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—¿Qué?

—Digo que es tu libro, así que tú sabrás lo que haces con él, je, je, je.

CAPÍTULO 2 MR. BLUE Y MR. RED

«Pasa. Está abierto.» Me hallaba frente a la puerta mosquitera, con la mano en alto a punto de llamar, cuando esa voz incorpórea procedente del interior me invitó a entrar de manera un tanto brusca. Hacía un calor sofocante, típico de Florida.

Una vez dentro, me encontré cara a cara con Rassy Young, una mujer menuda y muy seria, ataviada con un conjunto de poliéster poco favorecedor que, amorrada a la pantalla que tenía delante, con un refresco en una mano y el mando en la otra, no le quitaba ojo a un torneo de tenis. Dado que estaba de espaldas a la puerta y que tenía la tele a todo volumen, le pregunté alzando la voz que cómo se había percatado de mi presencia. Sin desviar la mirada del partido, Rassy me indicó con el pulgar el lugar de la repisa de la chimenea donde tenía instalado su particular sistema de seguridad: un retrato enmarcado de la familia de Neil colocado en el ángulo exacto para que pudiera ver el reflejo de cualquier intruso que invadiera la entrada de su casa.

«Astuto, ¿eh?», dijo Rassy, haciendo énfasis en el «eh» como una canadiense de pura cepa. Me acordaría de Rassy más adelante, cuando Neil me comentara lo seguro que se sentía en su barco cuando se cruzaba con desconocidos en alta mar. «Tú los ves antes de que te vean ellos a ti; y además, vengan por donde vengan», decía entusiasmado.

Rassy vivía sola. Su tormentosa relación de diecinueve años con Scott Young, el padre de Neil, tocó a su fin en 1959 y nunca se volvió a casar. «El matrimonio no me interesa en absoluto, da demasiados quebraderos de cabeza. Yo me organizo la vida como quiero.» Rassy era una mujer orgullosa y, a pesar de que ya habían transcurrido más de treinta años desde aquella ruptura, aún tenía fresca la humillación sufrida; Rassy jamás le perdonaría a Scott tal traición, ni siquiera al final de sus días.

Los últimos años no la habían tratado bien. Rassy, una mujer independiente y terca, había sido una apasionada del golf y de la caza, pero ahora un cáncer la mantenía confinada en la butaca del salón. Desde allí observaba el declive paulatino de su jardín y veía pasar de largo los pájaros a los que tanto le gustaba dar de comer. «Ya no hago nada, puñetas», dijo con un suspiro. «De vez en cuando empiezo a hacer alguna cosa, pero me quedo a medias y soy incapaz de acabarla, y eso es algo que no puedo soportar.» Rassy aseguraba no tener miedo a la muerte. «Me incinerarán y me echarán a la basura. Ya lo tengo todo pagado», dijo riendo. «Cuatrocientos ochenta y cinco dólares; es el alto precio que hay que pagar por morirse.»

Hacía ya unas cuantas décadas que Rassy había abandonado Winnipeg para instalarse en Florida, en este modesto bungalow de New Smyrna Beach, que, al igual que Rassy, no era ningún derroche de lujo; no había más que unos muebles austeros y unos cuantos cachivaches llenos de polvo. Neil le había comprado aquella casa a su madre y corría con los gastos de por vida, y no hacía falta mirar mucho para sentir su presencia. La pared del salón estaba repleta de sus discos de oro; sobre una mesa cercana a la butaca de Rassy, reposaban cubiertos de polvo los casetes que el archivista Joel Bernstein había recopilado expresamente para ella años atrás, donde quedaba patente el eclecticismo del que Rassy hacía gala a la hora de elegir sus temas favoritos del catálogo de su hijo. Por ejemplo, «Sedan Delivery», un demoledor tema roquero que, para desgracia de sus ancianos vecinos, disfrutaba escuchando a todo trapo cuando lavaba el coche.

Las frases de Rassy iban salpicadas con toda una letanía de exclamaciones del tipo «¡Mecachis!» o «¡Recórcholis!» y aderezadas con un léxico repleto de atentados lingüísticos, como «sotedero» en vez de sótano o «tornamentas» en vez de tormentas. Al género country/western lo llamaba «la música de las vacas». Rassy era capaz de maldecir como un camionero y de beber como un cosaco. Desde que tuvo que renunciar a sus adorados cigarrillos Black Cat Plain —una marca canadiense especialmente alta en nicotina— a Rassy solo le quedaban los vicios líquidos. «¿Qué haría yo sin Coca-Cola?», se preguntaba mientras abría lata tras lata. En algún momento de la tarde, más bien temprano, la Coca-Cola siempre acababa cediendo el puesto al whisky canadiense con agua. «Bueno, ¡si no me tomo una copa me va a dar algo!», gritaba mientras iba rumbo a la cocina arrastrando los pies. El hecho de que yo fuera abstemio no hizo sino aumentar su desconfianza.

«Dejad paso a la madre del artista», espetaba autoritaria en los conciertos de su hijo, regañando al primer pringado del backstage que pillaba porque no le habían traído una cerveza. Nadie se libraba de la ira de Rassy. Hay camareras en New Smyrna Beach que todavía tiemblan al recordar la experiencia de servirle un filete. Tenía fichados a todos sus vecinos, pues cada uno de ellos parecía hacer algo que le molestara.

Hoy tenía pensado delatar a un colega de su quinta por haber regado el césped durante el período de racionamiento de agua y amenazaba a otra pobre desgraciada por no ocuparse como era debido de un montón de leña rebelde. «Vaya con la pánfila de la vecina de al lado; menudo criadero de ramitas se ha montado», dijo Rassy con un carraspeo, mientras observaba desde la ventana trasera el inofensivo montón de leña. «Me pone de los nervios.»

Una dama de armas tomar, aunque tras esa apariencia de bulldog se ocultaba un alma sensible. «Rassy era una señora», comentaba Nola Halter, una de sus amigas íntimas. «Sus modales eran impecables; cada vez que nos juntábamos, luego siempre acababa llamando por teléfono o enviando una nota o algún regalo. Rassy siempre tenía en cuenta a los demás. No por soltar improperios a mansalva una deja de ser una señora. Yo le tenía mucho aprecio y la entendía bien. Había mucha gente que no, pero a Rassy le importaba un bledo.»

A Rassy también le importaba un bledo el biógrafo de su hijo; eso le quedó clarísimo a cualquiera que estuviera lo suficientemente cerca como para oírla cuando me marchaba de New Smyrna Beach. Habida cuenta de la precariedad de su salud, hablar con ella fue lo primero que me apresuré a hacer nada más empezar este proyecto. Hasta ese momento la única información sobre la infancia de Neil de la que disponía procedía del libro que había escrito su padre en 1984, Neil and Me. Rassy sacó el libro a colación nada más llegar, sin parar de quejarse, enojada, de su falta de veracidad. «Todo está mal. Hice que Scott sacara muchas cosas del libro; le dije: “O lo sacas o te demando”.» Cuando le pregunté acerca de determinados pasajes en un intento por esclarecer la verdad, también amenazó con demandarme a mí. «Me niego a seguir hablando de ese libro», me decía, pero diez minutos después ya estaba despotricando otra vez…5

Tampoco se libraban de su sarcasmo los pretenciosos colegas músicos de Neil. «Un día David se cabreó conmigo. Me dijo: “Ya estoy harto de que la gente me pregunte ‘¿Eres David Crosby?’”. Y yo le solté: “Pues diles que eres Eric Clapton”. Señor, cómo se puso el tío; todavía me acuerdo de la cara que se le quedó. Eso pasa por preguntar sandeces…», dijo entornando los ojos. Hasta su hijo el famoso era víctima de los comentarios cáusticos de Rassy, como así lo demuestra su crítica de «Mother Earth», un tema eléctrico en solitario que Neil había tocado recientemente en «Farm Aid, Band Aid, o como puñetas se llame eso. Neil tocó ese tema para mí y me quedé horrorizada. La guitarra sonaba a Jimi Hendrix interpretando el himno nacional de Estados Unidos», dijo Rassy poniendo cara de bulldog estreñido.

«Le dije a Neil que no se entendía nada. Sabía de sobra que lo había hecho a propósito; no tiene ningún sentido escribir una canción con mensaje si te dedicas a distraer a todo el mundo con el barullo de la música. Eso no es música; de ninguna manera.»

Estando yo allí, Neil llamó por teléfono y justo antes de colgar dijo: «Dile a mi madre que la quiero». Yo me apresuré a transmitir el mensaje, pero, si se enteró, Rassy hizo como si nada. Parecía codiciar cualquier tipo de información sobre su hijo que yo le pudiera proporcionar y trataba de mofarse de todo el misterio que le rodeaba. «Neil es capaz de desaparecer mientras parpadeas», me dijo. «Y la mitad del tiempo me recuerda a un montón de gente, tanto que me parto de la risa. Tengo por aquí una foto en la que jurarías que es John Davidson».

Neil se mostraba tan esquivo con su madre como con cualquiera, pero cada vez que yo miraba a Rassy a los ojos, veía a Neil. Madre e hijo poseían esa misma mirada fija y tremendamente penetrante que, cuando se clavaba en tus ojos, parecía hacerte una breve autopsia del alma. Nadie apoyaba a Neil como lo había hecho su madre, y él era un hijo ejemplar y diligente; pero Rassy podía llegar a agotar. Como bromeaba Scott de manera cariñosa: «No es casualidad que Rassy viva en Florida y Neil en California».

Nacida el 16 de octubre de 1918, Edna Blow Ragland era la más joven de tres hermanas muy audaces e independientes —Virginia, Lavinia y Edna—, a quienes su padre apodó Snooky, Toots y Rassy, respectivamente. «Yo era una malcriada», recordaba Rassy. «Me dedicaba a jugar al golf, al tenis y a nadar, y a ir por ahí con el coche y pedirle a Papá el dinero para la gasolina.»

«Papá» era Bill Ragland, recordado con cariño por los muchos canadienses que llegaron a conocerlo. «Medio Winnipeg le llamaba Papá», decía Rassy orgullosa. Bill Ragland se crió en una plantación cerca de Petersburg (Virginia); era el hijo de un banquero cuyas raíces se remontaban a los primeros pobladores británicos del estado. Recordaba orgulloso que su abuelo había liberado a los esclavos de la plantación, pero esto no impedía que Bill apodara «Negrata» al gato de la casa o que exigiera que un negro viajara en el último vagón del tren. «No es que Papá fuera racista, pero era un sureño de pura cepa», diría Virginia «Snooky» Ridgeway.

 

Los Ragland eran una familia acomodada y muy conocida. Fueron los primeros en tener radio y gramófono en Winnipeg, y la familia tuvo una criada incluso durante la época de la Depresión. Según Rassy: «Nunca escatimábamos en nada, ¡qué puñetas!». Pearl, la madre, era una experta costurera que se ocupaba de que sus tres niñas siempre figuraran entre las mejores vestidas de Manitoba.

Bill y Pearl se casaron en 1911. Ambos habían emigrado a Winnipeg procedentes de Estados Unidos, aunque ninguno adoptó la nacionalidad canadiense. «Papá fue estadounidense de principio a fin; votaba en Estados Unidos», comentaba Snooky. «El hecho de estar metido en política en Winnipeg no significaba que tuviera que votar allí.» Toots recordaba cómo se había puesto su padre por un poema anti-americano incluido en el temario de su colegio. «Fue al colegio hecho un basilisco y armó la de Dios es Cristo. Yo me asusté mucho, porque, que yo recuerde, aquella fue la única vez que intervino en algo así.»

La familia Ragland vivió casi siempre en el distrito de Norwood, justo después de cruzar el Río Rojo desde Winnipeg. El número 145 de Monck Avenue era la típica casa de zona residencial y lo más parecido a una mansión sureña que Bill Ragland pudo encontrar. En su calidad de gerente del distrito para la Barrett Roofing Company, Bill Ragland era un hombre de pocas palabras y enorme influencia. «Un manipulador consumado», según Snooky, que sostenía que su padre «cuidaba de sus niñas de manera muy silenciosa».

Bill se dedicaba a trabajar, a cazar y a jugar a las cartas en el Carleton Club de Winnipeg. «Pasaba en casa el menor tiempo posible», comentaba Toots. «Papá cuenta con todo mi respeto como empresario, padre y cazador, pero, como marido, digamos que no lo tengo en muy alta estima», afirmaba Snooky. «Me parece que su matrimonio se fue a pique muy al principio, pero que se esforzaron muchísimo por criar a sus hijas de manera que no nos enterásemos de nada.»

Bill Ragland era un excelente cazador de patos. Siempre llevaba el maletero del Ford de la empresa hasta arriba de cartuchos, y dicen que nunca falló un disparo; la pasión que profesaba por las aves acuáticas rozaba el misticismo. «Era capaz de meterse en medio de una bandada de gansos salvajes sin que se inmutaran lo más mínimo», contaba Rassy. «A Papá no había ave en el mundo que se le resistiera.»

Después de la caza venía el desayuno: tarta de manzana y una Coca-Cola bien cargada de whisky, con un chupito de Alka-Seltzer para rematar. En la mayoría de ocasiones, su cómplice en las cacerías de patos matutinas era Rassy, igualita que su padre a la hora de darle al whisky y empuñar un arma. «Se parecía muchísimo a Bill; coincidían en todo», recuerda Nola Halter. «Bill siempre quería matar a alguien, y lo normal es que fuera algún político estadounidense.» Rassy era «lo más parecido al hijo que mi padre siempre quiso tener», opinaba su hija Toots.

En lo respectivo al tema de los hijos, continuaba Toots, «Papá dejaba que Madre se encargara de todo el tinglado». Pero si bien Pearl parecía sentirse orgullosa de las raíces de la familia Ragland, lo cierto es que apenas soltaba prenda de las suyas propias. «Madre le daba mucha importancia al “qué dirán” y creo que debía de pensar que cuanto menos hablara de su pasado, mejor.» La madre de Pearl era una inmigrante francesa y su padre, un irlandés que se había dedicado a criar caballos en Kentucky. «Francesa e irlandés: una combinación verdaderamente espantosa. De ahí nos viene el temperamento; tanta riña y tanta pataleta. Madre y Rassy eran las más teatreras; eran tal para cual. Un par de aguafiestas.»

¿Cuáles eran las raíces musicales de la familia Ragland? «No había», dijo Toots. «Si ni siquiera cantábamos.» Snooky no opinaba lo mismo: «Mi madre era una apasionada de la música; cantaba de maravilla». Lo cierto es que la madre de Pearl había llegado a arrastrar a su hija para que cantara y tocara el piano en público.

«Madre estaba tan decidida a que ninguna de sus hijas tuviera que pasar por todo aquello que se negó a tener un piano en casa», dijo Snooky, para añadir a continuación que «Rassy era igual que Neil; era capaz de sentarse al piano y ponerse a tocar, sin más». Snooky recuerda cómo Rassy le decía a su madre que se iba a jugar con su amiga Ruth, cuando en realidad se iba a escondidas a la casa de la Sra. Robinson, una viuda que vivía en la misma calle, a tocar el piano. «Rassy no se atrevía a decirle a nuestra madre que se iba a tocar el piano. Madre estaba totalmente en contra. Totalmente.»

En su vida adulta, las dos hermanas de Rassy, además de formar sus respectivas familias, llegarían a brillar en el ámbito profesional: Snooky como encargada de una empresa de relaciones públicas en Texas y Toots como una conocida columnista y toda una personalidad radiofónica en Winnipeg. Si Rassy compartía tales aspiraciones, nunca las hizo públicas. Rassy —cuyo apodo era el diminutivo de Rastus6, que le fue adjudicado por el pelo y los ojos tan oscuros que había heredado de Pearl— era una joven vivaz y llena de vitalidad, muy popular entre los chavales, que según Toots «la veían como a uno de ellos». Rassy era una atleta nata. Me comentaba que, una vez, viendo a su hermana Snooky jugar al tenis: «Pensé, “Esto no parece muy difícil”, y acto seguido le gané. Jugaba al golf, esquiaba, me apuntaba a todo lo que fuera menester. No era especialmente buena, lo único que me importaba era ganar».

Gran parte de la actividad deportiva se concentraba en el Winnipeg Canoe Club, donde por lo visto Rassy y sus hermanas causaban estragos entre los miembros del sexo opuesto. «Los chicos nunca eran los que cortaban con las Ragland», afirmaba Snooky. «Éramos nosotras las que pasábamos página y nos buscábamos a otro.»

Precisamente fue en el Canoe Club donde en el verano de 1938 un joven periodista deportivo en ciernes procedente de un barrio modesto, a quien el club proporcionaba un carné gratuito de miembro a cambio de cubrir sus eventos deportivos, entró en contacto con Rassy Ragland. Scott Young sintió gran curiosidad al verla chillarle cariñosa a su novio Jack McDowell desde el otro lado de la orilla, como quien llama a un perro a cenar; mientras, cerca de allí, unas mujeres se dedicaban a ponerla a caldo, porque Rassy les había robado algún que otro novio a todas ellas.

«Rassy era muy aguda y ocurrente; no tenías que explicarle dos veces las cosas», afirmaba Scott. «A veces, ni siquiera hacía falta que se las explicaras.»

Mi madre, Rassy, y sus dos hermanas, Toots y Snooky, eran las chicas Ragland. Mi abuelo era estadounidense, de Virginia; vivió con nosotros en casa un tiempo siendo yo adolescente. Un tipo discreto; lo único que hacía era ir al club y juntarse con los amigos a beber whisky. No llegué a conocerlo bien. Probablemente se comportaba mucho mejor cuando estaba conmigo; éramos sus nietos, tenía que dar ejemplo. De lo que hacía en el club, no tengo ni puta idea, ¿vale? Parece ser que jugaba mogollón a las cartas, aunque a mí me ocultaban todas esas cosas. Mi madre… no sé.

Pearl era muy mayor. Vivían en un piso, y yo fui a verlos allí un par de veces con mi padre y mi hermano. De lo único que me acuerdo es de tenernos que emperifollar para la ocasión. «Por qué leches me tengo que arreglar tanto…», me preguntaba. Menuda cabeza, yo también. En vez de pensar: «¡Qué guay, vamos a ir a ver a los abuelos y a pasar un rato con ellos!». Pensaba: «Ahora tenemos que arreglarnos». No entiendo por qué mi madre se empeñaba en todo aquello. Estoy seguro de que mi padre no le daba tanta importancia al tema de la ropa.

«Mira cómo está Scott. Por Dios, que tiene setenta y siete años y se acaba de pasar a la ficción», farfullaba Trent Frayne, su amigo y rival de toda la vida, con admiración no exenta de envidia. «¡A su edad debería dedicarse a descansar y a poner los pies en alto!»

Cuando fui a Ontario a visitar a Scott Young en abril de 1995, lo que me quedó claro es que, aunque todavía no pusiera los pies en alto, el torbellino de actividad de su juventud había dado paso a un ciclón bastante más manejable. En la actualidad, Scott vive en una granja cerca de Omemee, la pequeña ciudad donde Neil pasó algunos de los momentos más felices de su infancia y donde, un año antes, se había inaugurado un colegio en honor a Scott Young. Algo molesto al no haber podido completar su jornada laboral, Young se apartó del viejo ordenador y salió de su despacho, avanzando lentamente, arrastrando los pies, pero con un brillo en los ojos que disimulaba su edad. Al recordar un antiguo amor perdido, esbozó una enorme sonrisa desdentada farfullando: «Era gua-píííí-si-maaa». Tenía una mirada soñadora, como la de un niño ante el escaparate de una tienda de caramelos. «Mi padre es lo más; sigue siendo mi héroe», afirmaba Astrid, la hermanastra de Neil. «Por viejo que sea, sigue estando hecho todo un chaval.»

A pesar de su avanzada edad, Young continúa siendo un hombre apuesto y carismático. Scott tiene un semblante curtido y autoritario, rematado por el pelo canoso y ralo, y las cejas de lechuza; me lo podía imaginar de juez, ataviado con una toga negra, decidiendo la suerte de algún pobre réprobo y haciendo, además, un estupendo trabajo. Cuando se trata de ideales, Scott puede resultar quisquilloso —se fue dos veces del diario Globe and Mail de Toronto por motivos de principios—, pero últimamente se le ve muy relajado. «Mi padre ha cambiado muchísimo», comentaba Astrid. «Cuando yo era pequeña, era muy conservador.»

Scott Young habla de manera lenta y pausada. Se lo piensa mucho antes de contestar y, al igual que ocurre con Neil, a menudo hay que leer entre líneas. Comparado con Rassy, que mostraba sus sentimientos sin reparos, es muy recatado. No me los podía imaginar juntos en la misma habitación, ni mucho menos casados.

«Scott es una persona muy cariñosa», explicaba el televisivo escritor canadiense Pierre Berton, uno de los muchos a quienes Scott había ayudado a abrirse camino. «Aprecio mucho a Scott; todo el mundo lo aprecia, ¿sabes? No creo que tenga enemigos.»

La mayoría de los canadienses con los que hablé se entusiasmaba solo al oír mencionar el nombre de Scott. El cantante folk Murray McLauchlan prefería sin lugar a dudas hablar de Scott Young que de Neil: «Scott es un icono cultural del mundo literario; en este país, Scott Young es tan famoso como su hijo». McLauchlan siguió hablando entusiasmado de Scrubs on Skates, todo un favorito entre los colegiales que Young había escrito en 1952: «Es la obra del hockey por antonomasia; el típico libro que trata sobre cómo alcanzar un sueño; el libro perfecto para cualquier chaval de Shawinigan Falls que sueñe con llegar a la NHL». Cuarenta años después, McLauchlan todavía era capaz de citar palabra por palabra la dedicatoria del libro: «Para Neil y Bob, cuyos mejores partidos todavía están por disputar».

Padre e hijo son igual de prolíficos: Neil ha publicado más de cuarenta discos; Scott, más de treinta libros, entre los que se incluyen biografías, novelas de misterio, relatos de ficción para niños y relatos breves. Ha trabajado como comentarista televisivo y columnista, pero se dio a conocer como periodista deportivo cubriendo partidos de hockey. Últimamente, se ha dedicado a escribir novelas de misterio protagonizadas por el inspector esquimal Matteesie Kitologitak.

Si bien Rassy nunca se volvió a casar, Scott se ha casado dos veces, y sus amigos creen que su matrimonio con la escritora Margaret Hogan —su fiel compañera desde finales de los setenta— le ha hecho sentar la cabeza. Durante los pocos días que pasé con Scott, parecía mostrar una curiosidad constante por lo que hacía su compañera, que en aquellos momentos no trabajaba. Me recordó a la devoción que Neil sentía por Pegi; ambos habían conseguido por fin dar con una pareja que los cautivara por completo.

Scott Young también tiene sus detractores. Quienes apoyan a Rassy consideran su libro sobre la familia a la que abandonó como poco menos que una traición. Algunos ven a Scott como alguien muy recto y cuadriculado, la figura autoritaria contra la que Neil tuvo que rebelarse para poder sobrevivir. «Afable, siempre prudente, la voz de la razón en medio de todo el berenjenal de aquella época de cambios… siempre imperturbable», escribió Juan Rodriguez en un artículo de 1972 titulado «El Padre de Neil Young». «Tiene los pies en el suelo. Opina de manera Moderada y Responsable. Es una persona Decente, un auténtico Canadiense.» Aquellos afines a Rassy normalmente la pintan como la abnegada salvadora que, contra todo pronóstico, le otorgó a Neil la libertad necesaria para realizar sus sueños, aunque la verdadera historia es ligeramente más complicada.

 

A pesar de que no cabe duda de que el fracaso de su matrimonio con Rassy hizo mella en la vida de su hijo, Scott siempre ha supuesto para Neil un modelo de inspiración. «La principal tarea que tiene por delante el escritor es mostrarse sin tapujos», recuerda Neil que le decía Scott. Menuda lección difícil de aprender viniendo de tu propio padre. Pese a haber tenido sus más y sus menos a lo largo del tiempo, el vínculo entre padre e hijo —casi siempre silencioso— continúa siendo muy estrecho.

«Se parecen mucho en la actitud»: así lo define Astrid. «Mi padre no se toma las cosas tan a pecho como Neil; a todo le encuentra la gracia… Neil se lo toma todo más en serio.» Según Astrid, ambos tienen bastante aguante, pero, cuando pierden los estribos, lo hacen a lo grande. «Mi padre es el tipo de persona que va dejando pasar las cosas; parece que se lo va tragando todo. Y de repente, un día, por cualquier chorrada, como que te hayas dejado abierta la mampara de la puerta, ¡bum! Va y explota.»

Observé que ambos se parecían sorprendentemente en una cosa. Después de haber taladrado a Scott durante días con mis preguntas —a las cuales contestó siempre sin rechistar—, todavía tenía la sensación de que quedaban muchas cosas ocultas bajo la superficie. Me caía bien el tipo, pero ¿había llegado a conocerlo? No lo tengo muy claro. Scott Young parecía tan esquivo como su hijo.

Scott Young nació en Manitoba el 14 de abril de 1918. Su padre, Percy, era un apuesto farmacéutico de voz apacible, hijo de un granjero pionero de la Iglesia Metodista. Su madre, Jean, era la hija de un pastor presbiteriano que había echado a perder su carrera eclesiástica en los años veinte al marcharse a Estados Unidos detrás de una atractiva curandera. Percy y Jean fueron otra pareja de lo más inestable. «Se juntaban él y mi abuela, la dejaba preñada, se liaban a gritar, a discutir y montar la de Dios, y acababan separándose», relataba su nieta Marny Smith. Fruto de estas uniones nacieron tres hijos —Scott, Bob y Dorothy—, cada uno de los cuales tendría una infancia diferente, ya que su padre se arruinó en 1926 y luego (aunque nunca se divorciaron) el matrimonio se fue a pique en plena Depresión de 1931. Dorothy se quedó en casa con su madre; Bob se fue a vivir a una reserva india con sus abuelos misioneros; y a Scott lo enviaron a casa de unos parientes que vivían en Prince Albert.

Un año más tarde, Jean, que vivía de las ayudas sociales y compartía alojamiento con tres solteros empleados de banca, reunió a sus hijos en Winnipeg. En su autobiografía, Scott habla de las relaciones que su madre mantenía con sus huéspedes y con otros muchos, y la recuerda como «una mujer sexualmente muy activa a quien los hombres encontraban muy atractiva». Algunos familiares, molestos por tal descripción, mantienen que Jean hizo todo lo necesario para no tener que separar a sus hijos durante la época de la Depresión. Jean Young era otra de las mujeres con carácter que poblaban ambos lados del árbol genealógico de Neil y, según Marny Smith, era «una vieja que iba la suya. Si lo que quería era plantarse en tu casa para sentarse en la encimera de la cocina y beberse tres cervezas de un trago, no se lo pensaba dos veces antes de hacerlo».

A finales de los años treinta, Jean halló en la ciudad de Flin Flon, en Manitoba, su verdadero hogar; allí colaboró con varios periódicos locales, trabajó de organista en una iglesia y fundó un conocido festival de música, además de crear la primera biblioteca de Flin Flon. «Era la matriarca de toda la ciudad», afirmaba su hijo Bob. Scott era el niño de sus ojos. Trent Frayne recuerda haber visitado a Jean cuando «lo único que decía era, “Ooooh, ¿verdad que es increíble? ¿Has conocido alguna vez a un hombre tan increíble?”. Y yo me quedaba allí pensando: “Dios mío, tampoco es para tanto”».

Ya de niño, Scott resultaba encantador para todos los de su entorno. Tenía fama de ser un niño aplicado y emprendedor, que se ganaba su dinerillo cazando ardillas y vendiendo luego las colas a dos céntimos la pieza. Como recuerda su hermano Bob: «Scott hacía milagros con las trampas para ardillas».

A Scott los deportes le calaron hondo, y ya de crío suscitaban en él una profunda emoción. Todavía recuerda cómo escuchó en 1926 la pelea entre Gene Tunney y Jack Dempsey, en la que se disputaban el título de campeón del mundo de los pesos pesados. Cuando Dempsey perdió en aquella batalla tan dramática, Scott, con tan solo ocho años, se fue a la cama sumido en un llanto incontrolable. Así lo escribió en su autobiografía: «Había algo acerca de la derrota, de cualquier derrota, que me llegaba al alma».

La necesidad de escribir le llegó de la mano de su tío Jack Patterson, un elegante vividor que se dedicaba a recorrer los bulliciosos campamentos de la industria maderera de la Columbia Británica en busca de material para sus tan apreciados relatos breves y artículos de revistas. «La libertad con la que se movía el tío Jack me sirvió de inspiración. Llegaba, como caído del cielo, con esa belleza rubia que tenía por esposa, y no paraba de comer, beber y contar historias. Entrabas en una habitación y te lo encontrabas allí, copa en mano, con el codo apoyado en la repisa de la chimenea, y todo el mundo escuchaba embelesado sus historias acerca del Norte.»

Tras comprar a crédito una máquina de escribir Remington por cuarenta y ocho dólares en 1936, Scott empezó a enviar artículos para que se los publicaran, y su primera firma (y tres dólares) le llegaron de manos del Winnipeg Free Press, por un breve artículo sobre un viejo limpiabotas negro. De ahí pasó a trabajar de recadero en el periódico y, antes de que acabara el año, ya formaba parte del departamento de deportes, para el que cubría los eventos locales de hockey.

Scott era —al igual que luego sería Neil— un tipo afortunado, intrépido y de una entrega obsesiva. En uno de sus primeros trabajos, que consistía en cubrir en directo la fuga de unos alemanes de un campo de prisioneros de guerra, Young se coló en el campamento usando una vagoneta, escuchó a escondidas lo que decían los soldados a través de la rejilla de la calefacción que había en el suelo de la habitación del hotel, se las arregló para encontrar alcohol en aquel descampado para conseguir que los oficiales se fueran de la lengua e incluso llegaron a amenazar con arrestarlo unos oficiales armados de la Policía Real Montada de Canadá. Y todo esto para conseguir «la noticia que otros eran incapaces de conseguir», como dice en su autobiografía. «La verdad es que admiro la tenacidad de Scott», comentaba Trent Frayne. «Decía: “Basta con pinchar una vena y dejar que salga un poco de sangre”.»

Hijo también de la Depresión, Frayne vivía con Young y un grupo de otros escritores en ciernes en el 55 de Donnell Street en lo que la mujer de Trent, la novelista June Callwood, califica de «pensión magníficamente espantosa». Algunos de los escritores que Young conoció allí pasarían a ser sus amigos de por vida, y con el tiempo el grupo se ampliaría, para incluir a canadienses de la talla de Farley Mowat, Robertson Davies y Pierre Berton. A la mayoría de ellos fue Young quien los descubrió y presentó al resto del grupo. Como dijo Callwood: «Scott se encuentra a gusto en cualquier entorno. Es un hombre tan obsequioso, posee tal encanto, que se le abren todas las puertas».