La guerra de España: reconciliar a los vivos y los muertos

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Existe una «excepción española». No hemos ahondado suficiente en saber en qué consiste tal excepción. En Alemania y en Rusia el pueblo respalda a su tirano y lo cubre de amor. No en España. Esto es lo que explica la movilización de Mann, el impulso de Gide con «España» y tantas otras respuestas parecidas: «Los militares sublevados no tienen al pueblo de su lado». Habla de ese pueblo, del pueblo que Mann entrevé y anuncia. Bernanos se mofa: «¿Cómo es que los esfuerzos conjuntos de Alemania y de Italia no han obtenido ya el triunfo decisivo que el general Queipo de Llano anuncia cada tarde en su charla?». Queipo de Llano proclamaba todas las tardes en Radio Sevilla la victoria inminente de Franco. George Orwell, autor de 1984, novela sobre la «policía del pensamiento» que escribió al final de su vida, se encuentra en el Frente de Aragón en 1937. En su celebrado Homenaje a Cataluña, escribe: «Cuando Franco intentó derrocar a un gobierno moderado de izquierdas, el pueblo español, contra todo pronóstico, se alzó contra él». Un ejército en alpargatas contra otro con botas. Pues la República apenas tiene ejército: los militares están del lado de los sublevados. Mann y Gide, dos «decadentes», el «católico» Bernanos y el «ateo libertario» Camus reconocen en esta circunstancia a un pueblo que demuestra su nobleza al unirse contra la tiranía. Ahondemos en este hermanamiento dispar: Mann es un gran burgués con su traje de tres piezas, Gide, un epicúreo con su máscara, Bernanos, un católico con su cruz, y Camus lleva encima su ateísmo, su fidelidad a los desfavorecidos (heredada del señor Germain, su profesor de Argel, a quien dedicó su Nobel), y donó parte del dinero del premio a los exiliados españoles. ¿Quién lo diría? Por de pronto, esas discrepancias son garantía de la independencia de los cuatro. No hay adoctrinamiento alguno. Los cuatro confluyen desde sus soledades. De lejanía en lejanía se responden, se dan aliento.

Cuando Mann reseña en 1930 Si la semilla no muere, ve en ese «protestante francés» «mucho de Goethe». Menciona «su inclinación innata a la rebelión y a la perversidad», lo que nos recuerda que Mann afronta en ese momento sus propias inclinaciones homosexuales. Aunque su hijo Klaus no las esconda, su padre las confina en su diario personal. Gide le da la oportunidad de expresarlas abiertamente. Mann destaca en él su naturaleza «generosa, tierna y alegre». A su muerte, en 1951, le dedicará estas líneas: «André Gide no buscaba la calma, la tranquilidad, la seguridad interior, el refugio». «Su sino era la búsqueda infinita de la verdad».

Gide, por su parte, considera un prodigio la gran novela de Thomas Mann, La montaña mágica, publicada en 1924. Ambientada en un «tiempo anterior», anterior a la Primera Guerra Mundial, cuando el público aún existía, se desarrolla en un sanatorio en la montaña, no abajo en el valle, donde las ciudades y la gente parecen estar bien. Entre las camas de los enfermos se desliza la íntima convicción de Mann de que el genio de la enfermedad es superior al genio de la salud. ¿Decadente? Aplíquese esto a la Alemania nazi y se desenmascara la política genocida en favor de una raza física y muscularmente sana, pero sin vida interior, con apenas una mística de bazar. También nos recuerda que Hitler odiaba a los tuberculosos, a los que le hubiera gustado hacer desaparecer junto a judíos y a gitanos. Apliquemos esto a la España de 1936 y nos encontraremos con esa misma voluntad de abatir el genio humano, de limitarlo. La enfermedad da pie a esta revelación. Pues si alguien resiste, en 1936, es esa «aristocracia» que encarna España. La única en toda Europa. Una humanidad huérfana. Gide pensará en ello largamente al abandonar Zúrich. En su prólogo al volumen donde se publica «España», recordará la «dulzura en las formas» y la «exquisita amenidad» de su interlocutor. La colección de textos será de una longitud modesta, pero el elogio es infinito: «Es para mí un grandísimo honor prologar este pequeño libro. Thomas Mann es una de las escasas figuras que podemos admirar sin reticencias en nuestros días. No hay fallos en su obra, no los hay en su vida».

Georges Bernanos aparece en su rutilante moto roja una mañana de domingo de 1936. Se oye el petardeo del tubo de escape. Se dirige a misa de siete en la iglesia de Santa Eulalia, en Palma de Mallorca. Pasa en la isla una temporada junto a su mujer en casa del marqués de Zayas, casado con una aristócrata francesa. Se trata de un entorno conservador, favorable a Franco. Su hijo mayor, Yves, es teniente de la Falange, que, recordemos, es una organización paramilitar al servicio del general sublevado. Como se suele decir, de tal palo, tal astilla. Siendo estudiante de la facultad de derecho en París, Bernanos lideró la oposición contra los estudiantes socialistas. En 1913 dirigió una publicación monárquica en Ruan. Este escritor batallador sueña con «no ser más que un cristal, agua pura» a través de la cual Dios pueda ver. Es talentoso, vehemente. Camus podría haber tomado prestadas algunas de sus fórmulas a la española: «El Estado solo teme a un rival, al hombre. Me refiero al hombre solo, al hombre libre, al hombre capaz de imponerse a sí mismo su propia disciplina». Desprecia el espectáculo de los cadáveres extendidos sobre la playa de Berck, en Francia, en la Primera Guerra Mundial: «El animal humano sobre la arena, desnudo. ¡Cuántos pies! ¡Cuántas piernas! Yo iba de un lado al otro hinchado de rabia, enfurecido». Esa mañana soleada de julio de 1936, cuando se encuentra ya cerca de Palma, una barrera de cinco o seis hombres, fusil en ristre, lo instan a detenerse. Son falangistas. Él se identifica: «Soy el padre de Ifí», su hijo mayor. Un oficial le responde, a gritos: «Retírese, caballero, y no permanezca en el campo de tiro». Es su primer contacto con la Guerra Civil. No tiene nada que añadir. «Por mi parte, no tenía ninguna objeción de principio contra un golpe de Estado falangista o requeté», palabra esta que remite a los carlistas navarros, a los monárquicos a la antigua, alineados con la Falange. De hecho, hay una proclama falangista que dice: «¡Abajo las democracias burguesas y parlamentarias!». ¿Y por qué no?: «El pueblo de las democracias no es más que una turba... Las democracias parlamentarias carecen de temperamento», escribe al mismo tiempo Bernanos, en sintonía con el Mann de otro tiempo. La Falange llama a «recristianizar la sociedad», a «desmantelar el capitalismo», y Bernanos encuentra en estas proclamas los eslóganes de su juventud. Toda la ambigüedad de la época está presente en esas frases. Las cosas se entremezclan, se confunden, los espíritus se cruzan, luchan los unos contra los otros hasta no saberse quién es quién. La «excepción española» vendrá a esclarecerlo todo, a revelar la unidad que formaban Franco, Hitler, Mussolini, Salazar, las «democracias capitalistas»... y pronto Stalin: una unidad deshonrosa y sin embargo verdadera, por muy impensable que pareciera en principio. Una unidad que irá amontonándose en los vertederos del futuro, la que cargó a sabiendas contra un pueblo «aristocrático» ignorado por la historia.

Los nombres de otros escritores, Dos Passos, Hemingway, Malraux..., también están ligados a la Guerra Civil, en la mayoría de los casos porque estuvieron en ella y combatieron en las filas republicanas, hicieron suya la causa de una u otra facción, fueran comunistas o anarquistas. Aunque participaron en la guerra, e incluso en esa guerra dentro de la guerra, ninguno fue capaz de discernir lo que tanto inquietaba a esas conciencias libres. A Hemingway se le reprochó, y con razón, haber contribuido a la causa comunista en su novela Por quién doblan las campanas. Dos Passos, a su modo rival de Hemingway, se basó en falsos rumores difundidos por el Gobierno republicano de Madrid para relatar la guerra, y habló de los sucesos de Casas Viejas de una manera totalmente impropia de un escritor, como veremos más adelante. Malraux, ataviado de aviador, es como un guerrero en busca de argumento para una novela. Estos célebres autores están en la historia. Gide, Mann, Bernanos y Camus, no: ellos la amenazan.

Bernanos avanza en su reflexión mediante observaciones personales, al igual que Gide: «Si he sacado algún provecho de mis experiencias en España, es que creo haberlas abordado sin tomar partido por ningún bando». Imposible dudar de ello. Le indigna que un simple puño en alto al paso de los aviones republicanos sobre la isla baste para morir en el paredón a manos de los falangistas o de sus aliados italianos. Que se impida que las familias lleven el duelo por esos muertos. Mientras tanto, los convoyes se multiplican. Los italianos asesinan con un disparo en la cabeza a doscientos habitantes de Manacor que creían sospechosos y queman sus cuerpos por la noche. «Bajan, se ponen en fila, besan una medalla, a veces solo la uña del pulgar. ¡Pam, pam, pam!». ¿Actos de venganza? «Afirmo, y afirmo por mi honor, que en los meses anteriores a la guerra santa no se cometió en la isla ningún atentado contra las personas o los bienes». No, es rabia, un crimen, crímenes en nombre de una indigna cruzada de purificación espiritual. El obispo de la isla apoya todo aquello, señala a los culpables y a los héroes. Es entonces cuando Bernanos deserta de su bando en nombre del espíritu, ¡el espíritu ante todo! Para este católico no cabe duda de que «el hombre de buena voluntad», el del Nuevo Testamento, «el hombre que tiene la intención del alma», agoniza. El propio Mann podría haberlo dicho: en España, en la tierra de los Reyes Católicos, tiene lugar el «preludio de la tragedia universal». Bernanos añadirá más tarde: «El frente de la cristiandad se ha roto», el dique ha cedido. Como ya hicieron Mann y Gide, y como pronto hará Camus, Bernanos está sufriendo un cambio político: «El hombre de buena voluntad no es más que un subproducto inservible en esta sociedad moderna que se empeña en eliminarlo poco a poco. Ya no hay bandos, y me pregunto si quedará mañana una patria». Denuncia a las democracias que lo permiten con la pseudopolítica de no intervención «en nombre de un pacifismo utilitario»: «Francia se limpia a diario los escupitajos de los dictadores». Para este cristiano todo ser que nace, nace «refractario», y en consecuencia puede o corre el riesgo de «volverse poeta o más bien anarquista stricto sensu, es decir, incapaz de ejecutar en verso una petición de los servicios de propaganda del Estado». Podría haberlo dicho Camus.

 

Camus se fijará en él cuando lo cuestionen, por primera vez, tras la representación de su obra El estado de sitio en 1948. Los cristianos de izquierdas le reprochan que haya privilegiado a España —la acción tiene lugar en Cádiz— en detrimento de la Unión Soviética, que está luchando en esos momentos más de cerca contra el totalitarismo. De hecho, la obra es mucho más rica y compleja que esta interpretación, opone el espíritu histórico al artístico. Ante estos ataques, Camus se remite a Bernanos, al católico, a esos Grandes cementerios: «Él sabía que, de callarme, habría insultado a la verdad». Su respuesta a los reproches es clara: «Habéis olvidado que las primeras armas de esta guerra totalitaria se mancharon con sangre española».

El premio Nobel no hace que Mann se vuelva más «civilizado». En Si la semilla no muere, Gide confiesa: «Preferiría no tener ningún éxito a fijarme en un solo género. Aunque me condujese a los más altos honores, no puedo consentir en seguir una ruta ya establecida». En su homenaje final a Gide, Mann lo elogia: «Fue un moralista de raza». La literatura, la verdadera, la que no diferencia entre vencedores ni vencidos, los salva de la caducidad. En 1945, cuando De Gaulle llama a Bernanos para ofrecerle un asiento en su gobierno provisional, este declina el ofrecimiento. También desdeña entrar en la Academia francesa: «Cuando solo pueda pensar con las nalgas...». Esta frase no le granjeó muchas amistades. Sigue siendo un exiliado. Nunca tuvo alma de colaboracionista. Camus, con o sin premio Nobel, no abandona sus armas: «El mundo en el que vivo me repugna, pero me siento solidario con los que sufren en él». Esta independencia de espíritu está estrechamente ligada al acto de escribir, a su sacralidad: a mil leguas de lo artificial. Para Mann, «el lenguaje se encuentra cargado de un gran misterio. Nosotros somos los responsables de su pureza». «Su estilo piensa por él», dice de Gide Ramón Fernández, un crítico de raíces españolas. Para Bernanos, el poeta verdadero es, como ya se ha dicho, «anarquista» por naturaleza, desafía lo relativo. Su estilo, extrañamente limpio y que tanto execraron sus adversarios, hace que Camus sea hoy el escritor más leído por los franceses. Su exilio, el exilio de todos ellos, ejemplifica estas bellas palabras de Nietzsche: «Escogerás el exilio para poder decir la verdad».

Todos ellos forman una cadena en la que Mann da la voz de alarma, Gide repite el mensaje, Bernanos lo amplifica y Camus, último eslabón, hace de esta excepción española un amanecer infinito. Leamos con atención: «Toda la inteligencia europea se vuelve hacia España, como si sintiese que esta tierra miserable guarda ciertos secretos de una realeza que Europa busca desesperadamente formular, mediante todo lujo de guerras, de revoluciones, de epopeyas mecánicas y de aventuras espirituales. ¿Qué sería, en efecto, de la prestigiosa Europa sin la pobre España?». Estas líneas han sido extraídas de su prefacio de 1946 a una obra sobre testimonios de la resistencia contra Franco. ¿Qué sería de nosotros sin este país emplazado en un extremo de Europa como un pedazo de pan seco?

España atesora «secretos de realeza»: ya nos lo temíamos. En un artículo publicado en 1955 en la revista anarquista Le Monde libertaire, titulado «España y el donquijotismo» —artículo exhumado en 2008 por un libertario no violento alemán—, Camus insiste en señalar este carácter regio. Unamuno, afirma, que murió aislado entre las paredes de su domicilio de rector de la Universidad de Salamanca, en diciembre de 1936, tras haber escapado a un linchamiento, era paradigma de ese carácter. A los que deploraban en su presencia la escasa contribución española a los descubrimientos científicos, Unamuno les respondía con una frase digna de «Nuestro Señor Don Quijote», como él lo llamaba: «¡Que inventen ellos!», y «ellos» quiere decir las demás naciones. «La pobre España» tiene infinidad de cosas mejores que hacer; su tarea es defender «su propio descubrimiento». Camus le pone nombre: «Podemos llamarlo la locura de la inmortalidad». Para acercarnos a esta realidad debemos apoyarnos en Lorca y su «duende», un término intraducible que, de creer al poeta, es el sello de su patria: «A España desde siempre la ha movido el duende». Es «el espíritu oculto de la dolorida España». Difícil decir más, salvo que es «un luchar y no un pensar». ¿Qué clase de lucha? «Esta lucha [...] adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales». ¡Un juego con la muerte cuyo epicentro es la poesía! ¿Deberíamos llevar duelo por ello?

Mann permanece sombrío. El desenlace de la Guerra Civil en favor de la tiranía oscurece a sus ojos el balance en 1946, cuando cree que «el futuro solo verá en el arte una fuerza auxiliar al servicio de una comunidad humana que poseerá bienes más vastos que “nuestra cultura del espíritu”». Y concluye con estas tristes palabras: «He aquí lo que podría llamar una profecía». En el prefacio de Advertencia a Europa, Gide intenta compensar su pesimismo: «No debemos caer en la desesperación mientras conciencias como la tuya sigan despiertas y fieles». ¡En vano! Bernanos, por su parte, apuesta por la resurrección del hombre de buena voluntad con la condición antes citada: «la reconciliación de los vivos» precedida, como en una procesión, por el estandarte de «la reconciliación de los muertos». El hombre de buena voluntad renacerá con esa condición, la de un trabajo de evaluación realizado a conciencia, lo que exige un sistema jurídico adecuado. Camus, por su parte, siempre rehusó poner punto final al conflicto. Si creyó que «esta lucha es interminable» fue con la esperanza de un «renacimiento». ¿Los habría reconfortado la muerte de Franco, en 1975, y la renovación democrática que vino después?

Son cuatro hombres testarudos. Mann tachó las democracias de «capitalistas». A Gide le afligía «la generación del dinero». A Bernanos, «una sociedad incapaz de reconocer otras relaciones entre individuos que las económicas». Camus extrajo las consecuencias: «Toda vida dirigida por el dinero tiende hacia la muerte». ¿Estaría esta otra guerra definitivamente perdida? El poder del dinero, la influencia de los partidos y su control de la democracia no han hecho más que aumentar, lo que implica reconocer que Mann tenía razón, que su «cultura del espíritu» ha dado paso a valores «civilizadores», entiéndase colonizadores.

Centremos ahora nuestra atención en Salvador de Madariaga, el diplomático español ante el cual Camus, en París, en 1956, declaró: «Sí, Don Salvador, hombres como usted han impedido que perdamos la esperanza, y cuando se me ha pedido, hoy, que me dirigiera a usted he pensado que sería lo primero que le diría». Y añadió: «Estoy orgulloso de ser su contemporáneo». Camus, a sus cuarenta años, reutiliza ese día la fórmula empleada por Turguénev, desde su lecho de muerte, para dirigirse a Tolstói. ¿Dedicó alguna vez Camus un elogio mayor que ese? «Don Salvador», grave, delgado, estilizado, esboza una sonrisa. Estamos en París, corre el año 1956 y la manifestación ha sido organizada por el Gobierno republicano en el exilio. Sí, el libertario olvidado por los biógrafos se dirigió al diplomático olvidado por los historiadores, el que representaba a la España republicana en la Sociedad de Naciones de Ginebra, la predecesora de la ONU, donde se le había apodado, no sin cierta ironía: «la Conciencia de la Sociedad de Naciones». Desde la tribuna, en 1935, se rebela contra la intervención militar de Mussolini —futuro aliado de Franco— en Etiopía y denuncia el uso de gases de exterminio en esa guerra de conquista colonial. Sigue oponiéndose en solitario en junio de 1936. En los pasillos de la Sociedad de Naciones, los ministros de Francia e Inglaterra buscan un compromiso que Italia pueda aceptar, e ignoran las peticiones de ayuda del emperador de Etiopía, Haile Selassie: «Nunca antes se ha visto que un gobierno proceda al exterminio sistemático de una nación sirviéndose de medios bárbaros». Madariaga dejará su cargo y optará por el exilio en julio de 1936. Se irá a enseñar literatura española a Brujas, Oxford y Princeton. Autor prolífico, cabe destacar su obra El genio de España, escrita originalmente en inglés y dedicada a la literatura de su país. Cabe recordar también su implicación en favor de un desarme mundial. Durante la Guerra Civil, Madariaga acusó a la Iglesia de haber traicionado a la razón, de haber perdido el alma en esa guerra desalmada.

Su amigo Gregorio Marañón era un médico admirado por todos en Madrid debido a su mente siempre alerta. En la Primera Guerra Mundial, cuando apenas contaba veintisiete años, participó como médico voluntario en el bando francés y regresó a España condecorado con la Legión de Honor. En verano de 1926 fue encarcelado por el Gobierno monárquico de Primo de Rivera por haber defendido la instauración de la república. Este especialista en los estados intersexuales introdujo la endocrinología en España y fue también autor prolífico y traducido en toda Europa. En su obra más célebre, Don Juan y el donjuanismo, escribe: «Y si España ha dado a la mitología humana dos ídolos de esta importancia —el segundo es Don Quijote—, su contribución es inmensa, pues sólo hay un tercero, Fausto, que pueda compararse con ellos en universalidad». Aconsejó leer a Lope de Vega para descifrar las revueltas inclasificables que anticiparon la Guerra Civil, en especial su obra Fuenteovejuna. Hemos seguido su consejo.

La hermandad de Mann, Gide, Bernanos y Camus tenía un equivalente plenamente funcional en España, como era de esperar y de desear. En su homenaje a Salvador de Madariaga, Camus añadió: «Como tantas mentes españolas, y contrariamente a una opinión extendida (un imbécil llegó a decir un día que la filosofía española no existía e inmediatamente le rebatieron cien hombres inteligentes), Madariaga es uno de los pocos contemporáneos que pueden llevar legítimamente el título de filósofo». Porque investiga «los secretos del mundo» y «unas reglas de conducta para su vida y su tiempo». Camus cita a otro filósofo español, José Ortega y Gasset, para quien la guerra de España es «una lucha ilustre contra la muerte». Ortega, de sonrisa ligera, con un sombrero Panamá en la cabeza y su cigarrillo en los labios, percibe en esta guerra una dramaturgia. ¿A qué muerte se refiere si no es la de los cuerpos? Estos nuevos testimonios —sin los cuales el escándalo que denuncia Mann habría parecido demasiado privado— amplifican lo dicho por el Nobel alemán. Tanto el Norte como el Sur se hacen eco de esta excepción española que nunca había sido tan excepcional. De no ser por Mann, ¡todo podría haber pasado por un asunto interno de España! Es la unión de todos ellos lo que consagra la verdad. Añadamos también a Eduardo Ortega y Gasset, de rostro aguileño, hermano del filósofo y diputado en las Cortes, interpelando a sus compatriotas con Lope en la cabeza. Ninguno de ellos moldeó sus obras en la arcilla histórica. Parecen inmunizados contra el virus de la historia por la «locura de la inmortalidad», en la que Unamuno se sumergió fiel a su España inmaterial. Sin olvidar el papel fatal que hubo de asumir Lorca. Y está Don Quijote, una figura que sobrevivirá para siempre. Recordemos que el primer libro de Ortega y Gasset se titula Meditaciones del Quijote y que Madariaga fue autor de una Guía del lector del Quijote publicada en 1926. Marañón lo hermana con Don Juan. Unamuno habla de «Nuestro Señor Don Quijote», mientras que, para Camus, la obra de Cervantes constituye «el evangelio de España». Este héroe anticipa la lucha contra el dinero, la indiferencia, la hipocresía, el exceso de razón, la falta de alma, todo aquello de lo que adolecerá el futuro. Para todos ellos «se trata del combate perpetuo» —en palabras de Camus—, porque ¿contra quién carga cuando se lanza contra los molinos de viento en los que ve a «desaforados gigantes»? ¿Nuestros gigantes financieros?

Para Thomas Mann el 18 de mayo de 1934, «Don Quijote es un loco». El 25 de mayo «ya no está loco», su temeridad se torna «asombrosa», pues presupone claridad, conciencia. Mann va tomando estas anotaciones mientras aprovecha su viaje a través del Atlántico para leer Don Quijote en una edición en cuatro volúmenes de tapas anaranjadas, a bordo de un navío holandés que zarpó de Boulogne-sur-Mer, en su primer viaje a Estados Unidos, viaje al que solo seguiría el de su exilio definitivo en 1938. Lee en el salón azul, luego sube a cubierta y se echa en su tumbona, «una transposición del excelente diván de Hans Castorp», que es, recordemos, el protagonista tuberculoso de La montaña mágica. Por fin dispone de tiempo para leer a Cervantes. Sus impresiones de lectura se convertirán en su «Travesía marítima con Don Quijote». Si la mar le mece, Don Quijote le embriaga. Primero le sorprende «la crueldad de Cervantes», luego lo juzgará «generoso». El 28 muere Don Quijote, y Nueva York está más cerca. En la noche del 29, la última, resucita: «Estaba ahí, conmigo, y yo me entretenía con él». Se trata de un sueño. Mann no comparte lo que se dijeron. Se aleja de él «lleno de tristeza, de ternura, de piedad y de una veneración sin límites». Así se unen los dos eslabones.

 

Todos ellos nos han guiado en este relato. Pero sin duda sin la ayuda de ¡Indignaos! no habría escrito este libro o, mejor dicho, sin la ayuda de los indignados de España, pues su actualidad y su necesidad no me habrían parecido tan evidentes. Su aparición es la prueba de la existencia de un pasado adormecido y que ha despertado; también han ayudado las innumerables obras publicadas en estos últimos años sobre el conflicto. Una guerra que vuelve a empezar, pues se revela necesario hacer de ella una relectura completa. Ambos linajes, el del Norte y el del Sur, y los indignados nos animan a hacerlo. También hizo falta la fortuna —¡sí, el azar!—, que tomó parte en este proyecto. Cuando abandonábamos el Parador de Tortosa, donde nuestro editor barcelonés nos había recomendado pasar la jornada, un empleado nos sugirió tomar una ruta distinta a la que habíamos previsto. «El camino es bonito si os dirigís a Teruel». Recorría el espléndido valle del Ebro. En el arcén, un cartel que rezaba «Sitio histórico» llamó nuestra atención; estaba ahí como olvidado, señalando un camino forestal cuyo suelo reverberaba inclemente un sol de justicia. Tras un largo camino entre colinas y pinares, llegamos a la cima de «la colina 705», su denominación militar. En ella, un pequeño monumento custodia el registro de los nombres —todos ingleses— de los combatientes caídos en su defensa. Contemplando el valle azulado, atravesado en la lejanía por los meandros del Ebro, el recuerdo de la batalla homónima de 1938, fatal para el bando republicano, se intensificó. Franco había establecido como prioridad esa colina, como supe más tarde. De hecho, su éxito final dependió de ello. De regreso al valle, descubrimos un museo de la batalla del Ebro, en Gandesa, cruce de caminos conquistado y reconquistado durante la batalla. Otros «lugares de interpretación» iban marcando los antiguos doscientos kilómetros de frente en Corbera d’Ebre, Vilalba dels Arcs, Batea, El Pinell de Brai, La Fatarella... Nuestros guías no decían ni mu. ¿Por qué todos esos museos, esa memoria, aquel silencio? Llegamos a Teruel, para luego seguir hasta Granada. Allí, un empleado de la oficina de turismo nos anunció que esa tarde —17 de agosto de 2018— habría una ceremonia de homenaje en Alfacar, el lugar donde un grupo de falangistas fusiló a García Lorca. Fue entonces cuando esa pancarta que desplegaron unos jóvenes mostró su eslogan, y la idea de este libro empezó a tomar forma.

En Montpellier, ciudad en la que vivo, «España» me estaba esperando en la biblioteca. Me acordaba del texto; lo releí. También eso precipitó la decisión. Volví a pensar en ¡Indignaos! y en sus muchos lectores en España. También aquel librito había nacido de un modo extraño. El movimiento de los indignados también sacó de ahí su verdad. España la esperaba desde hacía cuarenta años.

Más tarde subí al tren Barcelona-Granada, llevaba la versión en castellano de aquel libro en el bolsillo. Entré en Granada una mañana rosada y agradable, alquilé un coche, alcancé la sierra andaluza en la que el sol ganaba fuerza a cada hora, y llegué a Casas Viejas...