Las extremas derechas en Europa

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No obstante, durante el período de cristalización del nacional-populismo, este último está lejos de representar únicamente la efervescencia política. En la galaxia de las derechas de entonces, se destaca un movimiento, tanto por la coherencia de su doctrina como por el magisterio intelectual que ejerce hasta su disolución en 1944: Acción Francesa. (21) La revista L’Action française nace en 1898 con el caso Dreyfus: en ese entonces es nacionalista, antiparlamentaria, antidreyfusiana y republicana. Crece en 1889, cuando se suma Charles Maurras (1868-1952) y se convierte en portavoz del «nacionalismo integral» de este teórico. Dio su nombre al movimiento que se comienza a estructurar en 1905 y se convierte en periódico de combate en 1908.

Acción Francesa es una forma de neorrealismo mucho más apegada a la institución monárquica que a la persona de los príncipes, que la desaprueban. En su época, ni la Liga ni su mentor, Charles Maurras, fueron clasificados dentro de la «extrema derecha». Representaba al «nacionalismo integral», autoritario y descentralizador, que pone por encima de todo la noción de orden, incluso a costa de rebajar la religión católica —a la que concede gran importancia— al rango de mero instrumento de la sumisión de los individuos al orden natural, que Maurras definía a través de la razón (el empirismo organizador) y no de la mística. Se trata de que coincidan el «país real» y el «país legal», de poner fin al individualismo para restaurar las comunidades y jerarquías naturales (familia, oficio), de lograr que retroceda el Estado jacobino para volver a las antiguas provincias. Acción Francesa es de extrema derecha por la condena inapelable de la democracia, la utopía de edificar una comunidad orgánica, la definición exclusivista de pertenencia a la nación, por un antisemitismo feroz que encuentra su consecución en el estatus de los judíos implementado por el gobierno de Vichy (1940) y redactado por un maurrasiano, el ministro de Justicia Raphaël Alibert. Pero Acción Francesa y Maurras tienen influencia —y proyección futura— mucho más allá de la extrema derecha. Primero en la Resistencia, donde se encuentran el filósofo Pierre Boutang, el académico Pierre Renouvin y el teniente de navío Honoré d’Estienne d’Orves, el «coronel Rémy», que pusieron el nacionalismo antialemán de Maurras y Bainville al servicio de la independencia de la nación y no de su sumisión. Luego, entre los realistas que en la década de 1970 actualizan el pensamiento de Maurras dentro de Nouvelle Action Française [Nueva Acción Francesa], que apoya a la izquierda en 1981. Por último, políticos tan diferentes como François Mitterrand, René Pleven y Robert Buron —como recuerda Eugen Weber— «fueron influidos por su breve paso por los ámbitos de Acción Francesa», (22) como muchos escritores ajenos a la acción política y a todo extremismo (algunos «húsares», Michel Déon, Michel Mohrt). En el plano internacional, la influencia de Maurras se hace sentir desde el período post-1919 hasta la década de 1960. Probablemente sea en la península ibérica donde se lo acoge con más entusiasmo. El general Francisco Franco, a la cabeza de España entre 1939 y 1975, y António de Oliveira Salazar, que dirigió el Estado Novo portugués entre 1933 y 1968, conocen y aprecian este trabajo doctrinario… y el nacionalismo integral también es una inspiración en Bélgica, Suiza, el Canadá francés, Brasil o Argentina.(23)

Si estos pensamientos antiliberales pueden desarrollarse a fines del siglo XIX es porque responden a una transformación del sistema de las ideas. En Francia, el pacifismo está claramente en retirada a partir del caso Agadir, en 1911, que generaliza, en torno a la cuestión de Marruecos, la idea de que es inevitable una nueva guerra entre franceses y alemanes. Ese mismo año se publica Ênquete sur les jeunes gens d’aujourd’hui [Investigación sobre los jóvenes de hoy], libro que muestra que los valores en ascenso son los del orden, la disciplina, la nación, la práctica del culto, el deporte, la voluntad de acción. El libro está firmado por Agathon (seudónimo de Henri Massis y Alfred de Tarde) y se habla de «generación de Agathon» para describir a esta juventud lista para ir a la guerra y en ruptura tanto con el sistema liberal como con el carácter revolucionario socialista.(24)

En los años que preceden a la Primera Guerra Mundial se desarrolla una exacerbación de las tensiones tanto contra Alemania como entre franceses. Del otro lado del Rin, el movimiento del romanticismo alemán desempeña en ese entonces un papel fundamental: se rechazan la razón y el cientificismo, en favor del folclore legendario y el mito de una Edad de Oro: el Sacro Imperio Romano Germánico (962-1806). El Reich medieval, con sus principados feudales y sus corporaciones de oficios, representa una Alemania ideal donde toda la sociedad habría sido organizada en un orden jerárquico armonioso. De este modo, el pangermanismo se legitima en la idea de reunir a todos los hombres de lengua alemana en el Segundo Reich (1871-1918), que ofrece a Alemania su poder pleno frente a las naciones occidentales. Allí se desarrolla una nueva pasión cuando en 1879 se expande el neologismo «antisemitismo», que busca romper con el antijudaísmo para fundar una oposición racial y científica. La sangre, el suelo, la lengua: tal es la Trinidad que oponen los Völkischen al nacionalismo del contrato social. Völkisch es un término con fama de intraducible. Además de su dimensión mística, populista y agraria, significa «racista» (palabra francesa de raíz alemana) y a partir de 1900, «antisemita». Los Völkischen son los adeptos al ideal del Blut und Boden [«Sangre y suelo»]. La raíz volk significa «pueblo», pero su sentido va más allá del de «popular», en una acepción intrínsecamente étnica. Puede ser entendido como nostalgia folclórica y racista de una prehistoria alemana ampliamente mitificada. Esta corriente heterogénea tomaba sus referencias del romanticismo, el ocultismo, las primeras doctrinas «alternativas» (medicinas alternativas, naturismo, vegetarianismo, etc.) y, por último, de las doctrinas racistas. La reconstitución de un pasado germánico ampliamente mitificado alejó a los Völkischen de las religiones monoteístas, para intentar recrear una religión pagana, puramente alemana. Esta corriente nutrió fuertemente al nazismo, pero también fue la base de muchas reorientaciones nacionalistas en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, en corrientes tan variadas como el nacionalismo revolucionario, la nueva derecha o el neonazismo.(25)

Mientras se expanden las concepciones Blubo (contracción de Blut und Boden), Francia ve cómo se desarrollan nuevas ciencias, como la antroposociología y la psicología social, impregnadas de un racismo que es una especie de «sentido común» de la época y que durante mucho tiempo construye la creencia en una esencia «racial» de la nación francesa. Al utilizar y deformar la teoría darwiniana de la evolución desde la óptica de la «lucha de razas», Arthur de Gobineau y Georges Vacher de Lapouge teorizan acerca de la importancia de la selección de la especie. Su perspectiva higienista es seguida por Alexis Carrel y se mezcla con el mito ario, que también debe mucho al inglés Houston Stewart Chamberlain, promotor de la idea de que es posible crear una nueva raza. Se borra el mito de las dos razas francesas (el Tercer Estado que desciende de los galos y la nobleza, de los francos), que se establece desde comienzos del siglo XVIII, a favor de la idea, central en los escritos de Maurice Barrès y Édouard Drumont, de una «raza» francesa de sustrato intangible, corrompida por el elemento extranjero, en particular el judío. Esta doctrina concibe la pertenencia a la nación solo como una herencia y de sangre, y en consecuencia se opone absolutamente a la noción de ciudadanía contractual y voluntaria que funda la nación republicana. El racismo, así revestido de una garantía científica, viene a legitimar al mismo tiempo la política de colonización actual con el apoyo de la izquierda parlamentaria, cuando decreta la inferioridad natural de los pueblos de color o de los árabes y reduce a los «indígenas» al rango de sujetos de derecho diferenciado en el marco del Imperio o de los departamentos de Argelia. Otra mutación importante: aquí también el antisemitismo racial poco a poco va suplantando al antijudaísmo teológico, aunque durante los últimos veinte años del siglo XIX este es relevado, con eficacia y virulencia, por el periódico La Croix. Este antisemitismo se encuentra también en los revolucionarios de izquierda —de todas las extracciones—, que alimentan en él una identificación permanente del judío con el capitalismo, el dinero y la usura haciendo síntesis, de este modo, del viejo fondo religioso y del socialismo.

El politólogo israelí Zeev Sternhell tiene mucha razón al afirmar que, a partir de esta época, la distinción que estableció René Rémond entre las tres derechas (contrarrevolucionaria, orleanista y bonapartista) ya no se sostiene: se está elaborando una síntesis de ellas, que junto con él podemos llamar «derecha revolucionaria» y que después se prolonga en los movimientos antidemocráticos de los años 1918-1940, y luego en la ideología de la Revolución Nacional de Vichy y —según Sternhell— en los fascismos. ¿En qué se apoya, entonces, esta «derecha revolucionaria»? En la modernización actual del continente europeo, la revolución tecnológica, la llegada al mercado electoral de las clases obreras. La «derecha revolucionaria» busca responder a las reivindicaciones de los estratos populares en cuanto a su estatus y sus condiciones de trabajo, y al mismo tiempo a la muy fuerte oposición al marxismo de buena parte de la clase obrera, que se encuentra, junto con otros componentes de la sociedad, en el culto a «la tierra y los muertos» de Barrès, especie de equivalente francés del Blut und Boden alemán. Crisis intelectual, rechazo del orden social establecido, con algunos caprichos revolucionarios y tonos anticapitalistas, dimensión populista que retoma la tradición plebiscitaria, justificación —incluso apología— de la violencia como modo de acción, pero también de regeneración individual y colectiva: tales son los rasgos más salientes de esta vía que proclama «ni derecha ni izquierda». (26) Es esta derecha, junto con los antidreyfusianos, los maurrasianos, Georges Valois y Georges Sorel entre otras figuras, la que a comienzos del siglo XX da cuerpo a una radicalización que Zeev Sternhell considera un fascismo, e incluso el primer fascismo.

 

Fascismos

Así, desde fines de la década de 1970, Zeev Sternhell opone a la idea de una cuasi ausencia del fascismo en Francia en beneficio de la santa trinidad de las derechas —y a la visión común de que el fascismo habría surgido en la Italia de la Primera Guerra Mundial— la concepción de que el fascismo provendría de la Francia de fines del siglo XIX. Sus trabajos reposicionan el debate sobre el fascismo francés, a la vez que rompen el yugo de lo que Ernst Nolte llama «la época fascista», que transcurre entre la salida de una guerra mundial a la otra. Estas investigaciones, al sacar a la luz la particular alquimia del fascismo y la importancia de revisar tanto el marxismo en su fundación como el rechazo de fin de siglo a la herencia de las Luces, contribuyeron a desmarxizar y desitalianizar la historia del fascismo. En estos trabajos, la Primera Guerra Mundial no se concibe como la madre del fascismo, y este último es considerado un sistema ideológico coherente y estructurado. Para Zeev Sternhell, el Estado fascista es «el Estado totalitario por excelencia y el totalitarismo, la esencia del fascismo».(27)

Históricamente, es cierto que si bien Georges Valois (1878-1945), referencia importante en la reflexión de Sternhell, reconocía que Italia había dado al fascismo su nombre y sus maneras, nunca dejó de afirmar que esta ideología era la del nacionalismo de fin de siglo en Francia y que su fundador era Barrès, socialista nacionalista republicano y antiparlamentario que supo reunir a su alrededor a hombres de izquierda y de derecha. Pero, además de que existen muchos argumentos fácticos para refutar la idea de que Barrès fuera fascista, no se trataría de que esta búsqueda de una esencia primaria del fascismo omita la «plasticidad» del fascismo (para retomar la caracterización de Pascal Ory), (28) dimensión que permite situar en él muchos elementos contradictorios. Así, Georges Valois afirmó que el fascismo encontraba su fuente en los jacobinos y que era la experiencia de la Gran Guerra la que había convertido a los fascistas en lo que eran… Además, el hecho de que la vanguardia fascista francesa provenga de Acción Francesa no convierte a esta última en un movimiento «fascista» (lo que equivaldría a transformar sucesión cronológica en causalidad). Valois, Brasillach o Drieu la Rochelle son fascistas porque rompen con el pensamiento de Maurras, no porque provengan de él. ¿Qué está diciendo Valois cuando pide que los fascistas franceses sigan siendo fieles a sus fuentes argumentando que los «jacobinos forjaron la noción de Estado totalitario»? ¿Qué está diciendo Doriot cuando exclama: «No hemos esperado la victoria de Alemania sobre Francia para descubrir el nacional-socialismo ni para proponer soluciones socialnacionales a nuestro país»? (29) Se legitiman produciendo un conjunto de signos donde se entremezclan la importación de elementos extranacionales y la afirmación de una tradición nacional específica, de desarrollo más extenso que el de los modelos italiano y alemán. Estas son perspectivas que nos acercan más a los aportes de Georges Mosse —que abrió el camino al análisis del fascismo como cultura, como «estilo», y no como simple reacción negativa— sobre la importancia en la producción del fascismo de la violencia ejercida contra las sociedades entre 1914 y 1918, y sobre las relaciones entre Revolución francesa y fascismo en el marco de una ideología de masas que sea también una religión cívica.(30)

Esta es, en efecto, la experiencia de la guerra total que radicaliza los márgenes a la vez que les permite encontrarse con las masas. En Italia, en Alemania, en Francia, el deseo de hacer que la sociedad viva como una comunidad de combate, que tenga la misma unidad en tiempos de paz como en tiempos de guerra, encuentra una salida política en los fascismos. (31) No es hasta después de 1918 cuando algunos elementos de derecha comienzan a decirse «revolucionarios»: en este punto, la «derecha revolucionaria» de Sternhell es un error de historia de la lengua. Habría sido mejor hablar de «reacción» antes que de «revolución», ya que el primer término no necesariamente significa una simple protesta conservadora, pues lo que se llamó «la reacción» en 1795 fue un episodio de ataques contrarrevolucionarios, también llamado «el Terror Blanco».

Si el debate interpretativo es tan rico, es también porque se produce una proliferación ideológica y taxonómica en un espacio-tiempo reducido. Porque, en definitiva, la palabra «extremista» aparece en el debate público francés en 1917, cuando la prensa francesa la utiliza para fustigar a los bolcheviques que acababan de tomar el poder en Rusia. Es en reacción a la «extrema izquierda» como se posiciona en adelante el campo de «extrema derecha». (32) Ahora bien, esta denominación en realidad aparece prácticamente en el momento en que este campo experimentaba una bipartición. La extrema derecha como campo ciertamente ha encontrado su coherencia. El centro de la visión del mundo de la extrema derecha es el organicismo, es decir, la idea de que la sociedad funciona como un ser vivo. Las extremas derechas transmiten una concepción organicista de la comunidad que desean constituir (ya sea que esta se base en la etnia, la nacionalidad o la raza) o que afirman querer reconstituir. Este organicismo implica el rechazo de todo universalismo en beneficio de la autofilia (la valoración del «nosotros») y de la alterofobia. Así, los extremistas de derecha absolutizan las diferencias (entre naciones, razas, individuos, culturas). Tienden a poner las desigualdades en el mismo plano que las diferencias, lo cual creó en ellos un clima ansiogénico, ya que perturban su voluntad de organizar de manera homogénea su comunidad. Cultivan la utopía de una «sociedad cerrada», capaz de garantizar el renacimiento comunitario. Las extremas derechas rechazan el sistema político vigente, en sus instituciones y en sus valores (liberalismo político y humanismo igualitario). Les parece que la sociedad está en decadencia y que el Estado agrava este hecho: en consecuencia, se invisten de una misión que consideran salvadora. Se constituyen como contrasociedad y se presentan como una elite de recambio. Su funcionamiento interno no descansa en reglas democráticas sino en la delimitación de «elites verdaderas». Su imaginario remite la Historia y la sociedad a grandes figuras arquetípicas (edad de oro, salvador, decadencia, complot, etc.) y exalta valores irracionales no materialistas (la juventud, el culto de los muertos y otros valores). Por último, rechazan el orden geopolítico en su forma actual.

Esta definición recubre el amplio campo de la extrema derecha y por tanto incluye a quienes aspiran más a una reformulación autoritaria de las instituciones que a una revolución total (antropológica y social) que derribe todos los rasgos heredados del liberalismo político. Este último elemento es el que caracteriza a la extrema derecha radical que surge de la Primera Guerra Mundial, de la que el fascismo constituye su corriente estructurante y referencial, pero no es la única. Cierto es que ha podido construirse con renegados del socialismo, elemento en el que tanto insiste Zeev Sternhell, pero también lo es que todos ellos ya habían hecho suyas con anterioridad esta visión del mundo y esta sociabilidad política de la extrema derecha.

La experiencia de la Gran Guerra y las repercusiones de la Revolución rusa fueron la matriz de la forma clásica del fascismo y de la manera en que se piensa, que desembocó en la constitución de un partido de masas jerarquizado y militarizado llamado a realizar una ósmosis con la sociedad y el Estado, y que forjó un hombre nuevo gracias a la guerra imperialista en el exterior y un Estado totalitario en el interior. Este Estado es dominado por un partido-milicia que impone su visión del mundo como una religión política, que moviliza permanentemente a su población. Aunque es ultranacionalista, el fascismo no desconoce la cuestión europea, que hace suya la noción de «naciones proletarias», inventada en 1909 por Enrico Corradini (1865-1931), un darwinista social, antiliberal y antisocialista que afirma que el combate no es entre clases sino entre naciones plutocráticas (como Gran Bretaña y Francia) y naciones proletarias (como Italia). Italia, entonces, debería ir a la guerra para regenerarse y construir un Imperio. En 1910 funda una asociación nacionalista que desempeña un papel notable en la agitación para entrar en guerra en 1914. Se fusiona con el Partido Nacional Fascista en 1923. La influencia de Corradini sobre Mussolini es importante. Para Mussolini, la Europa en crisis de civilización solo podrá salvarse mediante la acción imperialista de las naciones proletarias, con Italia a la cabeza. El imperialismo fascista es, pues, un instrumento al servicio de toda Europa. Revitalizada por el fascismo, Europa volvería a encontrar la grandeza de su civilización. Por cierto, el órgano de prensa del mussolinismo es sintomático: Il Popolo d’Italia enmarca su título con una cita de Blanqui y una de Napoleón. Así queda claramente señalado que, aunque el fascismo es un nacionalismo italiano, se inscribe dentro de una perspectiva socialista, nacionalista, imperialista, pero que no teme el contacto con el extranjero. A este respecto, las posiciones de Mussolini sobre la universalidad del fascismo mutaron con el tiempo. En 1928, declara que el fascismo no es exportable. En 1929, escribe el prólogo del libro del fascista inglés Major James Strachey Barnes (1890-1955), The Universal Aspects of Fascism: allí afirma que el fascismo es un fenómeno puramente italiano en su expresión histórica, pero que sus principios son universales. En 1932, afirma que el fascismo es la ideología del siglo XX. En aquel año, el régimen lanza la revista Ottobre, cuyo subtítulo es «Revista del fascismo universal». El periódico, que se vende muy bien, recibe las contribuciones del inglés Oswald Mosley, el alemán Alfred Rosenberg y Léon Daudet (Acción Francesa). Hace apología de la «joven Europa» y de la «Internacional fascista», llamadas a barrer con la «vieja Europa». En el verano de 1933, el Duce saluda la construcción en Alemania de lo que él mismo llama un «Estado fascista». Pero el régimen fascista no se contenta con el combate espiritual: financia al fascismo europeo. Especialmente en 1935-1936, Roma ofrece dinero a Oswald Mosley en Gran Bretaña, a Déat, Bucard, Deloncle y Doriot en Francia, a la Falange en España.(33)

Además, los movimientos no italianos esgrimen sin dudar la referencia transalpina, como sucede en el caso de Mosley, que lidera la British Union of Fascists. En el crepúsculo del fascismo italiano, se esgrime nuevamente la perspectiva internacional, como regreso a un programa revolucionario y movilizador. En noviembre de 1943, el Congreso de Verona delega a la República Social Italiana el objetivo geopolítico de constituir una federación europea de los Estados nacionalistas que emprenda la lucha contra la «plutocracia mundial» y organice la valorización de África, apoyada en los nacionalistas musulmanes. (34) El programa luego estará en el centro del neofascismo europeo.

Es notable que este europeísmo fuera solo doctrinal: los fascistas quieren su propio poder, no el de los extranjeros. Los fascismos de los diversos países europeos traducen ante todo el contexto nacional de los países donde surgen: en Europa occidental, el de la voluntad de regeneración del individuo y de los sistemas de gobierno, nacida de la Primera Guerra Mundial; en Europa central y oriental, la difícil resolución de la cuestión nacional luego del desmembramiento de los imperios centrales y en el marco de los reglamentos impuestos por los tratados sucesores del Tratado de Versalles. Contrariamente al mito extendido, nunca existió una «internacional fascista», ni siquiera al concluir aquellos 16 y 17 de diciembre de 1934, cuando en Montreux (Suiza) se realizó un «Congreso de los Movimientos Nacionalistas Europeos» que no era más que una operación de propaganda de la Italia de Mussolini. Las razones de ello son que el fascismo, contrariamente al comunismo, no poseía ni organización internacional centralizada, ni lugar geográfico único de realización, ni doctrina unificada, ni convergencia entre los intereses de sus partes/partidos. Existen, por el contrario, fascismos que, aunque comparten un fondo común de rechazo a la democracia, aversión por el comunismo, valoración de la violencia, culto al jefe, racismo, antisemitismo y chauvinismo étnico, poseen su propia especificidad nacional y siguen irrigando, en diversos grados, el movimiento de las ideas.