Cuenta atrás desesperada

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Al hilo de estos pensamientos, recordó otra cosa que necesitaría pronto: el equipo necesario para la limpieza de su querida pistola, ya que entrenaba bastante a menudo y siempre la limpiaba a conciencia después de cada tirada. El que tenía en San Sebastián estaba tan gastado y deteriorado por el uso que decidió tirarlo y comprar aquí uno nuevo.

MEAUX. FRANCIA

Iñaki se enfrascó en buscar la dirección del hotel en el catálogo de establecimientos que la cadena Accord tiene distribuidos a lo largo de todas las carreteras y autopistas francesas. Una vez localizado, siguió las indicaciones que ofrecía el propio catálogo para llegar al hotel abandonando la N330.

Era uno de los inconfundibles hoteles de la cadena Prèmiere Classe, con el habitual indicador amarillo situado en lo alto de un poste visible en la distancia, que mostraba el número uno en cifras romanas enmarcado por una corona de laurel. Ingude le había insistido en que, siempre que fuese posible, se alojase en este tipo de hoteles por el anonimato que proporcionan. Para registrarse sólo es necesario teclear los datos en una terminal informática situada junto a la puerta del hotel e introducir la tarjeta de crédito en la ranura lectora. El ordenador cobra el alojamiento directamente a la cuenta de la tarjeta y emite una factura con una clave de cuatro cifras; ni nombre, ni dirección, ni identificación. Para acceder al aparcamiento una vez cerrado, o a la habitación, basta con marcar esa misma clave en el teclado numérico que se encuentra situado junto a la puerta para tener acceso libre.

Iñaki conocía bien este tipo de hoteles en los que se había alojado en infinidad de ocasiones, y los de esta cadena eran de sus favoritos. Los edificios son siempre iguales: una construcción de tres plantas con las habitaciones al exterior, a las que se accede mediante galerías exteriores descubiertas. Las habitaciones también son un modelo fijo: una gran cama inferior y una litera superior con una escalerita para poder subir; un televisor y un minúsculo pero completo cuarto de baño; y todo por solo 200 francos, unos 30 euros.

Se encontraba a 35 kilómetros de Paris y a 15 del parque de atracciones de Eurodisney, junto al río Marne. El hotel estaba, como casi siempre, en las afueras de la población, en un área comercial de Meaux, pero con varias instalaciones de alojamiento, restauración y ocio en los alrededores.

Este hotel en concreto tenía una gran ventaja, que era lo que había determinado su elección: el aparcamiento era cerrado. No todos los hoteles de estas cadenas tienen esta característica, pero este sí. Iñaki no podía arriesgarse a que un vulgar raterillo le robase el coche con diez kilos de explosivo en los neumáticos y arruinar así una operación tan costosa. Como precaución adicional Iñaki estacionó el coche en una plaza visible desde su habitación, para poder echarle un ojo de vez en cuando.

Una vez instalado, Iñaki prefirió no exponerse sin motivo y optó por quedarse en la habitación viendo la televisión. Cuando cayó la tarde y sintió hambre, optó por dejar el coche aparcado donde estaba y acercarse caminando hasta el restaurante La Marmite, en el vecino Hotel Campanile, a tomar un buen solomillo a la brasa.

Jueves, 11 de enero de 2001

MEAUX. FRANCIA

Iñaki se levantó temprano y, tras comprobar por la ventana de su habitación que el coche seguía en su estacionamiento, se dirigió al pequeño cuarto de baño. Lo primero que hizo fue sacar de su bolsa un frasquito de tinte y comenzó a teñirse el pelo meticulosamente, con la calma que da la experiencia de haber repetido la misma operación en varias ocasiones. Hasta ese momento llevaba el cabello de su color natural, castaño oscuro. Ahora había elegido teñirlo de color rubio. No ese rubio descarado, amarillo, en realidad, que se había puesto de moda en los últimos años; el color elegido era un rubio oscuro, discreto, que junto con un corte de pelo y unas gafas de montura de concha sin graduación le permitirían alterar de forma sustancial su apariencia externa. Por otra parte, esa era la imagen que debía tener antes de llegar a la frontera, porque sería la de la fotografía que aparecería en su próxima documentación española.

Después de esperar los veinte minutos que indicaba el envase del tinte se metió en la ducha para lavarse la cabeza y eliminar el exceso de tinte. Luego se secó cuidadosamente, comprobando que no quedaba ningún resto del colorante en la toalla, y se contempló en el espejo con ojo crítico, evaluando el resultado y buscando posibles fallos en el tinte, pero no los encontró: había quedado perfecto.

Cuando terminó de vestirse preparó nuevamente su equipaje y, sin desayunar, abandonó el hotel. Al registrarse la tarde anterior lo hizo desde la terminal informática, y ahora al abandonarlo sólo se había cruzado con el empleado que atendía los desayunos y que ni levantó la vista del estadillo que estaba repasando. Podía decir con tranquilidad que nadie podría reconocerlo ni identificarlo como uno de los clientes que había pasado una noche en aquel Prèmiere Classe.

En la vecina gasolinera llenó el depósito de combustible y tomó un café en la cafetería; luego, fresco y descansado, emprendió el camino por la carretera 36 hacia su próxima parada: Fontainebleau.

SANTA CRUZ DE TENERIFE

La luz del sol se filtraba por la ventana del dormitorio anunciando un día espléndido. Al despertar, Carlos recordó que varias veces, durante la noche, se había despertado sobresaltado por haberse tocado la cara y notar la extraña sensación de que tanto sus manos como su cara pertenecían a otra persona. Le habían comentado que esas cosas pasaban cuando alguien se afeitaba después de mucho tiempo con barba, pero no se lo había creído del todo; ahora lo había comprobado por sí mismo.

Todavía en la cama repasó las cosas que se había programado para ese día: debía hacer los trámites para empadronarse, ir al banco para realizar los cambios necesarios en los datos de su cuenta corriente y trasladarla a una oficina próxima a su nueva casa, alquilar un coche para tres o cuatro días y hacer las compras que aún le quedaban pendientes. Por lo demás, lo único que tenía que hacer era pasear, observar, y tomar nota mental de todo lo que viese, porque esa era la forma de acomodarse a un entorno nuevo.

Se preparó una taza de café soluble y salió a tomarla a la terraza, en pijama. El tiempo era espléndido, especialmente para esa época del año. La terraza daba al sur, y un sol al que ninguna nube osaba disputarle el señorío del cielo calentaba suavemente. En aquellos momentos, a mediados de enero, el País Vasco debía estar envuelto en una neblina húmeda y gris, en su Santillana natal posiblemente llovería, y Madrid estaría contaminada y cerca de los cero grados.

¡Qué bien se estaba en un lugar tranquilo, sin la amenaza terrorista siempre presente! Terminó el café sin ninguna prisa y, con la misma falta de prisa se metió en el baño para asearse. Después, vestido de manera informal con la ropa de verano que se había traído de San Sebastián, salió a la calle. Evidentemente, pensaba, tendría que adaptar el vestuario al clima. Y con la despreocupación que da la tranquilidad, se sumergió en la ciudad a hacer las tareas que se había impuesto a sí mismo.

COMISARÍA DE POLICÍA. SANTA CRUZ DE TENERIFE

–¿Cuándo llegó esto? –preguntó el comisario mientras agitaba en la mano el papel que acababa de leer.

–Ayer, comisario. Como no tenía aviso de urgente, lo despacharon como asunto normal y no lo he visto hasta esta mañana.

–¿Se da cuenta de lo que dice esto? Hasta ahora éramos un territorio al margen de acciones terroristas, si descontamos a los del MPAIAC de hace treinta años; ni la ETA ni el GRAPO habían intentado nunca hacer ninguna putada aquí porque es difícil llegar sin que lo sepamos, más difícil aún moverse por aquí, e imposible salir. Y ahora, de buenas a primeras, no sólo estamos en la lista de posibles objetivos sino que tenemos muchas papeletas para la rifa.

El subcomisario asintió gravemente. ¡Claro que se daba perfecta cuenta de lo que aquello significaba! Que la tranquilidad que hasta ahora habían tenido se esfumaba como por ensalmo. Durante algunas visitas a Madrid había visto a los agentes de guardia en la puerta de las comisarías con chaleco antibalas y armados con subfusil, a todo el mundo nervioso, con los accesos cerrados al tráfico para evitar la aproximación de vehículos sospechosos. ¡Por supuesto que se daba cuenta!

–¿A Las Palmas también? –preguntó el comisario.

–Sí. A Las Palmas ha llegado un comunicado casi idéntico, pero parece que los analistas de la dirección general creen que tenemos más posibilidades.

–Bueno, pues tenemos que prepararnos. Por favor, ocúpese de activar el plan de alerta previsto y de coordinarlo todo. Yo voy a llamar al subdelegado del Gobierno y luego al comisario Rojas, a Las Palmas, para organizarnos con los operativos comunes.

Cuando ya iba a salir el subcomisario, Andrade se paró en seco y se giró hacia el comisario con un dedo levantado.

–Verá, comisario. Acabo de caer que tenemos a un experto en lucha antiterrorista, y que sería oportuno incorporarlo al plan.

El comisario lo miró con cara de no entender a qué se refería.

–Me refiero al inspector Catena, comisario. Viene trasladado del País Vasco y creo que ha estado varios años en operaciones antiterroristas.

–No, Andrade, no vamos a exagerar más de lo necesario. Vamos a activar el plan porque ha llegado este papel, pero no nos vamos a dejar llevar por la histeria solamente por un análisis hecho por los lumbreras de Madrid porque, a pesar de todo, las probabilidades de que tengamos una verbena de estas son remotas. Además, a Catena lo han trasladado aquí precisamente para apartarlo del asunto del terrorismo, ¿no? Cuando se incorpore, al Grupo de Homicidios, como estaba previsto.

 

CERCA DE FONTAINEBLEAU. FRANCIA

Después de sobrepasar la desviación de Melun, Iñaki divisó un poste indicativo que anunciaba un nudo de comunicaciones, y allí mismo tomó la determinación. Podía elegir varios itinerarios para continuar su acercamiento a la frontera, pero entre ellos optó por dirigirse hacia Fontainebleau y continuar hacia Orléans por la carretera nacional 152, la ruta más corta.

En las afueras de Fontainebleu se detuvo en un área de servicio para tomar un café y permitir que los neumáticos se enfriasen. Mientras, con el mapa de carreteras que había comprado en Meaux aquella misma mañana desplegado por el sector donde se encontraba, estudiaba la ruta que había elegido confirmando lo adecuado de su elección.

Aquel día debía llegar hasta Limoges. En condiciones normales, con el coche que llevaba, habría sido una etapa muy cómoda, pero en las condiciones actuales, debiendo mantener una velocidad muy moderada y parando frecuentemente, el trayecto podía ser agotador; además, el estado de tensión aumentaría la fatiga. Cuando terminó su café, plegó cuidadosamente el mapa de carreteras, pagó la consumición y se dirigió al coche para continuar su viaje hacia Orléans.

El día estaba despejado, con un hermoso cielo azul limpio, y aunque el aire estaba fresco, el suelo estaba seco. En esas condiciones, pensaba Iñaki, los neumáticos podían calentarse más que la víspera, por lo que decidió mantener la velocidad sin rebasar los cien kilómetros por hora.

El paisaje era espléndido, y lo fue más aún cuando se adentró en el bosque de Orléans al aproximarse al valle del Loira. Sin embargo, Iñaki no iba disfrutando del campo que lo rodeaba, sino que se iba planteando hacer otro alto para enfriar las ruedas. Al divisar en un pequeño claro del bosque, junto al arcén, uno de esos autobares de bebidas, perritos calientes y patatas fritas que en Francia se pueden encontrar en las carreteras hasta en pleno invierno, decidió detenerse. Disminuyó la velocidad poco a poco para ahorrar frenazos que podrían calentar los neumáticos y se apartó hacia el claro del bosque.

El dueño del autobar había instalado unos veladores junto al lindero del bosque. Iñaki, después de tocar con la mano los neumáticos para comprobar la temperatura, saludó con la mano al dueño, de inconfundible origen magrebí, y se instaló en uno de los veladores. Pidió un perrito caliente con una ración extra de patatas fritas y un refresco. Mientras que el hombrecillo preparaba el pedido, Iñaki cerró los ojos y se abandonó a sus pensamientos, disfrutando de la sensación de sentirse acariciado por el mismo sol invernal que tanto le preocupaba cuando iba en el coche.

DIRECCIÓN GENERAL DE LA POLICÍA. MADRID

–¿Qué hay de nuevo? –se dirigió el director general de la Policía al comisario jefe de Información, que acababa de entrar en su despacho con una carpeta en la mano.

–Se trata de informes que acaban de llegarnos de París. Parece ser que un buen número de refugiados vascos residentes en el sur de Francia, que estaban bien controlados, han desaparecido en las últimas cuarenta y ocho horas. Hacía ya algunas semanas que se había detectado un aumento de la actividad, reuniones y cosas así, pero nada anormal que hiciera intervenir a la Gendarmería francesa. Sin embargo, algunos de los elementos más significados han desaparecido de la zona.

–¿Qué dicen los analistas?

–Creen que esto puede tener varias interpretaciones. Podría ser que hayan pasado a España para realizar alguna acción, o bien que hayan sido enviados a algún otro país para entrenarse o para participar en un operativo. Por último, y parece que es lo más probable, también podría ser que se hayan escondido para evitar ser detenidos en una redada como respuesta en caso de que se produzca alguna acción de una cierta envergadura. Podría incluso tratarse de un repliegue para evitar posibles repercusiones derivadas de la información que se pueda obtener de los dos activistas del comando Barcelona capturados esta misma mañana por la Policía Municipal de Barcelona.

Efectivamente, pocas horas antes una pareja de la Policía Municipal de Barcelona había interceptado un vehículo con signos de haber sido forzado para su identificación, pero al aproximarse al coche se entregaron los dos ocupantes identificándose como miembros de ETA; transportaban unos quince kilos de explosivo.

–Sí, lo de esta mañana ha sido como el premio gordo de la lotería. ¿De cuántos elementos se ha perdido el rastro, Comisario?

–Se ha perdido el rastro de cinco elementos con antecedentes, aunque actualmente sin orden de busca y captura.

–Gracias, comisario. Por favor, remita una copia del informe a los mismos puntos a los que se remitió el anterior sobre la posibilidad de una acción violenta.

CERCA DE LIMOGES. FRANCIA

Ya era tarde y llevaba mucho rato conduciendo de noche cerrada y oscura. Después de una mañana luminosa, la tarde se había vuelto gris y lluviosa, y ahora una neblina pegajosa dificultaba aún más la visibilidad. Sin embargo, lo peor era el destello de los faros de los coches que circulaban en sentido contrario al reflejarse sobre el asfalto mojado. Ahora comprendía Iñaki el por qué le había recomendado Ingude conducir de día, aunque el peligro de calentamiento de los neumáticos sería mayor. La otra razón que le había indicado Ingude para evitar conducir de noche era que de día circulan muchos más coches y es más fácil pasar desapercibido.

Iñaki se sentía literalmente agotado después de haber conducido bajo unas condiciones adversas y con la tensión que ya soportaba desde Péronne por la carga que transportaba. Se alegró de divisar a lo lejos el gran cartel indicador del hotel de la cadena Formule 1, donde tenía previsto descansar. Abandonó la autopista A 20 en la salida 29 y se encaminó hacia el cartel amarillo del hotel.

Los hoteles de la cadena Formule 1 son muy parecidos a los Prèmiere Classe. El funcionamiento es similar, realizándose el registro y el pago del servicio directamente en una terminal informatizada que funciona con la tarjeta de crédito, pero a diferencia de los anteriores, el acceso a las habitaciones se hace por corredores interiores, y las habitaciones no tienen cuarto de baño dentro, sino sólo un pequeño lavabo. El resto de los servicios, duchas y retretes, son compartidos y se encuentran en suficiente número en todos los corredores. El hotel de Limoges también tenía el aparcamiento cerrado, más seguro.

Iñaki entró en el edificio, casi vacío en aquella época del año, y se dirigió a la habitación que le había asignado el ordenador al registrarse. Dejó su equipaje y se asomó por la ventana de la habitación para inspeccionar el aparcamiento y orientarse; luego bajó al mismo y situó el coche en una zona más visible desde su habitación, lo cerró y, protegido de la lluvia por un paraguas plegable, se dirigió caminando al vecino restaurante Courtepaille.

Mientras que esperaba la cena, muerto de hambre y de cansancio, pensó en el viaje que estaba realizando. La víspera había estado a sólo 15 kilómetros de Eurodisney, y ese mismo día había visto las indicaciones de tráfico informando de la ruta hacia Poitiers donde anunciaban Futuroscope, un parque temático dedicado a la imagen tridimensional y virtual. Iñaki conocía estos parques por algunos folletos de propaganda y unos reportajes que había visto en la televisión francesa, y desde entonces había tenido unas ganas locas de visitarlos y de llevar a sus sobrinos, pero nunca había podido realizar ese pequeño sueño. El día anterior había pasado muy cerca de Eurodisney, y hoy mismo estuvo cerca de Futuroscope, y había tenido que seguir su camino con su mortífera carga, porque la misión que le habían encomendado así se lo exigía.

Itziar le había recriminado muchas veces su colaboración con la organización. ¿Qué diría ahora si viese que estaba llevando a cabo una misión? Pero claro, ella nunca había comprendido la necesidad de luchar contra los españoles, de empujarlos fuera de Euskadi. Ese desencuentro siempre se había interpuesto entre los dos como un escollo insalvable.

Cuando lo detuvieron supo que Itziar lloró, pero no hizo nada por verlo. Luego, cuando salió, no quiso concederle ni una cita, y desde que había huido a Francia no sabía nada de ella.

¿Cuándo podría volver a vivir como una persona normal, sin teñirse el pelo, sin transportar explosivos y pudiendo visitar un parque temático con sus sobrinos, o con sus hijos? ¿Podría iniciar una nueva vida junto a Itziar? ¡Se sentía tan cansado algunas veces! Eran ya muchos años en la lucha, casi desde que era un chaval, y no acababa de ver el final de aquello. La camarera lo sacó de su ensimismamiento al colocar ante él un plato humeante, y la suculenta cena le ayudó a alejar el pesimismo que, de vez en cuando, cada vez con más frecuencia, lo embargaba.

Mientras regresaba hacia el hotel bajo la llovizna, después de cenar, decidió que antes de acostarse tomaría una ducha caliente y larga, sin prisas. Eso sería una magnífica ayuda para descansar de verdad.

SANTA CRUZ DE TENERIFE

Llevaba casi todo el día andando y, aunque se había calzado unas zapatillas deportivas para caminar, Carlos sentía los pies calientes y doloridos. Lo único que había podido hacer, de todo lo que pretendía realizar aquella mañana, era empadronarse en el Ayuntamiento de Santa Cruz para poder acreditar su condición de residente.

Ahora estaba en la terraza de una cafetería, cerca de su casa, con una temperatura increíble para aquella época del año, saboreando una enorme jarra de cerveza muy fría y repasando las imágenes del día para disfrutarlas.

Una de las cosas que le habían llamado la atención por la mañana, cuando fue a un kiosko de prensa a comprar el periódico, fue la cantidad de periódicos locales que había en Canarias: La Gaceta, El Día, Diario de Avisos, Canarias 7, La Opinión, La Provincia, además de otras publicaciones de las islas menores o de contenido deportivo, y de la prensa nacional; y todo en una comunidad de menos de dos millones de habitantes.

Sonrió al recordar el episodio del primer barrendero que encontró en su camino. Como en todas partes, el barrendero municipal llevaba un carrito con sus herramientas, pero en lugar de barrer con una escoba, más o menos sofisticada, lo hacía con una hoja de palmera con la que barría fácilmente debajo de los coches aparcados. Luego había encontrado más barrenderos por las calles de la ciudad y había comprobado que la hoja de palmera era el instrumento de trabajo normal.

El tráfico de Santa Cruz le resultó caótico. Los coches se paraban en medio de la calle para que subieran o bajaran viajeros sin ninguna prisa, sin apartarse lo más mínimo para no estorbar, y los demás coches se limitaban a pararse detrás hasta que podían seguir, sin dar un solo bocinazo. ¡Increíble! Además, las obras municipales que se veían en muchas calles contribuían no poco al caos general; y por supuesto, había coches aparcados en las aceras, en los pasos de peatones, en los espacios reservados para la parada del autobús, en los sitios más insospechados.

En la calle del Castillo, la zona comercial y peatonal del centro de la ciudad, le llamó la atención la cadencia del andar de los canarios. No se veía a nadie corriendo, ni siquiera caminando apresurado; todos iban como de paseo, como si no tuviesen nada que hacer en toda la mañana, aunque había muchas personas que llevaban portafolios y que, por lógica, debían estar trabajando o haciendo gestiones.

En la misma zona vio algo que se le antojó insólito: grupos de trileros habían instalado sus improvisadas mesas de cartón en plena calle y engañaban a todo viandante que picase, normalmente extranjeros, según comprobó. Lo curioso es que a diez metros escasos estaba la Policía Municipal y no resultaba creíble que no tuviesen ni idea del casino clandestino montado a plena luz y en plena calle del centro de la ciudad.

El centro de Santa Cruz, la zona de la plaza de España al final de la calle del Castillo, le recordó muchísimo a Málaga. En unas vacaciones, varios años atrás, se había ido de camping con dos amigos por la Costa del Sol malagueña y tenía grabado, como una imagen vívida, el final de la calle Larios y la Alameda, frente al puerto. Ahora, la imagen de Santa Cruz casi se superponía a la de Málaga.

En la plaza de España, frente al puerto, llamó la atención de Carlos un monumento feo y medio oculto por el desnivel tras el que estaba erigido, con una estatua de una mujer informe y aspecto desagradable en la parte superior de un pedestal. Sin acercarse, porque el monumento en su conjunto no invitaba a dedicarle más de un vistazo casual, el conjunto escultórico le pareció horrible.

 

En todo el centro observó Carlos la actuación de piratas, de marginales que exigen a los conductores dinero por aparcar en su zona, a pesar de que se tratase de una zona de aparcamiento controlado por el Ayuntamiento en la que había que pagar además en los expendedores de tickets por estacionar, so pena de multa. Espero que nunca se le ocurra a uno de esos acercarse y pedirme dinero por aparcar, pensó Carlos, porque le pego un susto que se le pasan las ganas. ¿Cómo es posible que ni los vigilantes municipales de la zona de aparcamiento, ni los agentes de la Policía Municipal, que charlaban tranquilamente al sol a pocos metros de los piratas, hicieran nada?

Los trámites para empadronarse habían resultado fáciles y rápidos. Ahora, con el documento municipal, ya podría acreditar su condición de residente con los beneficios que eso representaba, aunque ya le habían advertido que esos beneficios, tales como descuentos en las líneas regulares de barcos y aviones, eran cada vez más ridículos.

Le faltaba poco para dar cuenta de la jarra de cerveza, cuando vio acercarse por la acera a una criatura preciosa y cargada como una mula. Se trataba de una chica morena, con el pelo en media melena y la cara pecosa, que ya había visto aquella misma mañana al salir de su casa, y ahora bajaba por la acera con dos enormes bolsas de un centro comercial en las manos que amenazaban con reventar en pedazos. Por la mañana, Carlos ya se había fijado en ella por su atractivo, en su cara bonita y graciosa, en su cuerpo menudo, en su forma de andar, y la había retenido en su memoria; ahora volvía a toparse con la misma criatura.

Cuando la chica alcanzó la altura de la terraza donde Carlos disfrutaba tanto de la cerveza como de la sensación de seguridad, una de las bolsas que llevaba cumplió su anunciada amenaza y se rasgó, desparramando por la acera una colección abigarrada de objetos: tela, un cojín o almohadón, algunos paquetes menores, y dos cajitas de plástico llenas de clavos o algo así. No era el peso lo que había terminado con la bolsa, sino el volumen del contenido.

Carlos saltó de su silla como si lo hubiese activado un resorte y se dispuso a ayudar a la joven a recuperar el contenido de la bolsa estallada que, sorprendida por el hecho en sí, se había quedado como paralizada mirando sus compras correr por la acera abajo sin poder reaccionar. Carlos se agachó y comenzó a coger paquetitos con una mano mientras que los conservaba en la otra, ya que no tenía donde ir colocándolos; algunos se los alargaba a la chica que los guardaba en la otra bolsa. Cuando la acera volvió a quedar recogida, Carlos, sujetando bajo un brazo todo cuanto podía contener, se levantó hacia la chica con una sonrisa.

–No se preocupe por estos, que ya están –dijo refiriéndose a los paquetes que había recogido–. ¿Lo tiene todo?

–Sí, ya está, gracias. ¡A ver cómo me las arreglo yo ahora para recogerlos y seguir!

–Con la bolsa estallada no va a poder con todo. Si me deja terminar mi cerveza, la acompaño, porque creo que va hacia la plaza de Tomé Cano, ¿no?

La chica lo miró con un aire de suspicacia. No le gustaba que un desconocido supiese dónde iba o qué hacía, y a aquel chico que se había comportado de una forma tan amable, con marcadísimo acento peninsular, no lo conocía de nada. Se quedó quieta, plantada frente al intruso, mientras decidía qué hacer.

–¿Cómo sabe que voy hacia Tomé Cano?

–Porque esta mañana, cuando salía de mi casa, del edificio Constelación en la plaza Heliodoro no sé qué, salía usted también. Así que si ahora vuelve a la misma dirección, como también es la mía, no me cuesta nada acompañarla y ayudarle a llevar algunos de estos chismes.

La respuesta arrancó una sonrisa luminosa de la cara de la chica, que comenzó a moverse hacia la mesita de Carlos y a soltar bolsas y paquetes en una silla vacía.

–¿Vives en mi misma casa? No te había visto antes –comenzó a tutearlo de repente.

–No me extraña. Llegué a Tenerife hace dos días y en ese apartamento me instalé ayer, así que no me extraña que no me conozca nadie. A propósito, me llamo Carlos. ¿Puedes tomar algo o tienes mucha prisa? –dijo mientras que con un ademán la invitaba a sentarse.

La chica, que hablaba con acento también del norte peninsular, acercó una silla libre y se sentó.

–Me vendrá bien tomar algo frío, que llevo toda la tarde de compras y de chorradas. Mi nombre es Belén. ¿De dónde eres?

–Soy de Santillana, en Santander, funcionario, y me acaban de trasladar.

–Se nota que eres godo. Yo soy asturiana y trabajo de enfermera en la Residencia.

A Carlos lo de godo le extrañó. Sabía que los canarios llaman godos a todos los peninsulares, a veces con aire ciertamente despectivo, pero a pesar de saberlo le extrañó oírlo.

Se acercó el camarero y pidieron una cerveza, un Martini y un platito de frutos secos para picar algo.

La conversación fue agradable. Belén tenía una voz suave, cálida y era viva, inteligente. Llevaba dos años en Tenerife; se había mudado hacía un mes a su apartamento y aún estaba arreglándolo y decorándolo; por eso llevaba todas aquellas cosas que se le habían caído de la bolsa. Además, tenía sentido del humor y sonrisa fácil. Carlos se sentía totalmente a gusto.

Al terminar sus bebidas, con la tarde ya declinando, se repartieron la carga y emprendieron el camino hacia Tomé Cano, no lejos de la terraza donde habían coincidido. Efectivamente vivían en el mismo portal, Belén en la cuarta planta y Carlos en la quinta. Al dejarla en la puerta de su apartamento y devolverle los paquetes que había llevado, le recordó:

–Bueno, luego nos vemos. A las nueve te recojo.

–No te haré esperar. Hasta luego, Carlos.

Carlos, contento consigo mismo, se dirigió a la escalera para subir saltando hasta su propio apartamento. Le quedaba tiempo para arreglarse un poco antes de recoger a Belén para llevarla a cenar.

La cena fue en un restaurante libanés, escogido por Belén, que a Carlos le pareció enormemente exótico. Pero antes de ir al restaurante, Belén le había dado una vuelta por Santa Cruz en su coche para enseñarle algunos de los sitios más interesantes de la ciudad.

Mientras cenaban, saboreando una refrescante ensalada de hierbabuena, charlaron de temas intrascendentes. Se contaron de forma resumida sus vidas, aunque Carlos se presentó como funcionario, sin especificar que era de la Policía. Luego disfrutaron de un magnífico guiso de cordero regado con un excelente Rioja, y finalmente pastelitos de frutos secos y té fuerte con hierbabuena.

–Ha sido una cena estupenda, Belén. ¡Qué pena que mañana tengas que madrugar para trabajar, porque me encantaría tomar una copa por ahí!

–No puede ser, que mañana tengo faena y entro a las ocho de la mañana. Pero si no tienes nada que hacer mañana por la noche, yo libro el sábado.

A Carlos no se le pasó que Belén le estaba proponiendo una cita para el día siguiente. Así que dándole un beso de buenas noches en la puerta del apartamento de Belén, se despidió de ella hasta que pasara a recogerla al día siguiente, a las cinco de la tarde, para dejar que la chica le enseñara más cosas de Santa Cruz y sus alrededores, antes de llevarla a cenar a algún otro sitio sugestivo, al menos como el restaurante libanés. Y luego, con una sonrisa boba en la cara, se dirigió a la escalera para subir a su apartamento.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?