Las heridas del escorpión

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Apoyado en la pared contigua al Arco de Santa María, ligeramente escondido, se olvidó de sus miserias en cuanto oyó el ruido de unos tacones viniendo hacia su posición. Una creciente excitación se apoderó de él. Agudizó el oído para comprobar si a esas pisadas la acompañaban otras. Al parecerle que no, empezó a trazar el plan de ataque. Inhaló una calada profunda, expulsó el humo para tranquilizarse, tiró la colilla al suelo, la pisó con saña, la guardó en un bolso del pantalón, y sacó la enorme navaja que llevaba para este tipo de encuentros.

Su presa se acercaba y ya se aventuraba a decir que venía sola.

Sin moverse un milímetro de su posición, esperó al momento que asomara para abalanzarse sobre ella. Debía hacerlo muy rápido para no darle tiempo a que diese la voz de alarma. En esos escasos segundos se jugaba mucho.

Y así la atacó.

En cuanto la muchacha del vestido negro salió del arco y dio seis pasos, se abalanzó sigilosamente sobre ella sin darle tiempo a reaccionar. Cuando lo hizo, ya le había tapado la boca con una mano y la había puesto la navaja en el cuello.

—Como te muevas, zorra, te mato —le susurró al oído.

Ver sus ojos aterrados le excitó, pero lo que le provocó una erección fue oler su miedo. Ese control absoluto sobre una mujer le llevaba casi al éxtasis.

—Muévete —le ordenó.

Su intención era saltar la pequeña valla que bordeaba el río para disponer de una tranquilidad absoluta.

Para su asombro, la muy puta se resistía a moverse aún a riesgo de que la clavase la navaja.

—¡Que te muevas, coño, o te rajo aquí mismo!

Furioso, la empujó con su cuerpo para que se enterase quién mandaba allí. Debido al empuje, dieron una seis o siete pasos, momento en el que ella comenzó a contrarrestar su fuerza con una tenacidad asombrosa para un cuerpo tan menudo.

—¡Con que esas tenemos, eh! —le dijo escupiendo las palabras—. Ahora vamos a ver quién manda aquí.

Optó por un cambio de planes. Cogiendo otra vez impulso, se dirigió al paseo arbolado intentando distanciarse en lo posible del Arco de Santa María. Si para llegar allí debía clavarle la navaja en la garganta, lo haría. Tal vez un poco de sangre calmaría a la fierecilla.

Pero no lo hizo.

A trompicones, y con un pequeño tajo en la garganta de la guarra, consiguió separarse apenas diez metros del arco. Ahí perdió la paciencia y paró. Con un movimiento rápido, quitó la navaja del cuello y cerrando el puño, la pegó un fuerte puñetazo en el pómulo. Fue ese momento de desconcierto de ella cuando aprovechó para tumbarla en el suelo. La puso boca abajo, ya que no le apetecía verle la cara mientras la violaba. Notaba como ella, poco a poco, recuperaba la compostura y como, centímetro a centímetro, luchaba por zafarse de él.

—Como sigas así, no me quedará más remedio que matarte —la amenazó.

Ya había asesinado a una chica en Segovia hacía un mes, librándose de milagro de que alguien le reconociese. Por eso prefería no llegar a esos extremos. Sin embargo, esta chica se le resistía mucho…

Mientras ella seguía en estado de shock, le subió el vestido y le bajó las bragas. Con dificultad, intentó introducir su miembro dentro de ella.

Ya casi lo había conseguido.

Encima de la potrilla, la tapó la boca y la puso el cuchillo en el cuello. En ese punto, ella recobró el brío. Empezó a gimotear y a moverse sin parar. Así le era imposible consumar nada. Desesperado, clavó la punta de la navaja en el cuello, consiguiendo que la chica frenase su ímpetu. Para su felicidad, eso le permitió penetrarla. «Ahora todo será coser y cantar», pensó.

Pero no.

La muy perra comenzó a moverse sin parar, mientras la navaja se le clavaba cada vez más. Le estaba echando un pulso. Si ella no paraba, él tampoco. Comenzó a empujar con rabia.

Puso tanto empeño que, cuando eyaculó, no fue consciente de que había matado a la chica.

4

Madrid, septiembre de 2013

Durante el trayecto para coger el metro, Amaya divagaba sobre la reunión que mantuvo con el jefe de Recursos Humanos.

Si al mitin con que la obsequió su ya exjefe se podía llamar reunión.

Hoy cumplía seis meses trabajando en la enésima empresa de su corta vida laboral y la tocaba renovar, o no, contrato. El estirado, y nada empático jefe, nada más entrar en su despacho se encargó de ensalzar su valía profesional —en otras cuantas empresas anteriores también la soltaron la misma monserga, pero en esta última que se dedicaba a la rama que ella estudió, informática, consideraba que era donde mejor labor había desarrollado—. El susodicho continuó ensalzando sus cualidades para el trabajo en grupo y su pericia para la resolución de cualquier incidente laboral. Todo ello bien aderezado con sonrisas cómplices y miradas de asentimiento que ella apenas le devolvía, presa como estaba de los nervios.

Una vez cumplido el paripé que, no dudaba que lo habría empleado con más personas, llegó la resolución final.

Y esa fue que a la calle.

Llegado a este punto, el jefe cambió el rictus y le invitó a buscarse otro empleo. Ni siquiera se molestó en ofrecerle falsas esperanzas, prometiéndole una nueva oportunidad si se presentaba la ocasión. Nada. De despedida se encontró una mano flácida para darle un expeditivo apretón de manos, y unos ojos clavados en el ordenador de su mesa mientras se levantaba de la silla, y salía de su despacho.

Caminando hacia el metro, cabizbaja, decidió tomarse una caña antes de llegar a casa derrotada otra vez más.

Ya conocía de ocasiones anteriores los efectos devastadores de la situación laboral española, que tenía atenazadas a tantas y tantas personas de su generación, frustrándoles la ilusión de independizarse como en su día hicieron sus padres. Con unos sueldos ínfimos, y unos trabajos precarios, era muy difícil conseguirlo. Ante ello, solo le quedaba vivir en la casa de sus progenitores o emigrar a Alemania como hizo su novio, Mikel.

Miró el reloj. Su pareja ya había acabado su jornada laboral por lo que le llamó, vía WhatsApp, para contarle sus penas.

—Hola, miamol —le dijo intentando no parecer triste.

—¡Hola, corasón! —exclamó él, mucho más alegre que ella—. Llevo esperando tu llamada toda la mañana. Cuéntame qué tal te ha ido. ¿Ha habido suerte?

Demoró la respuesta solo un par de segundos.

—¡Qué va! Ya sabes cómo funciona esto. Seis meses de contrato y a otra cosa, mariposa.

Por más que lo intentó, no expresó ni un mínimo de alegría en su contestación.

Ahora fue él quien se quedó mudo. Seguramente buscando la frase precisa para animarla.

—¡Joder qué putada! —se quejó amargamente—. Me juego lo que quieras a que eras una de las mejores informáticas de la empresa y, aun así, los muy cabrones te despiden…

—Tampoco hace falta que me hagas la pelota, Mikel, la empresa tenía muy buenos profesionales.

—¡Qué pelota ni qué niño muerto! Sabes perfectamente que eres mucho mejor informática que yo, que todos los de nuestra promoción, y seguro que mejor que todos con los curran en esa empresa. A una distancia considerable, además. Y que sepas que no necesito hacerte la rosca, no estás aquí para agradecérmelo…

Los dos rieron con ganas.

—No es nada personal y lo sabes —dijo ella tras el momento de relajación—. Prefieren traer carne fresca cada medio año y formarlos lo justo, aunque para ello pierdan unos días de trabajo. El Estado les paga una subvención por cada nuevo empleo y la gran mayoría de las empresas prefieren eso que hacer contratos indefinidos. Salvo algunas excepciones con gente de su confianza, claro.

Según avanzaba la conversación, cada vez se sentía peor. Al hecho de su despido se añadía la faena de amargar la tarde a su pareja. O los días siguientes. El pobre siempre la aguantaba estoicamente después de cada uno de sus sinsabores laborales.

«En fin —pensó con cierta malicia—, para eso estaban las parejas. Para apoyarse en lo bueno y en lo malo». Ahora salía malo, pues a apechugar entre los dos. A ella, sin ir más lejos, también le tocó aguantar sus malos momentos que todo emigrante sufría al abandonar su patria. Sin su ayuda, él habría vuelto a España a los tres días de estar allí. Y aunque le encantaría tenerlo a su lado, y más en momentos como este, animarle a dejar su empleo supondría un retroceso en su carrera. Y con ese supuesto serían dos, y no uno, los agraciados con un trabajo precario.

—Ya sabes lo que pienso, Amaya, no quiero repetirme una vez más…

Respiró hondo. Sabía de la buena fe de él, pero ya sostuvieron esta conversación muchas veces. No le apetecía defender sus motivos de nuevo y mucho menos discutir con su pareja.

—Te agradezco tu invitación para que me vaya contigo a Alemania, Mikel. Ya sé que allí tendría un trabajo estable y estaríamos juntos, pero no puedo marcharme. Ya conoces los motivos. No me lo pongas más difícil, por favor.

—¡Lo sé, lo sé, no te enfades conmigo! —exclamó él, quitándole hierro al asunto—. Aun así debía intentarlo de nuevo.

A pesar de la distancia, le imaginó con esa sonrisa picarona tan suya ante la cual era imposible enfadarse. Y eso que con esa barba poblada, que se negaba a afeitarse, perdía algún punto…

—Vamos, que un poquito capullo sí que eres.

Ahora sonrió ella.

—Touché.

Tras unos segundos de cavilaciones y risas, Amaya rompió el silencio.

—A veces no nos salen las cosas como queremos —dijo seria—. Ahora mi sitio está aquí, en Madrid, y no contigo, como me gustaría. Y ya sabes que del futuro prefiero no opinar. No merece la pena amargarse la existencia con falsas ilusiones.

 

—En eso no estoy de acuerdo contigo. Si no puedes soñar con que todo cambiará a mejor, ¿qué pinto yo trabajando en una ciudad extraña? ¿Y por qué no puede cambiar nuestra situación en un futuro…?

«Porque como sigamos cada uno en un sitio distinto acabaremos rompiendo», pensó ella sin atrever a exponérselo a su novio. Era cuestión de tiempo que él conociese a otra chica en su misma situación y de cuya relación surgiese algo más. ¿Y qué hacía ella para impedirlo…? Nada. Sabía que su sitio estaba en Madrid con todas las consecuencias que conllevaba.

—Dios te oiga, Mikel —suspiró ostensiblemente—. Y perdóname por estar tan pesimista y susceptible.

—Estás perdonada.

—¿Sabes qué te digo? —cambió el tono de la conversación—. ¡Que me pensaba beber una caña, pero lo voy a cambiar por un par de tercios!

—¡Ole!

—Y después iré al gimnasio y me pasaré una hora dándole golpes al saco de boxeo. ¡Pienso visualizar la cara del que me ha despedido!

—¡Ole y ole!

—Gracias por tu apoyo, miamol —dijo bastante más animada—. Y ya te cuelgo que si no te dejo sin datos.

—No te preocupes por eso.

—Sí, sí. Luego hablamos por Skype si te parece.

—Por mí, perfecto.

—¿Sabes que te quiero y que te he echo muchísimo de menos, verdad?

—Lo sé, pero yo te quiero y te echo mucho más de menos que tú a mí.

Con otras tantas frases empalagosas por las dos partes acabaron la conversación.

5

Municipio norte de Madrid, septiembre de 2013

El cabo Antonio Iznaola apuró el cigarro y lo tiró lo más lejos posible de su vista. Llevaba toda la noche despierto y se encontraba a un paso de que comenzase el operativo de la misión que les traía de cabeza desde hacía más de veinte días. A todos los cuerpos del Estado, y al país entero, dado el interés que siempre suscitaba el rapto y asesinato de niños.

Todo comenzó cuando unos padres dieron la voz de alarma por la desaparición de su niña de siete años mientras jugaba en un parque infantil de su municipio. Desesperados, relataron mil veces que todo se produjo durante un mínimo descuido. Tras varios días de búsqueda infructuosa durante los cuales se había creado una tremenda alarma social, la citada niña apareció asesinada por asfixia al lado de un puente antiguo del río Manzanares.

A partir de ahí, la presión que aguantaban los Cuerpos de Seguridad del Estado, desde todos los frentes posibles, era insoportable. Y todo se recrudeció desde que otra niña de ocho años y otro niño de seis, de municipios cercanos al primero, llevaban cuatro días desaparecidos. Desde el principio supieron que ambos los casos estaban relacionados, por lo que recababan informaciones y pistas contra los posibles sospechosos desde hacía tres semanas. No existía cámara de seguridad de dichos pueblos sin revisar, ni desconocido o lugareño sospechoso, sin interrogar.

Y todo resultó en balde pese a que la colaboración entre Guardia Civil, Policía Nacional y las Policías Locales resultó más provechosa que nunca.

Y así continuaba la historia hasta que les sobrevino un golpe de suerte.

En este caso, como en muchos otros, la colaboración ciudadana se arrojó fundamental. En los días anteriores recibieron multitud de falsas alarmas de gente que creía haber visto al niño o la niña en los lugares más insospechados. Algunas se descartaban al instante. A otras tantas, tras estudiarlas más concienzudamente, se desechaban más adelante.

En una de ellas, una mujer juraba haber reconocido al niño de la foto con un matrimonio sin hijos que vivían en su urbanización desde hacía muy poco tiempo. Siguiendo ese rastro fue como el cabo Laguna, su experto informático, recabó información sobre esa pareja en particular.

Y las piezas empezaron a encajar.

Se trataba de un matrimonio, en torno a los cuarenta años, que después de muchos años intentado ser padres perdieron a su hija de cinco años por un error médico. La pareja llevó a su hija Carla a un centro de salud tras un problema respiratorio y algo de fiebre. Su pediatra, incomprensiblemente, la mandó a casa sin hacerle ninguna prueba diagnóstica. Al día siguiente, y tras ingresar la noche anterior de urgencia, la niña falleció. A pesar de la tragedia, el detonante para la furia del matrimonio se produjo cuando el pediatra responsable de la negligencia salió absuelto con una leve multa.

Iznaola caminaba concentrado por un camino semiabandonado, repasando por enésima vez el operativo.

La pareja había alquilado un chalé adosado en una urbanización alejada del municipio. Dicha urbanización estaba formada por un conjunto de veintidós viviendas formando un triángulo escaleno. En el medio de todas ellas disponían de una piscina comunitaria. En el lado más largo había once chalés, ocho en el otro y otros tres en el lado más pequeño. Para su desgracia, el matrimonio vivía en el chalé que formaba el vértice entre los dos lados más largos. Contando con que era una urbanización en medio de la nada, y que dada su posición se antojaba muy difícil el asalto sin poner en grave riesgo a los niños, planearon el rescate utilizando una estratagema.

Y ahí intervenía él.

Para cubrir todos los flancos posibles su unidad, la Brigada de Homicidios de la Comandancia de Madrid, solicitó el apoyo de la Unidad Especial de Intervención de la Guardia Civil, la UEI. El equivalente a los geos de la Policía Nacional. Estos consiguieron situar a un francotirador con su fusil americano de precisión Barret M82 en el tejado, y a otro a doscientos metros de la puerta de entrada del chalé esperando la mínima oportunidad para disparar si recibían la orden. También con mucho sigilo, a lo largo de la noche, introdujeron más efectivos en los chalés colindantes, con el consiguiente susto para sus habitantes. Sin duda, pasaron una noche que nunca olvidarían.

La UEI, o los caras negras por su pasamontañas característico, llevaban el peso del operativo al mando del capitán Amuedo. De su Brigada solo había dos personas, el sargento Ormaza como enlace entre ambas unidades y, por supuesto, él. Lo eligieron, aparte de por su intachable hoja de servicios, porque daba el pego para el plan que habían tramado.

—Las diez y veinte —dijo el capitán Amuedo, apoyado en el capó del coche camuflado mientras escrutaba la casa con unos prismáticos—. No podemos esperar más. ¿Está preparado, cabo?

Se hallaban apostados a quinientos metros en la carretera principal. Como era obvio, bloqueando cualquier vía de escape por mínima que fuera.

Iznaola asintió con la cabeza. Lo estaba.

—Entonces no se demore más —le ordenó Amuedo—. Y perdone que se lo repita una vez más. Son gente muy peligrosa, no se haga el héroe. Su misión consiste en localizar a los niños y protegerlos. Del resto ya nos ocupamos nosotros, ¿de acuerdo?

—Sí, mi capitán.

Se cuadró de forma respetuosa.

Amuedo, con su metro noventa largo de estatura, barba de una semana y ojos de zorro, trasmitía una enorme templanza. Estaba acostumbrado a lidiar en esas lides y seguro que preferiría llevar el peso de todo el operativo.

—Pues proceda, cabo.

Antes de montarse en un Renault Mégane algo desvencijado, el sargento Ormaza le agarró del hombro con firmeza.

—Confío en ti, Iznaola. Lo harás bien.

—Gracias, mi sargento.

Se despidieron con un fuerte apretón de manos.

Abrió la puerta del coche y dejó su roído maletín en el asiento del copiloto. Se sentó alegremente y ahogó un suspiro. La entrepierna del pantalón casi le mataba. Debería haberse probado el traje antes de ponérselo. Llevaba más de dos años sin usarlo y en ese tiempo engordó unos cuantos kilos.

Sin tiempo para contemplaciones arrancó el coche y sin correr mucho se acercó a las viviendas. Como su objetivo era la primera, nada más llegar a la urbanización no sería extraño para nadie, ni tan siquiera para los inquilinos, que empezase por ella. Observó mientras aparcaba que se apreciaba movimiento en la casa a causa de un corrimiento de cortinas. Apagó el motor y respiró hondo. Cogió el maletín y se atusó el traje después de cerrar la puerta. El peinado no hacía falta que lo revisara. Lo llevaba muy engominado con una raya al lado. Junto con las gafas de pasta, le daban aspecto de persona despistada muy conveniente para la causa.

Durante el trayecto a la verja del chalé se metió de lleno en su papel de comercial, angustiado por la obligación de realizar contratos por lo civil o por lo criminal. Y, sin ninguna duda, jugaría bien esa baza.

Pulsó el timbre de la puerta de la verja. Nadie contestó. Tras concederles veinte segundos de cortesía, volvió a pulsar el timbre cuatro veces. Seguían sin hacerle caso, pero se apercibió de cómo se movía ligeramente la cortina de una de las ventanas situadas en el frontal de la vivienda.

—Como queráis —dijo en voz baja—. Por mí podemos estar así toda la mañana.

Fue pulsar una vez más el timbre y salir, con paso presuroso, un hombre a su encuentro.

—¿Qué quiere? —le preguntó de malas maneras, sin abrir la puerta de la verja.

Puso cara de susto al recibir el exabrupto.

—Discúlpeme. Como están ustedes en esta urbanización tan alejada del municipio tenía que cerciorarme bien de que había alguien.

Mientras le contestaba, abrió con torpeza el maletín y extrajo unos folios de dentro.

—Si fuera tan amable de dejarme alguna factura de la luz o del gas le ofrezco, encantado, los descuentos que le hacemos en mi compañía.

Acompañó esas palabras con la sonrisa falsa de rigor y le mostró la acreditación, más falsa si cabía.

Eduardo Javaloyes lo miró intensamente. Si se cruzase por la calle con él no lo catalogaría como una persona peligrosa. Vestido como si tuviese quince años más con unos pantalones chinos anchos color crema, camisa blanca y chaqueta color oporto recién sacada del periodo de posguerra. Con evidente sobrepeso y una cara anodina. Canoso y una gafas muy pasadas de moda. Sus mofletes gordos y sonrosados le daban la apariencia de una persona bonachona.

—Intentaré ser amable porque entiendo que les obligan a recorrer barrio por barrio y es cierto que el nuestro está bastante alejado del casco urbano… No estamos interesados en cambiar de compañía eléctrica. Muchas gracias y buenos días.

Sin concederle tiempo para la réplica, se dio media vuelta y se encaminó a la vivienda.

—¡Espere un momento, por favor! —levantó la voz todo lo que pudo—. ¡Déjeme ver en alguna factura lo que le cobran por kilovatio/hora y ya verá cómo nuestra oferta es irrechazable! ¡Por no hablar de que le haríamos un descuento del cincuenta por ciento en el fijo! ¡Un chollo, créame!

Aprovechó la circunstancia de que hubiese un par de vecinos, previamente avisados para ello, siguiendo el desarrollo de su diálogo para crear una situación incómoda.

Eduardo no se daba por enterado y caminaba directo al adosado.

—¡Por favor, caballero! ¡Si no le llevo a mi jefe alguna prueba escrita de mi trabajo, no digo contrato, me despedirá! ¡Por no hablar también de que en un par de días volverá algún compañero mío seguramente más pesado que yo! ¡Nos obligan a peinar todos los barrios cada cierto tiempo!

Agarrado a los barrotes, con la cabeza metida dentro, se sentía bien arrastrándose como una culebra. El futuro de dos niños inocentes dependía de su actuación.

El hombre continuaba sin volverse. Agarró el pomo de la puerta y la abrió. Suspiró profundamente. Si entraba y no salía, se produciría el asalto de la UEI con el riesgo que ello conllevaba al haber rehenes.

—Espere un momento, a ver si puedo hacer algo —dijo Eduardo justo antes de entrar.

—¡Muchas gracias caballero! —exclamó elevando la voz en la última palabra con ánimo de adularle.

Sin soltar los barrotes, agachó la cabeza.

—Se lo va a pensar. Concédanme algo más de tiempo, por favor —dijo al micrófono que llevaba escondido.

Esperando se dio cuenta de que las persianas del piso de arriba del chalé se cerraban muy despacio. Después, al cabo de un minuto largo, salió de nuevo el sospechoso y se dirigió hacia él. Seguramente aprovechó ese tiempo para maniatar y amordazar a los niños si aún seguían con vida... Por su parte, se ceñiría al plan, no haría nada que les pusiera en riesgo si ni se hubiera producido ese hecho.

—Pase —le dijo abriendo la puerta al fin—. Espero acabar con todo esto en unos instantes.

—¡Gracias, gracias! ¡Cuánto le agradezco que me deje cumplir el expediente! ¡No puede ni imaginarse qué pesado es mi jefe!

 

Durante el breve trayecto a la vivienda dio un ligero traspiés intencionado en el que casi se le cayó el maletín. Apurado, se recolocó las gafas y se atusó el pelo de forma azorada.

—Perdone, caballero, son los nervios.

—Serán —dijo el otro sin mirarle siquiera.

Eduardo, sin muchos miramientos, le llevó a un salón con cuatro muebles de Ikea, una televisión de unas cuarenta pulgadas y ni un triste adorno.

—Acabemos cuanto antes —continuó hablando el inquilino—. Déjeme algún papel donde vengan las ofertas y ya les llamaré si me interesa.

Le señaló una mesa vacía de pino para que sacara la documentación que creyese conveniente.

Aprovechó esos instantes para cerciorarse de que no había nadie más en esa planta. Y no lo parecía. Por descarte, se hallarían en el sótano formado por dos plazas de garaje y un trastero; o en la planta de arriba, en las habitaciones o los dos baños; o, por último, en la buhardilla. Si no le surgía ninguna pista más le tocaría decidir hacia dónde encaminarse.

—Por supuesto, caballero. Si quiere le cuento brevemente las ofertas que…

—¡No hace falta! Usted me deja los papeles y ya les llamaré si eso.

—Entiendo. Está usted ocupado y no tiene tiempo para explicaciones.

Sacó unos papeles del maletín mientras hablaba. ¿Lo que oía eran pasos en el piso de arriba…?

—Buena definición —le dijo el otro con un toque irónico a la vez que los cogía.

—Ya verá como nuestras condiciones son mejores que las de su compañía actual, caballero.

Eduardo revisaba los papeles por encima sin hacerle ningún caso.

—¡Uy, espere, que me dejo la oferta del gas!

Volvió a meter la mano en la valija beneficiándose del descuido de su acompañante. Sacó el fuerte anestésico y lo impregnó en un pañuelo. A continuación, y con mucha sangre fría, se colocó detrás de su acompañante.

—Esta oferta es irrechazable, ya lo verá.

Con un rápido movimiento, le tapó la boca con el pañuelo, le inmovilizó el cuello, y se echó para atrás intentando que el atacado no patalease ningún mueble. Este, presa del desconcierto, luchaba por zafarse del ataque e intentaba propinarle algún codazo defensivo. Lo que tampoco sabía el hombre era que, al coger aire de manera desbocada, los efectos del anestésico aumentaban exponencialmente. Y así, al cabo de unos segundos, las fuerzas le fallaron y se quedó plácidamente dormido. Le ató pies y manos con unas bridas presto a pasar a la siguiente fase.

—¡Muchas gracias por todo, señor! ¡Piense bien lo de mi oferta! ¡Hasta luego! —elevó la voz para hacerse escuchar.

Fue hasta la puerta principal, la abrió, la cerró con fuerza y la abrió otra vez muy despacio para que pasasen los de la UEI. Él, claro estaba, se quedó dentro.

—Despejada la planta baja —dijo en un susurro al micrófono.

Acto seguido, sacó su semiautomática del maletín con sus quince cartuchos y, de manera sigilosa, subió los escalones.

Pasadas más de la mitad de las escaleras, vio como se movía un picaporte y como esa puerta se abría muy despacio. Sin ponerse nervioso, reculó hasta la entreplanta, ya que desde allí la mujer no lo veía. Oyó como alguien salía de la citada habitación y se dirigía a la planta de abajo.

—¡Eduardo! ¿Ya se ha marchado el pesado?

No le contestó.

—¡Eduardo! ¿Pasa algo?

Notaba los nervios en su voz. Apostaría a que dudaba entre bajar a interesarse por su marido o volver a la habitación. Y él, quieto y alerta, esperaba algún paso en alguna dirección.

—¡Eduardo, si es una broma no le veo la gracia por ninguna parte!

Dicho esto, la mujer se encaminó a las escaleras. Su cara al encontrarse con un arma apuntándole a la cabeza fue de auténtico pánico.

—¡Guardia Civil! ¡Levante las manos y no se mueva!

Mercedes Acosta cumplió la orden y a la vez dio un pasito para atrás.

—Ni se la ocurra intentar escapar. Si lo hace, dispararé.

—¿Qué le ha pasado a mi marido? —preguntó, nerviosa—. ¿Está bien, verdad? No sé lo que busca, agente, pero nosotros somos gente honrada.

La mujer recuperaba la compostura e intentaba hacer valer su atractivo con él. Con una larga melena morena, el mono rojo que vestía ensalzaba su estilizada figura.

—Está bien, no se preocupe —contestó, sin dejar de apuntar—. Ahora necesito que se ponga estas esposas. Primero en una muñeca y luego en la otra.

—Comete un grave error, agente, y lo pagará muy caro.

Con su voz aplomada trataba por manipularle. Ya no apercibía ningún miedo en ella. Sin duda, lucharía hasta el final.

—Haga lo que le digo, por favor.

Abajo oyó el ruido de varios agentes entrando en la casa.

—¡Estamos arriba! —les gritó.

Mercedes se puso las esposas y dirigió sus ojos azules hacia él.

—Me arrebataron lo que más quería… —dijo con una sonrisa gélida.

De repente, le entró una angustia terrible.

Un agente encapuchado agarró a la mujer sin muchos miramientos y se la llevó para abajo. Iznaola, sin tiempo que perder, abrió la puerta de donde salió ella.

Al ver a los niños atados, amordazados y llorando, pero sanos y salvos, se emocionó como no recordaba en su vida.

6

Madrid, septiembre de 2013

Desde que acabó el operativo de la mañana no tuvo tiempo de tomarse un respiro. Y debía de confesar que no le importaba. Habían sido veinte días de lucha infructuosa y sin descanso para atrapar a unos asesinos de niños, y que todos los involucrados en el caso recibieran una sarta de halagos le reconfortaba. Era el lado amable de la lucha contra el crimen.

Iznaola no se sentía más especial que nadie. A él le tocó ser la punta de lanza, nada más. Simplemente cumplió su cometido, como lo hicieron también el cabo Laguna en su labor de informático, los jefes que coordinaron el operativo, o la UEI que le cubrieron la espalda en todo momento, por ejemplo. Aun así, ver como algún compañero veterano le daba las gracias, con los ojillos vidriosos por la emoción, le produjo un placer que no olvidaría jamás.

Y ahora le tocaba el último escollo.

Se hallaba parado frente a la puerta del comandante Peñalva. Este le pidió que le llevase el informe en cuanto lo redactase. Quería hablar con él y la entrega de la documentación parecía el momento propicio para ello.

Respiró profundamente y golpeó a la puerta con los nudillos.

—Pase, Iznaola. —Se oyó desde dentro.

Halló al comandante de pie, mirándole fijamente con las brazos entrelazados. Su cara reflejaba el orgullo por la labor bien hecha.

—A sus órdenes, mi comandante —dijo cuadrándose.

—Siéntese, Iznaola, por favor.

Le señaló la silla con la mano y él también lo hizo.

Antes de sentarse, le entregó el informe.

Peñalva lo recogió y se quedó con él en la mano sin dejar de mirarle fijamente.

—Lo que ha hecho hoy ha sido muy grande, Iznaola. ¿Lo sabe, verdad?

—Con su permiso, mi comandante, querrá decir lo que hemos hecho. Sin la ayuda de todo el aparato logístico no lo habría conseguido.

El comandante, un tipo grandullón con una voz cavernosa y curtido en mil batallas y destinos, se echó para atrás en su sillón y sonrió.

—Lo que me quiera contar, cabo, pero el que se ha metido en esa casa con dos locos ha sido usted, no lo olvide. Si a esos niños les hubiese ocurrido un percance, por pequeño que fuese, ya sabe quién se habría comido la mayor parte del marrón…

Asintió con la cabeza e hizo un gesto de resignación.

—Alguien debía de hacerlo, señor. Y si ese alguien era yo, pues bienvenido sea. Por fortuna, para cumplir una misión de este tipo hay que estar muy preparado y yo lo estaba.

Hizo una parada por si su superior quería añadir algo. Como no lo hizo, continuó hablando él.

—Luego hay que valorar las circunstancias del caso. El tiempo corría en nuestra contra. Hubo que medir los pros y los contras en una situación límite, y en todos los casos sabíamos que correríamos riesgos. Gracias a Dios todo ha salido bien.