Shakey

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

«La polio se le metía a la gente hasta los tuétanos», recordaba Rassy. «Lo peor era que los médicos se limitaban a decir: “Buena suerte”, porque nadie sabía qué hacer.» Todavía faltaban unos cuantos años para la vacuna Salk, así que, cuando llegó la «temporada de la polio» a finales del verano, la gente se asustó. «En las ciudades, los más cautelosos preferían caminar a utilizar los tranvías y mantenían la distancia con los demás», relata Scott. «Tanto en el campo como en la ciudad, la gente se despertaba asustada en mitad de la noche preguntándose si aquellos dolores de espalda o de garganta debían su origen a la polio.»

La madrugada del 31 de agosto de 1951, Neil Young, a punto de cumplir seis años, se despertó de repente. El día anterior había ido a nadar con su padre al Río Pigeon y ahora, a la una de la mañana, sus quejidos llamaron la atención de su padre, que estaba leyendo en la cama. Neil sentía un dolor agudo en el omoplato derecho y tenía algo de fiebre. Para cuando llegó el doctor Bill a verlo al mediodía siguiente, ya ni siquiera podía tocarse el pecho con la barbilla y se retorcía de dolor cuando le doblaban las piernas contra el estómago. Al cabo de unas horas Neil estaba tan tieso, escribe Scott, que se movía como «un robot».

El doctor Bill temió que se tratara de la polio y les aconsejó que llevaran al chaval al Hospital para Niños Enfermos de Toronto. Neil, con una mascarilla y aferrado al tren de juguete que su padre le había regalado esa misma mañana, iba estirado en la parte trasera del coche familiar. En la parte delantera viajaban Scott, Bob y Rassy, que, pese a encontrarse postrada en la cama a consecuencia de una operación menor, insistió en acompañarlos. «A Rassy no había desafío que se le resistiera», comentaba Scott. En plena tormenta, Scott se esforzaba por esquivar el intenso tráfico del Día del Trabajo y recorrer los ciento cuarenta y cinco kilómetros que le separaban de su destino.

Al llegar a urgencias, Scott describió los síntomas de su hijo y las enfermeras retrocedieron asustadas. Según relata: «Aquello parecía una escena sacada de la Edad Media cuando alguien decía que tenía la peste». Se llevaron a Neil corriendo para hacerle análisis y Rassy tuvo que salir dos veces porque no podía soportar los alaridos de dolor que daba Neil cuando le extraían una muestra de líquido raquídeo. «Neil no consintió que le pusieran anestesia», recordaba Rassy. «Yo estaba muerta de miedo.»

Al cabo de un rato, un médico confirmó a la familia Young que su hijo había contraído la polio, y una enfermera con una mascarilla se lo llevó en una silla de ruedas para ponerlo en cuarentena. El resto de la familia regresó a Omemee, donde no tardaron en colocarles la señal blanca de cuarentena delante de su casa. Solo a Scott le estaba permitido salir a comprar comida, mientras el resto esperaba junto al teléfono las últimas noticias acerca del estado de Neil. «Pasábamos mucho tiempo abrazándonos unos a otros en mitad de la noche», afirmaba Scott.

Tras seis días angustiosos, a los Young les informaron desde Toronto de que ya podían llevarse a su hijo a casa. Cuando llegaron al hospital, Neil estaba recién salido de un baño desinfectante, con todo el pelo negro de punta. «No me he muerto, ¿verdad?», fue lo primero que dijo. «¡Se alegraba tanto de vernos a todos!», explicaba Rassy. «Las enfermeras le cantaban “Beautiful, Beautiful Brown Eyes”, mientras Neil se alejaba llorando. Ay, Señor, menuda piltrafa estaba hecho; se había quedado en los huesos y ya nunca volvió a engordar.»

Neil pasó ese otoño en casa, convaleciente. «Sabíamos que de aquello no se iba a morir, pero poco más», seguía Rassy. «Ni siquiera sabíamos si volvería a andar, porque tenía la pierna izquierda fuera de sitio.» Toots, la hermana de Rassy, fue a ayudar a cuidar del enfermizo Neil, que se distraía dibujando trenes. «Neil era ambidiestro», recordaba Rassy. «Era imposible distinguir lo que había dibujado con cada mano. Yo le decía: “Tú, de mayor, serás músico o arquitecto”.»

«Cuando por fin empezó a caminar, iba muy despacito», contaba Rassy. «Iba donde el doctor Bill, por ejemplo, que vivía a dos o tres casas de la nuestra, y yo le decía: “Está un poco lejos, ¿no te parece?” Y él me contestaba: “Bueno, siempre me puedo sentar en la acera y hablar con la señora Hoosit”. No quería que le acompañara, porque entonces pensaba que no era algo que pudiera hacer solo, y al final se cayó —¡ay, si lo sabía yo que se iba a caer!—, y todos los vecinos salieron disparados de sus casas para recoger a Neil y que no se hiciera daño. Él no cejó en su empeño y fue a ver al doctor Bill. Cuando a Neil se le mete algo en la cabeza, lo hace, y te aseguro que no lo para ni Cristo.»

Cuando la ropa de invierno empezó a resultar demasiado pesada para el enclenque cuerpecillo de Neil, la familia Young alquiló un chalet en New Smyrna Beach por cien dólares al mes. Salieron de Canadá en coche el 26 de diciembre y llegaron a Florida el día de Año Nuevo de 1952, donde permanecieron hasta el mes de mayo, lo que le permitió a Neil recuperar fuerzas gracias al potente sol y extraer sus primeras impresiones acerca de Estados Unidos.

Tenía mucho miedo. No podía moverme bien; tenía que pasar muchísimo tiempo tumbado y quieto, recostado en la cama apoyado en varios almohadones; y cuando me quedaba dormido, me caía y me hacía daño. Era muy pequeño y no tenía ni puta idea de qué pasaba, solo recuerdo estar allí tumbado, medio paralizado y que el médico vino a verme esa mañana, y ese mismo día nos subimos al coche. Yo iba tumbado en el asiento de atrás, durmiendo. Fuimos a Toronto de un tirón: mi padre al volante y mi madre de copiloto. Era una noche lluviosa, de tormenta. Me ingresaron en el hospital, y fue llegar a la sala de espera —ya con la ropa de hospital y toda la pesca— y venir a por mí para llevarme corriendo a la mesa de operaciones. En seguida me practicaron una punción lumbar, eso que hacen para sacar líquido raquídeo de la columna; fue lo que más me dolió… Seguramente porque no soportaba las agujas.

La polio me dejó el cuerpo medio jodido y el lado izquierdo se quedó un poco tocado; tengo una sensación diferente a la del lado derecho. Si cierro los ojos, la verdad es que no te puedo decir dónde está mi lado izquierdo, pero al cabo de los años me he ido dando cuenta de que casi seguro que está muy cerca del lado derecho… Seguramente a su izquierda.

Creo que por eso empezó a parecer que era ambidiestro, porque la polio me afectó el lado izquierdo y yo creo que era zurdo cuando nací. Así que lo que hice fue utilizar el lado débil como si fuera el dominante, ya que el fuerte había quedado dañado.

Nunca me lo planteé en serio de pequeño, pero creo que, si le hubiera puesto empeño, la arquitectura habría sido pan comido. Lo único que no sé hacer es dibujar; puedo hacer bosquejos, pero son muy básicos, desprovistos de todo detalle. Siempre dibujaba el mismo barco: tenía una proa muy grande que se iba reduciendo poco a poco y acababa en una cosa minúscula con un motor; era como una cuña. La hice así para que sobresaliera del agua, para que pareciera que casi toda la proa fuera como volando, y que solo quedara en contacto con el agua aquella popa tan minúscula, pero no tuve en cuenta para nada cosas como el viento, por ejemplo, je, je. El plano tenía unos fallos garrafales. Me gustaba dibujar las cosas que quería construir; hacía planos para veleros, para lanchas motoras…

Siempre me ha gustado construir cosas. Me gusta tener a gente trabajando, que haya actividad —la creatividad—, que haya gente trabajando y cobrando un sueldo por crear algo, y que se sienta a gusto con lo que hace.

Me gustan Frank Lloyd Wright y Gaudí… Cosas de la arquitectura antigua, como la azteca; los indios y la arquitectura del tipi, que es muy básica, muy simple. ¿Te imaginas lo increíble que sería dar con algo que se pudiera usar de la misma manera que los indios usaban el tipi? Figúrate lo que supondría dar con una cosa así. La arquitectura no se limita a reflejar la idea de una persona, sino que abarca toda la época y el lugar a los que pertenece esa civilización. La arquitectura supera al artista en importancia, mientras que en otras ramas de las artes, los límites no están tan bien definidos, como, por ejemplo, en el rock and roll, ¿no?

Recuerdo el viaje en coche a Florida y ver todos aquellos coches nuevos. Ir allí en el invierno del 52 y ver un flamante Pontiac del 53. Joder, tío, cómo flipé. Tenía aquellas dos barras laterales, era una cosa increíble. Los coches canadienses eran como los americanos, pero nunca veíamos tantos modelos nuevos. Además, a Canadá normalmente llega lo peor de la gama; la gente no se podía permitir nada mejor porque era demasiado caro. Recuerdo ver todos aquellos coches que solo había visto en fotos y que allí estaban por todas partes, los más molones. «¡Vaya flipada! ¡Mira eso!» Me sabía los nombres de todos los coches, todas las marcas, todos los modelos, el año de fabricación, si era el modelo más puntero o no; me conocía todos los putos coches que había en circulación.

Me encantan los coches antiguos, de los años 40, de los 50. Menudos cochazos, son heavy metal; pero los coches nuevos también me encantan, porque me llevan a donde yo quiero. Me encanta viajar. Me enganché a aquellos viajes con cinco o seis años, creo que por culpa de papá. Siempre he tenido el gusanillo de la autopista. Me encanta.

Y los coches que viste aquí, ¿qué te hicieron pensar de Estados Unidos?

Pues que aquí los sueños se hacen realidad, je, je. ¿Qué quieres que te diga?

«No éramos lo que se dice una familia unida», comentaba Scott Young. «Había demasiados choques de egos.» La familia de Neil, tanto la rama paterna como la materna, estaba compuesta por toda una serie de personajes muy independientes y sin pelos en la lengua que no siempre hacían buenas migas, especialmente las mujeres. La rivalidad entre Rassy y Merle, la mujer de Bob, continuaba inalterada. Para Rassy, Merle seguía siendo aquella puñetera extranjera que tiempo atrás mostró sus preferencias por su marido. Las reuniones familiares de Scott y Bob eran extenuantes. «Había un estrés bestial cuando Rassy estaba presente», decía Stephanie Fillingham, la prima de Neil. «Los niños poco menos que se escondían.»

 

En una de aquellas visitas, Bob entró en la cocina de su hermano dispuesto a darle conversación a Rassy, sin más. «Le dije: “Buenos días, Rassy. ¿Qué tal todo?” Y me contestó: “¿A qué puñetas viene tanto sarcasmo?”.»

Luego le tocó el turno a Merle, cuando uno de los críos empezó a llorar. «Rassy se puso hecha una furia, en plan: “Haz callar al niño, que va a molestar a Scott”. Santo cielo, menudas nos las hizo pasar Rassy. Y Merle no estaba dispuesta a aguantarla, así que recogimos y nos fuimos. Scott se quedó llorando en el porche. Decía que se estaban peleando las dos personas a las que más quería —Rassy y Merle— y nos rogó que nos quedáramos.»

Escenas de este tipo pasaron factura al matrimonio. En un momento dado, Scott buscó refugio en la familia de Bob, cuya hija, Penny Lowe, recuerda que su tío se quedaba en la habitación contigua a la suya y que no paraba de llorar. «Me ponía furioso», contaba Scott. «O si no, me buscaba algún ligue que no me diera la murga como hacían en casa.»

En 1954, mientras trabajaba en un encargo para Sports Illustrated, Young empezó una aventura con otra mujer y, en el siguiente viaje de trabajo, tras sincerarse con un fotógrafo que atravesaba por una situación similar, le envió a Rassy una carta muy larga pidiéndole el divorcio. Su hijo Bob recuerda ir en el coche con Rassy de camino al aeropuerto para recoger a su padre y ver a la otra mujer. «La llevamos de vuelta a Toronto», dijo Bob.

Rassy y Scott se las arreglaron para hacer las paces y se mudaron a un dúplex en Rose Park Drive. Scott pasaba la mayor parte del tiempo enclaustrado en una pensión barata escribiendo su primera novela para adultos, The Flood. Atrás quedaban los tiempos idílicos de Omemee. «Fue una época horrible», escribe Scott. «El año estuvo plagado de lágrimas y recriminaciones, de separaciones y reencuentros.»

Este ambiente sombrío era más que perceptible en The Flood y, al leerlo ahora, se advierten ciertas similitudes entre la prosa de Scott y las composiciones de Neil: el tono contenido pero a la vez intenso, los largos monólogos interiores, las descripciones del tiempo, tan detalladas como dramáticas; incluso la aparición de ese predicador grandilocuente que nos condena a todos en el nombre de Dios.

Ambientada en un desastre real, la riada de Winnipeg de 1950, The Flood cuenta la historia del recién enviudado Martin Stewart, un relaciones públicas con dos hijos pequeños, Don y Mac. Martin tiene el corazón dividido entre su primer amor, Martha, ya casada, y Elaine, una joven maestra. El clímax un tanto perturbador de la novela se produce cuando Don pilla a Elaine y a su padre haciendo el amor y, al sentirse todavía muy unido a su madre muerta, se escapa enfadado y horrorizado. Don aparece, padre e hijo se reconcilian y Martin se queda con Elaine, pero hay algo que estropea el final feliz. Don hace prometer a su padre que nunca le contarán a Mac lo ocurrido, y en las últimas líneas de la historia Martin se muestra preocupado por el efecto que sus actos hayan podido ejercer en Don.

Scott reconocía que los personajes de Don y Mac estaban basados en sus propios hijos. Al vivaracho Mac —inspirado en Neil—, Martin lo quiere «muchísimo y sin reservas. A veces le parecía algo ridículo que un hombre adulto sintiera que podía contárselo todo a un niño de nueve años y que este le entendiera, o que ni siquiera tuviera que contarle nada para que le entendiera, pero esto era lo que le inspiraba Mac».

The Flood se publicó en 1956 y estaba dedicada a Rassy. «Ella fue quien sufrió todo el proceso de gestación», afirmaba Scott. «Yo le había causado, de un modo u otro, más de un quebradero de cabeza, así que tenía clarísimo que se merecía la dedicatoria más que nadie.» Por desgracia, Rassy no entendió el detalle y se vio retratada en la mujer de Martin, Fay, fallecida en un accidente de coche, incidente basado en una experiencia real que casi le cuesta la vida a Rassy durante la estancia de los Young en Florida. «Rassy se tomó aquello como si yo quisiera quitarla de en medio», explicaba Scott. «Yo no le deseaba a Rassy la muerte en absoluto. La mujer de The Flood era una rubia muy calladita de Toronto, o sea, el polo opuesto de Rassy.» Pero a ojos de Rassy, Scott la había matado y aquello no auguraba nada bueno.

«Volvimos a empezar desde cero», escribe Scott sobre la siguiente mudanza, en aquella ocasión a una casa de madera con casi una hectárea de terreno en Brock Road, en Pickering, al este de Toronto. «Yo me lo creí… Me convencí de que íbamos a ser felices, más que nunca.» Parecía posible. Estando en Pickering, Young se hizo con una columna diaria en el Globe and Mail de Toronto, que dio paso a una columna deportiva tremendamente popular en el mismo periódico. También empezó a aparecer en televisión, en «el programa más popular de Canadá», Hockey Night in Canada, como comentarista de los partidos de hockey durante los descansos. Bob, entretanto, se había convertido en uno de los mejores golfistas juveniles de Ontario, y Neil, escribe Scott: «tenía dos objetivos básicos en la vida: escuchar por el transistor escondido bajo la almohada la música pop de la emisora CHUM y criar gallinas para vender los huevos».

«Neil tenía muy buen ojo para los negocios», comentaba Jay Hayes, refiriéndose a los planes empresariales de su infancia. En Pickering se ocupaba tanto de la granja de las gallinas como de su primer trabajo de repartidor de periódicos. Contaba con un socio: su padre, encargado de repartir los huevos que Neil vendía y de ayudarle con los periódicos. En 1992, Neil le contó a un periodista que el recuerdo más feliz que guardaba de su padre era volver a casa para degustar las tortitas que preparaba Scott después del reparto matutino.

Era la época de mediados de los 50, los albores del rock and roll, y aquel chaval de once años quedó embelesado por los sonidos que emanaban de las ondas radiofónicas nocturnas de Toronto. A Young todo le apasionaba: el rock and roll, el rockabilly, el doo-wop, el R&B, el country, incluso el pop surrealista con tintes western del épico «The Wayward Wind», de Gogi Grant. «Cuando era pequeño estaba emperrado en ser como Elvis Presley», le dijo Neil al disc-jockey Tony Pig en 1969.

«Cuando acabe el colegio tengo pensado ir al Ontario Agricultural College y a lo mejor prepararme para ser investigador agrícola», escribió Neil en un boletín de notas de la escuela, procediendo a explicar con todo detalle las triquiñuelas del negocio de las gallinas y a relatar en tono dramático la masacre que diezmó casi por completo el primer lote. «Seguramente puedan imaginar lo emocionante que resulta ver a esos pollitos convertirse en unas gallinas fuertes y lozanas. Son más cuerpo que plumas, más patas que cuerpo, y la cantidad de energía y vitalidad que rezuman es demasiado para sus extraños cuerpecitos. Es muy fácil encariñarse con estas aves tan singulares, que es lo que me ocurrió.»

Petunia, menudo pedazo de gallina. Era una de las del primer lote, una de las pocas supervivientes de aquel terrible ataque: se coló un zorro o un mapache y las mató a todas, se las cepilló a todas justo cuando aquello empezaba a despegar. Al principio debía de tener unas treinta o cuarenta, que pasaron a ser unas cien o una cosa así.

Y no sé de dónde coño me vino la idea aquella, pero me lo monté para conseguir más gallinas vendiendo pelotas de golf. Ibas y recogías las pelotas que había por el rough y luego se las vendías a los golfistas, que era lo que hacían muchos chavales que conocía para sacar pasta; así que recogía pelotas de golf, las vendía, ahorraba dinero y luego compraba más gallinas.

Me esforzaba por conseguir lo que quería, porque cuando realmente QUIERES algo todo acaba saliendo rodado; a ver, es que tengo mucha vista para estas cosas. Me ponía a trabajar como un cabrón, aparentemente a cambio de nada, durante mucho tiempo, y luego, de repente, llegaba un punto en que pensaba: «¿Cómo cojones he llegado hasta aquí?»… ¿Me sigues?

Por las noches escuchaba el transistor. Era una de aquellas primeras radios pequeñitas que se podían poner bajo la almohada; creo que era una pequeñita de color crema, con un detalle de cromo en la parte delantera. El otro día vi una muy parecida en una tienda de segunda mano. Los transistores son la rehostia; fueron los precursores del radiocasete. Te permitían llevar las canciones contigo a todas partes, que era algo increíble.

Cuando empecé a interesarme en serio por el rock and roll estaba en Pickering, en Brock Road. Recuerdo —no sé cuántos años debía de tener, puede que unos diez— escuchar unos discos cojonudos y cuando mis padres se iban, subía el volumen a saco y me ponía a bailar. Se me iba la pinza, como si fuera el bailarín más guay del mundo. Siempre me montaba en la cabeza un concurso de baile imaginario que yo ganaba, pero en realidad estaba yo solo, cantando al son de los discos y en cierto modo me hacía mis propios vídeos.

En Canadá estábamos bastante al día en cuanto a música. Escuchábamos al DJ Wolfman Jack y todas esas movidas, pero también teníamos aquellos discos de country canadiense tan peculiares; y honky-tonk del antiguo, country en estado puro, que sonaba en la radio a todas horas, como Guy Mitchell, el Johnny Cash de la primerísima época, con temas como «Singin’ the Blues»: «I never felt more like singin’ the blues9». Joder, eran buenísimos. Ferlin Husky, Bobby Comstock, con aquella versión roquera del «Tennesee Waltz»; Marty Robbins y su «Don’t Worry», que incluía por primera vez una guitarra con distorsión… ¿Te das cuenta de lo que supone la música country? Hasta los putos acoples vienen del country. ¡Quién lo hubiera pensado!, pero así fue.

«The Wayward Wind», de Gogi Grant. Brutal. Es supersencillo, entra a la primera. Cada vez que escucho ese tema me viene a la cabeza una imagen de cuando vivía en Pickering, donde iba a la escuela pública Brock Road, que solo tenía dos aulas y que todavía sigue allí. Cada día caminaba hasta allí desde casa, y esa canción era la que sonaba en la radio en aquella época. Las vías del tren pasaban justo por detrás de la escuela, y los trenes iban y venían, y esa canción tiene algo que siempre me recuerda a ese lugar en particular. Había por allí una cabañita, una especie de cobertizo… Cada vez que escucho «The Wayward Wind», es como si lo viera.

Siempre me recuerda a ese mismo trozo del camino, a las vías del tren y demás; cada vez que oigo esa canción, me viene a la cabeza. Me recuerda a esa apertura de miras que tienes cuando eres joven, cuando se te acumulan las ideas y no te cierras a nada. Me flipaba aquella canción; la verdad es que consigue atraparte.

Brock Road: ahí fue cuando la música empezó a calarme hondo. El rock and roll de la primera época, del principio de todo, del 55, 56. Elvis; Fats Domino con «Blueberry Hill». Todos los tíos que me molaban tenían unos grooves buenísimos, pero yo no tenía ni idea de lo que era «el groove»; sabía lo que me gustaba y punto. «Maybe» de las Chantels, soul en estado puro, era imposible dejarlo pasar. La cantante se creía cada letra que entonaba; era el tema perfecto para la época.

«Bop-A-lena». Ronnie Self: ¡cómo gritaba el tipo!, ¿verdad? Tenía tal energía, tan centrada, tan real… Me atraía mucho. «Bop-A-lena» era una auténtica pasada; acojonante: «Scoobedoobee go, gal, go Bop-A-lena», es que… ¡Vaya tela! Ya no recuerdo nada más de aquel tema, solo la voz del tío, Ronnie Self, que era machacona de la hostia. Me pregunto qué habrá sido de él. ¡Busca a Ronnie Self! Ahí sí que tienes una historia digna de ser contada.10

Uno de los primeros discos que me compré tuvo que ser «The Book of Love», de los Monotones, y «I Only Have Eyes for You». Mira que era pausado: Duva duvá duva duvá, duva duvá duva duvá… duva duvá duva duvá.

 

Otra canción que escuchaba era «Mr. Blue», de los Fleetwoods. Me sentía identificado con la letra; pensaba que, si Mr. Blue fuera más agresivo, probablemente ya no sería Mr. Blue; probablemente habría averiguado si la chica le quería o no y habría sido capaz de pasar página, pero no lo era. Era Mr. Blue y punto. Creo que yo tenía algo de Mr. Blue y puede que aún no hubiera llegado a ese punto de mi vida en que descubrí que a Mr. Blue le podía callar la boca cuando quisiera… Mr. Red. Je, je, je. Y que Mr. Blue no era más que un mandado y que era Mr. Red el que cortaba el bacalao…Ya me entiendes.

¿Chuck Berry y Little Richard? Eso sí que es auténtico rock and roll de la hostia. Nunca los vi en directo, solo en la tele. Little Richard estaba impresionante en todos sus discos de aquella época, pero las baladas, como «Send Me Some Lovin’»… Esa canción me apasiona: «Won’t you send me your picture…11». Es un tema magnífico, sus sentimientos eran tan reales, te hacía sentir tan bien. Anoche escuché «Good Golly Miss Molly»; ¡qué pasada!, es que el ritmo de los cojones está por toda la canción y es tan pegadizo: «buumbum bum bum bum bum».

Nada que ver con esos talentos blancos tan previsibles, como Jerry Lee, que, por grande que fuera, nunca llegaría a ser Little Richard. ¿Cómo le va al Asesino? ¿Sigue amargado? Siempre fue un tipo resentido al que le hicieron daño siendo muy joven; estaba hecho un lío con la religión y las mujeres. Joder, es que esa educación baptista y ese ambiente tan autoritario, unidos al espíritu del rock and roll, son una mezcla increíble. Es una de las grandes influencias. Si lo escuchas ahora y piensas en aquella época, te das cuenta de que Jerry Lee y Little Richard eran los amos, sin lugar a dudas. Si lo piensas fríamente, Elvis quedaría en un tercer puesto bastante alejado.

De pequeño pensaba que Elvis era la bomba. Salía por la tele, era una especie de fenómeno para toda la familia que me molaba, sin más. «All Shook Up» era un disco buenísimo. Cuando se publicó, había algo en aquel ritmo que te hacía sentir bien, era como si de repente te sintieras como un ser humano; era algo que te emocionaba, ¿sabes? Algo que te definía como individuo. Los chavales se meten en ese rollo y sus padres no lo entienden, y ahí radica su grandeza. Elvis la Pelvis; a Rassy le encantaba esa frase. «One Night», probablemente ese sea mi tema preferido de Elvis.

¿Qué crees que le pasó a Elvis?

Es la personificación del Sueño Americano, como Gary Hart. ¿Lo recuerdas? Él también representa el Sueño Americano, pero otra versión.

Tú eres otra versión.

Esto es el sueño canadiense. Es la versión canadiense del sueño americano.

¿Es el rock and roll la música del diablo?

El rock and roll es la música de todos, joder… Y ojalá que también sea la música del diablo, pero creo que va más allá. Creo que es ahí donde Dios y el diablo se dan la mano; justo ahí, je, je, je.

De niño, ¿eras soñador?

Vaya si lo era… No te imaginas hasta qué punto. Me pasaba el día soñando, con todo. Lo que está claro es que no me limitaba a soñar con cantar y tocar, todo eso no me interesaba demasiado en aquel momento. Básicamente, me obsesionaba con las cosas; qué sé yo, con comprar unos peces y ponerlos en uno de esos cacharritos en la habitación para crear así un ambiente especial; ese era el rollo que llevaba, ya te digo. Je, je.

O sea, que estabas en tu propio universo.

Totalmente, desde el puto principio. Tenía unas tortugas en el jardín trasero y eso era lo único que tenía; me tenían flipadísimo porque, cuando me metía en algo, me volvía tan ensimismado que me perdía la hostia de cosas. Ahora lo veo claro. Vivía ciertas cosas tan a fondo que, si se me escapaban otras, ni siquiera me daba cuenta, y creo que sigo igual, no creo que haya cambiado en absoluto… Y ahora voy a ver si encuentro el canuto ese, que no sé dónde lo he puesto. Nada ha cambiado.

Las obligaciones de Scott Young como columnista deportivo empezaron a multiplicarse, así que, para reducir al mínimo los viajes, la familia se trasladó a la zona norte de Toronto y se instaló en una hermosa casa de dos plantas en una zona residencial en el número 49 de Old Orchard Grove. Pese a sus esfuerzos por ser «más felices que nunca», en el otoño de 1959 el matrimonio de los Young volvía a hacer aguas. «Rassy y yo nos enzarzábamos bastante, puede que mucho, incluso», escribe Scott. «Opinábamos de manera muy diferente acerca de muchas cosas: desde la vida al amor, pasando por la educación de los niños, y a veces nos comportábamos de manera grosera en público… Aquellos diecinueve años de rencillas estaban a punto de desembocar en una batalla campal, y, por mi propio bien, la verdad es que empezaba a mirar a otros lados de nuevo.»

Estando de viaje para cubrir la visita oficial de la Familia Real, Scott Young se enamoró de la encargada de la sala de prensa. Astrid Meade, escribe Scott: «era una divorciada con una hija de ocho años que conducía un Triumph azul TR-3, tenía veintinueve años (yo cuarenta y uno), y yo también parecía agradarle». Scott señala que la relación no se consumó en ese primer viaje, pero que de vuelta a casa hizo un alto en Winnipeg para visitar a otra antigua novia y que, para cuando volvió con Rassy, se sentía bastante culpable.

«Creo que Rassy se olía que el objetivo del viaje iba más allá de la Familia Real, pero yo seguía convencido de que al final todo iba a salir bien.» No fue así. Poco después de regresar a casa, Scott asistió a un torneo de golf en el que participaba Rassy. «Estaba jugando de manera espectacular y sin embargo acabó con una puntuación bastante mala», recuerda. Al preguntarle el motivo, Rassy le dijo que había otro torneo la semana siguiente y que no quería bajar demasiado su handicap.

«Yo me cansé de repetirle que aquello no era ético», comentaba Scott. «Ni siquiera estoy seguro de haber usado esas palabras exactas, pero quedaba implícito. Me daba la sensación de que estaba haciendo trampa y no estaba dispuesto a quedarme de brazos cruzados, porque sabía que ya lo había hecho antes, y si te creas reputación de tramposa en un club como ese… Le dije a Rassy cómo debía actuar y no me hizo ni puñetero caso. No aceptaba que aquello tuviera importancia, y yo probablemente me puse en plan arrogante con ella.»

Según Scott, la discusión comenzó en casa de un amigo y continuó en el hogar familiar. Para cuando acabó, él ya tenía la maleta a punto y se disponía a marcharse de casa para siempre. «Aquello fue la gota que colmó el vaso», relataba Scott. «Parece una chorrada acabar con un matrimonio de tantos años por culpa de una tontería como un partido de golf, pero lo cierto es que no estábamos preparados para lidiar con aquello.» Los ojos marrones de Rassy emitieron un destello cuando le pregunté cómo se marchó Scott. «Scott no “se marchó”; lo eché yo, que es diferente.» Rassy recordaba que, con las prisas a la hora de hacer los bártulos, Young derramó un tintero sobre el contenido de su maleta. «Me pareció algo maravilloso.»

Recuerdo a mi madre llorando en la mesa de la cocina o algo por el estilo. Creo que dijo: «Tu padre se ha marchado y ya no va a volver», y yo eché a correr escaleras arriba y, mientras subía, solté: «Lo sabía» o «Te lo dije». Sí, sí, dije: «Sabía que lo haría, mira que lo sabía», porque una vez mi padre me había llevado de paseo y me había dicho que, si alguna vez ocurría algo así, que él siempre me querría estuviéramos donde estuviésemos. Se limitó a decirme: «Mira, a lo mejor llega el día en que mamá y yo dejemos de vivir juntos… Yo hay cosas que quiero hacer con mi vida y, la verdad, no nos llevamos muy bien; las cosas no funcionan». Fue ese tipo de conversación: que no pasaba nada, que aquello no significaba que no me quisiera… Total, que no me pilló totalmente por sorpresa, pero aun así, cuando por fin sucede, piensas: «Me cago en la hostia, papá se ha largado».