El papel del cine colombiano en la escena latinoamericana

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Uno de los más importantes aportes de la propuesta de Solanas y Getino (1969) se relaciona con la insistencia en que el cine latinoamericano debe promover su propia identidad y desmarcarse de la propuesta realizada e impuesta desde la gran industria del cine de Hollywood. La propuesta narrativa de estos realizadores se acerca bastante al documental, centrado en los indígenas y en la gente pobre y marginada de la sociedad, y el tratamiento que se da como personajes a las autoridades suele ser satírico. Se trata, en cierta forma, de una visión maniquea que romantiza la lucha del pueblo y deshumaniza a la clase política (Shaw, 2004, p. 480).

Una manifestación importante de la influencia de estos movimientos en otros países de América Latina puede verse en tres tendencias estilísticas desarrolladas por realizadores colombianos de este periodo: Marta Rodríguez y Jorge Silva, Carlos Mayolo y Luis Ospina, y Carlos Álvarez. Esta generación de jóvenes directores de cine educados en escuelas de cine extranjeras y con una gran influencia marxista llevó a la gran pantalla historias de denuncia, inspiradas en el conflicto interno colombiano y en las desigualdades sociales.

Rodríguez y Silva son los documentalistas colombianos más conocidos, y obtuvieron el reconocimiento de la crítica con Chircales, proyectado en una versión preliminar en el Festival de Cine de Mérida en 1968 y, finalmente, estrenado en 1972. La posproducción de Chircales fue financiada con el premio que ganaron por su documental Planas: testimonio de un etnocidio (1970), que denunció la persecución y tortura de una comunidad indígena en los Llanos Orientales de Colombia. Marta Rodríguez se formó como antropóloga en Bogotá, entró en contacto con el sacerdote radical Camilo Torres, y trabajó con él en un grupo de acción comunitaria en el barrio Tunjuelito de Bogotá, el sitio donde siete años más tarde filmaría Chircales. Estudió cine con Jean Rouch y estaría claramente influida por él: “Nos habló de un cine que podía usar el artificio cinematográfico sin violar la vida de la gente, filmando sin alterar sus costumbres, sus gestos, sus actividades. Nos habló de la cámara como un ojo observador que participaba en la vida del pueblo” (Rodríguez y Silva, 1984, p. 4).

El colombiano Carlos Álvarez fue uno de los documentalistas más importantes de finales de la década de 1960 y apoyó abiertamente las tendencias radicales y militantes en el cine latinoamericano, como el uruguayo Mario Handler y el Grupo Cine Liberación. Su primera película, Asalto (Álvarez, 1968), fue un claro homenaje a los primeros trabajos del cubano Santiago Álvarez, aunque sin el dominio magistral de este último (J. King, 1994, p. 295). La relevancia de Álvarez no reside tanto en la complejidad de sus pronunciamientos como en sus cuestionamientos a los valores culturales; su importancia es coyuntural.

Luis Ospina y Carlos Mayolo, por su parte, usaron el humor y la sátira para mostrar una mirada irreverente de la sociedad colombiana sin el activismo político de los realizadores citados. Es relevante, por ejemplo, el caso del documental Oiga, vea (Ospina, 1971) promocionado como el antiinstitucional de los Juegos Panamericanos de Cali de 1972. La mirada de estos autores, que incursionaron en la literatura y en el cine de ficción y documental, permitió la aparición del género gótico tropical, con el que en clave de thriller parodiaron y atacaron las clases altas colombianas y sus hábitos.

El periodo fue rico en películas documentales de gran contenido social y algunos largometrajes de ficción que abordaron este tema desde un punto de vista militante, e hicieron énfasis en la denuncia y en la marginalidad. El cine del periodo toma posición y pone el dedo en la llaga de los problemas del país. De igual manera, esta tendencia sirvió para que otros realizadores se fueran al extremo y realizaran una buena cantidad de títulos de lo que se ha denominado la pornomiseria, películas que se vendían muy bien en Europa y en los Estados Unidos por presentar historias cotidianas escandalosas con muy poca investigación y un gran impacto sensacionalista.

Este fenómeno de la pornomiseria fue bien caracterizado y parodiado por los directores Luis Ospina y Carlos Mayolo en su cortometraje de 1977 Agarrando pueblo (Ospina y Mayolo, 1977). Sobre este cortometraje, fundamental para el cine colombiano, Ospina (2000) afirmó:

Esto fue como un escupitajo en la sopa del cine tercermundista, y por ello fuimos criticados y marginados de los festivales europeos y latinoamericanos, acostumbrados a consumir la miseria en lata para tranquilidad de sus malas conciencias. Pero a la larga tuvimos razón porque después de la polémica la situación se volvió apremiante y comenzamos a cosechar premios en los mismos festivales que nos habían excluido. Las películas con contenido comercial, institucionales, turísticas y de temáticas ligeras fueron, no obstante, la cuota predominante del cine nacional de estos años.

Nuevo cine argentino de la década de 1990

Desde inicios de la década de 1990, la proliferación de escuelas de cine en Buenos Aires llevó a un aumento de la cantidad de realizadores con título universitario y atrajo a estudiantes de distintos países latinoamericanos a formarse en cinematografía en Argentina. Algunos realizadores jóvenes, egresados de instituciones como la Universidad del Cine y la Universidad de Buenos Aires, conformaron equipos de trabajo con colegas y amigos, por lo que coincidieron en algunas características que llevaron a que académicamente se los denominara nuevo cine argentino de la década de 1990. La causa del nacimiento de este movimiento tiene que ver, además del auge de escuelas de cine, con la nueva ley de cine y el impulso y creciente importancia de festivales como Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) y Mar del Plata.

El final de la década coincide, además, con una de las mayores crisis económicas sufridas por el país, una profunda crisis institucional provocada por la destitución de varios presidentes en pocas semanas y el avance de las políticas neoliberales en toda América Latina, que se cuenta como una de las causas de la crisis. Sobre el surgimiento de este movimiento, Poppe (2013, p. 141) plantea que el movimiento tuvo su origen al final de la década de 1990, motivado por las políticas neoliberales del presidente Carlos Menem y el profundo impacto negativo que sus reformas gubernamentales, tales como la cancelación de fondos estatales de apoyo a la cultura y la disminución de tasas para las películas extranjeras (amparadas en una política de “libre comercio”), había tenido sobre la industria cinematográfica argentina.

Aunque hay coincidencia generacional entre los directores de este movimiento, es necesario reconocer que se trata de un grupo heterogéneo de películas documentales y de ficción, realizadas con bajo presupuesto y gran énfasis en la propuesta estética más que en una estructura narrativa clásica. Son películas que definen la sociedad contemporánea, con narraciones híbridas entre ficción y realidad, y sus búsquedas se decantan hacia las relaciones humanas y los estados de ánimo de los personajes.

Nuevos espacios y con ellos también nuevos personajes de extracción social variada llegarían a la pantalla por primera vez en un registro realista, a veces rayano en lo documental, que podía alternar con la experimentación estilística en el plano del lenguaje, en el de la puesta en escena o en las estructuras narrativas. (Ojea, 2009, p. 43)

Capelloni (2012), por su parte, explica que este movimiento “ha testimoniado en la multiplicidad de voces e imágenes los estertores de una época signada por la exclusión, la hegemonía cultural, el avance del libre mercado, la exacerbación del consumo, del individualismo más acérrimo y el retraimiento del rol del Estado en la intervención social del pueblo argentino”.

De igual manera, se permitió confrontar temáticas, tradiciones y modos de producción de las décadas anteriores, así como la representación de la sociedad argentina en el cine. El nuevo cine argentino rechaza el cine ideológico de las generaciones anteriores, pero también al cine comercial de estética y narrativas teatrales o televisivas. Sus películas van en contravía del costumbrismo y los personajes estereotipados. En las películas del movimiento, los personajes aparecen a menudo como seres ordinarios y muchas veces lo poco que se sabe de ellos se infiere por sus acciones. Este cine está mucho más emparentado con modelos de expresión que de representación, una de las razones por las que sus críticos lo relacionan con un cine destinado a ganar figuración en festivales de cine, que definen peyorativamente como un cine “festivalero”.

Una de las principales características de estas películas es el “distanciamiento” como una crítica a la ilusión cinematográfica y a la crisis de la representación fílmica.

El efecto de distanciamiento tiene, como contraparte al realismo, la particularidad de poner en evidencia la puesta en escena. En ese sentido, si se pretende hablar de “nuevo realismo” para la reciente cinematografía argentina se debe tener en cuenta que hay “una producción de sentido” y “una producción de forma” que contrarían la reducción perceptiva a un “reconocimiento de la realidad representada”. (Di Paola, 2010, p. 3)

Como herederos de los modelos de producción del neorrealismo y la nueva ola francesa, las películas del nuevo cine argentino privilegian también la producción con bajo presupuesto, la utilización del plano secuencia y el trabajo con actores no profesionales, aunque, como ya se ha mencionado, se presta especial atención a los encuadres y la iluminación. Para el efecto, resulta interesante lo dicho por Di Paola (2010) sobre la figura del héroe:

En cuanto a lo narrativo, hay una desaparición de la figura del héroe, una objetividad pronunciada respecto a las cuestiones morales, políticas e ideológicas, un repudio a la denuncia directa y, por sobre todas las cosas, es característica esencial de estos nuevos realizadores el privilegio del instante y la condensación del acontecimiento desde el presente, insistiendo con la figura de un aquí y ahora absoluto que desplaza toda mirada hacia el pasado: si aparece “el mundo de lo pasado” en estos filmes es para reintroducirlos a través de una mirada desde el presente y que reinscribe la memoria del pasado en ese presente. (p. 14)

 

Frente al cine militante que imperó en las décadas de 1960 y de 1970, el nuevo cine argentino de la década de 1990 privilegió las historias individuales sobre las colectivas, renunció al derecho de hablar a nombre de “los que no tienen voz” y evadió el tono épico y nacionalista de las décadas anteriores. Esta tendencia se pone en evidencia no solo en Argentina, sino también en otros países latinoamericanos que a partir de aquella década abandonan el componente político militante típico del cine latinoamericano anterior para adoptar posturas más intimistas y particulares.

Rodrigues (2012, p. 83) establece diferencias claras entre esta generación de directores y sus homólogos de décadas anteriores cuando afirma que los directores de esta nueva generación cuentan en sus películas los sucesos que le ocurren a cualquier persona en su cotidianidad, y dejan de lado la violencia colectiva para poner el énfasis en la violencia individual. Dicho de otra forma, los problemas retratados son los mismos pero el foco ya no está puesto sobre la comunidad, sino sobre el individuo que lucha con ellos todos los días. León (2005), por su parte, resalta la importancia de estas películas, y sus herederas en otros países del continente, en el rescate de personajes olvidados en las narrativas hegemónicas latinoamericanas:

Seres tradicionalmente olvidados como las mujeres, las minorías sexuales, los niños de la calle, los mendigos, los vagabundos, los delincuentes, los sicarios se transforman en personajes centrales de los filmes de fin de siglo. Las condiciones de la producción cinematográfica generadas por el agotamiento del Estado benefactor, así como la renovada sensibilidad del espectador modelada por los medios masivos de comunicación, permiten que el cine latinoamericano visibilice estos sujetos marginales desde un punto de vista inédito. (p. 27)

La influencia del nuevo cine argentino va más allá de la República Argentina y su influencia puede verse claramente en países como Colombia, Ecuador y Perú, no solo por la cantidad de estudiantes de estos países formados en universidades argentinas, sino por el éxito de las películas del movimiento en festivales de cine de primer nivel, que las ha hecho objeto de emulación.

1 Esta situación se vive aún en América Latina. El doblaje mexicano y, en menor medida, el colombiano son comunes en el norte del continente mientras que el argentino se escucha predominantemente en el sur. En todos los casos, el doblaje español no se usa ni se acepta regularmente en América Latina, donde además hay más tradición de películas subtituladas que en España.

2 Datos citados por Paranaguá (2003), tomados de Amador y Ayala (1960, pp. 465-469).

3 II Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano realizado en Mérida, Venezuela, en 1968. Fue un punto de giro importante porque coincidieron allí distintos realizadores latinoamericanos con inquietudes similares. Al final, se firmó un manifiesto que declaraba que el cine latinoamericano debía comprometerse con la realidad del continente y el cambio social. Esto venía ya discutiéndose desde el festival anterior en Viña del Mar en 1967.

4 El cineasta Gustavo Nieto Roa, uno de los más prolíficos del cine colombiano y líder de la taquilla nacional en la década de 1980, reconoce la gran influencia del cine mexicano en las películas que él y otros directores realizaban en ese periodo. Esta condición se entiende más claramente si se parte de la base de que las principales ciudades colombianas contaban con al menos un teatro donde se proyectaba exclusivamente cine mexicano y que en la década de 1970 el cine mexicano tenía más éxito en el país que el estadounidense (Valencia, 2015).

5 Situación que claramente pone en desventaja a las producciones locales, escasamente apoyadas por Gobierno e industria privada y con inversiones que en ocasiones no llegan al 1 % de las de una película de Hollywood.

6 La Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales París, 20 de octubre de 2005, reconoce la importancia de la preservación de los bienes culturales locales más allá de su valor comercial. Este acuerdo fue aceptado por 148 votos a favor, 4 abstenciones y solo 2 votos en contra (Estados Unidos e Israel).

7 A diferencia de las posturas críticas que adoptaron movimientos cinematográficos de la década de 1960 como el cinema novo brasileño y cine liberación, el cine de la edad de oro mexicano representa a los pobres como buenas personas que llevan con dignidad y resignación su pobreza. La estética de las películas no representa la realidad de forma cruda ni suele llevar implícita ninguna crítica social al establishment o al abandono del Estado.

8 Aún existe, según Barradas, un imaginario entre el público latinoamericano de que todas las películas mexicanas en blanco y negro pertenecen al periodo de la edad de oro.

9 Después de setenta y cinco años ininterrumpidos en el poder, tanto regional como nacional, el PRI perdió la Presidencia de México en 2000. En 2012, la “recupera” con la llegada de Enrique Peña Nieto al poder.

10 Este tema será objeto de análisis del siguiente apartado. Aunque las circunstancias políticas de México durante buena parte del siglo XX (un solo partido en el poder) permiten hacer un análisis más claro sobre este tema, es cierto que buena parte de la financiación del cine en los países latinoamericanos se hace con dineros del Estado, lo que condiciona directa o indirectamente el desarrollo de la cinematografía nacional y, en mayor o menor medida, las películas que se premian.

11 William Jenkins llegó a controlar el 80 % de la exhibición cinematográfica en México, fue dueño del Banco Cinematográfico, de los Estudios Churubusco y de más de 250 salas de cine. Su grupo económico fue responsable de la eliminación de varias políticas de protección a los productores nacionales, que favorecieron el cine de Hollywood.

12 Barradas cita, entre otros, el hecho de que los créditos se daban por medio de las distribuidoras, algunas de las que estaban en poder de grandes productores, lo que constituía, de entrada, una situación de conflicto de intereses (los productores se otorgaban a sí mismos dineros del Estado). Esto, sumado a la política de puertas cerradas de los sindicatos, impidió una renovación efectiva del cine mexicano.

13 Llama la atención, además, que el personaje de la prostituta por necesidad sea redimido en el cine de ficheras, cuando el mayor insulto en la mayoría de los países latinoamericanos (en Colombia, se le dice “la grande”) es “hijo de puta”, expresión que claramente incluye un juicio de valor referido a tener una madre prostituta como la mayor de las vergüenzas.

14 Estos programas tenían implicaciones de intervención económica y militar en la región y el firme objetivo de impedir el avance del comunismo en América Latina como coletazo de la Revolución cubana de 1959.

15 Sobre este tercer cine, Shaw (2002, p. 474) asevera que existe también como oposición a las políticas y el sistema de estudios, y sus películas son aquellas que el sistema no puede asimilar, historias ajenas a sus necesidades.

16 Aunque Solanas, García Espinosa y Sanjinés rechazaron la noción del cine de autor con sus implicaciones jerárquicas y pleitesía excesivas a la figura del director, sus obras y los movimientos que representan terminan girando alrededor de su obra y de ellos como figuras principales.

2. La identidad colombiana y su representación en el cine nacional

La primera pregunta que surge al abordar un proyecto de esta naturaleza es ¿existe el cine colombiano?, ¿qué es?, ¿qué no es? Preguntas que pueden quedar sin respuesta al entender la complejidad de una industria como la cinematográfica en un país periférico y prácticamente inexistente en las cifras de la industria cinematográfica mundial y que, aunque notable en América Latina, no hace parte del grupo de países que lideran la cinematografía en la región. A finales de la década de 1970, el crítico de cine Alberto Aguirre, uno de los más importantes intelectuales colombianos de la época, ya advertía:

El cine colombiano tiene una existencia, pero no tiene una historia. Intentos esporádicos, tentativas amorfas, realización saltuaria de películas, indican que existe un cine hecho en Colombia. Pero es un cine que no va inserto en el orden social, que no corresponde a una circunstancia, que carece de una dinámica, que no obedece a un proceso. Por eso carece de historia. Y no tiene personalidad. (1978)

Varias veces a lo largo de la historia se ha planteado el advenimiento de un nuevo cine colombiano o el surgimiento de una industria cinematográfica nacional estable, como puede verse en Orlando Mora, otro destacado crítico de cine colombiano, desde la década de 1970:

Desde mi punto de vista, creo que asistimos al proceso complejo, arduo, plagado de contradicciones, del surgimiento del cine nacional. Superadas las épocas en que este nacimiento se pregonaba siempre a raíz de la aparición aislada, insular, de alguna película, enfrentamos ahora la definición embrionaria de las estructuras industriales del cine colombiano. Naturalmente que este proceso no es unívoco, unidimensional, simple; no es ni puede serlo porque la industria cinematográfica, donde quiera que exista, está cargada de tensiones y enfrentamientos. (Mora, 1976, p. 2)

Álvarez, por su parte, añade al debate un ingrediente importante que va más allá de la producción y sus procesos industriales cuando afirma:

Desde la década de los veinte los esfuerzos para establecer una cinematografía nacional colombiana han sido incontables. Estos esfuerzos se han polarizado casi siempre hacia la creación de una industria y solo ocasionalmente han intentado ser aplicación de reflexiones sobre una identidad o expresiones de una posición estética. (1992, p. 23)

Recogiendo este debate, Zuluaga (2013) hace énfasis en los disensos con respecto a lo que puede y debe ser considerado como cine colombiano y a lo que críticos y espectadores del común construyen en su imaginario de cómo debería ser el cine colombiano:

En esta discusión la década de 1970 marca un punto muy alto, porque en esos años surge un fuerte voluntarismo en torno a la idea de fundar, al fin, una industria del cine colombiano, y por tanto desde diferentes tribunas se teorizó, se instó, se fustigó sobre el deber ser de este cine, qué elementos habría de incorporar, en qué formatos se debería hacer y a qué público tendría que interpelar. (pp. 31-32)

Arias (2011), por su parte, advierte las dificultades para definir el cine colombiano cuando afirma: “El cine nacional más que un corpus de películas o una identidad trascendente e inmutable, es una categoría discursiva con significados cambiantes que debe ser interrogada en sus relaciones con prácticas sociales y teniendo en cuenta sus transformaciones históricas” (p. 81).

El cine colombiano tiene una historia irregular, de más fracasos que éxitos, con políticas estatales que han ido desde el apoyo hasta el desconocimiento y un par de momentos fundamentales, con un profundo crecimiento en la productividad: la época de la Compañía para el Fomento Cinematográfico Focine (1978-1993) y el momento posterior a la Ley 814/2003, de 2 de julio. Esta irregularidad en su trayectoria no ha permitido aún consolidar un estilo de cine auténticamente colombiano o una industria cinematográfica estable y sostenible, como lo afirma Zuluaga (2013): “Algo constante en la reflexión sobre el cine en Colombia es la conciencia de su producción vegetativa, discontinua y dependiente y el dogmatismo sobre cómo tendría que ser un ‘verdadero’ o ‘auténtico’ cine nacional” (p. 55).

 

Colombia, sin embargo, es la cinematografía con un mayor crecimiento en América Latina en las últimas décadas y esto se ha visto reflejado no solo en las cifras de producción de películas, sino también en las de exhibición, distribución y participación en festivales de cine de primer nivel, tras lo cual ha obtenido figuración y reconocimientos importantes.

A efectos de este trabajo, se entenderá como cine colombiano aquel que cumple con las condiciones que la Ley 814/2003, de 2 de julio plantea para otorgar la nacionalidad a un producto cinematográfico, considerando lo limitada que puede ser esta definición. De ahí que se establezca como criterio de clasificación la inclusión de las películas que hacen parte de las bases de datos oficiales del Ministerio de Cultura de Colombia (y tengan certificado de nacionalidad). Esta clasificación puede incluir algunos títulos rodados dentro y fuera del país por personal y productoras extranjeras y colombianas (vía coproducción), o excluir algunos proyectos que no son considerados como largometrajes nacionales por las fuentes oficiales.

Se entenderá como cine colombiano, igualmente, un conjunto diverso de películas con características desiguales respecto del género, la producción, la narrativa y la intención y, desde ahí, quedará claro que no se puede generalizar ni considerar el cine colombiano como un género en sí mismo. No es, por tanto, objeto de este libro la generalización alrededor del cine colombiano, sino la definición de algunos ejes temáticos que apunten a caracterizar el heroísmo (o su ausencia) en las películas colombianas más sobresalientes (en taquilla y premios) en diez años después de la puesta en marcha de la Ley 814/2003, de 2 de julio.

Origen, desarrollo y evolución del cine colombiano

Pioneros y primeros años

Muy pocos años después de la fecha oficial de la invención del cine, 28 de diciembre de 1895, el cine llega a Colombia de la mano de camarógrafos europeos que registraron los paisajes colombianos como parte de un mundo exótico y desconocido para los habitantes del viejo mundo. El cine llega al país en un momento de fuertes discusiones políticas y cerca al inicio de la guerra de los Mil Días (1899-1902). Se ha asumido como fecha oficial el 13 de abril de 1897, cuando Gabriel Veyre, un camarógrafo de los hermanos Lumière, que venía de hacer un recorrido desde México, llega a Colombia. Veyre hizo presentaciones públicas en las ciudades de Colón y Barranquilla.

Como en otros países de la región, fueron inmigrantes italianos quienes trajeron las primeras máquinas de proyección y exhibición, así como fotógrafos y artistas de clases pudientes interesados en explorar la nueva tecnología. Según Tamayo (2006):

El cine se convierte en esos momentos en un aparato tecnológico importado por la élite, que crea, tanto en su inconsciente como en el del pueblo, un imaginario de desarrollo y de progreso que ayuda a entender que nuestro país va de la mano con las nuevas tecnologías mundiales que aparecen a finales del siglo XIX, y es el primer instrumento cultural que históricamente se conoce como creador de la transnacionalización y globalización, teniendo en cuenta que ha sido también determinante para la formación de identidad social y cultural. (p. 45)

Sin embargo, fueron los hermanos Vincenzo y Francesco Di Doménico, inmigrantes italianos, los que asumieron con mayor seriedad los procesos de producción, distribución y exhibición de películas en Colombia, de modo que son los principales pioneros del cine colombiano. Como muchos de los pioneros del cine, los Di Doménico empezaron con documentales, pero muy pronto incursionaron con pequeñas ficciones y fueron recursivos e innovadores en la técnica, por lo que llegaron a presentar noticieros (que exhibían antes de las películas) el mismo día que habían sido filmados. Según Tamayo (2006), “la llegada del cine a Colombia pone de manifiesto la manera como se abordó el proceso de modernización en nuestro país; lo importante era tener el avance tecnológico (el cinematógrafo), sin tener en cuenta la ideología (proceso social de modernidad)” (p. 49).

Otra familia de pioneros que es relevante en la historia del cine colombiano fue la de Acevedo e Hijos (Arturo Acevedo Vallarino y sus hijos Gonzalo, Álvaro y Armando), que entre 1920 y 1955 intentaron construir la primera industria cinematográfica colombiana que abarcara todas las etapas de la producción, exhibición y distribución por medio de una labor completamente artesanal. A pesar de su trabajo por tantos años, no lograron un apoyo significativo ni consolidar una industria cinematográfica en Colombia y terminaron dedicándose a la producción de noticieros cinematográficos.

A inicios del siglo XX, la cantidad de salas de cine era considerada como prueba de progreso y modernidad. Por eso la creación del Salón Olympia en Bogotá constituyó un hito en la exhibición colombiana. El ritual de la exhibición cinematográfica difería bastante del actual y constituía un reflejo de las diferencias sociales de la época. La sala era un híbrido entre sala de cine y teatro tradicional, y el telón estaba ubicado en la mitad de la sala, lo que obligaba a quienes pagaban la boleta más barata a ver la película al revés y llevar espejos para poder leer los subtítulos.

Muy pronto las películas italianas y francesas, que entonces eran las más distribuidas en las salas de cine del país, perdieron terreno frente a las procedentes de Hollywood. Después de la Primera Guerra Mundial, el cine norteamericano llega con más fuerza a las pantallas colombianas, pero el cine colombiano seguía copiando al cine europeo y se fue alejando del gusto del público.

En un intento por competir con las divas italianas y con las estrellas de Hollywood, los cineastas nacionales se volvieron sobre temas deliberadamente nacionales y nacionalistas. Aparecen películas que reivindican también lo campesino como Alma provinciana (Rodríguez, 1925), Allá en el trapiche (Saa, 1943) y Flores del valle (Calvo, 1941). De 1922 a 1942 se realizaron veinte películas en Colombia, algunas de las que ni siquiera fueron exhibidas, y en ellas fue recurrente la mirada idealizada, romántica y algo ingenua del país con un notorio subdesarrollo técnico, si se considera que a nivel mundial el lenguaje cinematográfico mostraba ya un alto grado de madurez y riqueza visual hacia 1925 en la época del cine silente, y en países como Chile, por ejemplo, se produjeron quince largometrajes en 1925 y once en 1926.

El primer largometraje colombiano del que se tiene registro es El drama del 15 de octubre (1915), filmado por los Di Doménico, una historia de realidad reconstruida que representa el asesinato del caudillo liberal y general de la guerra de los Mil Días, Rafael Uribe Uribe, ocurrido el año anterior en Bogotá. Lo interesante de esta primera producción es que los realizadores pagaron a Galarza y Carvajal, verdaderos asesinos de Uribe Uribe, para que aparecieran en la película reconstruyendo el homicidio antes de ser ejecutados. Esta decisión generó gran polémica en el país y llevó a que se prohibiera su exhibición en algunos teatros. La película, además, incluye escenas reales del funeral del general y una reconstrucción de la cirugía con la que intentaron salvar su vida.

Resulta significativo que sea la violencia la que defina el tema y el tratamiento de la primera película colombiana, pues esta ha estado presente a lo largo de la historia del cine colombiano. Es curioso, igualmente, la gran afinidad entre esta película y la mexicana El automóvil gris (Rosas, 1919), que sigue los pasos de una banda criminal de la Ciudad de México e incluye tomas reales de la ejecución de varios de sus miembros. En ambos casos, se trata de la reconstrucción de crímenes de la vida real, con dosis de violencia y sin tomar posturas políticas o morales. Es de resaltar que la violencia, como en el caso colombiano, es parte fundamental de la narrativa de las películas mexicanas.

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