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Scott Young en la portada de su autobiografía de 1994, A Writer’s Life. «Es un escritor de pura cepa», comentaba Neil. «Se obligaba a hacer cinco páginas; había días que apenas le costaba esfuerzo, pero otros era como si le sacaran una muela.» © Doubleday Canadá

Con el pelo ondulado y una enorme y cálida sonrisa, Scott era todo un donjuán. Birdeen Laurence, una atractiva joven de cabello negro azabache, tenía el corazón dividido entre Scott y otro de los escritores del grupo de la pensión, Ralph Allen. Allen no era ni de lejos tan apuesto como Young, pero su carrera tardaba menos en despegar, así que cuando Birdeen acudió a Scott en busca de consejo, este le recomendó que fuera a lo seguro. Birdeen deslizó una desoladora nota de despedida bajo la puerta de Scott en la que lo calificaba de «persona noble», pero sus amigos vieron aquello como una tragedia. «Scott le tenía robado el corazón», comentaba June Callwood. «Pero no se esforzó lo suficiente por conseguirla. Creo que ambos se arrepintieron toda la vida. Creo que Birdeen Allen fue para Scott el amor de su vida, y tanto Ralph como Rassy siempre fueron conscientes de ello; a Rassy le ponía de los nervios.»

Lo mismo ocurría con Merle Davies, otro bellezón que rondaba el Canoe Club. Como era de Montreal y se mostraba interesada por Scott, Rassy la llamaba «esa puñetera extranjera», incluso, por irónico que parezca, después de que se casara con Bob, el hermano de Scott. A veces, Rassy debía de sentirse acorralada. Por lo visto, Scott se enamoraba con frecuencia y apasionadamente, lo que le acarreó muchos problemas durante toda la vida. En su autobiografía, Young cuenta que una vez oyó por casualidad a una amiga contarle a Birdeen Allen que Scott le había pedido que se casara con él. «¿Y qué tiene eso de especial?», dijo Allen, bromeando. «Eso Scott se lo dice a todas.»

Al preguntarle a Scott si veía algo de él en Neil, el tema de las mujeres fue el primero en salir a colación: «Me da la impresión de que Neil tiene una actitud con las mujeres parecida a la mía. Según me consta, no se puede decir que ni él ni yo seamos ningunos santos. Yo le pedía en matrimonio a la primera que se me cruzaba. Un tipo me dijo una vez que era un matrimoniator, refiriéndose a que mi adoración por las mujeres es tal que pierdo el juicio por completo cuando tengo enfrente a alguien que me gusta mucho; pero eso ya forma parte del pasado».

Según bromeaba su hermano Bob: «Scott se regía por la máxima “quiérelas y luego abandónalas”. El problema es que Scott nunca las abandonaba y las seguía queriendo. Scott dejó toda una estela tras de sí; tenía mucho de mi padre en eso de resultar tan atractivo a las chicas, porque todas pensaban que era lo más, ¿sabes?».

Por lo visto, Rassy Ragland también pensaba así y, haciendo caso omiso de las quejas de sus amigos, rompió su compromiso matrimonial anterior para poder casarse con Scott el 18 de junio de 19407, cuando ambos tenían veintidós años. «Éramos unos críos», dijo Scott, que relataba cómo se declaró a Rassy durante una de sus apasionadas visitas a la pensión. «En medio de aquel calentón, le dije: “A lo mejor deberíamos casarnos”. Rassy se incorporó inmediatamente y preguntó: “¿Cuándo?” Era algo típico de los dos el que Rassy hubiera decidido que iba a casarse conmigo y que yo no se lo iba a discutir.»

Rassy y Scott eran una pareja llena de vitalidad; ambos eran muy avispados y tenían una gran voluntad. «Rassy era muy diferente a Scott», comentaba Pierre Berton. «Scott se tomaba las cosas con calma, nunca se enfadaba mucho; Rassy se ponía hecha una furia fácilmente, pero no tardaba en calmarse.» El comedimiento de Scott le parecía excesivo a Rassy, que venía de una familia muy temperamental. «Madre no podía con Scott», comentaba Rassy. «Pensaba que era demasiado inglés.»

Rassy siempre se salía con la suya. Scott cuenta que una vez, cuando él se propuso invitar a la boda a una antigua novia, discutieron. Tras mucho discutir, Rassy acabó por ceder, pero meses más tarde Scott encontraría la invitación para aquella mujer escondida debajo de unos catálogos. «Hay muchas maneras de ganar una discusión», dijo riendo. «Rassy no permitía que le llevaran la contraria y, si lo hacías, aquello se convertía en una gravísima ofensa.»

Según Bob, el hermano de Neil: «Rassy no se dejaba intimidar por nadie. Desdeñaba cualquier tipo de autoridad, porque su autoridad era la única que valía. Mi padre, por otro lado, venía de un entorno muy pobre y tuvo que luchar mucho para abrirse camino, y siempre le resultó violento enfrentarse a la autoridad».

A pesar de todo, Scott siempre daba la cara por Rassy, incluso en las circunstancias más difíciles. Rassy tenía fama de cotilla y una vez fue por ahí contando cosas que hicieron mucho daño a una de las amigas de la pareja, para gran consternación de las otras mujeres de su círculo de amigos. «Birdeen y June, y no sé quién más, se confabularon contra Rassy», recuerda Scott. «Querían organizar una reunión con ella, imagínate. Escribí una nota —con copia a todas las mujeres involucradas— y las mandé a tomar por culo.»

Treinta años después, al escribir sobre su familia en Neil and Me, Scott se seguía mostrando respetuoso. No hacía referencia a los defectos de Rassy; al único que dejaba en mal lugar era a sí mismo, al revelar sus múltiples aventuras, lo que seguramente haya contribuido aún más a que le cuelguen el sambenito de padre que abandonó a su familia. Hasta a los amigos de Rassy les pareció que había sido demasiado magnánimo con ella en su libro, pero tampoco les sorprendió. «Scott es muy cortés con las mujeres», dijo June Callwood. «No habla de sus defectos.»

A diferencia de sus dos hermanas, Rassy se dedicó en exclusiva a sus labores como esposa y no se tomaba nada a la ligera las tareas domésticas. «Sentía devoción por Scott y se esforzaba al máximo por ayudarlo y ser la esposa modélica», comentaba June Callwood. «Rassy era muy creativa y puso todo su empeño en convertirse en la mejor cocinera del mundo; nadie olvidará nunca el pato que preparaba, y los niños decían en referencia a sus bizcochos: “Aguántalo antes de que salga flotando”. Hacía sus propias fundas de muebles para ahorrar… todo era perfecto. Creó un hogar que era la envidia de todas las mujeres del país. Y todo lo hacía, creo yo, para tener bien amarrado a Scott, porque a él siempre se le iban los ojos detrás de alguna.»

Esto no debió de resultar fácil para Rassy, como tampoco debió de serlo el carácter tan reservado de Scott. Si bien ella hablaba siempre con franqueza, su marido era alguien a quien costaba entender. «Yo siempre he visto a Scott como a alguien que hace lo indecible para evitar los enfrentamientos», comentaba su sobrina Stephanie Fillingham. «Así que, cuando las cosas se ponían difíciles, se distanciaba, y sus mujeres se pasaban la vida intentando recuperarlo.» En palabras de Rassy: «¿Cómo se puede discutir con alguien que no está dispuesto a dialogar?».

Scott Young era, de manera más sutil, un individuo tan complicado como Rassy, y los problemas económicos que le planteaba su carrera como freelance no hacían sino agravar sus manías. «Como me decían a menudo, en tiempos de crisis económica no era fácil vivir conmigo», escribe Scott en su autobiografía. Trabajaba en casa e insistía en que hubiera un silencio sepulcral, algo que hasta otros escritores consideraban exagerado. «A Scott el ruido le ponía histérico», comentaba June Callwood. «Rassy decía: “No puedo pasar la aspiradora ni lavar los platos”. En la casa tenía que reinar un silencio absoluto.»

Sí, hasta determinada hora, la casa estaba muy silenciosa mientras Papá escribía en el piso de arriba, y luego ya podíamos hacer ruido. Es un escritor de todas todas; la escritura es su vida. Se obligaba a hacer cinco páginas; había días que apenas le costaba esfuerzo, pero otros era como si le sacaran una muela, o eso me decía.

Todavía recuerdo subir los escalones que llevaban al ático. Él estaba allí amorrado a la máquina de escribir y yo entraba de repente y me quedaba allí plantado mirándolo; mi cabeza apenas sobrepasaba la altura de su mesa. Nunca se enfadaba conmigo, para nada. Siempre me decía: «Me alegro de verte».

Puede que tu hermano, Bob, hubiera provocado una reacción diferente en él.

Sí, puede ser, conmigo era un tipo bastante tranquilo. Creo que había algo en mí que hacía que se llevara mejor conmigo…

Al principio de su relación, a Rassy parecía no preocuparle en absoluto todo lo que la gente criticaba a Scott. «Se pasaba de leal», dijo June Callwood. Se dedicaba a mecanografiar todos los relatos de Scott («Todo tenía que hacerse por triplicado», masculló Rassy, entornando los ojos), mantenía alejado a cualquiera que pudiera distraer a Scott cuando escribía y, por regla general, lo defendía a capa y espada. Según cuenta Scott en Neil and Me, Rassy «siempre estuvo a mi lado y nunca se quejó de que dejara un trabajo, de que vendiera una casa tras otra o de que nos mudáramos de los hogares que ella había decorado (y eso que pintaba como nadie, como ella misma decía)».

Las primeras Navidades que pasaron juntos —que Scott inmortalizaría más tarde en un breve relato titulado «Érase una vez en Toronto»—, Rassy decoró el árbol con rosas rojas de papel y una nota para su recién estrenado marido: «Estas son nuestras primeras Navidades. Nos tenemos el uno al otro y poco más, pero te he cortado unos trocitos de mi corazón para que decoren nuestro primer árbol». Así era Rassy; se tomaba al pie de la letra lo de «hasta que la muerte nos separe».

 

Era obvio que Scott también quería a Rassy, a pesar de que sus amigos íntimos opinaban que sus impulsos escapaban a su control. «Scott era ambicioso», comentaba su hermano Bob. «Tenía muy claro a lo que quería dedicarse, lo que quería hacer, y lo iba a hacer costara lo que costase; y Rassy le ayudó, pero con Rassy o sin Rassy, lloviera o cayeran chuzos de punta, nada podía detenerlo.»

«Ay, Señor, si llegamos a vivir en medio mundo», afirmaba Rassy. «En mi vida de casada me mudé sesenta y siete veces.» Una exageración, sin duda, pero lo cierto es que las tribulaciones profesionales de Scott les obligaban a mudarse con frecuencia. Después de casarse, la pareja pasó una breve temporada en Winnipeg y luego se mudó a Toronto, en noviembre de 1940, cuando Scott consiguió trabajo en la agencia de noticias Canadian Press. El 27 de abril de 1942, nació su primer hijo, Robert Ragland Young, y la pareja pasó separada la mayor parte de los tres años siguientes, ya que enviaron a Scott a Londres a cubrir la guerra y después se alistó en la marina: «Me negué a seguir viviendo la guerra como un mero espectador». Rassy y Bob vivieron con los parientes de Scott en Flin Flon hasta que Scott finalmente regresó al hogar en 1945.

«Sé exactamente cuándo fue concebido Neil», relata Scott, al describir la romántica noche de nevada vivida en el apartamento de un amigo en Toronto durante uno de los raros permisos que le concedía la marina. Huelga decir que Rassy refutó esta historia, tal y como hacía con prácticamente todo lo que recordaba su exmarido. En cualquier caso, Neil Percival Young nació en el Hospital General de Toronto el 12 de noviembre de 1945 a las 6:45 a.m.8

«Muy abiertos, muy honestos, muy inocentes.» Así es como Elliot Roberts define a los canadienses. «Parece que nunca se queman, simplemente se vuelven más excéntricos. Son la gente más rara que he visto en mi vida, y no hay mejor ejemplo de ello que Neil Young, que nunca ha renunciado a la nacionalidad canadiense.»

¿Que cómo son los canadienses? Pueden ser muy resueltos para según qué cosas. Pueden ser conservadores, pueden ser liberales. Son gente que habla claro, que dice lo que piensa sin tapujos; no parece preocuparles demasiado la pinta que lleven o lo que la gente piense de ellos.

Son mis raíces. La verdad es que no tengo prisa por volver a Canadá, aunque tal vez lo haga algún día. Canadá para mí representa: mi familia, el lugar donde me crié, los recuerdos de mi infancia y de estar abierto a nuevas ideas. Y más adelante intentar salir de Canadá, porque allí me sentía muy limitado. Con dieciséis años ya me recorría los consulados para averiguar qué había que hacer para ir a Estados Unidos, de manera legal. Pero una vez allí, aprendes a apreciar la belleza de Canadá y todo lo que tiene que ofrecer; cuenta con unos recursos naturales impresionantes. Así que me siento orgulloso de ser canadiense, sin permitir que eso me ponga ningún límite. Me siento parte del planeta, no parte de la nación.

Me pregunto si a algún canadiense le habrá molestado que abandonara Canadá. Supongo que sí.

El cineasta David Cronenberg, también canadiense, opina que tenéis tendencia a darle demasiadas vueltas a las cosas, hasta llegar al absurdo: «Es algo típico de los canadienses, este equilibrio, que hasta cierto punto puede ser una virtud, pero puede llegar a convertirse en algo neurótico».

Estoy de acuerdo. Por algún motivo, en Canadá hay algo que hace que siempre le des vueltas a las cosas; que te plantees si otros podrían pensar que lo que dices está mal, antes de estar completamente seguro de tener la razón.

Pienso en canciones como «Rockin’ in the Free World» o «Change Your Mind». ¿Crees que podría haber algo de canadiense en la ambigüedad de esas canciones?

Sí. Totalmente, je, je.

La verdad es que carezco de la confianza necesaria para ir de abanderado de aquello que digo, porque no creo que sepa lo suficiente para hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de saber de lo que estoy hablando, pero mejor eso que alguien que está convencido de que sabe de lo que habla y seguro de lo que dice, porque eso limita mucho. Yo nunca estoy seguro de si lo que sé vale o no vale, por eso siempre voy tanteando el terreno; dudo incluso de las cosas en las que realmente creo. Por eso, cuando veo o escucho algo que he dicho, me parece normal no pensar lo mismo la próxima vez que me encuentre en esa situación, porque yo soy así.

«Neil era la hostia de divertido», contaba Rassy. «Con unos ojazos, una buena mata de pelo negro y gordo… Señor, si es que no había manera de saciarlo. No hacía más que comer; era igual de ancho que de alto.» Neil —o «Neiler», como llegaría a conocérsele— ya apuntaba maneras cuando aún iba en pañales cada vez que su madre ponía el «Boogie-Woogie» de Pinetop Smith, un viejo disco a 78 rpm. «¡Dios, adoraba ese disco! Se ponía a brincar dentro del parquecito, se agarraba a los barrotes y bailaba como loco.»

La familia se mudó a Toronto, a un bungalow de tres habitaciones en el 335 de Brooke Avenue; Bob y Neil compartían habitación para que Scott pudiera tener un despacho propio. Trabajaba como redactor adjunto para la revista Maclean’s y, para redondear su salario anual de cuatro mil dólares, vendía relatos breves a varias revistas de Canadá y Estados Unidos. Hacia 1947, la familia ya disponía de los fondos necesarios para comprar su primer coche, un llamativo Willys-Knight del 31 que conducía Rassy, ya que Scott no tenía carné. Los Young siguieron con las mudanzas y se fueron a vivir al campo, a las afueras de Toronto, primero a Lake of Bays y más tarde a Jackson’s Point.

Según Scott, la manera de criar a los niños era motivo de conflicto en la pareja. «Yo conseguía irritar a Rassy cada vez que ella y los niños discutían. Yo decía: “Venga, chavales, ya está bien”. Creo que Rassy discutía más con los niños que conmigo», decía Scott, evocando aquellos días. Bob Young describía a su madre como «una persona distinguida. Visto desde el presente, es obvio que se preocupaba, que le importábamos y que se esforzaba mucho por nosotros; tuvo la prudencia de asegurarse de que nos iniciaran en la lectura y la música a una edad muy temprana».

June Callwood, que visitó a la familia en Jackson’s Point, observó que Scott y Rassy estaban demasiado absortos en sí mismos —y en su complicada relación— como para concentrarse de lleno en los dos hijos tan diferentes que tenían: el extrovertido Bob, tan caradura y bravucón, y el serio y retraído Neil. «Neil era un bebé huraño, gordito y de ojos oscuros. No era un bebé feliz; nunca sonreía ni se relacionaba con los demás. Tampoco es que le hicieran mucho caso. Neil recibió todos los cuidados básicos, pero ningún tipo de afecto, ni un abrazo, de sus padres, así que se convirtió en un observador en miniatura.»

La portada del Toronto Telegram del 9 de septiembre de 1950 hace referencia a un pueblecito rural llamado Omemee, y junto al titular «A LOS NIÑOS DE OMEMEE LES GUSTA EL COLEGIO» aparece una gran fotografía de un jovial chavalín de cuatro años con el pelo negro de punta que sostiene un pez enorme sonriendo a la cámara. La foto estaba trucada, ya que el pez estaba congelado y preparado para la ocasión. En cierto modo, parece muy apropiado que un músico tan versado en las artimañas mediáticas como Neil Young fuera aprendiendo las tretas de ese mundillo ya desde su primera aparición pública. Con todo, es una imagen de lo más apropiada; los primeros recuerdos de Neil que comparte la mayoría de la gente lo describen cargando al hombro un pez casi tan grande como él o arrastrando por el pueblo en su carretilla una gigantesca tortuga mordedora tan campante, sin percatarse de la jauría de perros y gatos hambrientos que le seguía de cerca.

Omemee aparece evocado en el primer verso de una de las canciones más inolvidables de Young, «Helpless», y, según su hermano Bob: «Creo que Neil seguramente estaría de acuerdo conmigo en que, si a cualquiera de los dos nos preguntaran qué lugar consideramos como nuestro hogar, la respuesta sería Omemee». En el verano de 1949, Scott Young compró un terreno de dos hectáreas con una casa de principios de siglo de tres pisos justo en el centro del pueblo por cinco mil cuatrocientos dólares, y, en el transcurso de los años siguientes, Neil llevaría allí una vida al más puro estilo Huckleberry Finn.

Young insistió en que visitara Omemee. Según me comentó: «Se acuerdan de mí mejor que yo».

«Dummy había fallecido», dijo Jay Hayes con un deje gaélico, y, al hacerlo, los ojos tristes del irlandés emitieron un destello. «Su hermano va a ver a Lester Markham —el de la funeraria— y le dice: “Les, quiero que vengas a recoger a mi hermano y lo entierres, porque ha muerto”. Markham le contesta: “No puedo ir a recoger a tu hermano así como así; tiesque ir a buscar al médico”. Y el hermano le suelta: “No necesito ningún médico, por el amor de Dios, te digo que está muerto, ¡que lleva tres días sin moverse!”.» El afable semblante de Jay esbozó un amago de sonrisa apenas perceptible. «Típico», musitó. Scott Young y yo, sentados frente a Hayes en la cocina de su viejo y acogedor hogar, reíamos agradecidos mientras Jay continuaba contando batallitas de algunos de los personajes más entrañables de Omemee.

Fue en esta misma casa situada al otro lado del puente del viejo molino donde, cuarenta años atrás, un rechoncho Neil Young —sin duda ataviado con ese peto de pana raído que nunca dejaba que Rassy le remendara— se acercó a la puerta a pedirle tranquilamente al padre de Jay, Austin, que le quitara el anzuelo que se le había enganchado en el estómago. Por lo visto, Neil se lo había tomado como los gajes del oficio de pescador. «Señor, Neiler tuvo durante años el estómago cubierto de esas marquitas que dejaban los anzuelos», dijo Rassy.

El viejo molino ya no está, y la fábrica de curtidos, tampoco. Ya hace mucho que el tren no tiene parada allí, pero Omemee, según Jay Hayes: «tampoco ha cambiado tanto desde que yo era pequeño, la verdad». La gente del pueblo todavía le compra los huevos a un granjero que vive en las afueras; cogen los que necesitan y le dejan el dinero en la mesa de la cocina. Scott Young recuerda la ola delictiva que azotaba Omemee: «Estaba el típico atracador que, después de robar la gasolinera, se percataba de que el coche en el que debía huir se había largado sin él y volvía cabizbajo a devolver el botín. Y qué decir de aquella vez en que tomaron como rehén a la mujer del director del banco y esta se dedicó a distraer a su secuestrador a base de cigarrillos y alcohol hasta que llegó la policía». Hayes recuerda la época en que por robar una manzana te daban «una patada en el trasero. Nada que ver con cómo se hacen las cosas ahora, ya te digo; no creo que las cosas fueran tan mal entonces».

Omemee se fundó en 1820 y sufrió varios cambios de nombre antes de optar por esta palabra iroquesa que significa «palomas salvajes». A pesar de estar a solo ciento cuarenta kilómetros de Toronto, este pueblo de setecientos cincuenta habitantes parece pertenecer a otra época, algo que ya ocurría a principios de los 50, cuando los Young vivían allí. Había vecinos que seguían sin electricidad. Jay Hayes recuerda que la refrigeración consistía en «un carro que venía cargado con un bloque de hielo». La mayoría de la población se dedicaba a la agricultura o trabajaba en la fábrica de curtidos North American Leather. A veces los honorarios del médico se pagaban «con patatas y zanahorias», contaba Hayes. «Nadie tenía dinero, eh.»

Curiosamente, los escritores encajaban en aquel lugar, y la residencia de los Young recibía con frecuencia las visitas de los colegas de Scott. Jay Hayes comentaba: «¿Escritores? Los teníamos a punta pala». Y bien orgullosos que estaban de ello, como pudo comprobar Scott Young cuando escribió una columna para el Globe and Mail de Toronto sobre la riada que asoló Winnipeg en 1950. «Me convertí en una auténtica estrella nacional; se publicó en Montreal, en Toronto, por todo el país», explicaba Young. En la oficina de correos del pueblo, se encontró con un lugareño que se había ido turnando con su hermana para leer la columna en voz alta. «Nadie de Omemee lo hubiera hacido mejor», le espetó el hombre orgulloso al escritor. «Nadie.»

Scott vivía un momento idílico. Por primera vez se podía permitir centrarse sobre todo en la ficción, en escribir relatos breves y novelas. En sus ratos libres, se llevaba a sus hijos a dar largos paseos en el cacharro familiar y los entretenía con viejas canciones como «Bury Me Not on the Lone Prairie». El perro de la familia, Skippy, viajaba con ellos en el maletero cuando no vigilaba a Neil. «Nadie podía acercarse a menos de medio metro de Neil sin que Skippy estuviera presente», declaró Rassy, que a menudo salía a cazar con su padre y al volver a casa improvisaba rápidamente un pato al horno relleno de arroz salvaje que la gente aún recuerda a fecha de hoy. A diferencia de Bob, a Neil no le interesaba lo más mínimo ir de caza. «Se reía cuando volvían con las manos vacías; se lo tomaba como una victoria», contaba Bob. «Pero luego Neil bien que se comía el pato.»

 

Cuando no era la pesca, eran las tortugas. Rassy recuerda la vez que intentó hacer una sopa con una tortuga mordedora gigante «que se había puesto mal a causa del calor. Ahí me tienes, dando tumbos con la dichosa tortuga apestosa, y Neil que lo encontraba de lo más gracioso; se partía de la risa apoyado en el granero. Cuando a Neil le entraban las carcajadas, no podía parar». Las tortugas ofrecían una amplia gama de posibilidades; como recuerda su amigo Garfield Whitney III, «el Bobo»: «Neil las utilizaba para asustar a las chicas».

Cuando le pregunté a Scott cómo era Neil de niño, me respondió citando a un pariente: «Un chavalín muy curioso». Neil empezaba a labrarse fama de problemático en la escuela, y para 1953 el director del colegio de Omemee ya acostumbraba a enviar notas a sus padres, del estilo: «Estimada Sra. Young, hace ya algún tiempo que esta personita lleva dándole guerra a la Srta. Jones…». Según relata Scott, Neil «tenía un carácter muy poco convencional que hizo que durante años sus notas siempre tuvieran un denominador común: todos sus profesores coincidían en que tenía que mejorar la conducta».

«Neil era una maravilla de niño», comentaba su prima Marny Smith. «Siempre nos alegraba la vida; nunca dejaba que nada se interpusiera en su camino.» Otros, en cambio, lo recuerdan por las cosas que no hacía. «Al llegar las vacaciones de verano, nos pasábamos el día jugando a la pelota o cosas por el estilo», comentaba Whitney, el Bobo. «Pero Neil prefería estar solo; lo único que quería era pescar.»

«Siempre fui tímido», declaró Young a Dave Zimmer en 1988. «Nunca participaba en nada. Cuando había alguna actividad en grupo, siempre me quedaba a un lado, mirando.» Whitney, que era algo mayor, llevaba a Neil de cabeza. «Había una mujer, Olive Lloyd, que vivía en la casa de al lado de Neil a la que nos encantaba sacar de quicio. Era una loca de cuidado, aquella mujer; capaz de perseguirte con un cuchillo de carnicero. Le dije a Neil: “Si la llamas Sra. Pililona, te dará un caramelo”. Y va y lo suelta gritando, y, ¡madre mía!, salió escopetada detrás de Neil. Desde entonces, cada vez que iba al colegio, tenía que cambiarse de acera porque le daba miedo pasar por delante de su casa.»

Vaya si me acuerdo, de los Pililones. Seguramente no se llamaban así, pero yo pensaba que sí, porque me lo había dicho mi amigo el Bobo. Era un ingenuo de la hostia. Cuando eres un crío así de crédulo y te tragas todo lo que te dicen, la gente se queda con la copla y la próxima vez que te ven, ya se les ha ocurrido una nueva.

Tuve varias tortugas de mascota, pero la primera que me viene a la cabeza es aquella que espachurraron en una de las fiestas que daba mi padre. No era más que una tortuguita, y unos chavales estaban jugando con ella y la sacaron y la dejaron en el suelo y ¡chooooooooofff! Muy triste. Pero antes de aquel incidente tuve una caja con arena repleta de tortugas; lo que pasa es que luego las dejaba fuera de la caja o me olvidaba de ellas, que era un poco mi sino con las mascotas.

Omemee es un pueblecito muy agradable y algo aletargado. Me acuerdo que había un tipo, un tal Reel —Reel el Flaco—, que tenía una tiendecita magnífica —todavía está— con un montón de pensamientos afuera, en cajas de madera. La acera era bastante ancha, así que pasabas por allí y lo primero que veías eran todas aquellas cajas llenas de pensamientos con unos colores increíbles… ya ves tú, pasabas por allí y te encontrabas con eso. La vida en aquel pueblo era muy simple; se reducía a: ir al colegio y volver del colegio. Todo el mundo sabía dónde estabas; todos se conocían.

Teníamos un televisor en Omemee. Los sábados por la mañana ponían El llanero solitario, que me caló hondo. Hopalong Cassidy. Eso y los trenes de juguete… a eso se reducía mi mundo por aquel entonces. Programas como: El show de Tommy y Jimmy Dorsey, los Honeymooners, Dragnet, la Pregunta de 64.000 dólares, Esta es su vida… Jack Benny. El show de Perry Como… Recuerdo que mi madre, bueno, toda la familia, siempre veíamos El show de Perry Como. Yo nunca llegué a entender de qué cojones iba aquello. A ver… Es que no pillo todo ese rollo de la chaqueta de punto y el taburete. Es decir, visto ahora, me parece que no está mal, que el tío intentaba darle un toque informal y hacer un programa como muy relajado… ¡Vete a saber!

Por detrás de la casa de Omemee pasaban las vías del tren; estaban a un kilómetro de la casa, o puede que a menos. Yo dejaba monedas de un centavo o de cinco sobre la vía para que cuando el tren pasara las dejara planas. Por allí circulaban locomotoras con trenes de pasajeros, y de vez en cuando pasaba algún tren de mercancías, con muchos pasajeros, porque así era como se viajaba a principios de los 50. Total, que estaba familiarizado con las grandes locomotoras. Todavía recuerdo verlas allí paradas… Me gustaba el olor de las vías, el puente del ferrocarril, que todavía sigue allí, aunque quitaron las vías. Aún conservo un par de aquellos clavos.

Papá me regaló mi primer tren —mejor dicho, papá y mamá— cuando vivíamos en Omemee. Se llamaba Marx y lo compró por catálogo en Eaton’s. Yo debía de tener unos cinco años o algo por el estilo. Papá construyó la mesa y entre los dos lo montamos todo. Siempre ponía en marcha el tren por la noche, justo antes de irme a dormir. La habitación estaba a oscuras y tenía el tren junto a la cama, así que lo ponía en marcha y observaba cómo daba vueltas en la oscuridad, y aquel viejo motor de corriente alterna que llevaba dentro no tardaba en empezar a despedir ese olor a ozono. No sé si conoces el olor típico de Lionel, pero ahora, cada vez que lo huelo, me recuerda a aquello. El sonido de los trenes me resulta inspirador. Vibran de una manera tan bestial, joder; es alucinante.

Me gustó mucho la ceremonia que le hicieron a papá en Omemee cuando inauguraron el colegio en su honor. Estuvo genial ver a papá rodeado de todas las viejas glorias… Empezó el director con un discurso. Al cabo de un rato, entró el coro y, justo cuando iban a empezar a cantar, empiezan a hablar y se ponen a recitar la letra de «Helpless»: «There is a town…» Un chaval decía eso, y luego desde la otra punta otro chaval de otra fila recitaba el siguiente verso, y así sucesivamente por todo el coro, repitiendo la letra de la primera estrofa. Aquello fue verdaderamente emocionante. Yo estaba allí presente, y es que… fue una noche de lo más emotiva.

Me pongo a fantasear y me digo: «Seguro que puedo volver». Pero no es cierto; no es posible, al menos en los próximos años. En cambio, poder ir y venir —en plan rápido— ya sería más factible. Tiene gracia, y puede que sea porque me hago viejo, pero siento que me tira el sitio del que guardo mis recuerdos de infancia. Es una sensación curiosa.

«Neil contrajo la polio y perdió sus curvas femeninas», decía Rassy, temblando solo de pensarlo. «Casi se nos muere; Diooos, aquello fue terrible.» En 1951 se produjo la mayor epidemia de poliomielitis de la historia de Ontario. El virus se cebó sobre todo con los niños pequeños, y casi la mitad de los afectados sufrió algún tipo de parálisis o pérdida de masa muscular. Solo en Ontario se dieron 1701 casos de polio a lo largo de 1951, y en Peterborough, el condado de Omemee, murieron siete personas, incluido un niño del pueblo.