El ecologismo de los pobres

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La idea central para Martínez Alier es cuestionar la idea confusamente presente en las sociedades contemporáneas, de que sus economías serían posindustriales, es decir que su crecimiento ya no estaría más directamente en correlación con el incremento de los recursos materiales movilizados. Es lo que la teoría económica llama «disociación», un término ampliamente utilizado por los defensores del desarrollo sostenible débil y de lo que llamamos «ecomodernismo»:17 se podría crecer sin pedirle demasiado a la naturaleza, a través de dispositivos de transferencia tecnológica, y especialmente gracias a la creación de riqueza inmaterial. En términos más generales, es un presupuesto latente de los paradigmas económicos dominantes, ya que según ellos, el crecimiento no está específicamente en correlación con un suministro de energía o de materias primas —la energía no es más que un mercado entre muchos otros—,18 y sobre todo, el capital puede sustituirse idealmente por los recursos, como principal factor de producción. Martínez Alier menciona, en varias ocasiones, estudios que demuestran que, incluso para las naciones de Europa, el volumen de la economía y el volumen de materias manipuladas evolucionan a la par —salvo casos específicos y temporarios.19 Más significativamente, el crecimiento económico de los países desarrollados se basa en movimientos de materias que van desde el Sur hacia el Norte, por lo que se valida la hipótesis inicial: la economía es un subsistema en los intercambios metabólicos planetarios, a pesar de los artificios intelectuales desplegados desde hace más de un siglo para convencerse de lo contrario. Esta hipótesis se convierte en indicación metodológica: hay que buscar de dónde viene el suministro de material primario que hace funcionar una estructura técnica y económica, estudiar las relaciones de fuerzas que produce, el daño, el perjuicio que implica, y cómo configura la división del trabajo en las regiones involucradas en este suministro de material primario.

Esta indicación del método toma luego un significado teórico más general, ya que el concepto de valor resulta transformado. En efecto, Martínez Alier nos lleva a tomar conciencia de la abstracción del concepto económico de valor haciendo hincapié en el hecho de que la producción de la riqueza siempre debe ser puesta en correlación con fenómenos de orden espacial, temporal y biológico. Es el sentido de los ejemplos que hemos seleccionado anteriormente para ilustrar esta economía de la naturaleza: la producción primaria neta de biomasa integrada a la economía siempre corresponde a superficies de tierra cultivadas en la superficie —en el caso de la agricultura— o almacenadas —en el caso de las energías fósiles—. Corresponde también a la temporalidad propia de los ciclos biológicos y climáticos, pero igualmente a la del trabajo: el acceso a las energías fósiles puede ser pensado como tiempo ganado en el ritmo de formación del carbón explotable, y el diferencial entre el costo de la mano de obra entre el Norte y el Sur equivale al tiempo ahorrado por las economías del Norte.20 El contraste con el pensamiento económico liberal es fundamental: el valor toma aquí una dimensión sustancial, irreducible a lo que mide el sistema de precios, ya que el orden económico está insertado en una realidad espacio-temporal viva —la misma realidad en la que se despliega la acción social—. Como otros trabajos llevados a cabo en campos teóricos diferentes,21 El ecologismo de los pobres nos permite echar una mirada nueva sobre el concepto económico de valor: su definición temporal vía el concepto de valor-trabajo, fue enterrado por los neoclásicos, y somos ahora capaces de pensar un valor-espacio, es decir, una correlación entre la riqueza económica y las superficies de tierra movilizadas para adquirirla. La ausencia de este valor-espacio en el referencial económico dominante es un olvido central, que Martínez Alier permite tomar en cuenta, y sobre el cual volveremos.

Hábitat, subsistencia, mercado

Los primeros elementos metodológicos y teóricos se fijan en el texto con la forma de una expresión que rápidamente se convierte en la clave conceptual del libro: conflictos de distribución ecológica. Esta fórmula designa los conflictos relacionados con la desigual distribución global del esfuerzo ecológico para el crecimiento y las estructuras sociales —legales y técnicas, especialmente— que permiten leerlos, haciendo de ellos el objeto central que debe ser analizado. La contabilidad de la naturaleza a la que procede la economía ecológica solo vale si ponemos en el centro de este enfoque un diferencial de la riqueza, típicamente entre Norte y Sur, estructurando las relaciones comerciales, políticas, jurídicas y, por supuesto, ecológicas. Esta decisión podría resumirse elegantemente en esta famosa declaración atribuida a Gandhi: «Alcanzar su prosperidad le ha costado a Gran Bretaña la mitad de los recursos de este planeta. ¿Cuántos planetas requeriría un país como la India?».

Los conflictos de distribución ecológica se refieren a las fricciones que se producen de alguna manera en la raíz de cualquier ciclo económico, en la raíz del valor, cuando el capital se incorpora a la tierra, para usar una expresión de Marx. Este momento inicial de la producción, que nuestro punto de vista europeo tiende a hacernos olvidar, se caracteriza por la apropiación de tierras, espacios, sitios naturales habitados y/o explotados bajo el modo de la economía local de subsistencia, y convertidos en recursos sometidos al régimen nuevo de extracción de ganancia. Este momento corresponde, por lo tanto, a un golpe social y ecológico que la propia Europa vivió a principios del siglo xviii, y que los pensadores socialistas habían descripto antes que los historiadores económicos. La consagración de la propiedad individual y su desigual distribución social, la movilización creciente de las fuerzas humanas y naturales, el despliegue de las técnicas industriales y la fijación del trabajo y del capital en la máquina, configuraron, en efecto, de forma duradera, las relaciones entre sociedad, poder y naturaleza en el mundo moderno.22

Pero este momento inaugural, contrariamente a la manera con la que se lo describe a veces, no fue un desastre absoluto: el contramovimiento de protección de las comunidades sociales, tan brillantemente descripto por Karl Polanyi en La gran transformación, permitió construir el Estado social, cuyos efectos comenzaron a sentirse a finales del siglo xix.23 La limitación del poder destructivo del mercado por la invención de los derechos sociales corresponde, entonces, para Polanyi, a un momento de toma de conciencia por parte del propio mundo social, de sus vulnerabilidades, sus tensiones internas, es decir, de un modo de existencia dinámica que las ciencias sociales pudieron luego describir. La concepción de la «sociedad» como fuerza reflexiva, capaz de politizar sus patologías y de identificar las causas de las mismas, dimana por supuesto del choque causado por la utopía del mercado libre combinado con el poder de la máquina, pero más generalmente de la incorporación por el colectivo de las tensiones entre sociedad, poder político y naturaleza.24

El problema es que este movimiento que se apoderó de la Europa industrial y que llevó al compromiso, sin duda frágil pero fundamental, entre capitalismo y democracia, no tiene —por ahora— equivalente en las regiones del mundo que hoy experimentan una extensión del mercado y de la explotación de la naturaleza. No tiene que ver, obviamente, con la incapacidad de las sociedades no europeas para operar el movimiento reflexivo descrito por Polanyi, sino con algunas características geográficas y sociológicas de esta extensión. En efecto, los bosques, los manglares, las periferias mineras y extractivas en general, son poco a poco movilizados e integrados al mercado mundial, sin dejar de ser espacios de baja intensidad geopolítica. Estos espacios son, según el caso, poco poblados, habitados por grupos indígenas ya marginados por el colonialismo de los estados poscoloniales, poco conectados, o simplemente envueltos en técnicas productivas que imposibilitan una concertación, por más mínima que sea, entre trabajadores. Podemos citar como ejemplo las plantaciones extensivas de palma aceitera en el sur de Asia, particularmente en Indonesia, donde el trabajo agrícola está desconectado de las estructuras familiares, donde las técnicas de gestión y el chantaje del desempleo impiden cualquier tipo de movilización, y donde la tierra se reduce a un puro factor de producción, separado del hábitat humano colectivo.25 En el caso de los conflictos entre grupos indígenas y estados, la situación es similar, en la medida en que el reconocimiento de los derechos culturales se pospone constantemente, especialmente cuando estos derechos implican modos de relación con lo viviente y el espacio, que contradicen las ambiciones económicas. El contraste con el escenario europeo, donde la formación de la conciencia obrera ha dado lugar a la elevación —lenta, pero efectiva— del estándar de vida promedio, es asombroso: el golpe ecológico y económico que afecta a las regiones del Sur demora su salida de la marginalidad, y en ciertos aspectos, la situación incluso tiende a empeorar con la llegada de nuevos actores económicos —como China— y con el incremento de las tensiones ecológicas —debidas al cambio climático. Dicho de otra forma, la toma de estos conflictos sobre la producción legal y política de los estados involucrados parece baja o, digamos, debilitada por las coyunturas geográfica, cultural, política y económica.

La dimensión permanentemente inconclusa de las luchas sociales y ecológicas podría parecer en desfase respecto de las conclusiones de la economía ecológica, previamente presentada como el soporte teórico y empírico central. Sin embargo, no es el caso: solo la economía de la naturaleza, es decir, el análisis de los flujos globales de materia traducidos en su equivalente espacial, temporal y biológico, permite entender lo que obstaculiza estas luchas. Este obstáculo atañe al hecho de que el costo espacial, temporal y biológico del desarrollo es asumido por grupos sociales distintos de los que se benefician de dicho desarrollo. Lo que llama la atención es, por un lado, la creciente brecha entre el destino de los recursos producidos para viajar y terminar su carrera en lugares donde su consumo forma parte de la construcción de un mundo social donde reina la abundancia y, por otro, el hecho de que las comunidades locales afectadas por el golpe extractivo están condenadas a seguir siendo marginales en el gran teatro mundial del consumo. La puesta en contacto de estos diferentes grupos existe, la llevan a cabo numerosos movimientos de activistas, pero no cobra la forma de una concientización política del Norte, debido a que su trayectoria política se sigue apoyando sobre esta asimetría. Las mediciones económicas ordinarias no perciben que detrás del intercambio económico monetario están el espacio y el tiempo perdido del otro lado del mundo, así como la destrucción del hábitat y de la subsistencia. Por supuesto, el mercado ya era global en el siglo xix, y las áreas coloniales, ya en esa época, no se beneficiaron de la dinámica de protección social que se desplegó en Europa. Pero esta asimetría ya no se ubica hoy en día dentro de los imperios, que después de todo solo servían para instalarla y mantenerla: pone en tensión relaciones hoy interestatales que son, desde un punto de vista jurídico, teóricamente simétricas, entre iguales. La creatividad indefinida del capital para hacer aparecer y aprovechar nuevas oportunidades de ganancia se despliega entonces, a finales del siglo xx y durante el siglo xxi, en forma de una creciente presión sobre los recursos, semejante presión que conlleva un fenómeno geopolítico nuevo: la separación entre los territorios recién conquistados por el capital —así como los hombres y mujeres que viven allí— y los territorios donde este capital no solo se valorará, sino que resultará en la reproducción de la sociabilidad industrial típica de las primeras décadas del siglo xx. La tierra se convierte, por lo tanto, como nunca en la historia, en la instancia de mayor diferenciación social a escala global, porque la capacidad del capitalismo para crear socialidad se perpetúa extrayendo su apoyo material fuera de sus bases históricas.

 

Esta observación fundamental lleva a plantear dos series de preguntas que, a pesar de sus diferencias, atañen a un problema de diplomacia,26 y con las cuales concluiremos nuestros análisis.

Dos problemas diplomáticos

La primera pregunta se refiere a la situación puntual de la economía ecológica en el contexto de los conflictos de distribución ecológica, es decir, en la tensión entre hábitat, subsistencia y mercado. Martínez Alier conceptualiza este problema a través de la idea de una pluralidad de escalas de valor, que solo muy difícilmente se reducen entre sí. Esta multiplicidad de escalas de valor tiene que ver fundamentalmente con el hecho de que las comunidades locales que comparten la experiencia de un entorno dado y de las posibilidades que este ofrece para el desarrollo material y simbólico, no movilizan por sí mismas la valoración monetaria de los ecosistemas como un argumento central. Para estas, como ya hemos visto, el entorno es primero un hábitat, un espacio asociado a una identidad cultural local, la fuente de la seguridad y familiaridad, así como un paisaje, es decir, un entorno relacionado con valores estéticos, e incluso morales —lo cual explica que haya que preservarlo más allá de valor económico y/o de mercado—. Hay que ir más lejos y afirmar que la naturaleza como hábitat determina su disponibilidad como recurso, y es precisamente lo que niegan, lo que destruyen, las iniciativas industriales descritas y criticadas aquí. Martínez Alier formula entonces un escrúpulo, que consiste en reconocer que el analizador proporcionado por la economía ecológica no abarca totalmente este requerimiento de protección, e incluso que de alguna forma traiciona su contenido sociocultural, puesto que atañe siempre a una racionalidad económica relacionada con las necesidades materiales y su evaluación cuantitativa.27 Para él, la salida de este escrúpulo parece yacer en la implementación de conferencias deliberativas, implicando a las comunidades locales y a los expertos en economía ecológica, donde se decidiría la suerte de un espacio: suntuoso, rehabilitado, explotado en forma comunitaria o no. Estos dispositivos sirven para articular las distintas esferas de valor que se conocen en los conflictos de distribución ecológica, y que los saberes altamente especializados, y muy modernistas, provenientes de la economía solo permiten entender de manera parcial. La pluralidad de los valores asignados a los entornos sería, entonces, finalmente la única instancia que otorgaría a la evaluación monetaria un significado social irreductible a la mera intervención tecnocrática, y que permitiría que la intervención experta de los economistas de la ecología cobrara un sentido democrático.

Los pasajes del libro dedicados a esta pregunta son centrales, aunque bastante cortos, y queda claro que el autor no logra del todo salir de la paradoja que él mismo plantea. Podemos sugerir que esta situación se debe al hecho de que la naturaleza del diferendo que separa a los economistas de los actores locales es subestimada por Martínez Alier. Como quedó recientemente demostrado por numerosos antropólogos, especialmente en América Latina, el encuentro entre la modernidad naturalista industrial y los colectivos implicados en los conflictos ecológicos no se puede reducir a una divergencia de valores.28 La economía ecológica es definitivamente un producto intelectual moderno y, como tal, comparte la misma «ontología»29 que su rival productivista: al no ser una concepción vernácula de los entornos, la ciencia ecológica solo puede intervenir externamente como un saber y un poder que tienden a reconfigurar los usos preexistentes. Desde luego, esto no excluye el diálogo, pero la incorporación de los análisis y recomendaciones de la economía ecológica, por parte de grupos cuyas formas de identificación y relación con el mundo pueden ser distintas que estos marcos típicamente modernos, impone un trabajo de apropiación que puede ser largo y difícil. En este aspecto, el caso de las comunidades indígenas amazónicas es prototípico, ya que allí la idea de una naturaleza autónoma en sus regularidades físicas y biológicas, y desvinculada de las relaciones mágico-religiosas que los hombres mantienen con esta, no existe. En menor medida, los sistemas campesinos en los que domina una relación con la tierra no configurada por la propiedad exclusiva, las relaciones productivas y el intercambio monetario imponen complejas mediaciones en el diálogo con la economía ecológica. En otras palabras, el problema que se presenta no tiene tanto que ver con la puesta en conmensurabilidad de los valores múltiples, sino más bien con el establecimiento de una diplomacia intercultural, o incluso interontológica, entre diferentes grupos y diferentes formas de saber que necesitan unir fuerzas, pero que no disponen de entrada de las modalidades de esta unión.

Este problema se cruza con otro más simple: ¿qué significa volver a insertar la economía en la naturaleza o, mejor aún, en los usos de la naturaleza socialmente experimentados? No cabe duda de que los instrumentos de la economía ecológica no ofrecen soluciones definitivas a estos temas, aunque sí instrumentos de análisis esenciales: sin ella, las patologías de la división global del trabajo no parecen lo que son: una injusta distribución de los esfuerzos medioambientales y la sobreexplotación de entornos de vida. Pero como señala el propio Martínez Alier, estos entornos no valen solo en tanto son traducibles en energía, hectáreas productivas, en materias primas: el hábitat, para usar el término de Polanyi, no es solo «imponderable», difícilmente traducible en el cálculo: también es la instancia sociológica primaria a partir de la cual la subsistencia misma cobra sentido. No es que haya una pertenencia fenomenológica del sujeto en el entorno, en el sentido de Heidegger, sino simplemente que las características vitales de un determinado entorno solo emergen de usos compartidos, de categorizaciones también compartidas de una historia común, de preferencias y de evitación.30 Todas las comunidades afectadas por la integración de recursos al mercado mundial comparten la capacidad de definir su sociabilidad, su libertad, basada en estos montajes de materia, de seres vivos, de historicidad. El shock de esta integración al mercado mundial, ya sea con la llegada de los conquistadores en el siglo xvi o con la implantación de una mina de cobre o carbón, provoca generalmente la comprensión más o menos tardía de esta concepción muy específica de la libertad y la sociedad. En el fondo, recién cuando las condiciones sociales y materiales posibilitaron la desaparición o la alteración del animismo amazónico o del analogismo andino, interviene la toma de conciencia de las especificidades ontológicas de estas formas de coexistencia. Dada la incapacidad de oponer a las fuerzas económicas un movimiento de resistencia eficaz —porque estas fuerzas son extranjeras, en su mayor parte, y violentas cuando resulta necesario—, y por lo tanto la incapacidad de establecer una protección eficaz de esta forma de sociabilidad y de los entornos que la sostienen, no hay más remedio que recurrir a instrumentos asimismo exógenos a su dinámica social propia. Instrumentos que puede ofrecer, por ejemplo, la economía ecológica, que emerge desde el punto de vista de este análisis como la forma de saber moderno mejor armada para extender la aspiración indígena y campesina hacia un socialismo ecológico. Por desgracia, mientras se formula en términos estrictamente indígenas o vernáculos, esta aspiración difícilmente pueda dirigirse de manera eficaz a interlocutores que solo reconocen el lenguaje económico, y allí es donde los trabajos de Martínez Alier y sus colegas cobran sentido. No como una doctrina científica que le brinda a la crítica local un lenguaje conceptual apropiado, sino como una herramienta útil dentro de un juego diplomático, donde se debe formar un espacio intermedio político y ecológico.31 El problema de la pluralidad de los valores es, por lo tanto, una formulación demasiado débil para pensar la posición de los saberes producidos por la economía ecológica en el contexto de la construcción de una ecología política.

El segundo problema diplomático que enfrentamos como resultado de los análisis de Martínez Alier es de mayor escala, puesto que se encuentra con la cuestión climática, es decir, con la globalización conjunta de la economía de los recursos energéticos y de los mayores riesgos ecológicos. El ecologismo de los pobres fue escrito antes de que la cuestión climática subordine todas las demás cuestiones ambientales, y el clima es discutido como una amenaza entre otras; subvalorado, de hecho. Sin embargo, los fenómenos de movilización ecológica que describe, las asimetrías geopolíticas, la tensión en torno a los recursos y la tela de fondo de las contradicciones materiales de la modernidad, fueron confirmados y aumentados por la cuestión climática. Así, Martínez Alier vio emerger, antes de que estalle con la cuestión climática, una nueva configuración geopolítica, un cruce de las cuestiones sociales, geográficas y económicas, que se ha convertido desde entonces en la base empírica y teórica del pensamiento ambiental.32

La cuestión de los combustibles fósiles, desde su lugar tanto en la cadena metabólica global del sistema terrestre como en las economías locales del «hábitat», puede, por lo tanto, tratarse en el marco aquí definido. A principios de los años 2000, la llegada al poder en algunos países de América Latina de candidatos socialistas abrió la posibilidad de una nueva actitud frente a la situación económica y política de estos grandes exportadores de materias primas. En Ecuador, Rafael Correa ganó las elecciones con un programa que se destacó por el ecologismo y la defensa de los derechos indígenas. La articulación entre estas dos promesas se ha vuelto concreta con la intervención de expertos del mundo de la economía ecológica —como Herman Daly. Estos se adueñaron de la controversia central que animó la vida política del país, es decir, la decisión de explotar o no yacimientos de petróleo en el Parque Nacional Yasuní, a la vez reserva natural de bosque primario y reserva indígena poblada por comunidades amazónicas. Para Ecuador, dichas reservas fósiles representarían una importante oportunidad económica, pero cuyo valor entra en contradicción con los principios de conservación del Parque Nacional, así como un principio más general de preservación del clima. Desde 2007, se lanzó la iniciativa Yasuní-ITT: en lugar de convertir esta reserva de combustible fósil en petrodólares, arrasando el bosque y contribuyendo al cambio climático, se trataría de extraer el valor contenido en el no consumo de aquella. Lo que los economistas llamaron las emisiones netas evitadas expresa la idea de que al conservar estas reservas sin explotar, Ecuador se volvería exportador, no de un combustible fósil, sino de una capacidad de absorción del carbono atmosférico, de un capital natural bajo la forma de biodiversidad y sobre todo del valor estimado de las emisiones negativas que este petróleo no quemado representa. Este razonamiento se basa en la idea de que los daños causados por el cambio climático tendrán un costo significativo, y que el petróleo mantenido bajo tierra ahorra estos costos futuros. Ecuador anunció al planeta, en el 2007, que esperaba de la comunidad internacional una compensación por este servicio brindado al clima global, que ascendería aproximadamente a la mitad del valor del petróleo. Por ejemplo, el presidente Correa habló en estos términos en las Naciones Unidas:

 

Ecuador desea transformar las viejas nociones de la economía y el concepto de valor. En el sistema de mercado, el valor solo es el valor de intercambio, el precio. El proyecto Yasuní-ITT se basa en el reconocimiento de un valor no crematístico, que atañe a la seguridad ambiental y al mantenimiento de la biodiversidad global. Este proyecto augura una nueva lógica económica para el siglo xxi, en la que se puede obtener una compensación no para la producción de un bien, sino para la generación de un valor de un nuevo tipo.33

Lamentablemente, este proyecto tuvo que ser abandonado en 2013, ante la falta de respuesta significativa de la comunidad internacional, y Ecuador finalmente abrió para su explotación los yacimientos de petróleo en el Yasuní. A pesar de su decepcionante final, este caso ilustra perfectamente la situación política y filosófica, y por lo tanto diplomática, en la que se encuentran hoy en día muchas naciones periféricas en relación con el desarrollo económico «clásico», industrial. El intento llevado a cabo por Ecuador, y Correa, estaba probablemente condenado al fracaso, pero señala algo que debería estar integrado como un dato central de la economía política del siglo xxi: lo que circula en el mercado con el nombre de mercancías es solo la parte más visible de un intercambio más amplio de servicios, de prestaciones, implicados en el metabolismo tanto geológico como climático del planeta —son materias que están cambiando el clima—, así como en un circuito de bienes y servicios ambientales que deben ser reconocidos como tales. Estos servicios son principalmente el mantenimiento de las funciones reguladoras de la biósfera y la garantía de su funcionamiento futuro, que ejercen una influencia directa sobre la habitabilidad del planeta y, por lo tanto, la seguridad global. Estas prestaciones, que aparecen curiosamente como cantidades negativas en relación con lo que el mercado tal como se le conoce mide habitualmente, constituyen la esfera de referencia que nos tenemos que dar de ahora en adelante para entender la economía política global. El concepto de mercado fue construido para captar solo el intercambio de bienes materiales e inmateriales a través de la noción de precio y mediante la exclusión de este sistema de intercambio que la economía llama a veces «externalidades». Sin embargo, estas externalidades reúnen la otra cara de la mercancía, esto es, en qué participa de los ciclos ecológicos y materiales globales: la contaminación y el riesgo inducido, la pérdida de biodiversidad, los espacios y hábitats perdidos, es decir, el conjunto de las dinámicas socioecológicas comprometidas por las estructuras mismas del mercado.

A partir de esta concepción de un intercambio global de prestaciones ecológicas, del intercambio de mercancías, siendo solo un aspecto incompleto del mismo, tomamos conciencia otra vez de la desigualdad estructural entre las naciones que se benefician de estas prestaciones y las que, situadas en el otro extremo del mundo, las entregan por ahora gratuitamente. El mercado tiene que ser concebido como la institución central que garantiza la separación entre el ciclo mercantil y el ciclo ecológico y, por ende, la asimetría entre las diferentes partes del mundo. El libro de Martínez Alier no dilucida del todo este esquema poseconómico, pero ciertamente da un primer análisis del mismo, y sobre todo, ofrece una parte de los instrumentos conceptuales capaces de entenderlo correctamente. Muchos ambientalistas siguen reacios a traducir las prestaciones ambientales en valor monetario, y en cierto sentido tienen razón, ya que se podría establecer también como objetivo el hacer estallar el poder absoluto de la moneda como unidad de cuenta en el mercado. Pero lo que está en juego es más radicalmente la búsqueda de una disposición diplomática general, en la que las mercancías no aparezcan más como la mediación central en las negociaciones políticas entre estados, pueblos, recursos, entornos. Al ser la moneda la única métrica universal hasta la fecha, es necesario incorporarle el valor de las prestaciones no mercantiles o antimercantiles haciendo, así, perceptible su carácter fundamentalmente reacio a la lógica establecida por el mercado. Hay que extraer de todo ello que la esfera de las prestaciones ecológicas globales constituye una extensión de las prestaciones sociales fundamentales, poco a poco reconocidas en los siglos xix y por el derecho llamado «social»: de la misma manera que la sustancia humana fue protegida por este derecho, el tejido de las relaciones ecológicas y económicas debe ser protegido por un nuevo derecho que se involucre en la circulación de los bienes para captar lo que el mercado excluyó. Mientras que, hasta los años setenta, la sociedad, y mejor aún la sociedad nacional, todavía se presentaba legítimamente como el concepto y la realidad colectiva capaz de trascender el mercado, la fase actual de las tensiones entre el mercado y lo que lo enfrenta probablemente revela una negatividad que solo se deja reducir de manera imperfecta al concepto de sociedad. El reconocimiento político y económico supranacional de estas prestaciones no mercantiles y de carácter protector juega un papel funcionalmente similar al que jugaba antaño el reconocimiento del valor de lo social como espacio de cohabitación de las personas libres. Pero ontológicamente, por así decirlo, la composición de esta «cosa» a proteger tuerce profundamente el concepto de sociedad, especialmente si se le atribuye una dimensión de autonomía radical respecto de las cosas y su fuerza. Por lo tanto, queda claro que los mecanismos de protección ecológica se tienen que entender desde la historia de la cuestión social, tal como la sociología moderna la planteó, precisamente, para hacer valer esta analogía funcional entre protección de la sociedad y protección de este nuevo objeto. Pero es de manera recíproca y absolutamente necesaria identificar correctamente el objeto que nos ocupa, y que otorga a la cuestión social una dimensión material y global que probablemente no tuvo en el pasado. La identificación y la clarificación de estas transformaciones de la cuestión social por la ecología política global le dan a la filosofía política una de sus tareas principales para el futuro.