durante mucho tiempo otros métodos de valoración [económica]; nuestra preocupación tiene que ver con la suposición de que en cualquier diálogo [o conflicto] todas las valoraciones o «numeraires» deban reducirse a una sola escala unidimensional (Funtowicz y Ravetz, 1994: 198).

La complejidad emergente y la ciencia posnormal

La Economía Ecológica, basada en el pluralismo metodológico (Norgaard, 1989), debe evitar totalmente el reduccionismo, debe más bien adoptar la imagen propuesta hace sesenta años por Otto Neurath, de la «orquestación de las ciencias», reconociendo y tratando de reconciliar las contradicciones que surgen entre las diferentes disciplinas que tratan los diversos aspectos de la sustentabilidad ecológica. Por ejemplo, ¿cómo escribir hoy una historia de la economía agrícola industrializada, tomando en cuenta el punto de vista tanto de la economía agrícola convencional como de la agroecología? En algunos lenguajes científicos la agricultura moderna se caracteriza por una menor eficiencia energética, una mayor erosión genética y del suelo, la contaminación del suelo y del agua, inciertos riesgos ambientales y de salud. En otros lenguajes científicos, la agricultura moderna logra mayores niveles de productividad. Otra descripción no equivalente de la realidad agrícola enfatiza la pérdida de las culturas indígenas y sus conocimientos. Existe un choque de perspectivas. Durante los últimos treinta años, a los pioneros de la lógica ambiental de la agricultura campesina de la India como Albert Howard (1940) y del cultivo itinerante como Harold Conklin (1957), se han sumado etnoecólogos y agroecólogos (Paul Richards, Víctor Toledo, Miguel Altieri, Anil Gupta) que defienden los sistemas agrícolas antiguos y la coevolución in situ de semillas y técnicas agrícolas. Se elogian las virtudes del conocimiento tradicional no sólo para la agricultura sino para la pesca artesanal y para el manejo y uso de los bosques. Como dice Shiv Visvanathan, cada persona no sólo es consumidora y ciudadana, también es portadora de un conocimiento amenazado por la modernización.