Las heridas del escorpión

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Peñalva, que seguía mirándole intensamente, apoyó los codos en la mesa y se inclinó ligeramente hacia delante.

—Tiene razón en lo de que se trataba de una situación límite y en lo de los riesgos. Y en lo de que son las circunstancias que se nos presentan y que es mejor que nos pille preparados… Aunque la mejor manera de afrontarlo es utilizando a nuestros mejores hombres. No sé si me explico bien…

Conocía al comandante desde hacía varios años y había cierta complicidad entre ellos, aunque guardasen la compostura producto de la diferencia de rangos. En esos instantes, Peñalva le escrutaba y le hablaba con un toque pícaro. Y él, aún en esa situación, se mantenía serio.

—Alto y claro, mi comandante —contestó todo lo sobrio de lo que fue capaz.

—Así me gusta, Iznaola. No le llama a uno todos los días el ministro del Interior felicitándole por el trabajo bien hecho. Ya sabe que al carro de las victorias mediáticas se apunta todo el mundo…

Soltó una risotada franca y él la acompañó. No era normal ver a Peñalva sincerarse de ese modo. Todos, desde su posición, habían sufrido un gran estrés por el caso y no pasaba nada por soltarlo de una manera sana.

Una vez pasado el momento de complicidad, el comandante cogió otra carpeta que tenía en la mesa. Un tema aparcado durante varios días producto del último operativo.

—Cambiando de tema, Iznaola… Me llegó hace varios días una solicitud que me extrañó. Según dicho trámite, usted ha solicitado un permiso sin empleo y sueldo en cuanto se acabara la misión. ¿Estoy en lo cierto, a que sí?

Su interlocutor recuperó la seriedad y le estudió fijamente.

—Sí, mi comandante. Me hubiese gustado disponer antes de esa licencia, pero no tenía sentido cogerla sin cumplir con mi deber.

—Perdone la indiscreción, cabo. ¿Tiene algún problema grave? Si es así, ya sabe que cuenta conmigo para lo que haga falta.

—Lo sé, y se lo agradezco, mi comandante, pero no es nada de lo que preocuparse —mantuvo el contacto visual mientras mentía—. Simplemente se trata de un problema personal del que me gustaría disponer de más tiempo para realizarlo.

Aguantó el tipo lo mejor que pudo. Cualquier titubeo le daría una pista a su superior de que mentía.

Y él quería hacer las cosas bien.

Pretendía actuar por su cuenta, sin sentir la presión de nadie. Y poner sobre aviso a Peñalva no entraba en sus planes.

—¿Y cuanto tiempo quiere cogerse, Iznaola?

Apartó la mirada, preso de sus cavilaciones.

—Espero que un mes o dos, como mucho. Espero haber acabado para entonces.

Su superior seguía escrutándole sin disimulo. Tanto que parecía que no fuera a contestar nunca.

—Está bien. Por mí no hay ningún problema para dicha solicitud. Solo espero que no se meta en líos.

—Por supuesto que no —dijo con sobriedad.

Su acompañante se levantó y fue a su encuentro, para acompañarle hasta la puerta.

—Y cuando termine lo que vaya a hacer, no dude en volver. Ya sabe que esta es su casa.

—Lo sé, mi comandante, y así lo siento.

Este la sonrió de manera cómplice, le palmeó la espalda y le dio un fuerte apretón de manos. Sin más comentarios llegaron a la puerta y la abrió.

—Vaya con cuidado, Iznaola —soltó el comentario sin concederle tiempo para la réplica.

Aprovechó la enésima mirada al móvil para ver la hora. Eran las diez y veintidós de la noche y aún continuaban en un pub celebrando el éxito de la misión los seis compañeros que más se implicaron. Lo que en un principio serían un par de cervezas, derivó en unas cuantas más. Y cuantas más bebían, más eufóricos se encontraban. Todo ello conllevaba a que sus colegas se animaban de forma peligrosa. Si a eso se añadía que era viernes, y que tenían el fin de semana libre producto de la cantidad de días trabajados con anterioridad, la noche pintaba bastante larga…

A Iznaola le parecería un buen plan si no fuera porque Lara le esperaba pacientemente en casa. Habían sido días muy duros en los que se vieron poquísimo y en los que apenas hablaron. Y si casi no conversaron de intimar… Una pena. Sobre todo, porque él se sentía el culpable de la falta de todo. Bastante hacía ella con aguantar, estoica, sus malos humos, su estrés, sus nervios, su desgana, su, en fin, modo insoportable.

Su idea consistía en irse en cuanto fuera posible, pero antes ansiaba tener una pequeña charla con el cabo Laguna. Lo intentó un par de veces, pero como al final siempre se acercaba alguien adonde ellos, lo postergaba. Sin ir más lejos, los últimos treinta minutos Laguna los pasó dialogando con su colega informático Acosta. En cuanto se pusieron a debatir sobre el nuevo software que les instalaron hacía poco, estudiando las ventajas y desventajas en comparación con el antiguo, más el margen de mejora que tenía el nuevo, los abandonó y se pidió otro tercio.

Mientras los informáticos departían sobre sus asuntos, repasó con Dimas, un guardia de su unidad, diferentes aspectos de la misión. El otro le contaba, con pesar, la rabia que le produjo apartarse de la misión de rescate para dejar paso a la UEI después de ser ellos los que estrecharon el círculo, poco a poco, contra los malos. Como había bebido algo de más, tenía la lengua suelta y repetía el mantra de que en el fondo no le importó dejar paso a las fuerzas especiales.

«Pues para no importarte, lo disimulas muy bien», le apetecía contestarle, aunque prefirió dejarlo correr.

—No te preocupes, ya tendrás más oportunidades como esta —le dijo—. Es lo que tienen los malos, que nunca se acaban.

—¿Tú crees? —le contestó Dimas, esperanzado.

—Ya lo verás. Si cuentan con un personaje como yo para misiones de este tipo, pueden contar con cualquiera.

Sonrió y estiró la cerveza para que brindaran.

Tampoco iba mal encaminado. Dimas le parecía un guardiacivil muy avispado que aprendía a pasos agigantados y que además nunca dejaba de formarse. No paraba de estudiar y poseía una gran forma física. Sus ojos azul claro denotaban ambición a raudales.

—Disfrutemos del momento, compañero —añadió Iznaola, levantándose del taburete al ver que Laguna se quedaba solo—. Te recuerdo que este éxito es de todos nosotros, tú incluido.

—Gracias, tío.

—De nada. Ahora, si no te importa, me gustaría decirle una cosilla a Laguna ahora que han terminado la charla de ordenadores, de software y de su puta madre…

Señaló a su compañero solitario y palmeó afectuosamente el hombro de su acompañante para finiquitar la conversación.

Al dirigirse hacia allí sonó por séptima vez una canción de Pitbull. ¡Cuánto daría por ponerle un bozal!

—¿Qué pasa macho, que nunca dejáis de trabajar?

Se sentó a su lado, pero sin mirar a la barra. Quería tener la máxima visión posible.

—¡No seas cabronazo! —le respondió Laguna, dándole un puñetazo en el muslo—. Lo que menos me apetece ahora mismo es hablar del curro. Ya sabes que en cuanto salgo de la oficina me olvido de todo. Lo malo es que he pillado emocionado a Acosta y no sabía cómo pararlo.

Se tapó la barba con la mano haciéndose el sufrido mientras le pegaba otro puñetazo en el muslo.

—Al final te voy a meter esa manita por un sitio, capullín…

Laguna soltó una risotada. Era un tipo muy delgado, con media torta tirando a lo alto, y que siempre llevaba el pantalón un palmo por debajo de la cintura, con pinta de que caérsele en cualquier momento. Lo mejor de todo era que, a pesar de su endeblez física, le encantaba provocar a sus amigos íntimos con toda clase de golpecitos.

—A ver si consigo hablar contigo cinco minutos sin que nadie nos moleste… —continuó Iznaola oteando el horizonte.

—Mal día has elegido, Antonio. Hoy está el gallinero alborotado…

Se fijaron en otro compañero, el guardia Lucena, que se arrancaba a bailar con un par de chicas que había en la barra.

—Lucena no tiene pinta de molestarnos, por ejemplo —soltó Iznaola.

Le propinó un codazo a traición al otro cuando se disponía a coger su cerveza.

—Cierto. Ahora mismo está en otra onda…

Más risas y un buen trago de cerveza.

—Cambiando de tema, Arturo, ¿has conseguido alguna información de eso que hablamos?

Su compañero cambió el rictus y miró por todos los lados con desconfianza.

—Aquí es un mal sitio para hablar de ello.

—Tiene que ser ahora, Laguna. Esta mañana me han concedido la licencia sin empleo ni sueldo. Cuanto antes empiece con este asunto, mejor.

El informático le observaba con severidad.

—No te preguntaré otra vez en qué lío te vas a meter, pero no me gusta ni un pelo —le contestó.

—Eso quiere decir que tienes algo para mí…

Desde que los hechos se precipitaron hacía quince días, imploró la ayuda de su amigo Laguna porque era la persona en la que más confiaba para este embrollo. Eso sí, de manera confidencial para no comprometerlo. No quería perjudicarlo, si algo salía mal, por nada del mundo. Se trataba de un asunto personal y bastante hacía su amigo con implicarse en sus problemas, aunque fuera de refilón.

—Si a encontrarte un friki justiciero y paranoico lo llamas ayuda, entonces sí.

La preocupación, e incluso la ironía de su amigo estaba más que justificada, pero no le importaba. Su aportación le resultaba muy valiosa. O un fracaso. Sería el tiempo quien dictase sentencia.

—¿Nombre? —preguntó Iznaola tras cerciorarse por enésima vez que nadie los escuchaba.

—Su nick es Pixxeliux. Ese es el alias que utiliza para navegar por Internet.

—Cuéntame lo que sepas de él.

—Saber de Pixxeliux, apenas nada. Lo que él quiere que sepamos. He intentado rastrearle de manera sutil, pero me ha resultado imposible. Su código IP salta de un país del Este a otro del Este continuamente. Es como jugar al ratón y al gato.

 

—¿Y por qué le has elegido?

Iznaola trataba de ser muy conciso con las preguntas. No quería entretenerse con tonterías.

—Aparte de lo escurridizo que es, algo que siempre se agradece, porque está bastante obsesionado con perseguir la violencia. Es una especie de Harry el Sucio en versión informática. Le gusta colgar fotos, direcciones del domicilio o del trabajo de todo tipo de delincuentes, con especial atención para los asesinos y los violadores reinsertados.

Le encantó esa información, aunque disimuló su entusiasmo.

—¿Lo que buscabas, no? —continuó Laguna, leyéndole el pensamiento.

—Más o menos —contestó impertérrito—. ¿Y cómo hago para ponerme en contacto con él?

—Indagando un poco he conseguido una dirección de correo electrónico. No sé si conseguirás contactar con él. En cuanto pueda te la paso —dijo mirándole el bolsillo de la cazadora.

—¡Eres un crac, Arturito!

—¡Lo soy, lo soy! —exclamó pegándole un puñetazo en el hígado.

Tuvo que esperar cuarenta minutos para entrar al baño con Laguna, que le dio el correo del tal Pixxeliux en un papel, para marcharse a casa a ver a Lara.

Por fin.

7

Madrid, diez días antes

Curioseó una foto familiar de mediados de los sesenta. «Ni en esa época parecían una familia feliz», remató Charlie. Sus padres, como mandaban los cánones por aquellos tiempos, parecía que venían de un funeral de lo serios que posaban. Y él y su hermano Andrés, quien le sacaba una cabeza por entonces, ni se atrevían a sonreír por miedo a recibir un bofetón de su padre. En su caso aún peor, si era culpa suya cobraba y si era de su hermano, también, ya que siempre se desahogaba con él.

—¡José, a comer! —exclamó su madre desde la cocina.

Ella era la única persona de cuantos le conocían que lo llamaba así.

—¡Voy! —contestó mientras dejaba la foto encima del mueble del salón.

Su madre, con ochenta y dos años cumplidos hacía menos de un mes, se negaba a que le ayudara en las labores domésticas por más que insistiera. Aún se sentía con fuerzas. Por su parte, no quería entrar en polémicas con ella. Bastante la había hecho sufrir toda la vida como para negarla esas manías de senectud. A sus cincuenta y nueve años, y con más de media vida entre rejas, valoraba especialmente cualquier detalle hacia su persona. Y solo había dos personas en este mundo que se los brindaban: ella y su tío Gabino. Ni su padre, fallecido unos años antes, ni su hermano, que renegaba de su existencia como de la peste, lo hicieron jamás.

—¡Que les follen! —soltó entre dientes.

Llegó sin prisa a la cocina. Había salido de la cárcel cinco días antes y, desde entonces, se lo tomaba todo con mucha calma.

Halló a su madre ensimismada con una tertulia periodística.

—Todavía siguen hablando de ti, José —le dijo con una pose de amargura en la mirada—. No dejan de hablar de la doctrina Paró o Pairot, no sé cómo se pronuncia. Sin contar con que tampoco me entero de lo que dicen…

¿Su madre entendería que a los delincuentes como él, con decenas de crímenes a sus espaldas, el Estado Español quería que cumpliesen al menos los treinta años de su condena? ¿Que terminada una condena empezaran a computar los años de otra —la llamada doctrina Parot, en base a la denuncia del etarra Henri Parot—, y que el Tribunal de Estrasburgo dictaminó que eso era ilegal y que solo se podía cumplir una, aunque hubiese violado a más de quince personas y asesinado a otras dos, como le sucedía a él, por ejemplo…? ¿Cómo explicarle a su madre que el Tribunal de Estrasburgo soltaba a un montón de asesinos y violadores, derogando la doctrina Parot, en base a una violación de los derechos humanos…?

Le entraban ganas de descojonarse de risa.

Se enorgullecía, además, de conseguir la libertad sin retractarse de sus actos en ningún instante. Seguramente en Estados Unidos, y en otros tantos países, no sería tan gallito. Allí no le perdonarían ni un día de su condena y seguramente le hubiesen violado como él hizo con tantas chicas.

Para su fortuna vivía en España.

—No escuche esas tonterías, madre —le contestó apagando la tele—. Los países europeos, que están mucho más adelantados que nosotros y, por consiguiente, son más sabios, han sentenciado que con los años que he cumplido de cárcel ya he pagado mi deuda con la sociedad. Tenerme más tiempo enjaulado es atentar contra los derechos humanos.

—¿Es cierto eso, hijo? ¿Ya estás curado?

Mientras le hablaba, le servía un cacillo de sopa, pero apenas podía. Sus manos ajadas temblaban más de lo normal.

—¡Pues claro que sí, madre! Créame que después de casi veinte años encerrado uno reflexiona sobre sus actos y yo lo he hecho de manera concienzuda. Estoy muy arrepentido de todo el daño que he infringido a esas muchachas, de verdad.

Su madre, ya sentada y con la cuchara en la mano, le miró detenidamente. Halló temor, amargura y piedad en sus ojos. La mirada materna que perdonaría cualquier pecado a su hijo, aunque hubiese matado al mismísimo Jesucristo.

—¿Ya no te posee ese demonio que te hacía atacar a todas esas chicas indefensas? ¿Ya no lo sientes dentro de ti?

Respiró despacio antes de contestar. Su madre debería saber que la gente no cambia de un día para otro. Quizás en la niñez había alguna posibilidad, pero no a sus años y con todas las penurias en las que transcurría su vida.

¿Y si le contaba la fábula del escorpión y la rana...? Su parte preferida era cuando el escorpión estaba a punto de dejar a la rana en la otra orilla del río y le picaba, a pesar de jurarle y perjurarle que nunca lo haría.

«Es mi naturaleza», se justificó el escorpión sin ningún sentimiento de culpa.

Así se sentía él. Se consideraba un depredador sediento de sexo y de ganas de dominación. Durante los años que permaneció en prisión la bestia invernó, pero ahora que le dejaban salir a la calle…

—No se preocupe. Además de mi arrepentimiento, me han tratado un montón de especialistas para curarme. Estoy más que preparado para reinsertarme en la sociedad.

Sonrió para intentar que sus palabras sonaran más veraces. Había revivido tantas veces esa escena que no le costaba salir del atolladero. Lamentaba, eso sí, el hecho de continuar dando disgustos a su madre, sobre todo, por su avanzada edad. Por su culpa, ya se vio obligada a abandonar el pueblo donde vivió desde que nació. La presión por ser la madre de un monstruo se volvió insoportable y heredar un piso pequeño en un barrio obrero de Madrid hacía diecisiete años fue una bendición.

—Debería pasar menos tiempo delante de la televisión y pasear un poco más, aunque sea despacito. Ganaría en todo, créame. Desde sus articulaciones hasta su cabeza le agradecerían olvidarse de vez en cuando de estos periodicuchos de tres al cuarto. ¿Cómo van a ser creíbles unos tipejos que un día descuartizan al político de moda y al siguiente destrozan al desgraciado de turno, como es mi caso? ¡Si saben más de nuestra vida que nosotros mismos! Estos cabrones serían capaces de enseñar a trabajar a un científico nuclear…

Estas últimas palabras prácticamente las escupió.

Su madre comía la sopa con mucha paciencia por lo que optó por hacer lo mismo. Odiaba comer una sopa fría.

—¿Se acuerda usted del dicho que repetía tantas veces cuando veía a Paca, la vecina, hurgando en la vida de los demás…? —le preguntó mirándola con intensidad—. ¿Lo de «la mujer liendre, que de todo sabe y de nada entiende…»? Pues se lo podríamos aplicar a esta carroña. Este mundo está lleno de Pacas.

—Espero que sea así, José.

Le miró fugazmente antes de servirse un par de croquetas.

La pobre mujer cada vez comía menos. Se le juntaba la desgana producida por la edad y, debía reconocerlo, los disgustos provocados por sus excesos.

—Sonrió.

—Lo será, madre, ya lo verá.

La vieja tenía más de ochenta años. Si la palmaba en un futuro por alguno de sus actos, ya había vivido lo suficiente. Mejor de un ataque al corazón o de pena, que vivir otros diez años llena de achaques y sin ser capaz de valerse por sí misma.

Su padre se disponía a servirse otra copa de coñac y Amaya consideraba que ya había bebido demasiado. Siempre le gustó beber alguna cerveza o, como mucho una copa de vino, pero desde el suicidio de su madre hacía seis años su relación con el alcohol se había estrechado peligrosamente.

Para su desgracia, desde que hacía cinco días soltaron al malnacido que violó a su madre cuando era joven, su adicción al alcohol se disparó hasta el punto de encontrarse seriamente preocupada por él.

Y ella no se encontraba mucho mejor.

Sentía una rabia e impotencia infinita al saber que el hombre que destrozó su familia —y le constaba que otras muchas más—, vagaba otra vez por la calle. Libre para violar, o asesinar, a alguna pobre desgraciada que se cruzase por su camino. Alguna desafortunada que, si fuese familiar de esos que defienden con tanto ardor los derechos de estos violadores y asesinos, quizás le viesen con otros ojos y quizás también sabrían con qué facilidad se arruinaba un hogar.

Esa era su triste realidad. Ella sacando fuerzas de flaqueza para que su padre no se hundiese como la ocurrió a su madre años atrás. Conjurada para mantener esa familia a flote.

Por ella.

Por su padre.

Y, sobre todo, por la memoria de su madre, a la que un hijo de perra privó de ser feliz.

—¡Papá, me prometiste que hoy me acompañarías al supermercado!

Se plantó delante de él con el carrito de la compra.

Él, con la botella en la mano y a punto de servirse, la miró con expresión contrariada.

—Cariño, he tenido un día duro en el trabajo y prefiero quedarme en casa. ¿No te importa si no te acompaño…?

Su progenitor tenía un buen empleo, un sueldo decente, un horario solo de mañana y el fin de semana libre. Un rara avis en la actualidad, como bien sabía ella y casi todos los jóvenes de su generación, acostumbrados a vagar de trabajo precario en otro aún peor.

Él, que nunca se quejaba ni hablaba de su empleo. Supuso que, simplemente, se trataba de una más de su colección de excusas.

—Lo siento por ti, pero lo prometido es deuda. Hemos quedado en hacer la compra juntos y así será.

Empleó un tono de voz cortante como quien se dirigía a un niño travieso.

No dejaba de sorprenderle como cambiaban los roles familiares con los años. Ahora mismo ella ejercía como autoridad en esa casa, para su desgracia. Un papel que nunca reclamó ni pidió.

Le apetecía decirle también que esa expresión de responsabilidad se la inculcaron ellos en la infancia. Si te comprometías con alguien, debías cumplir tu palabra. Si no se lo recordó fue por no mentar a su madre, ya que entonces hubiese entrado en barrena.

—¡Menuda manía más tonta te ha entrado con hacer que salga continuamente a la calle! —se quejó él—. ¡Con lo bien que estoy en casa viendo alguna película del Oeste!

«¡Y calzándote tres copazos más de coñac!», pensó Amaya, sin atreverse a compartir sus pesares en voz alta.

Mientras tanto, él se deleitaba mirando a la botella con una terrible angustia. Parecía que le fuesen a arrancar a un hijo recién nacido de sus brazos para no verlo nunca más.

—¿Prefieres ir otra vez al médico para que te diga lo de siempre, que andes más y bebas un poco menos…? ¿No pretenderás que le mienta, como la última vez que te acompañé, diciéndole que te cuidas mucho…?

No le apetecía utilizar la vía borde porque su padre se hallaba al filo de la depresión y no le parecía lo más apropiado hurgar en el tema de la salud. Intentando hacer un bien, a lo mejor, le hundía más en la miseria.

¿Entonces cómo hacerle reaccionar…?

Ella también necesitaba ayuda. Alguien que la animase cuando su vida familiar se desmoronaba poco a poco. Esa persona podía ser Mikel, pero no estaba a su lado y tampoco quería que por una violación acaecida hacía ya muchos años, él perdiese la oportunidad de prosperar en su vida. Repitió el mantra: si ella no lo conseguía, al menos que lo hiciera la persona que quería.

Y volviendo a su padre, en el caso de no lograr reactivarle de buenas, y como último recurso, probaría el camino de ser clara y concisa. Por sus santos ovarios que no permitiría que se hundiese en vida como hizo su madre. En el caso de ella, siempre le ocultaron la problemática. Siempre se inventaban alguna excusa para tapar sus largos períodos de ausencias y depresiones. Cuando les preguntaba porqué siempre se encontraba enferma, su madre nunca le confesaba sus demonios. «No quiero que sufras», le decía cuando se pasaba de pesada. Excusa tras excusa, hasta que se suicidó. «¿Y ahora no sufro, madre?», le encantaría decirle, aunque siempre supo que las enfermedades de la cabeza tenían muy mala cura.

 

—¡Hija mía, solo quiero relajarme un poco! —le replicó su padre sacándola de su ensimismamiento—. Contigo tengo confianza para decírtelo. Al médico no me atrevo a decírselo porque se pone muy pesado

Seguía agarrando con fuerza el cuello de la botella.

—Necesitas airearte, papá. Y si te soy sincera, yo también lo necesito. Necesito salir a la calle para respirar aire fresco porque desde que ese pedazo de mierda que violó a mi madre vuelve a ser libre, siento un pinchazo aquí dentro —se señaló el pecho— que no sé cómo pararlo.

Abandonando el carro de la compra, se sentó al lado de su padre.

—Entonces trato de pensar qué es lo que querría mi madre —continuó hablando—. Que me hundiese como hizo ella, o que luchase para intentar ser feliz, pese a las circunstancias. Yo creo que le encantaría lo segundo, pero yo sola no puedo hacerlo, papá. Necesito que estés conmigo, no que te hundas día a día…

Para terminar, le agarró una de sus manos con las dos suyas y se la apretó con cariño.

Él, que mientras ella hablaba se centró en el suelo, la miró con lágrimas en los ojos.

—¡Joder, hija mía, qué gilipollas que he sido todo este tiempo! ¿Cómo no me lo has dicho antes…?

«No creo que los de la NASA hayan mandado nunca tantas señales al exterior como yo a ti durante estos días», pensó Amaya, pero no se lo expuso.

—En lugar de actuar como un hombre hecho y derecho, me he comportado como un auténtico imbécil que solo piensa en sí mismo… —continúo su padre—. Tan obnubilado estaba que no he sido capaz de ver como mi hija sufría igual o más que yo.

Él puso su otra mano encima de las suyas.

—Pero yo sé que eres fuerte, Amaya. La más fuerte de los tres, como siempre decía tu madre —acompañó el comentario con una sonrisa dulce.

Una lágrima se resbaló por su mejilla.

—Tú también eres muy fuerte, papá. ¿Quién si no la apoyó durante tantos años con ese cariño y esa delicadeza, y siempre con una sonrisa en la boca…? Hay que ser muy valiente y muy hombre para ser así, no lo olvides nunca.

Se fundieron en un sentido abrazo lleno de emoción en el que ambos se desahogaron llorando.

—¿Sabes que te digo? —dijo su padre, levantándose y guardando la botella de coñac—. Que nos vamos a dar ese paseo. Y si a la vuelta nos apetece beber una cerveza, pues la bebemos. ¡Pero solo una, que lo estoy dejando, eh!

Le guiñó un ojo y le sonrió con ganas.

Se alegró de que su padre intentase ser él.

8

Madrid, septiembre 2013

Al final prefirió callejear durante un buen rato por Madrid a coger la M-40 y que le pillaran algo bebido en un control de alcoholemia. Aunque fuesen compañeros suyos, y quizás hiciesen la vista gorda, Iznaola optó por evitar en lo posible el engorro que supondría para todos ellos. Sobre todo para él.

La pega del paseíto era que hacía solo tres meses que vivía con Lara en su piso situado en un barrio del norte de Madrid —él, que siempre estuvo de alquiler—, y todavía no conocía el barrio como le gustaría.

Enseguida le vino a la mente el día en el que cogió sus bártulos y se mudó con su pareja.

Debería estar más feliz por ello.

Lara tenía el piso en propiedad y no le dejaba pagar nada por el alquiler. Tras varias discusiones consiguió que, al menos, le permitiese compartir los gastos de la casa a medias. Ella se escudaba en que no le hacía falta el dinero —trabajaba para su padre, un empresario que tenía cinco tiendas de alimentación en la capital—, y no consideraba necesaria su ayuda económica. Él sabía que se lo decía de corazón. Lara nunca hacía ostentación de su patrimonio. No se creía más que nadie porque la vida la sonriese en ese aspecto, como muchos palurdos con cuatro perras, y cuya situación financiera podría cambiarles de un día para otro. Simplemente, si ella disponía de más dinero, consideraba innecesario que él gastase del suyo.

Era la ventaja de ser la única heredera del imperio de su padre y de poseer una nómina de cinco cifras. Que, dicho sea de paso, se ganaba merecidamente. Desde que el ogro dio un paso atrás y dejó que Lara llevase las riendas de la empresa, esta pegó un subidón importante. En la actualidad, moverse en redes sociales y ser un profesional muy cualificado suponía un plus muy importante. Al que contribuyó su padre sufragando los estudios en las mejores universidades, como era justo reconocer.

No quería ser un gorrón. Su orgullo masculino no le permitía vivir de prestado. Bastante tenía con aguantar las miradas despectivas y las puyas constantes de Leopoldo, el padre de su pareja, porque la niña de sus ojos estuviera con un don nadie, como para que además le echara en cara que le mantenía.

¡Ni harto de whisky le daría el gustazo de ponerle la cara colorada!

Por ahí no pasaba, por más que Lara hiciera verdaderos esfuerzos por quitar hierro a esas tonterías —como siempre decía ella— y luchase por mantener a flote su relación. Sin duda, ella era la principal artífice de que su noviazgo siguiese para adelante contra viento y marea.

Una vez aparcado su Focus —que dicho sea de paso, desentonaba bastante con tanto coche de alta gama en el garaje—, cogió el ascensor y subió hasta la tercera planta.

—¿Se puede? —preguntó al entrar en la vivienda.

—Está usted en su casa, cabo —contestó ella, acercándose hacia él con dos copas de vino tinto y un picardías negro, que quitaba el hipo y dejaba muy poco para la imaginación.

—Si me lo dice así vestida —la miró lascivamente—, no me quedará más remedio que obedecer, mi distinguida dama.

Estando ya a su lado, ella se disponía a darle una copa, pero él no la hizo caso. Aprovechó que Lara tenía las manos ocupadas para agarrarla de la cintura y besarla apasionadamente. Hasta ese momento no se percató de lo mucho que la extrañaba.

Pasados unos treinta segundos, ella se zafó de su abrazo con una enorme sonrisa y un contorneo provocador.

—Cálmese un poco, cabo, que le noto algo «crecidito»… —dijo riendo, en alusión al grado de excitación que era incapaz de disimular.

—¡Madre mía! —exclamó, haciéndose el vergonzoso—. ¡No hay forma de ocultar cuánto te hemos echado de menos!

—Todo a su tiempo, Torete —respondió ella, mirándole de forma picarona, mientras le pasaba la copa—. Cuéntame al menos algo de la misión en lo que nos bebemos estos vinitos…

—No sé si aguantaré tanto… —dijo, levantando la mano a modo de advertencia—. Dicho queda.

Se sentaron juntos en el sofá de cuero del salón y brindaron antes de retomar la conversación.

—O sea, que al final los responsables de los secuestros y asesinato de los niños era un matrimonio despechado…

Ella solo sabía que trabajaba en ese caso y, por supuesto, carecía de su grado de implicación en el devenir del mismo.

—Así es. Un matrimonio que pensaba que como con ellos se cometió una negligencia médica, la solución para sus males radicaba en joderles la vida a otras pobres familias. Lo más lógico del mundo, claro.

Negó repetidas veces con la cabeza. Qué difícil le resultaba algunas veces comprender hasta qué punto llegaba la maldad humana. Y por más que trabajase casi a diario con ello, nunca se acostumbraría.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Lara, abriendo los ojos como platos por la angustia que la producía—. ¡Qué momento de tensión viviría la persona que encontró a los niños sin saber si estaban vivos o muertos! ¡No me lo quiero ni imaginar!