El juego de las élites

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Pero es que ni tan siquiera esto lo acababa de tener del todo claro. ¿Trabajar en qué? Y, ¿cómo? ¿Aplicando lo aprendido en los apuntes de clase? Claramente no. ¿Entonces, mejor olvidarse de apuntes aunque eso le supusiera sacar una peor nota? Había decidido que no le quedaba otra que aguantarse y seguir tirando hacia adelante a ciegas. A esa edad ya era difícil mantener una línea constante, y mucho más si se tenían tantas dudas, por lo que, de una manera u otra, tendría que aparcar esos pensamientos hasta que llegase el momento de tomar decisiones. Vivir sin pensar como ejercicio de supervivencia.

No todos tenían ese problema. Para Álvaro la universidad era un medio, un instrumento a través del cual conseguir sus objetivos personales y profesionales. Nada más. Si con un profesor tocaba ir a clase, se iba a clase. Si con otro bastaba con estudiar los apuntes, pues pasaba totalmente de los manuales. De esa forma aprovechaba de manera mucho más eficiente su tiempo y eso se reflejaba en sus resultados académicos, los mejores de su promoción.

Bernardo, sin embargo, seguía considerando la facultad como un fin. Algo había que sacar de ella con independencia de lo que se fuera a hacer después. Aparte de un tránsito, esos años los percibía como un elemento clave que contribuiría a conformar su personalidad por siempre, aportándole una visión del mundo diferente al permitirle dedicar la práctica totalidad de su tiempo al estudio. Era un privilegio que ya nunca más en su vida volvería a tener, pensaba con razón. Lo único que se pedía de él esos años era estudiar, formarse. Nada más. Y con eso cumplía con su cometido en la sociedad. Había que aprovecharlo. Sin embargo, al mismo tiempo, por alguna razón que no acababa de tener sentido ni siquiera para él, le atraía la visión de las cosas de Álvaro. Esa seguridad absoluta e inquebrantable acerca de lo-que-había-que-hacer-para-triunfar-en-la-vida.

La consecuencia de sus particulares disquisiciones era que tenía pocas oportunidades de hablar sobre su futuro con nadie. Con los de la primera fila ni lo intentaba, ni siquiera con Álvaro, con quien había trabado cierto nivel de confianza, casi de amistad. Pero sabía cuál iba a ser la respuesta y, además, tras las experiencias del pasado, no se llegaba a fiar del todo de él. Y con la práctica totalidad del resto era imposible. Estaban demasiado agobiados estudiando o pasaban totalmente del tema. Solo le quedaba Damián. Damián era prácticamente el único con el que parecía entenderse, pese a que no habían tenido la oportunidad de pasar tanto tiempo juntos como a ambos les habría gustado. Pero es que Bernardo era demasiado empollón y Damián bastante vividor. Así no era fácil coincidir.

Volvía Bernardo de la facultad a casa a las pocas semanas de haber comenzado las clases de cuarto curso dándole vueltas a todas estas dudas. Era casi de noche cuando se cruzó con Damián, que bajaba acelerado la calle.

–¿Qué pasa, tío? ¿A dónde vas tan deprisa?

–Es que llego tardísimo.

De repente Bernardo cayó en la cuenta de que, en contra de lo habitual, ninguno de sus compañeros lo estaba acompañando a la parada del autobús. Lo cierto es que les había visto quedarse a casi todos en el aula al terminar la clase mientras él salía, como siempre, disparado.

–¡Anda, no jorobes! ¿Había clase ahora y no me he enterado? ¡Si no teníamos que recuperar la de Estadística hasta la próxima semana!

Se dio la vuelta para acompañar a Damián a clase.

–Tranquilo, tío, que la clase de Estadística se recupera el próximo martes. La gente se ha quedado al seminario.

–¿El seminario? –preguntó Bernardo extrañado.

–Sí, el de Derecho del Trabajo.

Bernardo respiró aliviado. No era una materia que lo sedujera especialmente. Podía vivir perfectamente sin ese seminario.

–Es que ya sabes que a quien asista le sube la profesora automáticamente un punto la nota global. Y al que no asista no le pone en ningún caso matrícula, saque lo que saque en el examen –le explicó Damián mientras ambos volvían hacia la facultad casi corriendo de la pura inercia.

–¿Cómo? No tenía ni idea.

–Lo dijo la profe el otro día en un corrillo al acabar la clase. Tú no debías de estar. Yo me enteré de rebote.

–Pues nadie me ha dicho nada.

–Jajajajá. ¿Y qué esperabas?

–Pues que alguien me hubiera avisado, aunque la verdad es que me da igual. No habría ido de todas maneras. Me parece absurdo. Si por esa razón le acaba dando la matrícula a otro que sepa menos pues me alegro por él. Anda, corre que al final por mi culpa vas a llegar tarde tú.

Damián se detuvo de golpe.

–¿Al seminario? ¡No me jodas! Yo tampoco voy. ¡A lo que llego tarde es al concierto de The Cure! Te podías venir.

Acaba de regalarme un amigo sus entradas y me sobra una. Pero antes tengo que pasar por casa.

A Bernardo le encantaba The Cure. Y con la tontería ya casi habían llegado al piso compartido de Damián, situado a pocas manzanas de la Gran Universidad.

Pero es que era jueves. Al día siguiente tenía clase, y si ya salía poco los fines de semana, hacerlo un jueves era todo un anatema en su cuadriculada cabeza.

–Bueno, ¿qué? ¿Te vienes o no? A ti también te gustan los Cure, ¿no?

Bernardo vaciló un instante.

–Venga, ¿y por qué no? –claudicó finalmente. Damián lo rodeó por el hombro y le dijo:

–¡Qué bien, tío! ¡Nos lo vamos a pasar de puta madre!

A la vuelta del concierto regresaron a casa de Damián a recoger las mochilas que habían dejado allí para no tener que cargar con ellas.

La habitación de Damián, como era de esperar, era un desastre.

Las paredes estaban repletas de pósteres de grupos de funk rock como Rage Against The Machine o los Red Hot Chili Peppers, y el suelo repleto de libros de literatura oriental tirados y a medio leer: Tagore, Kipling, Rumi, Gibran, Oé…

«Joder, lo que lee este tío. Y yo que me consideraba un gran lector», pensó Bernardo. Recordó que alguna vez Damián le había comentado que su sueño era llegar a escribir como alguno de estos «autores místicos», como él los denominaba, o cuanto menos vivir un poco como los personajes descritos por ellos en sus obras.

Un sueño que algunos daban por calificar de «alternativo», «indie», «underground» o, mejor dicho, «auténtico», barniz de intelectualidad utilizado para revestir lo que simplemente era más inhabitual que aquello que a cada cual rodea en su micro-cosmos. De esta manera, ir a un cine a ver una película de Bollywood podía ser tanto «mainstream» como «alternativo», dependiendo de si uno la iba a ver en Mumbai o en París.

Mientras Damián se iba a la cocina a por algo de picar, Bernardo observó su mesa de estudio. Tenía dos grandes volúmenes de psicología abiertos. Se notaba que los había estado leyendo con interés. Subrayados y bastante sobados. Le resultó curiosa tanta dedicación. Ciertamente Psicología era muy interesante, pero era una «maría» ¡y encima con examen tipo test! Dedicarle tantas horas a esa asignatura era seguramente absurdo a los ojos de cualquiera de sus compañeros, mucho más pragmáticos, que sabían que con leerse con mediana atención un par de veces los apuntes y la experiencia que ya se acumula tras cuatro años de pruebas tipo test raro sería no sacar un siete. Asimismo eran conocedores de la perversa dinámica del examen test de respuesta cerrada, en el que las preguntas tenían tres posibles contestaciones y en el que por cada tres errores se restaba un acierto, lo que impedía en la práctica obtener más de un ocho y medio aunque fueras el mismísimo Wilhelm Wundt, padre de la psicología moderna. Por fin se sintió identificado con alguien. No estaba tan solo. Era su oportunidad de abrirse.

–Tío, no acabo de tener claro lo que estamos haciendo aquí –se lanzó finalmente cuando volvió Damián de la cocina con un par de refrescos y una bolsa de cortezas.

–No te sigo.

–Parece como si tan solo importase acabar y sacar las mejores notas posibles para después meterse en un banco de inversión a hacer no sé muy bien qué. A veces me entran ganas de dejar la carrera y estudiar algo que tenga más sentido –respondió mientras dirigía la mirada a los manuales de psicología abiertos.

–Jajajajá, cómo te gusta darle vueltas a las cosas. Disfruta mientras puedas, que esto se acabará y tendremos que buscarnos la vida.

–Y tú ¿qué es lo que vas a hacer?

–No tengo ni idea. Algo se me ocurrirá. Tampoco tengo ninguna prisa. A lo mejor hasta me tomo un año sabático para ver las cosas con más perspectiva.

A Bernardo le fascinaba la capacidad de Damián de abstraerse de las preocupaciones que a él le traían de cabeza. Le parecía increíble que alguien con tanta personalidad y determinación a la hora de postergar por la Psicología otras asignaturas teóricamente más importantes no tuviera una contestación más definitiva que darle ni estuviera haciéndolo todo de acuerdo con un plan previa y concienzudamente diseñado. En realidad sabía que en una gran parte tenía razón. No había ninguna prisa. No obstante, aun cuando no necesitaba vislumbrar su futuro de una manera tan clara como Álvaro y su séquito, al menos sí quería tener una cierta idea de a dónde dirigirse. Y aparcar esa reflexión como hacía Damián no iba en absoluto con su carácter.

–Es que yo, los primeros años de carrera tenía claro que el mundo de los números, la banca, la empresa estaban hechos para mí. Ahora lo veo bastante hueco. Lo que estudiamos me parece muy simple y las asignaturas que más me gustan son precisamente esas a las que casi nadie presta atención.

Damián se quedó pensativo un instante.

 

–Y el Derecho. ¿No te gusta el Derecho?

* * *

Se aproximaba el momento de concluir el trayecto universitario y ya hacía tiempo que Damián había decidido que eso no era lo suyo. Le aburría sobremanera la absurda lucha por las calificaciones, y tampoco es que le atrajeran en demasía las materias que estaba estudiando. Asignaturas que él percibía como insustanciales, vacías de contenido, construidas alrededor de conceptos elementales, le robaban un tiempo precioso. Lo cierto es que estudiar se le había dado bien desde siempre; incluso la técnica de hacer exámenes la había conseguido depurar razonablemente bien, pero nada de lo que ahora tenía la obligación de aprender le llegaba a apasionar.

A él la convención social, el itinerario preestablecido de cómo llegar a los lugares «adecuados», aquellos que le garantizaban a uno la prosperidad económica, no le interesaba. Ignoraba si alguna vez conseguiría llegar a «ser» nada en la vida, ni a qué se dedicaría. Sin embargo intuía que con esa formación (por decir algo) que estaba adquiriendo, malo sería que finalmente no lograse un puesto de trabajo superior a la media. Y ahora que llegaba el momento de realizar las famosas pruebas de selección para tener el honor de entrar a formar parte del siguiente estrato de las «elites», Damián tenía sus dudas. Por un lado sabía que, a base de insistencia y esfuerzo, al cabo de un determinado número de veces que se presentase a un suficiente número de las dichosas pruebas algo caería. Quizá no los puestos de diez veces el salario mínimo más bonus de entrada que ofrecían algunos de los bancos de inversión a los recién licenciados si estabas dispuesto a irte a pringar a Londres, pero seguro que sí alguna oferta de júnior de primer año a razón de un par de veces o tres el salario mínimo en alguna auditora de tamaño medio. Y eso era mucho dinero para cualquiera.

Al final no hizo ni lo uno ni lo otro.

Desistió de esos cantos de sirena y prosiguió su odisea particular, aceptando la oferta de una empresa importante de su localidad de origen para hacer de «hombre para todo», en contacto con la realidad diaria de la gente normal, tal y como él la entendía. Lo que de esa manera se garantizaba era poner fin a esa loca competición por seguir subiendo la escalera del éxito y la comodidad de saber que estaba desempeñando una labor para la que tenía una preparación mucho mayor que la requerida. Disponer de ese margen lo relajaba y le permitiría ser más feliz, que era de lo que en el fondo se trataba, aunque de cuando en cuando le quedaría el dolor sordo derivado de no saber qué habría podido llegar a conseguir de haberlo intentado con más fuerza.

Álvaro sí que se encontraba totalmente alineado y alienado por la charla que cinco años antes les había dado el profesor de Derecho Romano. Dentro de su ambicioso y determinista itinerario personal estaba perfectamente previsto desde un principio el que el camino a las «elites» pasaría por acabar incorporándose como júnior a un Gran Banco Londres, y por supuesto a residir en Londres. Lo que fuera a hacer allí era totalmente secundario. De hecho, no tenía la menor idea de qué tipo de cosas se hacían en un banco de inversión. Lo que sí que sabía era que se iba a dejar la piel, a razón de más de cien horas semanales de trabajo, comiendo y cenando en la oficina a diario para después ir de copas con los otros nacionales residentes en la City, incluyendo por supuesto los sábados y domingos. También tendría su buena dosis de noches sin dormir, trabajando toda la noche, lo que se denomina hacer un all-nighter en la jerga de los enterados. La cosa le ponía cantidad. No había nada más arriba en la escala social de recién licenciado universitario que eso.

–Oye, gordo, ¿sabes que llevo dos días de all-nighter?

–¿Y qué estás haciendo exactamente?

–Picando datos en el info memo.

–¿Y cuál es el deal?

–Pues ni guarra, gordo, ni guarra.

Para alcanzar ese estatus tan atractivo era preciso acumular cuantas más matrículas de honor a lo largo de la carrera, sin que importara mucho la asignatura en la que se sacasen, pues toda la cuestión era amasar un número superior a diez. También había que haber realizado prácticas un par de veranos en otros bancos de inversión o en alguna consultora de prestigio, y al menos ser delegado de clase un año. ¡Ah!, y sin olvidar nunca un elevado nivel de inglés, algunas nociones básicas de chino, árabe o ruso para proyectar una imagen más cosmopolita y, por supuesto, algún matiz humanitario, haber ido alguna vez a repartir comida en un comedor social, a sacar a pasear a ancianos, o algo así. Esa era la mezcla perfecta para el éxito. No fallaba nunca.

Y en el fondo era tan sencillo… Tan solo había que ir cumpliendo con cada uno de esos hitos, como quien prepara la lista de la compra, va al supermercado y tacha punto por punto lo que va comprando. Cebollas… ¡hecho!, tomates… ¡también!, apio... no sé ni lo que es, pero ¡al carrito! Nada se podría interponer en el camino de Álvaro si hacía lo que debía, si no se distraía del objetivo señalado. Y si para ello era preciso hacer alguna que otra pequeña trampa, como conseguir las preguntas del examen que iba a caer al día siguiente, copiar en algún momento a un compañero aplicado o provocar que ese mismo compañero sacase una peor nota no ayudándolo, o incluso, despistándolo amablemente, pues se hacía. Siempre, por supuesto, con esa sonrisa acompañada de palmadas en la espalda como solo lo saben hacer los que han nacido para el éxito social. Eso era lo normal, lo que todo el que quisiera triunfar a lo grande hacía. Y es que a los ojos de Álvaro esos no eran atajos, sino salvoconductos hacia la condición de gran profesional, duro, resiliente y persistente ante las dificultades, capaz de sacrificar su comodidad personal, su sueño, su salud y sus aficiones por su patrono. Todo esto estaba muy valorado en ciertos ambientes profesionales. A Bernardo nunca le había acabado de atraer esa idea de trabajar cien horas a la semana, así porque sí, haciendo algo que no estaba demasiado bien definido, a base de entrega y coraje, al estilo castrense, con «un par», obedeciendo sin preguntar. Él, desde su candidez, quería trabajar en algo que entendiera y pudiera contextualizar en un marco, con un objetivo definido. Hacer su trabajo diario para algo, en definitiva. Porque uno aprieta una tuerca para unir alguna pieza a un cuerpo principal y esa pieza cumple alguna función en ese todo, ¿no? Y es que el mundo moderno de los servicios profesionales había evolucionado o involucionado de tal manera que hasta un operario de una cadena de montaje de principios del siglo pasado entendía mejor lo que estaba haciendo y para qué servía. Si yo le pongo una biela al Ford T, mi siguiente compañero en la cadena la unirá al árbol de transmisión y después otro añadirá las ruedas y, allá al fondo, si nos fijamos con atención, veremos el coche ya listo para circular.

Ahora uno llegaba a la oficina por la mañana, no excesivamente temprano –pues daba mejor imagen el retraso producido por el trasnoche en la oficina que madrugar para aprovechar el tiempo–, hacía lo que le decían y, a base de repeticiones, lo acababa dominando de manera eficiente. Sin embargo, rara vez alguien se tomaba el tiempo de explicarte qué narices estabas haciendo y para qué. Y si preguntabas, peor. Otros menos problemáticos y más dóciles serían mejor valorados por esa inicial, más temporal y ficticia, mayor eficacia laboral. Lo malo para Bernardo era que los estudios de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales no daban para muchas florituras intelectuales ni filosóficas. Todos los trabajos que se le presentaban le resultaban bastante prosaicos. Aparte de la descartada vía de los bancos de inversión (en gran parte también por llevar la contraria), podía opositar para juez, notario, registrador de la propiedad o civil, quizá abogado del Estado. También podía acudir a cualquiera de las oposiciones regionales que se ofrecían en toda ciudad pequeña, lo que le garantizaba casi con plena certeza sacárselas, dada la costumbre adquirida de hacer exámenes tantos y tantos años y la feroz competencia a la que se había acostumbrado a batir. Otra opción era acercarse al mundo de la empresa o de la banca comercial, trabajar de contable, perdón, asociado en el departamento financiero, puede que para convertirse en breve en vice-president, VP (pronunciado «vipí») en la jerga, lo que por supuesto sonaba mucho mejor que contable. Vice-presidente de banco a los veintitantos años. ¡Qué carrerón! Todo un orgullo para los abuelos.

Así que, de entre toda esa panoplia de posibilidades que se le presentaban, se decidió por la opción que le pareció más profunda y respetable: trabajar en un despacho de abogados. Pero, por supuesto, no en uno cualquiera, con su turno de oficio y sus casos de Derecho de Familia o de Derecho Penal... Eso no, se iba a postular para formar parte del más prestigioso, del que se dedicaba a asesorar discretamente en todos los grandes asuntos que afectaban a la economía de la Nación: El Gran Bufete.

De nuevo, tal como hizo cuando estudió Derecho en vez de Filosofía, volvía a engañarse amablemente a sí mismo escogiendo un trasunto del banco de inversión que tanto detestaba, o decía detestar. Su determinación fue tan firme, tan claros tenía sus propios argumentos, que fue la única prueba de selección a la que se presentaría.

–Bernardo, no te he visto en la dinámica de grupo de ayer en el Gran Banco Londres. ¿No te vas a presentar? –le preguntó Antonio, verdaderamente preocupado por si Bernardo había encontrado otra vía de entrada y no se lo había dicho a nadie.

–Pues lo cierto es que ni siquiera he enviado mi currículum –le contestó taciturno el interpelado, pues poco a poco se había vuelto más reacio a desvelar sus planes profesionales.

–¿Y eso por qué? –insistió Antonio.

–Me atrae más el Derecho –zanjó él.

Damián lo miraba en la distancia con una media sonrisa. El resto de sus compañeros no alcanzaba a comprender la razón por la cual, pudiendo ganar el doble exactamente y teniendo fácilmente a su alcance la soñada banca de inversión, optaba por un simple despacho de abogados que ni tan siquiera era internacional. Algo debía de haberle convencido. Intrigado e impulsado por la decisión de quien con tantas matrículas de honor había escogido el camino de la abogacía, el mismísimo Álvaro rechazaría la oferta del Gran Banco Londres para acabar convirtiéndose junto con Bernardo en uno de los dos únicos privilegiados contratados como júniores de primer año por El Gran Bufete.

Gadea, la novia de Álvaro, estaba horrorizada. Condenados a muerte y cargada la cruz, ahora tocaba portarla.