La voz del corazón

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II: LA NUEVA REALIDAD DE LA TIERRA

La Tierra es la raíz y la fuente de nuestra cultura.

Rigoberta Menchú

La Tierra es un ser vivo. Está dotado de conciencia y tiene un propósito dentro del universo. Su gran particularidad reside en su diversidad. Es un sitio muy especial en el que se está poniendo a prueba la capacidad para convivir en armonía de un gran número de formas de vida y de conciencia. Es como una gran biblioteca viviente con una dinámica interna propia. Desde la perspectiva del espíritu, su misión consiste en convertirse en un lugar de almacenamiento e intercambio de información a nivel galáctico.

En estos momentos está completando un ciclo evolutivo que culminará con una nueva forma de conciencia. Un nuevo equilibrio entre dar y recibir. Los seres humanos formamos parte de este proceso pero, hasta la fecha, no hemos sido muy conscientes de cuál es nuestro cometido. Las condiciones tecnológicas que hemos creado nos han alejado tanto de la naturaleza que vivimos sobre la Tierra sin tenerla en cuenta. Esta enajenación nos ha conducido incluso a pensar que la naturaleza es algo hostil. Un ente del que conviene protegerse y al que hay que dominar a toda costa. La idea de que somos parte indisociable del equilibrio ecológico la comprendemos intelectualmente, pero todavía no la hemos interiorizado. No nos sentimos conectados a la vida y por eso desconocemos el papel que estamos desempeñando en la evolución de la Tierra y, por extensión, también del universo. Fruto de esta incomprensión tendemos a pensar que el planeta se está muriendo o quizá que se está vengando de nosotros. Asimismo nos induce a ignorarlo o a despreciarlo. Como si fuera algo ajeno a nuestra existencia que simplemente está ahí, sin ningún propósito.

Sin embargo, las tradiciones de los antiguos pueblos de la Tierra siempre han sabido que nuestra presencia en el entramado cósmico no es casual. Los seres humanos somos los responsables de sostener la vibración energética que necesita el planeta para cumplir con su misión integradora. En un futuro no muy lejano, trascenderá la dualidad y se adentrará en un espacio de unificación que acogerá en armonía realidades muy diversas. En este sentido, nuestra tarea consiste en aprender a amarnos a nosotros mismos y a todos los seres que lo pueblan.

Asistimos a un gran despertar y la protagonista principal es la Tierra. Es ella la que está cambiando. Nosotros tenemos que ser conscientes de este proceso y favorecerlo. No se trata de salvarla, sino de cooperar con todos los seres que la habitan. Es importante que comprendas quién es realmente y también que te conviertas en su mejor aliado. Llévala en el corazón y haz que forme parte de tu vida. Establece un pacto sagrado con ella. Si estás atento, notarás que te habla con el susurro del viento, que se estremece cuando la pisas con los pies descalzos y que te ofrece todo lo que necesitas para llevar a cabo tu misión de vida. Tu cuerpo está formado de aire, agua, fuego, tierra y éter. Los cinco elementos básicos del planeta. Quizá no sea importante para ti, pero lo cierto es que eres un trozo de él. Perteneces a él y eso significa que no estás aquí como un simple turista.

Necesitamos recuperar la sabiduría de nuestros ancestros y volver a reconocer que somos hijos de la Tierra. Hay una tradición africana masái que dice: «Es la Tierra la que es propietaria del hombre». A pequeña escala no nos cuesta sentirnos parte de una organización. De hecho, lo buscamos con ahínco. Deseamos integrarnos en la familia, la empresa, la pandilla de los amigos… El sentimiento de pertenencia nos conduce a servir al grupo o a la comunidad porque así estaremos protegidos. Con la Tierra pasa exactamente lo mismo, pero a mayor escala. En los años sesenta del siglo xx se hicieron las primeras fotografías del Planeta Azul. Estas imágenes asombraron al mundo e impulsaron el nacimiento de una nueva forma de conciencia. Desde entonces, el sentimiento de que formamos parte de una unidad que nos trasciende ha ido en aumento.

El despertar de la humanidad es un reflejo del cambio que está experimentando la conciencia de la Tierra. Nuestra misión colectiva consiste en facilitar su transición y adaptarnos a ella.

En lo más profundo del corazón, muchas personas deseamos formar parte de una gran familia y sentir que todos los seres que habitan la Tierra son nuestros hermanos. Este sentimiento de conexión y fraternidad es el reflejo de un lejano recuerdo. Un estado en el que el alma experimentó la armonía, el encanto y la seguridad de la unidad. Por este motivo, ante la guerra, el maltrato animal, la pobreza, la contaminación, la explotación infantil o, en general, cualquier manifestación de violencia indiscriminada, lo que sentimos es un desgarro interno. El alma se sobrecoge y reaccionamos con indignación, rebeldía o impotencia. Estos sentimientos ponen de manifiesto el deseo de recuperar un equilibrio que sentimos perdido. Sin embargo, también evidencian nuestro dolor interno y nos dan la oportunidad de sanarlo. Si no lo hacemos, la indignación termina por convertirse en indiferencia, la rebeldía en odio y la impotencia en hipocresía.

Una historia de la Tierra

La Tierra forma parte de un universo compuesto por cinco mil millones de galaxias (la Vía Láctea es una de ellas). Cada una tiene del orden de doscientos mil millones de estrellas (el Sol es una de ellas) y, de estas, seis mil millones poseen sistemas planetarios similares al nuestro. Somos como una mota de polvo en un vasto océano de arena y, sin embargo, estamos desempeñando un rol de inapreciable valor.

La Tierra aparece en el espacio hace cuatro mil quinientos millones de años. Como cualquier otra manifestación de materia, surge a partir de una matriz de energía. Un cuerpo de luz que le otorga una forma y una intención. Al principio era un océano de lava con temperaturas superiores a los mil doscientos grados centígrados. Carecía de aire y era muy tóxica. En ese tiempo, un joven planeta del tamaño de Marte, llamado Theia, chocó contra ella y provocó la salida de billones de toneladas de escombro por el espacio. Al principio esta materia se agrupó para formar un anillo, pero después la gravedad la juntó y creó una enorme bola de más de tres mil kilómetros de diámetro. Había nacido la Luna.

Este cuerpo celeste tardó en formarse mil años y se situó muy cerca de la Tierra (a veintidós mil kilómetros). Al estar tan próxima, la rotación de la Tierra era muy rápida y los días solo duraban seis horas. A medida que la Luna se fue alejando, la Tierra comenzó a girar más despacio. En la actualidad, la distancia que nos separa es de cuatrocientos mil kilómetros y aumenta a razón de cuatro centímetros al año. La Luna regula las mareas y muchos ciclos vitales. Sin ella la vida no sería posible.

Durante veinte millones de años, la Tierra fue bombardeada por cientos de miles de meteoritos que contenían moléculas de agua en su interior. A medida que el agua se fue liberando, se formaron lagos, mares y océanos. La acción del agua hizo que la superficie del planeta se enfriara hasta llegar a los ochenta grados centígrados. Esto le dio un aspecto más familiar. Por otro lado, la cercanía de la Luna causaba una enorme gravedad, lo que provocaba grandes mareas y veloces huracanes. En los cien millones de años siguientes, la Luna se alejó, las aguas se calmaron y el planeta ralentizó su rotación. Setecientos millones de años después de su nacimiento, la Tierra era un gran mar de agua. A partir de aquí, del interior de la corteza terrestre empezaron a surgir rocas fundidas que acabaron creando islas. Estas islas se juntaron y formaron los primeros continentes.

La Tierra pasó de ser un gran océano de lava a ser un gran océano de agua. Para ello precisó la ayuda de la Luna y del bombardeo incesante de meteoritos que procedían del espacio.

Con un aspecto semejante al actual pero sin vida y con una atmósfera tóxica, la Tierra comenzó a recibir una nueva y violenta lluvia de meteoritos. En esta ocasión, estos mensajeros estelares transportaban algo más que moléculas de agua. En su interior alojaban lo que podrían ser los primeros indicios de vida sobre la Tierra: las bacterias30. La ciencia admite la posibilidad de que la vida llegase del espacio exterior dentro de meteoritos31. En 1996 se halló en la Antártida un fragmento rocoso de origen marciano que contenía en su interior bacterias fosilizadas. Los científicos admiten que, si un meteorito es lo suficientemente grande, puede proteger la vida de las bacterias contenidas en su interior durante miles o incluso millones de años. Estos microorganismos habrían viajado congelados (dado que las temperaturas en el espacio son muy bajas) y gracias a eso habrían sobrevivido y llegado hasta la Tierra en condiciones de crear nueva vida32.

La idea de que somos seres procedentes de las estrellas, la teoría de la Panspermia, quizá no sea una metáfora romántica. Como afirma la bióloga estadounidense Lynn Margulis: «La vida está hecha de materia y esta es un flujo de energía que procede de las estrellas»33. Algunos científicos opinan que los primeros rastros de vida podrían haber llegado de forma intencionada, inducidos por alguna forma de conciencia. El descubridor del ADN y Premio Nobel de Medicina en 1962, el biólogo molecular británico Francis Crick, dice lo siguiente34:

Pudiera la vida haber empezado en la Tierra como resultado de una infección por microorganismos mandados a nuestro planeta desde otro lugar por una civilización tecnológica.

A diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, la vida no se originó en el agua, sino dentro de rocas. Las primeras bacterias vivían en el interior de piedras y se alimentaban de minerales. El astrobiólogo español Ricardo Amils nos recuerda que hace tres mil ochocientos millones de años las condiciones ambientales eran muy inestables. Los meteoritos que procedían del espacio exterior provocaban mucha destrucción. Por tanto, parece lógico pensar que las primeras bacterias sobrevivieran a unos cuantos kilómetros de profundidad «comiendo piedras»35.

 

Cuando la Tierra fue «fecundada» desde el espacio, se dieron las condiciones para un giro evolutivo. Las bacterias que habitaban en el interior del planeta evolucionaron y se especializaron con el objetivo de salir a la superficie. Para lograrlo se agruparon en unas colonias llamadas estromatolitos y desarrollaron unos pigmentos que les protegían de la radiación solar. La singularidad de estas colonias de bacterias es que eran capaces de transformar la luz solar en materia orgánica: había nacido la fotosíntesis. Cuando la ciencia intenta explicar esta proeza, no encuentra respuestas. ¿Qué sucedió para que unos seres tan primitivos lograsen densificar la luz del Sol y la convirtiesen en alimento? Nadie lo sabe. El caso es que en apenas trescientos millones de años el planeta dio un gran salto dimensional y por primera vez dispuso de una «red neuronal» que ocupaba la mayor parte de su superficie.

Estromatolitos36



Es probable que los primeros rastros de vida, las bacterias, procedieran del espacio. También es posible que fueran inducidas por alguna forma de inteligencia. El primer gran enigma de la vida es la fotosíntesis. La ciencia no puede explicar cómo la luz (información) es captada y transformada en alimento.

Gracias a la fotosíntesis, el océano se llenó de oxígeno y a lo largo de los siguientes dos mil millones de años, este oxígeno fue saliendo hasta la superficie, se liberó y creó la atmósfera. Para entonces el planeta había ralentizado su rotación y los días duraban cerca de dieciséis horas. Ahora, el núcleo de la Tierra ardía a una temperatura mayor que la del Sol, lo que provocaba que las rocas que estaban debajo de la corteza se desplazasen y se unieran. De este modo se formaron grandes masas de tierra.

Cuando se originó la atmósfera, se produjo uno de los saltos evolutivos más llamativos en la historia de la vida sobre la Tierra. Las bacterias que la poblaban comenzaron a agruparse y crearon las primeras células eucariotas. Estos nuevos organismos estaban dotados de núcleo, tenían un ADN organizado y potencialmente eran capaces de crear seres vivos más complejos37. La bióloga norteamericana Lynn Margulis ha demostrado que las bacterias tienden a juntarse, comiéndose o infectándose entre ellas. Todo parece indicar que la resistencia producida por una infección o una mala digestión podría haber forzado su desarrollo y aumentado su complejidad38. Esta teoría se llama simbiogénesis. Es muy robusta, pero no puede explicar en su totalidad el nacimiento de las células eucariotas. Aunque existen más hipótesis, la ciencia debe admitir que, en este eslabón de la evolución, hay lagunas importantes.

Después de que se sentaran las bases para el nacimiento de los organismos pluricelulares, las condiciones ambientales de la Tierra cambiaron radicalmente. Como consecuencia de una intensa actividad volcánica, se liberó un exceso de CO2 a la atmósfera y el planeta se enfrió hasta los cincuenta grados bajo cero provocando la mayor glaciación jamás conocida. Durante al menos quince millones de años surcó el espacio como una gran bola blanca de hielo. El impacto de este enfriamiento fue de tal magnitud que la vida estuvo muy cerca de desaparecer por completo39. La Tierra había pasado de ser una bola de fuego a estar cubierta por una capa de hielo de más de tres kilómetros de espesor. Mientras tanto, en el núcleo sucedía todo lo contrario: una intensa actividad volcánica. Un buen día, la lava y los gases calientes llegaron hasta la superficie y rompieron los hielos. Cuando la atmósfera se calentó, el hielo comenzó a derretirse y, al fundirse, liberó una gran cantidad de oxígeno. Ahora la Tierra presentaba un aspecto muy diferente. Habían pasado cuatro mil millones de años, su temperatura era cálida y los días duraban veintidós horas. Un ambiente ideal para el florecimiento de la vida.


Después de ser lava y agua, la Tierra pasó a ser hielo. Para entonces las bacterias ya se habían asociado y formado las primeras células eucariotas, dotadas de núcleo y ADN.

¿Qué sucedió para que las células eucariotas se organizaran y crearan los seres pluricelulares? Este es otro de los grandes enigmas de la ciencia. En cualquier caso, en apenas doscientos millones de años la vida proliferó de forma espectacular en los océanos. Cientos de miles de especies de algas y animales poblaron sus aguas y anticiparon otro salto evolutivo: la vida sobre tierra firme. Para lograrlo fue necesario que el planeta generase un nuevo gas capaz de absorber la radiación del Sol. Es la capa de ozono. Cuando el ozono se espesó y recubrió la superficie de la Tierra, esta se llenó de plantas. A partir de aquí, surgieron los anfibios y los insectos, después llegaron los grandes bosques de helechos, los reptiles, los dinosaurios y los primeros mamíferos. Posteriormente nacieron las aves, los primates y las plantas con flor. Y finalmente aparecimos nosotros.

La biblioteca viviente

La historia de nuestro planeta revela su dinámica interna. Durante cerca de cuatro mil millones de años se mantuvo recibiendo energía e información. Pasó de ser un gran océano de lava a ser otro de agua y después a surcar el espacio como una gran bola de hielo. En ese periodo disminuyó la velocidad de sus procesos y permaneció casi inerte. Se dedicó a absorber mucha vida y la poca que creó la mantuvo prácticamente invariable. Sin embargo, acumuló un gran potencial de transformación.

Por algún motivo, en un momento de su evolución la Tierra modificó su comportamiento y, en lugar de recibir, comenzó a dar de forma incondicional. Quizás decidió compensar al universo por todo lo que había obtenido y se propuso experimentar lo contrario. Hace quinientos setenta millones de años, en el periodo Cámbrico, se produjo una gran explosión de vida. La Tierra nos obsequió con lo que más adelante sería el milagro de la diversidad biológica: los organismos pluricelulares. A partir de aquí, la vida empezó a expandirse y proliferó sin detenerse hasta nuestros días. Se sucedieron cinco extinciones masivas y en cada una de ellas desapareció más del setenta y cinco por ciento de las especies. A pesar de estos vaivenes, la Tierra siguió creando vida con enorme generosidad. En la actualidad reúne una diversidad estimada de entre diez y cincuenta millones de especies animales y vegetales. Una autentica proeza.

Durante cuatro mil millones de años, la Tierra se mantuvo casi inerte recibiendo energía e información del espacio. Sin embargo, en un momento de su evolución, actuó de forma contraria y generó una gran explosión de vida.

Desde que finalizara la última glaciación hace unos diez mil años, la Tierra ofrece un clima muy propicio para el desarrollo de la vida. En opinión de los astrofísicos, estamos en un planeta maduro que, al igual que el Sistema Solar, se encuentra a la mitad de su vida40. Todo parece indicar que este periodo de «gracia climática» podría prolongarse al menos otros cincuenta mil años o incluso más. Si comprimimos el tiempo de evolución del universo (trece mil ochocientos millones de años) en un solo año, la Tierra aparecería a mediados de septiembre y nosotros a las 21:45 del 31 de diciembre. De acuerdo con este calendario cósmico, las cuevas de Altamira las hemos pintado un minuto antes de la media noche y la escritura la estamos practicando desde hace catorce segundos. Hace solo un segundo que hemos comenzado a utilizar el método científico y en solo medio segundo, hemos creado la Revolución Industrial y la Informática41.

Acabamos de llegar y es obvio que la Tierra nos lleva mucha ventaja. Tampoco hay que ser un gran observador para darse cuenta de que está decidida a cumplir con su misión dentro del entramado universal. Las señales que nos está enviando son inequívocas. Es importante que comprendamos que está llamada a ser un centro de intercambio de información a nivel galáctico. Un lugar en el que una gran diversidad de seres vivos y formas de conciencia puedan convivir en un equilibrio consciente. ¿Con qué propósito? Supongo que por los mismos motivos por los que nosotros construimos bibliotecas en las ciudades y ahora en Internet.

La Tierra es un ser vivo. Se está transformando y se aproxima hacia un nuevo equilibrio entre dar y recibir. Su propósito dentro del cosmos consiste en ser un lugar de almacenamiento e intercambio de información. Un espacio en el que pueda convivir la mayor cantidad posible de formas de vida y de conciencia.

La humanidad está comenzando a comprender e interiorizar que, si deseamos seguir aquí y participar de este acontecimiento, tenemos que ponernos al servicio del planeta y facilitar su proceso. No se trata solo de limpiarlo y regenerarlo, sino de acompañarlo en su dinámica integradora. Dicho de otra forma, para poder amar a la Tierra tenemos primero que amarnos a nosotros mismos. Si eres observador y te atreves a salir de tu crisálida personal, te darás cuenta de algo muy hermoso: amar a la Tierra y amarte a ti mismo son dos procesos paralelos que se retroalimentan mutuamente. Cuanto más conectado estás a la naturaleza, más seguro, alegre y saludable te encuentras y, a medida que tu felicidad aumenta, el amor hacia la Tierra también se acentúa.

En los últimos doscientos cincuenta años nos hemos dedicado a expoliarla impunemente. Nuestra conducta ha formado parte de su ciclo evolutivo. De algún modo, somos la última expresión de un movimiento interno en el que la Tierra se ha entregado de forma incondicional a todos los seres que la pueblan. Con frecuencia se nos olvida que es un ser dotado de conciencia y que toma sus propias decisiones. La actividad depredadora del ser humano ha sido (y sigue siendo) tan intensa que los sistemas ecológicos han estado a punto de colapsarse. En estos momentos la deforestación, la geoingeniería climática, la contaminación por plásticos y otras basuras, la pérdida de biodiversidad, la explotación indiscriminada de recursos, etc. son problemas muy serios y deben ser abordados con determinación. No obstante, muchas personas están cambiando y acompañando a la Tierra en su proceso evolutivo. Al hacerse responsables de su propio dolor interno y al tenerla en cuenta en su quehacer diario, permiten que la Tierra se relaje.

Desde la perspectiva del espíritu los cambios que está experimentando el planeta en su superficie reflejan la necesidad que tiene de liberarse del dolor acumulado a lo largo de los siglos por la acción temeraria del hombre. En este sentido, el hecho de que lo estemos limpiando y regenerando y de que muchas personas hayan decidido vivir en armonía con él, es decisivo para que el nuevo equilibrio al que se dirige no se origine como consecuencia de un reordenamiento brusco de dimensiones continentales o planetarias. Sea como fuere, lo que cada vez más personas tienen claro es que ha llegado ya la hora de dejar de formar parte del problema y ser parte de la solución.


La verdad sobre el origen y la evolución de la vida

La evolución de los organismos vivos se caracteriza por tres grandes transiciones. El nacimiento de las células procariotas (las bacterias), la creación de células más grandes dotadas de núcleo (eucariotas) y finalmente la aparición de organismos complejos o multicelulares. La primera transición es un misterio. La segunda arroja un poco más de luz y la tercera es otro enigma. La ciencia se hace las siguientes preguntas: ¿qué ocurrió para que las células eucariotas se organizaran y crearan formas de vida tan complejas? ¿Cómo surgieron realmente los seres pluricelulares? A día de hoy, se manejan varias hipótesis como la fagotrofia (unas células se comen a otras), la asociación para protegerse de depredadores y algunas más. Sin embargo, todas ellas son débiles e incapaces de explicar esta formidable mudanza.

Para comprender la magnitud del misterio de la vida tenemos que visitar uno de los sistemas más sofisticados de la naturaleza: la molécula de ADN. Este prodigio de la evolución se encuentra en todas las células del organismo y contiene las instrucciones que utilizamos para desarrollar nuestras funciones vitales. Dicho de otra forma, se encarga de sintetizar las proteínas que constituyen literalmente la fábrica de la vida42. La cantidad de información que contiene una molécula de ADN y la eficiencia con la que procesa los datos son sencillamente asombrosas. Su complejidad es tan grande que su origen no se puede explicar por un proceso de selección natural. En 1983, el astrónomo británico Fred Hoyle escribía lo siguiente43:

 

El ADN es una colosal obra de ingeniería. Pensar que los aminoácidos de una célula se puedan unir por azar y formar esta estructura tan compleja equivale a creer que un tornado pueda pasar por un montón de basura que incluya todas las partes de un Boeing 747 y provocar que accidentalmente se unan y formen otro avión listo para despegar.

Durante mucho tiempo nos hemos creído la historia de que la vida se originó en el agua y evolucionó a través de un proceso de selección natural. Nos han contado que, dadas unas condiciones ambientales concretas, una serie de compuestos químicos presentes en la atmósfera y en los océanos (nitrógeno, oxígeno…) reaccionaron y crearon los primeros organismos unicelulares. En 1953, el científico estadounidense Stanley Miller llevó a cabo un experimento que se hizo famoso. Recreó una atmósfera similar a la que tenía la Tierra en su infancia y la «cocinó» con una corriente de sesenta mil voltios durante una semana. El resultado fue que el agua se pobló de algunos aminoácidos y de otras moléculas necesarias para la vida. No obstante, este ensayo presentaba dos problemas. En primer lugar, era muy improbable que las condiciones ambientales creadas por Stanley fueran las mismas que las de la Tierra primitiva. Además, aunque lo hubieran sido, una cosa es producir moléculas y aminoácidos a partir de compuestos inorgánicos y otra bien diferente organizarlos para crear formas de vida complejas.

En 1980, en un congreso sobre el origen de la vida celebrado en Estados Unidos, se concluyó por unanimidad que esta no se pudo formar a partir de unas cuantas reacciones químicas. Se aceptó que la energía por sí sola era incapaz de organizar los elementos necesarios para formar un ser vivo, ni siquiera una humilde bacteria. Hoy en día la ciencia admite que el secreto de la vida no reside en la química sino en la información. Es la organización de sus componentes lo que la hace tan misteriosa. De modo que podemos hacernos la misma pregunta que plantea el escritor y divulgador científico español Eduardo Punset44:

El problema no es de hardware sino de software. Pero: ¿existen leyes que rijan el comportamiento del software encargado de organizar la información?, ¿nos enfrentamos a un programa informático que se escribió a sí mismo por casualidad?

Las incógnitas sobre el origen y la evolución de la vida nos afectan también a nosotros, los seres humanos. El Homo sapiens apareció sobre la Tierra hace doscientos cincuenta mil años, pero los primeros homínidos bípedos tienen una antigüedad de más de seis millones. Una de las preguntas que los científicos se hacen sobre la evolución de nuestra especie es la siguiente: ¿qué sucedió realmente para que en apenas doscientos cincuenta mil años un proceso tan lento experimentara un cambio tan vertiginoso? Lo cierto es que no se han encontrado fósiles que nos conecten con un antepasado cercano. Asimismo, la diferencia genética entre los seres humanos y los chimpancés, aunque se diga que es solo de un uno por ciento, supone en realidad una brecha gigantesca, de más de mil trescientos millones de letras de código genético45.

Otro hecho misterioso es que solo estemos empleando entre el uno y el dos por ciento de nuestro material genético. El resto se conoce como ADN basura. El bioquímico norteamericano Joe Dispenza, nos recuerda que existe un principio biológico según el cual, en la naturaleza, todo se aprovecha46. Dicho de otra forma, si ese ADN está ahí será por algo, pues, de no ser así, en el curso de nuestra evolución habría desaparecido. Una vez más la ciencia se encuentra con un eslabón perdido y se llena de preguntas a la hora de esclarecer nuestro verdadero origen.

La energía por sí sola no tiene capacidad para crear vida. ¿Quién o qué se encarga de organizar la información que subyace a su origen y que impulsa su evolución?

¿Es cierta la Teoría de la Evolución de Darwin?

A la hora de explicar el origen y la evolución de la vida, la teoría de Darwin es aceptada universalmente por la ciencia. Al mismo tiempo es también una de las ideas más controvertidas, peor comprendidas pero más conocidas por el gran público. Uno de los mayores expertos en Biología Evolutiva, el estadounidense Mark Pagel, nos desvela el alcance de este descubrimiento47:

Charles Darwin hizo gala de una gran lucidez al determinar que todas las especies terrestres descienden de otras especies. Lo cual nos lleva a dos conclusiones: la primera es que cualquier cosa sobre la Tierra está relacionada con todo lo demás. La segunda es que, si todos venimos de un antepasado común, una humilde bacteria está tan evolucionada como tú y como yo. Porque, al igual que tú y yo, ha evolucionado desde ese antepasado común.

La Teoría de la Evolución es muy robusta y ha sido validada mediante pruebas experimentales de muy distinta naturaleza. Por un lado están las taxonómicas que, en función de las semejanzas y diferencias encontradas entre los seres vivos, los clasifican en reinos, clases, órdenes, familias, géneros, especies, subespecies, variedades y razas. Este sistema se representa como un árbol en cuyas raíces encontramos los orígenes de la vida. Fue propuesto por el naturalista sueco Carlos Linneo en el siglo xviii, quien mucho antes que Darwin ya nos catalogó como Homo sapiens dentro del orden de los primates. En la actualidad, la diversidad biológica del planeta podría situarse en torno a los cincuenta millones de especies diferentes, de las cuales solo se ha catalogado el quince por ciento.

Otra de las evidencias más clásicas que avalan la teoría de Darwin es la anatómica. Aquí encontramos los llamados órganos vestigiales, es decir, estructuras anatómicas que aún conservamos pero que tienen poca o nula utilidad. Las muelas del juicio, por ejemplo, evidencian que, en un pasado remoto, comíamos raíces o semillas duras; el vello corporal en los hombres nos da una idea de quiénes eran nuestros antepasados; el coxis muestra los restos de una cola, etc. Por otro lado, están las estructuras anatómicas que, siendo similares, se han diferenciado según las especies. Por ejemplo, las extremidades superiores de los mamíferos presentan un origen común, pero en los cetáceos son aletas para nadar; en los monos, manos prensiles; en los murciélagos, alas; en los topos, garras…

Otro de los elementos que ofrece argumentos en favor de la Teoría de la Evolución de las Especies son los fósiles transicionales. Estas reliquias reflejan características intermedias entre unas especies y otras. Uno de los más conocidos es el Archaeopterix. Fue descubierto en Alemania en 1861 y muestra un ave con una cola larga y dientes de reptil. Estos fósiles no son muy abundantes, pero permiten reconstruir la historia de muchos grupos de especies animales y vegetales. Además están los llamados fósiles vivientes, es decir, especies de animales y plantas que han sobrevivido durante grandes periodos de tiempo e incluso eras geológicas. Estos legendarios seres ofrecen una información muy valiosa sobre las características de la vida en aquellos tiempos. Algunos como la iguana rosada, el estromatolito, el okapi, la metasecuoya, el pelícano o el cocodrilo son muy conocidos.