El papel del cine colombiano en la escena latinoamericana

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Así como se hace difícil definir la nacionalidad de una película también lo es determinar su fecha. Las estadísticas en muchos países son confusas, pues la misma película puede aparecer varias veces en sus registros o figurar en distintos años según los indicadores de medición. Hay un relativo consenso en que la fecha oficial de una película es la de su estreno comercial (independiente de su fecha de producción o de su presentación en festivales de cine), pero en las estadísticas a veces las películas aparecen vinculadas al año de su realización y no al de su estreno (muchas de ellas no son estrenadas o se estrenan con años de retraso), y en las más exitosas en taquilla, sus cifras pueden también aportar y de alguna manera inflar las estadísticas de varios años cuando son estrenadas en el último trimestre y continúan en salas el año siguiente.

Hitos y movimientos del cine latinoamericano con influencia en el cine colombiano

Se ha mencionado muchas veces que el movimiento más importante de la historia del cine latinoamericano fue el cinema novo brasileño. Antes de la década de 1960, el único país que vivió un periodo de inmensa prosperidad, amparada y patrocinada por los Estados Unidos, fue México, que después de la Segunda Guerra Mundial, y gracias a la posición política de su rival en la región, Argentina, logró ser un amplio líder del mercado latinoamericano, e inauguró lo que se conoce como la edad de oro del cine mexicano. Este periodo no solo significó un enorme despegue para la industria mexicana, sino también la adopción de su star system propio y la exportación de modelos de producción, técnicas y estéticas a otros países latinoamericanos, que también aprendieron a hacer cine bajo la influencia de los mexicanos.

Hasta la década de 1960, el cine latinoamericano era reflejo o reacción de las tendencias cinematográficas mundiales marcadas desde Hollywood o desde Europa. A estas dos vías, los cineastas argentinos del movimiento cine liberación propusieron como alternativa una tercera mirada, netamente latinoamericana, que no se limitara a adaptar el sistema de los estudios de Hollywood, ni el modelo del cine de autor. En medio de una ola de dictaduras en Suramérica, en la década de 1970, los cineastas intentaron promover las ideas revolucionarias a través del cine y poniendo las imágenes y sonidos al servicio del “pueblo”. Movimientos como el Grupo Ukamau en Bolivia, cine liberación en Argentina, el cine posrevolucionario en Cuba y el documentalismo colombiano de Martha Rodríguez y Jorge Silva son algunos de los que agruparon a una generación de cineastas de izquierda con altas pretensiones políticas.

En la década de 1990, surge el último gran movimiento latinoamericano: el nuevo cine argentino como resultado del ejercicio académico de las nuevas generaciones de cineastas formados en las escuelas de cine argentinas en un auge que permitió que allí confluyera una gran cantidad de cineastas provenientes no solo de Argentina sino de varios países latinoamericanos. Este movimiento proclamó un nuevo tipo de cine que podría verse también como heredero de la nueva ola francesa, pero que, fundamentalmente, está centrado en el ser humano, sus emociones y angustias, y en líneas generales, evita la estructura clásica de Hollywood y su construcción de tramas y personajes.

La edad de oro del cine mexicano

Este periodo se caracterizó por la creación de un sistema industrial sólido en México que intentó construir un pequeño Hollywood con gran influencia en América Latina y su propio star system, aunque con un estilo muy propio, dirigido al público latinoamericano y explotando, según De Andrade (1982), dos o tres géneros conocidos (fundamentalmente el melodrama y la comedia costumbrista). Este cine incluye una nueva lista de temas, escenarios e imaginarios: la inocencia rural, la vecindad y el arrabal, la Revolución mexicana y el melodrama familiar que aseguraba la hegemonía de valores tradicionales. La pobreza, desde entonces, fue romantizada7 y se generó el estereotipo de los pobres buenos versus los ricos malvados.

Aunque hay cierto consenso en reconocer la existencia de este periodo para el cine mexicano, hay diferencias en su periodización. Para E. García (1998, p. 120), la edad de oro del cine mexicano coincide con la época de pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial (1941-1945) y obedece al apoyo de los Estados Unidos al cine mexicano y a la ausencia de una producción sólida cinematográfica de los líderes mundiales (Estados Unidos y Europa), entonces inmersos en la guerra. Barradas (2015) ubica el inicio de la edad de oro en 1936, con la película Allá en el rancho grande (De Fuentes, 1936) y su final hacia 1955. Este autor atribuye la decadencia de este periodo a factores como la llegada del cine en color,8 la muerte de varios de los actores icónicos de la época, la pugna interna contra el monopolio y las oportunidades cada vez menores de recuperar o ganar el capital invertido en la producción de las películas.

Barradas (2015) analiza cuatro periodos de gobiernos mexicanos: desde el mandato de Lázaro Cárdenas (1934-1940) hasta el de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958). También propone una relación directa entre las políticas de Estado y la situación de la industria cinematográfica en México. Basado en esta perspectiva, este autor define la edad de oro del cine mexicano como “un periodo colmado de producciones cinematográficas exitosas, ya sea por el manejo de la estética, su temática, o el impacto que hayan tenido en taquilla, tanto en México como en el extranjero, secundadas por los diversos acontecimientos vividos en la industria del cine mexicano durante este periodo” (p. 139).

Esta bonanza fue posible gracias a la confluencia de varias condiciones: además del ya mencionado impulso de los Estados Unidos debido a la guerra mundial, surgió una nueva generación de realizadores y se constituyó un star system local basado en el modelo de Hollywood. J. King (1994, p. 346) añade que la industria mexicana de este periodo tuvo éxito gracias a la adecuada explotación de dos o tres géneros conocidos. Sisk (2011) difiere al afirmar que el cine de la época de oro no fue una simple imitación, “sino que se adaptaron los estilos para acoplarse a otro público con otras sensibilidades, usando personalidades y panoramas locales” (p. 165).

Este periodo fue fundamental para el cine mexicano, pues le permitió contar con estrategias de exportación, formación de distribuidoras nacionales y la creación de una red de salas de exhibición en el exterior. En palabras de Paranaguá (2003): “Fue la única cinematografía latinoamericana que compitió con Hollywood en su mismo terreno y con sus mismas armas, aunque la desproporción era inmensa, insoslayable” (p. 24).

La estructura de producción que se consolidó en México durante la época tuvo desde el principio una participación directa del Gobierno, circunstancia que permitió a los cineastas acceder a créditos y a difusión dentro y fuera de sus fronteras. Esta vinculación entre Estado y cine trajo también una estrecha relación con el Partido Revolucionario Institucional (PRI) que después de ser el triunfador de la Revolución mexicana ha estado al frente de los órganos de poder del país desde entonces con breves intermitencias.9

Barradas (2015) demuestra para el caso mexicano la importancia de las políticas gubernamentales en el desarrollo industrial y cultural del cine nacional.10 Este autor argumenta, por ejemplo, que durante el Gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) se admitieron más de cuarenta mil refugiados españoles víctimas de la Guerra Civil. Gracias a esta política de Estado fue posible la llegada a México de una élite intelectual internacional. “Tal vez fueron necesarios todos estos acontecimientos para que no solo floreciera, sino que madurara un movimiento estético y artístico de tendencias izquierdistas que daría esplendor al desarrollo de la historia de las artes en México” (Barradas, 2015, p. 23).

La Revolución mexicana fue crucial y ejerció una fuerte influencia en el círculo intelectual mexicano que vivió un momento de auge, marcado por una ideología nacionalista y de izquierda. En los primeros años de la edad de oro, se presentaron siete películas sobre este tema y ocho de historias costumbristas sobre el ambiente ranchero, subgénero que sería fundamental para el cine mexicano y que suele asociarse con frecuencia como signo distintivo de este periodo. En ambas tendencias, aparece con fuerza el nombre de Fernando de Fuentes que presentó el mismo año dos películas notables: ¡Vámonos con Pancho Villa! (De Fuentes, 1936) y Allá en el rancho grande (De Fuentes, 1936), considerada la piedra angular de este periodo de bonanza del cine mexicano. A partir del éxito de estas cintas, el presidente Cárdenas asume como política de Estado el respaldo a la industria del cine mexicano, en algunos casos como productor y en otros promulgando leyes favorables al cine nacional.

El predominio del Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y luego como PRI en el poder durante buena parte de la historia republicana de México es significativo porque implica que las políticas del Estado están directamente relacionadas con las políticas de un partido. El cambio de nombre que implica unir en la misma denominación lo institucional y lo revolucionario, aparentemente paradójico, implica una declaración de principios de asumir los principios de la Revolución como “una institución a cargo del Estado y del partido” (Barradas, 2015, p. 39).

La importancia del cine de la edad de oro va más allá de mostrar un modelo industrial moderadamente exitoso (con la ayuda de un cine norteamericano menguado por la guerra), pues instauró en América Latina y en el resto del mundo la representación de la cultura popular mexicana, por lo que promovió la música y los actores mexicanos, y una narrativa maniquea de pobres-buenos versus ricos-malvados, que en el fondo romantiza la pobreza e instaura en las clases bajas el sueño de Cenicienta: salir de la miseria y obtener lo que se merece. Sobre la relación, en este periodo, entre políticas gubernamentales y cine mexicano, Barradas (2015, p. 133) presenta algunos datos relevantes:

 

 Durante el Gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), inicia la edad de oro y se presentan iniciativas como la creación de un banco refaccionario cinematográfico y un decreto presidencial que impulsa la exhibición de, al menos, una película mexicana al mes. Su interés de preservar el espíritu de la Revolución mexicana se vio materializado en una buena cantidad de películas que exaltaban sus líderes y la vida campesina.

 Durante el Gobierno de Ávila Camacho (1940-1948), se crea el Departamento de Supervisión Cinematográfica y el Banco Cinematográfico, se fundan los estudios Churubusco y la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas (que impulsó la creación del premio Ariel al cine mexicano).

 Durante el Gobierno de Miguel Alemán (1946-1952), se creó la Ley Federal de la Industria Cinematográfica, se fusionaron los estudios Churubusco y Azteca, y se empieza a destacar el monopolio del industrial William Jenkins.11 Su política de Estado, basada en la modernidad, se ve reflejada en películas como Una familia de tantas (Galindo, 1948), El rey del barrio (Martínez, 1949) y En la palma de tu mano (Gavaldón, 1950), en las que se ven los procesos cambiantes de la ciudad y sus diferentes escenarios.

 Durante el Gobierno de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958), se establece un plan de reestructuración de la industria cinematográfica llamado Plan Garduño que busca disminuir la crisis generada por el monopolio de la producción y distribución de películas. El citado plan permitió que no bajara la cantidad de películas producidas pero sí su calidad, y una serie de fenómenos12 impidió el rescate del cine mexicano de su crisis y el declive de la edad de oro.

Cine de ficheras y chanchadas

Al observar desprevenidamente un buen número de películas de distintos países latinoamericanos, inscritas en lo que se denomina comúnmente cine popular, es posible encontrar grandes similitudes. Una de las más importantes tiene que ver con el hecho de que las clases bajas aparecen como protagonistas de las historias y sus acciones terminan justificándose narrativamente por las difíciles condiciones de vida y las injusticias a las que se han visto sometidos. Dos antecedentes históricos importantes son el cine de ficheras en México y las chanchadas en Brasil.

En la década de 1940, surgió en México una serie de películas que tomaron como escenario principal los prostíbulos (ficheras) para presentar historias melodramáticas protagonizadas por “buenas mujeres” víctimas de las circunstancias que en medio de la desesperación optan por la prostitución o, al menos, por trabajar en bares, prostíbulos o cabarets pero en el fondo quieren llevar una vida decente. A pesar de la crudeza de la temática, estas películas comparten un trasfondo moral justificado en el deseo de las prostitutas de ser “rehabilitadas”. A las películas que compartieron esta temática y tratamiento se les denominó cine de ficheras.

P. Torres (2011, p. 24) plantea que en estas historias las mujeres, que han sido empujadas por las circunstancias a ejercer la prostitución, ejercen un papel activo y fuerte, por lo que lidian con las dificultades económicas y los problemas de llevar una doble vida, circunstancia que se resalta mediante el uso de una iluminación de alto contraste (claroscuros) para representar el enfrentamiento entre el bien y el mal.

Ruffinelli (2010) aporta que este cine trae consigo claros juicios de valor y carga ideológica que exalta a la mujer que se sacrifica por sus seres queridos por encima de la mujer cotidiana que debe lidiar con el rol tradicional que el machismo le ha asignado en América Latina.

Un cine tradicional de cabareteras y ficheras fijó la imagen de la mala mujer (que a veces era buena y sacrificada a la mala vida para beneficiar a una hija o a una hermanita13), pero jamás de la mujer de clase media, sin muchas luces ni educación, nada apegada al molde del radioteatro o de la telecomedia en lo que al amor se refiere, a la madre responsable de educar a su hija adolescente. (p. 194)

Por otra parte, surge en Brasil en la década de 1930 un cine centrado en la música, con altas dosis de humor y una intención fundamentalmente evasiva y de entretenimiento. Estas películas, denominadas chanchadas, han sido también una influencia fundamental para el cine popular que se ha presentado en Brasil y en otros países latinoamericanos. Una de las más importantes chanchadas de los primeros tiempos fue A voz do carnaval (Gonzaga y Mauro, 1933), cuyo aporte es subrayado por Wild (2012, p. 40), al afirmar que este filme inauguró dos décadas del cine sonoro y la era de oro de la chanchada, al que define como un género local musical con elementos típicos de la samba y la música de carnaval, que frecuentemente parodia las películas musicales de Hollywood.

Las chanchadas, además de ser la fórmula más efectiva para obtener rentabilidad por su gran éxito entre las clases populares, fue una marca de identidad del cine brasileño en su momento. Las clases medias, sin embargo, las rechazaron por considerarlas vulgares y mal hechas. En la década de 1950, sin embargo, se da un nuevo valor a estas películas, que algunos sectores del cineclubismo y la academia terminan reivindicando como auténticas manifestaciones del sentir popular.

En el contexto de la dictadura militar de 1964, surgen las primeras pornochanchadas, una derivación de la tradicional chanchada que, como su nombre lo indica, añadía ingredientes sexuales al género, pero que, en sus primeros años, eran bastante mesuradas.

En un contexto de extrema derecha y censura, las pornochanchadas fueron acusadas de difundir una mala imagen del país y corromper la juventud. Con la llegada de la “revolución sexual” de la década de 1960, las pornochanchadas exploraron nuevas vertientes de erotismo y sexualidad en sus historias, sin llegar a ser pornografía explícita, usando actrices conocidas de la televisión y situando a la mujer como objeto de deseo masculino. En algunos de estos filmes, incluso, se toman como referencia los personajes de Marilyn Monroe que usan su sensualidad para obtener lo que quieren “hipnotizando” a los personajes masculinos. A pesar de que los títulos sugerían un contenido mucho más escandaloso, estas películas solían tener un mensaje moralmente aceptable.

La influencia de las pornochanchadas en otros países de la región fue importante, pero los comités de regulación y censura y las estrictas normas morales de la sociedad de la mayoría de los países latinoamericanos solo llevó a la presentación de películas que “coqueteaban” con la sexualidad en un tono más inocente, pudiéndose considerar más bien como un cine “picante” o “picaresco”.

Las décadas de 1970 y de 1980 fueron fundamentales para la expansión del llamado cine popular que incluye en su narrativa canciones populares (a menudo cantadas por famosos cantantes del momento), personajes de la clase baja que sortean sus problemas cotidianos con humor y buen corazón, expresión de la sexualidad (a menudo usando a la mujer como “gancho” para la audiencia) y exageración de estereotipos sociales (los pobres ignorantes pero buenos, los ricos malvados o discriminadores pero igualmente envidiados por los pobres que aspiran a ser como ellos). Haciendo un rastreo en películas de países como Argentina, México, Brasil, Venezuela y Colombia desde finales de 1970 hasta nuestros días, es posible encontrar muchas recurrencias.

Cinema novo brasileño

Los distintos manifiestos de la década de 1960 (cinema novo brasileño, Grupo Ukamau en Bolivia, nuevo cine y, posteriormente, cine liberación en Argentina, cine posrevolucionario en Cuba, entre otros) señalan una ruptura con el pasado y con los discursos hegemónicos dominantes: “Su cine sería lúcido, crítico, realista, popular, antiimperialista y revolucionario, y rompería las actitudes neocolonialistas y las prácticas monopólicas de las compañías norteamericanas” (J. King, 1994, p. 102).

Los nuevos cines plantearon un estilo nacionalista y antiimperialista en respuesta a la “reinvención” de las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina, marcadas por el reemplazo de la política del buen vecino de la década de 1930 por la alianza para el progreso.14 Estos movimientos denunciaron el lado oscuro del progreso, la crisis económica y la desigualdad social con el espíritu de la consigna expresada por Glauber Rocha, como declaración de principios del cinema novo brasileño, de hacer un cine “con una cámara en la mano y una idea en la cabeza”. Impulsado por el éxito de la Revolución cubana en 1959 y los éxitos y fracasos del modelo brasileño de “desarrollismo”, este movimiento se declaraba a sí mismo como crítico, popular, antiimperialista y partidario de las luchas del tercer mundo.

Los enemigos eran el imperialismo norteamericano, el capital multinacional, la deshilvanada diégesis del cine de Hollywood y la fragmentación causada por el neocolonialismo. Los objetivos eran la liberación nacional e internacional. Los precursores fueron las prácticas desarrolladas en el cine argentino, brasileño y cubano, que trazaron la agenda de toda una serie de problemas relevantes: el desarrollo del cine con el auspicio de un Estado socialista. (King, 1994, p. 107)

Aunque no estaba en las intenciones iniciales, el cine brasileño tuvo también una mayor visibilidad internacional gracias a este movimiento y durante la dictadura de Getulio Vargas se constituyó en una especie de género cinematográfico, similar al western norteamericano, pero incluyendo una crítica social al Estado. En 1953, Cangaçeiro (Barreto, 1953) ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes como mejor película de aventura.

Glauber Rocha señala que es el hambre lo que le da impulso al cinema novo e identidad al cine latinoamericano, pues el hambre en América Latina no solo es síntoma de pobreza, sino la esencia de la sociedad. Haciendo una retrospectiva de su trabajo, en 1983, Rocha afirmó: sabemos, puesto que hicimos esas feas y tristes películas, esas desesperadas y gimientes películas en las que la razón no siempre ha prevalecido, que esta hambre no será mitigada por unas reformas gubernamentales moderadas, y que el velo del tecnicolor no podrá esconder sino solo agravar sus tumores. En consecuencia, solo una cultura del hambre puede sobrepasar cualitativamente sus propias estructuras, y debilitarlas o destruirlas. La manifestación cultural más noble del hambre es la violencia (p. 1).

El cinema novo brasileño, el más representativo de los movimientos latinoamericanos, ha sido fuente de inspiración e influencia en muchas generaciones de cineastas dentro y fuera de América Latina. Este movimiento, sin embargo, encarnaba desde sus inicios algunas contradicciones importantes que fueron acentuadas después del golpe militar de 1964. Por un lado, trataba de un cine popular que quería representar la realidad del sertao (amplias extensiones rurales alejadas de cualquier centro urbano) y la favela (barrios populares de las grandes ciudades); pero, por otro, no estaba destinado para el consumo popular por su alto simbolismo narrativo que debió adoptar como herramienta para evadir la censura, lo que lo convirtió en un cine intelectualmente elitista. Como gran paradoja aparece también la omisión de la clase trabajadora como personaje de sus películas como fruto de un acuerdo tácito de los realizadores para evitar criticar abiertamente los proyectos de desarrollo de la burguesía nacional, básicos para la modernización brasileña. A este respecto, J. King (1994) afirma: “Como parte de un cuestionamiento general, los directores se dieron cuenta de que su noción un poco abstracta de lo popular —la cinematografía puesta al servicio del pueblo— debía confrontarse con la cruda situación de su posición en el mercado. No había razón para hacer películas que nadie veía” (p. 164).

El cinema novo, no obstante, fue mucho más que una adaptación de modelos foráneos a la realidad brasileña y latinoamericana, posibilitó otras miradas alrededor de conceptos como la estética del hambre que pueden ser bien resumidas en la frase de Glauber Rocha: “Una cámara en la mano y una idea en la cabeza”. Este movimiento se consideró a sí mismo la representación de la alternativa a las cinematografías imperantes, aunque manifestó, en la teoría y en la práctica, cierta cercanía por la política de autor francesa. En su manifiesto, Rocha (1982) señala:

 

El cinema novo no es una película sino un complejo grupo de películas que debe, en última instancia, hacer que el público tome conciencia de su propia miseria. A finales de los años setenta el movimiento ya se había extinguido y directores como Ruy Guerra y Glauber Rocha regresaron del exilio al que debieron someterse, manteniendo su protagonismo en la escena cinematográfica en las dos décadas siguientes. (p. 71)

Cine militante y una tercera mirada

La nueva ola del cine argentino surge a mediados de la década de 1960, en un contexto de creciente interés cultural entre los pobladores de Buenos Aires. El nuevo boom de la literatura y el cine latinoamericano, y el interés hacia el cine de autor proveniente de Europa, fueron determinantes para la aceptación de un cierto tipo de películas que empezó a hacerse y presentarse en aquella época. La relación con los novelistas del nuevo boom consistió en adaptaciones de algunas de sus novelas al cine y, en algunos casos, en colaboración de los autores como guionistas de las películas. López (1988) define el movimiento como un cine intelectualizado, diseñado para una pequeña élite de la audiencia de Buenos Aires, y su principal logro fue llevar a la pantalla, con la fluidez técnica del cine europeo, la visión de mundo y las experiencias individuales de la clase media de la capital argentina. Los productores de la nueva ola describen autobiográficamente el mundo que ellos conocen: las calles de la ciudad, los problemas de angustia de la clase media, la alienación y la anonimia, la confusión sexual de los jóvenes y el aburrimiento sexual de los viejos (p. 52).

Claramente influido por el espíritu de la reciente Revolución cubana y la oposición a la política del Gobierno argentino, el cine liberación plantea exploraciones estéticas, pero siempre subordinadas a un mensaje político-pedagógico. Este movimiento realizaba sus películas como parte de una estrategia que propiciaba la participación del espectador, que se convertía en actos políticos y procesos de comunicación popular, que, según Silva (2011):

Quería fervorizar, inquietar y preocupar a quienes no poseían esta conciencia y establecerse como un cine antiburgués; propueblo y contra el antipueblo que ayude a emerger del subdesarrollo al desarrollo, del subestómago al estómago, de la subcultura a la cultura, de la subfelicidad a la felicidad, de la subvida a la vida. (p. 2)

En el II Encuentro de Cineastas Latinoamericanos de Viña del Mar en 1968, surgió la idea del cine latinoamericano como un instrumento de descolonización, a partir del reconocimiento del papel del cine y, en general, de los medios masivos de comunicación en la colonización cultural de América Latina. En este histórico encuentro, se denunció la situación de algunos realizadores latinoamericanos que habían contribuido a “institucionalizar y hacer pensar como normal la dependencia […] logrando que el pueblo no conciba su situación de neocolonizado ni aspire a cambiarla” (Restrepo, 2015, p. 66).

Después de realizar La hora de los hornos (Solanas y Getino, 1968), una de sus películas más destacadas, Solanas y Getino escribieron su influyente ensayo “Hacia un tercer cine” (1969), que fue la base de su teoría del cine latinoamericano como una tercera mirada, distinta de la norteamericana y europea. Los autores definen allí el primer cine como aquel que promueve una visión burguesa del mundo y considera a los espectadores como consumidores pasivos de una ideología capitalista, y al segundo cine como el cine de autor en el que el cineasta es visto como un artista que usa un lenguaje cinematográfico no estandarizado y opera sin obedecer las leyes de distribución del sistema capitalista.15

Solanas y Getino, citados por J. King (1994, p. 101), afirman que para lograr constituirse en un auténtico tercer cine alternativo, diferente del que ofrece el sistema, se requiere uno de dos requisitos: hacer películas que el sistema no pueda asimilar y que sean extrañas a sus necesidades o hacer películas que directa y explícitamente combatan el sistema. Para estos realizadores, “ninguno de estos dos requisitos es compatible con las alternativas que todavía ofrece el segundo cine, pero pueden encontrarse en la apertura revolucionaria hacia un cine marginal y en contra del sistema, un cine de la liberación, el tercer cine”.

Como se ha comentado, este movimiento tuvo una relación ambivalente con la llamada política de autor francesa, pues, aunque se oponía por principio a las dos vías dominantes: Hollywood y Europa, fueron sus autores los principales protagonistas del movimiento, y su presencia les otorgó un estatus autorial de reconocimiento entre intelectuales y cineastas de todo el mundo.16 Así lo afirman Burucua, Hart & Wood (2008, p. 148) cuando afirman que el reconocimiento de la noción de la autoría en el cine, así como su valor y relevancia, funciona en términos prácticos, económicos, analíticos y estéticos, pero también pone en evidencia la idea de que la figura mística del autor debe ser cuestionada y sometida al matiz del devenir de la historia.

Como se ha comentado, muchos directores latinoamericanos estudiaron en Roma al lado de los principales exponentes del neorrealismo italiano y este fue el caso de Fernando Birri, que se erigió en líder del naciente movimiento y que vio en las ideas neorrealistas una oportunidad para transformar el cine argentino, mediante la constitución de una escuela de cine nacional. Según Birri, regresó de Europa con la idea de fundar una escuela cinematográfica de acuerdo con el modelo del Centro Sperimentale, donde los directores, fotógrafos, escenógrafos, técnicos de sonido y todos los demás recibirían entrenamiento. Al regresar a Santa Fe, y habiendo visto las condiciones de la ciudad y del país en ese momento, se dio cuenta de que semejante escuela sería prematura. Lo que se necesitaba era una escuela que combinara las bases de producción cinematográfica con bases de sociología, historia, geografía y política, porque lo que realmente se podía emprender y estaba a tono era una búsqueda de la identidad nacional (Burton, 1986, p. 284).

El desarrollo del movimiento cine liberación fue truncado por las dictaduras militares argentinas que llevaron al exilio a sus representantes. Aunque se hicieron algunas películas desde el exilio, los títulos argentinos no tuvieron la resonancia de los chilenos, y a su regreso al país, en la década de 1980, el cine de autores como Fernando Solanas estuvo más cerca de representar al que él mismo definiría como segundo cine, de ahí que Burucua et al. (2008) relacionen el cine de Solanas, García Espinosa y Sanjinés con el cine de autor, con todas sus connotaciones de genialidad artística y prestigio internacional.

Shaw (2004) aclara que la posición de la propuesta de una tercera mirada latinoamericana parte de la definición de un primer cine que plantea un punto de vista burgués del mundo, que considera al espectador como un consumidor pasivo de ideología y un segundo cine como un cine de autor en el que el realizador es visto como un artista que utiliza un lenguaje cinematográfico no estandarizado y que no se rige por las leyes de distribución del sistema capitalista.