El ecologismo de los pobres

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No cabe confusión sobre el tema central del libro: la resistencia (local y global), expresada en distintos lenguajes, contra el abuso de la naturaleza y la pérdida de vidas humanas. Por lo tanto, este libro saca a la luz pública las debatidas percepciones sociales de los daños ambientales. Pero este libro no tiene un enfoque constructivista y no puede entenderse sin la base sólida que proveen las ciencias ambientales. Se supone que la lectora o lector tiene un conocimiento básico de conceptos científicos introducidos por los humanos en el curso de la historia, como son «joules y calorías», «metales pesados», «efecto invernadero», «segunda ley de la termodinámica», «distancia genética», o «dióxido de azufre», que no son fáciles objetos de desconstrucción en seminarios de teoría cultural.

En mi libro de 1987 (escrito con Klaus Schlüpmann), sobre la historia de las críticas ecológicas contra la economía, mostré las contradicciones entre la contabilidad económica y la contabilidad energética, e introduje la cuestión de la inconmensurabilidad de valores, lo que ha sido tema principal del trabajo posterior con Giuseppe Munda y John O’Neill. Mi investigación sobre los vínculos entre los conflictos ecológicos distributivos y los conflictos de sistemas de valores se ha construido sobre ideas inicialmente planteadas de manera clara por Martin O’Connor, compartidas y desarrolladas por un grupo coherente de economistas ecológicos incluyendo a Silvio Funtowicz y Jerry Ravetz, los teóricos de la ciencia posnormal. Mi trabajo también le debe mucho a Ramachandra Guha, quien ha escrito varios libros y ensayos sobre los movimientos ecologistas del Norte y del Sur, y en cuya casa y biblioteca en Bangalore terminé este libro en agosto de 2001. También debo mucho a otros amigos, entre ellos, Bina Agarwal, Maite Cabeza, Arturo Escobar, Miren Etxezarreta, Enrique Leff, James O’Connor, Ariel Salleh y Víctor Toledo. El primer borrador de este libro fue escrito en 1999 y 2000, en el Programa de Estudios Agrarios de la Universidad de Yale dirigido por Jim Scott, donde tuve la compañía de Enrique Mayer, Richard Grove, Rohan D’Souza, Arun Agrawal y otros colegas. También recuerdo a varios estudiantes de doctorado de la Escuela de Forestería y Estudios Ambientales de la Universidad de Yale. Agradezco al Grupo de Ecología Social de Viena (proyecto sobre el Sudeste de Asia) su ayuda económica. Agradezco la traducción al castellano de Gerard Coffey, Cecilia Chérrez y Ana Delgado que yo mismo he revisado de manera que esta versión está puesta al día.

He sido, durante los últimos veinte años, una partera principal en los demorados nacimientos de la Economía Ecológica y de la Ecología Política. Tengo un profundo interés en su rápida consolidación, equipadas de revistas, cátedras, programas de doctorado, institutos, fondos de investigación y hasta libros de texto. Más allá de las disputas territoriales universitarias, que tienen su importancia, y mirando hacia un futuro optimista y distante, me interesa también el activismo reflexivo y la investigación participativa en los conflictos ecológicos, sea que calcen o no en una disciplina científica consolidada. Estamos viendo de cerca el crecimiento de un movimiento global por la justicia ambiental que podría llevar a la economía al ajuste ecológico y a la justicia social. Me alegra ser parte de este movimiento. Este libro lo dedico con respeto, con cariño y con agradecimiento a Acción Ecológica de Ecuador.

Este fue uno de los primeros libros publicados sobre el movimiento global de justicia ambiental, que sigue en auge. Los capítulos XII y XIII han sido añadidos en sucesivas ediciones. Agradezco la corrección del texto a Mar Soler y Ediciones Espiritrompa de Lima.

JMA, 2011

I. CORRIENTES DEL ECOLOGISMO 1

Este libro trata del crecimiento del movimiento ecologista o ambientalista, una explosión de activismo que hace recordar el inicio del movimiento socialista y la Primera Internacional, hace casi un siglo y medio. Esta vez, en la sociedad de redes (como la llama Manuel Castells), afortunadamente no hay un comité ejecutivo.

El ecologismo o ambientalismo crece como reacción al crecimiento económico. No todos los ambientalistas se oponen al crecimiento económico. Algunos hasta pueden apoyarlo por las promesas tecnológicas que acarrea. De hecho, no todos los ecologistas piensan y actúan igual. Distingo entre tres corrientes principales que pertenecen todas al movimiento ambientalista y tienen mucho en común: el «culto a lo silvestre», el «evangelio de la ecoeficiencia», y «el ecologismo de los pobres», que son como canales de un solo río, ramas de un gran árbol o variedades de una misma especie agrícola (Guha y Martínez Alier, 1999, 2000). Los antiecologistas se oponen a esas tres ramas del ecologismo, las desprecian o desconocen e invisibilizan. Aquí daré una explicación de esas tres corrientes del ambientalismo, subrayando las diferencias entre ellas. Una característica distintiva de cada una, enfatizada aquí, es su relación con las diferentes ciencias ambientales, tales como la Biología de la Conservación, la Ecología Industrial y otras. Sus relaciones con el feminismo, el poder del estado o la religión, los intereses empresariales, o con otros movimientos sociales, no son menos importantes como rasgos que las definen.

El culto de la vida silvestre

En términos cronológicos, de autoconciencia y de organización, la primera corriente es la de la defensa de la naturaleza inmaculada, el amor a los bosques primarios y a los ríos prístinos, el «culto a lo silvestre» que fue representado hace ya más de cien años por John Muir y el Sierra Club de Estados Unidos. Hace unos cincuenta años, La Ética de la Tierra de Aldo Leopold llamó la atención no sólo hacia la belleza del medio ambiente sino también a la ciencia de la ecología. Leopold se formó como ingeniero forestal. Más tarde, utilizó la biogeografía y la ecología de sistemas, así como sus dones literarios y su aguda observación de la vida silvestre, para mostrar que los bosques tenían varias funciones: el uso económico y la preservación de la naturaleza (es decir, tanto la producción de madera como la vida silvestre) (Leopold, 1970) .

El «culto a lo silvestre» no ataca el crecimiento económico como tal, admite la derrota en la mayor parte del mundo industrializado pero pone en juego una «acción de retaguardia», en palabras de Leopold, para preservar y mantener lo que queda de los espacios naturales prístinos fuera del mercado.2 Surge del amor a los bellos paisajes y de valores profundos, no de intereses materiales. La biología de la conservación, en desarrollo desde 1960, proporciona la base científica para esta primera corriente ambientalista. Entre sus logros están el Convenio sobre Biodiversidad en Río de Janeiro en 1992 (desgraciadamente todavía sin la ratificación de EE UU) y la notable Ley de Especies en Peligro de Extinción en Estados Unidos, cuya retórica apela a los valores utilitaristas pero que claramente prioriza la preservación por encima del uso mercantil. Aquí no necesitamos responder, ni siquiera preguntar, sobre cómo se da el paso de la biología descriptiva a la conservación normativa o en otras palabras, si no sería coherente que los biólogos dejen que la evolución siga su curso hacia una sexta gran extinción de la biodiversidad (Daly, 1999). De hecho, los biólogos de la conservación cuentan con conceptos y teorías (hot spots, especies cruciales) que muestran que la pérdida de la biodiversidad avanza a saltos. Los indicadores de la presión humana sobre el medio ambiente como la HANPP (apropiación humana de la producción primaria neta de biomasa —ver capítulo III) muestran que cada vez menos biomasa está disponible para especies que no sean los humanos o las asociadas con los humanos. Sin embargo, en bastantes países europeos (Haberl, 1997) las áreas de bosque están en aumento, pero esto se debe a la sustitución de biomasa por combustibles fósiles a partir de 1950 y también a la creciente importación de alimentos para el ganado. En cualquier caso, Europa occidental y central es pequeña y pobre en biodiversidad. Lo que importa es si el continuo incremento de la HANPP en Brasil, México, Colombia, Perú, Madagascar, Papúa Nueva Guinea, Indonesia, Filipinas e India, por nombrar algunos de los países con megadiversidad, conducirá a la creciente desaparición de la vida silvestre.

Si no existieran razones científicas, hay sin duda motivos estéticos y hasta utilitarios (especies comestibles y medicinas del futuro), para preservar la naturaleza. Otro motivo podría ser el supuesto instinto de la «biofilia» humana (Kellert y Wilson, 1993, Kellert, 1997). Además, algunos argumentan que otras especies tienen el derecho de vivir: que no tenemos ningún derecho a liquidarlas. A veces este corriente ambientalista apela a la religión como suele suceder en la vida política de Estados Unidos. Puede apelar al panteísmo o a religiones orientales menos antropocéntricas que el cristianismo o el judaísmo, o escoger eventos bíblicos apropiados como el Arca de Noé, que fue un caso notable de conservación ex situ. También existe en la tradición cristiana el caso excepcional de San Francisco de Asís, quien se preocupó por los pobres y algunos animales (Boff, 1998). Más razonable es en América del Norte o del Sur apelar a una realidad más próxima: el valor sagrado de la naturaleza en las creencias indígenas que sobrevivieron a la conquista europea. Por último, siempre hay la posibilidad de inventar nuevas religiones.

La sacralidad de la naturaleza (o de partes de la naturaleza) se toma muy en serio en este libro por dos razones, primero, porque lo sagrado existe realmente en algunas culturas y segundo, porque ayuda a aclarar un tema central de la Economía Ecológica, a saber, la inconmensurabilidad de los valores. No sólo lo sagrado, también otros valores son inconmensurables con lo económico, pero cuando lo sagrado interviene en la sociedad del mercado el conflicto es inevitable, como cuando, en el sentido opuesto, los mercaderes invadían el templo o se vendía indulgencias en la iglesia. Durante los últimos treinta años, el «culto a lo sagrado» ha sido representado en el activismo occidental por el movimiento de la «ecología profunda» (Devall y Sessions, 1985) que pro­pugna una actitud «biocéntrica» ante la naturaleza, a diferencia de una ac­titud antropocéntrica «superficial».3 A los ecologistas profundos no les gusta la agricultura, sea tradicional o moderna, porque la agricultura ha crecido en desmedro de la vida silvestre. La principal propuesta política de esta corriente del ambientalismo consiste en mantener reservas naturales, llámense parques nacionales o naturales o algo parecido, libres de la interferencia humana. Existen gradaciones en cuanto a la cantidad de presencia humana que los territorios protegidos toleran, desde la exclusión total hasta el manejo conjunto con poblaciones locales. Los fundamentalistas de lo silvestre piensan que la gestión conjunta no es más que una manera de convertir la impotencia en virtud, su ideal es la exclusión. Una reserva natural puede admitir visitantes pero no habitantes humanos.

 

El índice HANPP podría volverse políticamente relevante una vez que exista una masa crítica de investigación y un consenso en torno a los métodos de cálculo, y se elucide su relación más exacta con la pérdida de biodiversidad. En este caso un país o región podría decidir reducir su HANPP, digamos del 50 al 20% en un cierto período de tiempo, y también se podría establecer objetivos mundiales, de la misma manera que ahora se establecen o discuten a distintas escalas los límites y cuotas para las emisiones de clorofluorocarbonos (CFC), dióxido de azufre, dióxido de carbono, o la pesca de algunas especies.

Los biólogos y filósofos ambientales son activos en esta primera corriente ambientalista, que irradia sus poderosas doctrinas desde capitales del Norte como Washington y Ginebra hacia África, Asia y América Latina a través de organismos bien organizados como la International Union for the Conservation of Nature (IUCN), el Worldwide Fund for Nature (WWF) y Nature Conservancy. Hoy en día en Estados Unidos no sólo se preserva la vida silvestre, también la restauran a través de la desactivación de algunas represas, la recuperación de los Everglades de la Florida y la reintroducción de lobos en el Parque Yellowstone. Lo silvestre restaurado realmente equivale a una naturaleza domesticada, que tal vez finalmente se convertirá en parques temáticos silvestres virtuales.

Desde finales de los años setenta, el incremento del aprecio por la vida silvestre ha sido interpretado por el politólogo Ronald Inglehart (1977, 1990, 1995) en términos de «posmaterialismo», es decir, como un cambio cultural hacia nuevos valores sociales que implica, entre otras cosas, un mayor aprecio por la naturaleza a medida que la urgencia de las necesidades materiales dis­minuye debido a que ya son satisfechas. Es así que la más prestigiosa revista de sociología ambiental de Estados Unidos, Society and Natural Re­sources, salió de un grupo de estudios sobre el ocio, que entendían el medio ambiente como si fuera un lujo y no una necesidad cotidiana. La membresía del Sierra Club, de la Audubon Society, del WWF y organizaciones similares, se incrementó considerablemente en los años setenta, así que tal vez existió un cambio cultural hacia un mayor aprecio por la naturaleza en una parte de la población de Estados Unidos y otros países ricos. Sin embargo, el término «posmaterialismo» es terriblemente equivocado (Martínez Alier y Hershberg, 1992; Guha y Martínez Alier, 1997) en sociedades como la de Estados Unidos, la Unión Europea, o Japón, cuya prosperidad económica depende del uso per cápita de una cantidad muy grande de energía y materiales, y de la libre disponibilidad de sumideros y depósitos temporales para su dióxido de carbono.

Según las encuestas, la población de Holanda se encuentra en la posición más alta de la escala de valores sociales llamados «posmaterialistas» (Ingle­hart, 1995), pero la economía de Holanda depende de un gran consumo per cápita de energía y materiales (World Resources Institute, et al., 1997). Al contrario de Inglehart, yo planteo que el ambientalismo occidental no creció en los años setenta debido a que las economías hubieran alcanzado una etapa «posmaterialista», sino precisamente por lo contrario, es decir, por las preocupaciones muy materiales sobre la creciente contaminación química y los riesgos o incertidumbres nucleares. Esta perspectiva materialista y conflictiva del ambientalismo ha sido propuesta desde los años setenta por sociólogos estadounidenses como Fred Buttel y Allan Schnaiberg.

La organización Amigos de la Tierra nació hacia 1969, cuando el director del Sierra Club, David Brower, se molestó por la falta de oposición del Sierra Club a la energía nuclear (Wapner, 1996: 121). Amigos de la Tierra tomó su nombre de unas frases de John Muir: «La Tierra puede sobrevivir bien sin amigos, pero los humanos, si quieren sobrevivir, deben aprender a ser amigos de la Tierra». La resistencia a la hidroelectricidad en el oeste de Estados Unidos, tal como la ejercía el Sierra Club, iba de la mano de la defensa de bellos paisajes y espacios silvestres en famosas luchas en defensa de los ríos Snake, Columbia y Colorado. La resistencia a la energía nuclear se iba a basar, en los años setenta, en los peligros de la radiación, la preocupación por los desechos nucleares y los vínculos entre los usos militar y civil de la tecnología nuclear. Hoy, el problema de los depósitos de desechos nucleares es cada vez más importante dentro de Estados Unidos (Kuletz, 1998). Ahora, con ya más de treinta años a sus espaldas, Amigos de la Tierra es una confederación de diversos grupos de distintos países. Algunos se orientan a la vida silvestre, otros se preocupan por la ecología industrial, otros están involucrados sobre todo en los conflictos ambientales y de derechos humanos provocados por las empresas transnacionales en el Tercer Mundo.

Amigos de la Tierra de Holanda logró un reconocimiento importante a inicios de los años noventa debido a sus cálculos sobre el «espacio ambiental», demostrando que este país estaba utilizando recursos ambientales y servicios mucho más allá de su propio territorio (Hille, 1997), y un concepto como la «deuda ecológica» (ver el capítulo X) se incorporó a finales de los noventa a los programas y campañas internacionales de Amigos de la Tierra. Estamos lejos del «posmaterialismo».

El evangelio de la ecoeficiencia

Aunque las corrientes del ecologismo están entrelazadas, el hecho es que la primera corriente, la del «culto a lo silvestre», ha sido desafiada durante mucho tiempo por una segunda corriente preocupada por los efectos del crecimiento económico, no sólo en las áreas prístinas sino también en la economía industrial, agrícola y urbana, una corriente bautizada aquí como «el credo (o evangelio) de la ecoeficiencia», que dirige su atención a los impactos ambientales y los riesgos para la salud de las actividades industriales, la urbanización y también la agricultura moderna. Esta segunda corriente del movimiento ecologista se preocupa por la economía en su totalidad. Muchas veces defiende el crecimiento económico, aunque no a cualquier coste. Cree en el «desarrollo sostenible» y la «modernización ecológica», en el «buen uso» de los recursos. Se preocupa por los impactos de la producción de bienes y por el manejo sostenible de los recursos naturales, y no tanto por la pérdida de los atractivos de la naturaleza o de sus valores intrínsecos. Los representantes de esta segunda corriente apenas utilizan la palabra «naturaleza», más bien hablan de «recursos naturales» o hasta de «capital natural» o «servicios ambientales». La pérdida de aves, ranas o mariposas «bioindica» algún problema, como así lo hacía la muerte de canarios en los cascos de los mineros de carbón, pero esas especies, como tales, no tienen un derecho indiscutible a vivir. Éste es hoy un movimiento de ingenieros y economistas, una religión de la utilidad y la eficiencia técnica sin una noción de lo sagrado. Su templo más importante en Europa en los años noventa ha sido el Instituto Wuppertal, ubicado en medio de un feo paisaje industrial. A esta corriente se la llama aquí el «evangelio de la ecoeficiencia» en homenaje a la descripción de Samuel Hays del «Movimiento Progresista por la Conservación» de Estados Unidos entre los años 1890 y 1920 como el «evangelio de la eficiencia» (Hays, 1959). Hace un siglo, el personaje más conocido de este movimiento en Estados Unidos fue Gifford Pinchot, formado en los métodos europeos del manejo científico forestal; pero esta corriente también tiene raíces fuera de lo forestal, en los muchos estudios realizados en Europa desde mediados del siglo XIX sobre el uso eficiente de la energía y sobre la química agrícola (los ciclos de nutrientes), por ejemplo cuando en 1840 Liebig advirtió sobre la dependencia del guano importado, o cuando en 1865 Jevons escribió su libro sobre el carbón, señalando que una mayor eficiencia de las máquinas de vapor podría, paradójicamente, conducir a un mayor uso de carbón al abaratarlo dentro de los costes de producción. Otras raíces de esta corriente pueden encontrarse en los numerosos debates del siglo XIX entre ingenieros y expertos en salud pública en torno a la contaminación industrial y urbana.

Hoy, en Estados Unidos y más aún en la sobrepoblada Europa donde queda poca naturaleza prístina, el credo de la «ecoeficiencia» domina los debates ambientales tanto sociales como políticos. Los conceptos claves son las «Curvas Ambientales de Kuznets» (el incremento de ingresos lleva en primer lugar a un incremento en la contaminación, pero al final conduce a su reducción), el «Desarrollo Sostenible» interpretado como crecimiento económico sostenible, la búsqueda de soluciones «ganancia económica y ganancia ecológica» (win-win), y la «modernización ecológica» (un término inventado por Martin Jaenicke, 1993, y por Arthur Mol, quien estudió la industria química holandesa (Mol, 1995, Mol y Sonnenfeld, 2000, Mol y Spargaren, 2000). La modernización ecológica camina sobre dos piernas: una económica, ecoimpuestos y mercados de permisos de emisiones; la otra tecnológica, apoyo a los cambios que llevan a ahorrar energía y materiales. Científicamente, esta corriente descansa en la economía ambiental (cuyo mensaje es resumido en «lograr precios correctos» a través de «internalizar las externalidades») y en la nueva disciplina de la Ecología Industrial que estudia el «metabolismo industrial», que se desarrolló tanto en Europa (Ayres y Ayres, 1996, 2001) como en Estados Unidos (precisamente la Escuela Forestal y de Estudios Ambientales de la Universidad de Yale, fundada bajo el auspicio de Gifford Pinchot, edita el excelente Journal of Industrial Ecology).

Así, la ecología se convierte en una ciencia gerencial para limpiar o remediar la degradación causada por la industrialización (Visvanathan, 1997: 37). Los ingenieros químicos están particularmente activos en esta corriente. Los biotecnólogos intentaron entrar en ella con sus promesas de semillas diseñadas que prescindirían de los plaguicidas y a lo mejor sintetizarían nitrógeno de la atmósfera, aunque ya encontraron una resistencia pública a los organismos genéticamente modificados (OGM). Indicadores e índices como el uso de materiales por unidad de servicio (MIPS en inglés) y la demanda directa y total de materiales (DMR/TMR) (ver el capítulo III) miden el progreso ha­cia la «desmaterialización» en relación con el Producto Interno Bruto (PIB) o incluso en términos absolutos. Las mejoras en ecoeficiencia a nivel de una empresa son evaluadas a través del análisis del ciclo de vida de productos y procesos, y de la auditoría ambiental. Efectivamente, la «ecoeficiencia» ha sido descrita como «el vínculo empresarial con el desarrollo sostenible». Más allá de sus múltiples usos para el «lavado verde», la ecoeficiencia lleva a un muy valioso programa de investigación de relevancia mundial sobre el gasto de materiales y energía en la economía y sobre las posibilidades de desvincular el crecimiento económico de su base material. Tal investigación sobre el metabolismo social tiene una larga historia (Fischer-Kowalski, 1998, Haberl, 2001). Hay un lado optimista y un lado pesimista (Cleveland y Ruth, 1998) en el «gran debate sobre la desmateria­­­li­zación» que ahora se está iniciando.

La clasificación de las corrientes de un movimiento, como proponemos en este capítulo, tiende a molestar a la gente que intenta nadar en sus torbellinos. No obstante, una reciente historia del ambientalismo estadounidense (Shabecoff, 2000) empieza así: «Hace un siglo, en medio de una tormenta en las alturas de Sierra Nevada, un hombre flaco y barbudo ascendió a la cima de una conífera que oscilaba fuertemente para, según explicó, disfrutar del placer de cabalgar el viento. Unos pocos años más tarde, el primer jefe del servicio forestal del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, un patricio ingeniero forestal formado en Europa, andaba a caballo por el parque Rock Creek, de Washington D. C., cuando repentinamente se le ocurrió una idea. Se percató de que la salud y la vitalidad de la nación dependían de la salud y vitalidad de los recursos naturales» (Shabecoff, 2000:1) Es fácil adivinar que los dos personajes descritos son John Muir y Gifford Pinchot, y es usual que se explique así la diferencia entre ellos: en el primer caso, una reverencia trascendental hacia la naturaleza, en el segundo caso, la gestión científica de los recursos naturales para lograr su uso permanente. Resulta más polémica la inclusión por Shabecoff de un tercer personaje en el nacimiento del ambientalismo en Estados Unidos, un partidario de Pinchot, a saber, el presidente Teodoro Roosevelt, un hombre que distó mucho de ser un ecopacifista. A esta lista de tres, se suele añadir otros grandes precursores (G. P. Marsh) y grandes sucesores (Aldo Leopold, Rachel Carson, Barry Commoner). Aunque hay que reclamar que se incluya a Lewis Mumford, y hay que destacar otras tradiciones del ambientalismo, incluyendo la imponente figura en las Américas de Alexander von Humboldt hace dos siglos, la genealogía del ambientalismo estadounidense está muy bien establecida y difícilmente se va a modificar. Han sido dos, pues, las corrientes principales: el «culto a lo silvestre» (John Muir) y el «credo de la ecoeficiencia» (Gifford Pinchot).

 

La historia de la preocupación por el medio ambiente es más complicada de lo que he relatado hasta aquí. Alrededor de 1900, Estados Unidos, como el resto de la sociedad occidental, asumió un compromiso con la idea del progreso, dominaba el utilitarismo. La civilización estadounidense emergía de su mentalidad fronteriza, en la cual parecía normal disparar contra cualquier cosa viviente. Por ejemplo, el ornitólogo Frank Chapman instituyó el conteo navideño de aves en 1905 para despertar a la opinión pública contra las competencias de tiro en el Año Nuevo que todavía eran comunes, de la misma manera que las matanzas anuales de serpientes cascabel siguen siendo un deporte local en el sudoeste. Hubo también quejas de pescadores deportivos contra la contaminación de los arroyos y contra las represas, y también se criticó la deforestación y el exterminio del bisonte. Nació el movimiento Audubon (1896), que resultó más influyente que el Sierra Club en esa época.4 Por lo tanto la simplificación del combate «John Muir vs. Gifford Pinchot» no hace justicia a la riqueza del ambientalismo de Estados Unidos, deja de lado una parte de la historia. Por ejemplo, tanto en Europa como en Estados Unidos existieron críticos ecológicos de la economía desde mediados del siglo XIX en adelante, a los cuales dediqué un libro entero hace quince años. ¿Por qué no citar de nuevo, entre los autores estadounidenses, al economista Henry Carey que se lamentaba de la pérdida de fertilidad agrícola? ¿Por qué no citar la «Carta a los Profesores de Historia de Estados Unidos» de Henry Adams con su discusión (de segunda mano) sobre entropía y economía? ¿Por qué no citar el «im­­pe­rativo energético» del mentor de Henry Adams, Wilhelm Ostwald?: «No desperdicies ninguna energía, aprovéchala» (Martínez Alier y Schlupmann, 1991).

En el contexto colonial europeo, Richard Grove explicó los intentos de los franceses e ingleses para preservar los bosques que se remontan a finales del siglo XVIII en algunas pequeñas islas azucareras como Mauricio donde parece que la receta fue de nueve porciones de caña de azúcar por cada porción de bosque preservado —una proporción mejor que los españoles en el occidente de la Cuba colonial o los estadounidenses en la Cuba oriental poscolonial a principios del siglo XX. Tal como Richard Grove cuenta la historia, la creencia en la teoría francesa de «desecación» que señalaba la deforestación como la causa del descenso de lluvia condujo a que ya en 1791 se aprobara en la isla caribeña de San Vicente, una legislación para preservar algunos bosques «para atraer la lluvia».5 Esta política ambiental, también practicada en otras islas como Santa Elena bajo la doctrina de Pierre Poivre y otros observadores y administradores coloniales, se implementó 120 años antes de que Gifford Pinchot ingresara en Yale. En el Brasil, José Augusto Padua (2000) explica la conciencia explícita que existió desde los inicios del siglo XIX en autores y políticos (relativamente fracasados) como José Bonifacio sobre los vínculos entre la esclavitud, la minería y la agricultura de plantaciones que arruinó la selva de la costa atlántica. Sin embargo, a pesar de todos estos precedentes, pese a los muchos autores de fuera de Europa y Estados Unidos, a pesar también de las complejidades de la preocupación ambiental dentro de Estados Unidos, para los propósitos de este libro reitero la opinión de que las dos corrientes ecologistas que dominan no sólo en Estados Unidos sino en el escenario mundial son «el culto a lo silvestre» y «el credo de la ecoeficiencia» (este último con mucho aporte europeo en las dos últimas décadas). Los verdes alemanes, que eran internacionalistas, se unieron al movimiento europeo de la ecoeficiencia. En 1998, el director ejecutivo de la Agencia Ambiental Europea, mi amigo Domingo Jiménez Beltrán, dio un discurso en el Instituto Wuppertal titulado «Ecoeficiencia, la respuesta europea al desafío de la sustentabilidad». Le contesté diciéndole que yo escribiría un libro sobre «Ecojusticia, la respuesta del Tercer Mundo al desafío de la sustentabilidad». Éste es el libro.

Según Cronon, «durante décadas la idea de lo silvestre ha sido un principio fundamental —de hecho, una pasión— del movimiento ambiental, en particular de Estados Unidos» (Cronon 1996: 69). Parece existir una afinidad entre «lo silvestre» y la mentalidad estadounidense (Nash, 1982). Sabemos, sin embargo, que en lo silvestre hay mucho que es poco «natural». En este sentido, como Cronon muestra (también Mallarach, 1995), los «parques nacionales» se establecieron después del desplazamiento o eliminación de los pueblos nativos que vivían en estos territorios. El parque Yellowstone no fue el resultado de una concepción inmaculada. No obstante, la relación entre sociedad y naturaleza en Estados Unidos ha sido vista en términos, no de una cambiante y dialéctica historia socioecológica, sino de una reverencia profunda y permanente por «lo silvestre». Yo creo, más bien, en la tesis de Trevelyan, de que el aprecio por la naturaleza creció en forma proporcional a la destrucción de los paisajes provocada por el crecimiento económico (Guha y Martínez Alier, 1997: XII).

También se ha argumentado no sin razones que en Estados Unidos, la segunda corriente, la de la conservación y uso eficiente de los recursos naturales, precede a la primera corriente, preocupada por la preservación de (partes de) la naturaleza, una cronología plausible debido a la rápida industrialización de Estados Unidos a finales del siglo XIX. Así, Beinart y Coates (1995: 46) en su breve historia ambiental comparativa de Estados Unidos y Sudáfrica, consideran la preservación de lo silvestre como una idea más reciente que la corriente de la ecoeficiencia. Escriben lo siguiente: «cuando la ética utilitarista (de Pinchot) dominaba, ese otro pequeño afluente preservacionista, no más que un arroyuelo en ese entonces, merecía atención porque se convertiría en el canal principal del ambientalismo moderno». Samuel Hays, experto en la historia de problemas urbanos y de salud en Estados Unidos, concuerda con lo anterior (Hays, 1998: 336-337).