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Morir por una buena causa

Gregorio VII (1015-1085)


San Gregorio VII. Basílica de San Pablo, Roma. Fuente: Shutterstock.

Diversos emperadores germanos, y de modo específico Otón el Grande, habían apoyado a los pontífices en sus complejas relaciones externas e internas. Si eran devotos del papado, como Enrique II el Santo o Conrado, todo marchaba. Cuando Enrique III accedió al trono se embrolló. El endomingado monarca ansiaba disponer tanto de las rentas como de la gestión de abadías y parroquias, e incluso situar en la cátedra de San Pedro a afines. Los mayores problemas del momento eran la simonía –compra de dignidades– y la investidura laica –nombrar mundanos para cargos eclesiásticos–, y él deseaba incrementarlos en su beneficio.

Con la llegada de Enrique IV empeoró la zarabanda. Era adicto a las dos bribonadas. El culmen se alcanzó cuando en una asamblea del episcopado alemán en Worms se denunció al papa, acordándose su deposición. El clero bajo, de azarosos orígenes, no contribuía a limpiar cenagales, porque la selección había sido, por decirlo suavemente, negligente. Algunos se incorporaban a seminarios o conventos obligados por sus progenitores, que de ese modo salvaguardaban la integridad del patrimonio familiar en otro vástago. Demasiados de los que entraban en religión anhelaban disponer de rentas y no se ocupaban ni mucho ni poco por su alma ni por las de los fieles. Casi todo era venal. Los prelados prevaricadores, que habían pagado para obtener flujos fijos, subastaban cargos eclesiásticos a otros clérigos para resarcirse. Los escasos monjes fieles, encorajinados, acabarían por devolver la salud a la Iglesia, pero la curación no sería rauda. Hildebrando, un verdadero jabato, tuvo que aplicarse a fondo. Era hijo de Bonizo, un carpintero de Soana, provincia de Siena (Toscana). Vio la luz en el 1020. Algunos hagiógrafos, por la recalcitrante propensión al loor, lo convierten en descendiente de la familia de los Aldobrandini o de los Aldobrandeschi, de noble abolengo.

Entró en religión en el monasterio de Santa María, en el Monte Aventino de Roma. Su maestro fue el sabio arzobispo Lorenzo de Amalfi. Pronto se incorporó al equipo de Gregorio VI (1045-1046). Cuando este papa fue injustamente depuesto por el conciliábulo de Sutri (1046), Hildebrando lo acompañó al destierro. Murió el pontífice al llegar a Francia, e Hildebrando se retiró a Cluny. Con ocasión de gestiones que le eran indicadas, verificó de primera mano el galimatías en el que vegetaban muchos.

Conoció también al papa monje León IX (1049-1054), investido por su primo Enrique III. Hildebrando le conminó a enfilarse hacia Roma para ser ratificado por el pueblo romano. Según normativa de la época, era nula la elección llevada a cabo en Worms. El papa León aceptó, pero puso como condición que Hildebrando lo acompañase, ya que le admiraba por su decisión y honradez. Mucho se resistió este siguiendo las indicaciones de san Hugo, pero al final cedió. En la Ciudad Eterna fue creado cardenal y nombrado abad del monasterio de San Pablo Extramuros. Allí bregó a fondo para devolver sana espiritualidad a un colectivo que había ido cayendo en dorada medianía. Apoyó decretos contra la malversación en beneficios eclesiásticos y contra el matrimonio de los sacerdotes.

Al fallecer León IX, el pueblo deseó elegirle pero él impulsó la candidatura de Gebhardo, obispo de Eichtaet, quien la asumió como Víctor II (1055-1057). Cuando fue elegido Esteban IX (1057-1058), tanto el papa como Pedro Damiano y el propio Hildebrando se enfangaron en la camorra contra la ofuscación por el poder de los emperadores alemanes.

Con el sucederse de los años, el número de cardenales había ido variando y las atribuciones se habían incrementado. El sínodo de Letrán de 769 había establecido que el papa debía ser elegido únicamente entre los cardenales diáconos o presbíteros; los cardenales obispos no debían ser transferidos fuera de sus diócesis. Desde el siglo IX eran considerados como consejo oficial del papa y desde el año 1059 tuvieron una nueva y definitiva responsabilidad, como detallaré.

Como asesor de Nicolás II (1058-1061), sucesor de Esteban IX, Hildebrando logró la publicación de un decreto por el cual la elección del pontífice correspondía a los cardenales, aprobada por el clero y pueblo romanos. Todo debía hacerse salvo debito honore et reverentia al emperador, respetando el honor y la reverencia al monarca protector. En el fondo implicaba cancelar el derecho del soberano sobre los nombramientos. Así se aplicó de forma inmediata con Anselmo de Baggio, obispo de Luca, que adoptó el nombre de Alejandro II (1061-1073).

Al fallecer este, Hildebrando tuvo que aceptar la dilatadamente pospuesta nominación. Era el 22 de abril de 1073. Cuando iba a ascender al púlpito para solicitar al pueblo no aceptar el honor, el monje Hugo el Blanco le detuvo y predicó: «Hermanos míos: bien sabéis que este es Hildebrando, quien ha exaltado y libertado a la Iglesia desde los tiempos del papa León; por lo cual, y no siendo posible elegir otro mejor ni igual, elegimos para el pontificado a un hombre que desde largo tiempo se ha dado a conocer y ha obtenido la aprobación general». Resulta curioso que quien había contribuido a formalizar el proceso de elección llegase al solio por aclamación. Fue entonces ordenado sacerdote y recibió el episcopado el 30 de junio de 1073.

Gregorio VII se ocupó de defender los derechos de la Iglesia frente a los intereses seculares. Advirtió que condenaría mediante excomunión a quien no se plegara. La lucha se concretó en Enrique IV. Trató primero de acercarse amistosamente, pero fue infructuoso. Escribió a Godofredo el Jorobado: «Si –Dios no lo quiera– nos devuelve odio por amor y si, desconociendo la justicia de Dios, paga con menosprecio el gran honor que ha recibido, la sentencia (maldito sea el hombre que desvía su espada de la sangre) no caerá ciertamente sobre mí».

En marzo de 1074, el papa convocó en Roma el primer sínodo de la Cuaresma y quedó establecido que ningún clérigo simoníaco sirviese a la Iglesia, que los beneficios logrados con ese dinero fuesen abandonados y se conminó a la excomunión de los implicados. Al pueblo se le prohibió acudir a ceremonias en las que interviniesen.

La vorágine, fundamentalmente en Alemania, era grande. El obispo Otón de Constanza no solo permitió a los clérigos que siguiesen viviendo con sus mujeres, sino que promovió que quienes no la tuviesen buscasen una. En medio de este desbarajuste, parejo al contemporáneo, fue preparando el Dictatus papae, conjunto de veintisiete proposiciones con el título Quid valeant Pontifici Romani, donde se pormenorizan las prerrogativas del pontífice romano. Se plasmaba negro sobre blanco la autoridad papal en un mundo en el que el cesaro-papismo estaba extendido. Algunos creen que ese documento fue la causa de la consabida batalla de las investiduras. En realidad fue solo un episodio más. Si bien los papas se inmiscuían a veces en cuestiones temporales, era frecuentísimo que la nobleza y los monarcas trataran de obligar a la jerarquía de la Iglesia a tomar partido. No pocos pretendían que el obispo y los párrocos fueran gestores de propiedades que a la muerte del prelado retornaban al encumbrado terrateniente miembro de la aristocracia, hasta la sustitución por otro de su cuerda.

El decreto de 1059 para la elección del papa anhelaba poner coto al deseo de soberanos y nobles de influir en la decisión de quien sería el sucesor de Cristo. El sistema, reitero, era avieso: Enrique IV nombraba obispos a personajes de nula preparación y disposición, y estos consignaban lo que se les solicitase, porque iban a cobrarlo de su clero en cuanto tomasen posesión. Los sacerdotes, a su vez, lograban rehacerse de la inversión a costa de los bienes y realidades más sagradas. No es estrambótico por esto que de todos los obispos nombrados por Enrique IV solo muriese católico uno, Bennón de Misnia.

En la vigilia de Navidad de 1075, hampones enviados por el emperador y dirigidos por Cencio secuestraron al papa tras herirlo durante la celebración de los actos litúrgicos. Gregorio VII padeció con mansedumbre. Una vez vino a saberlo el pueblo, hubo reyerta con el grupo de fanáticos. El papa regresó a Santa María la Mayor para ultimar la misa abruptamente suspendida.

El emperador por su parte siguió confiriendo la investidura a obispos indignos y se amistó con el mayor enemigo del pontífice, Guiberto de Rávena. El papa llamó a este a Roma, pero el disidente se desentendió. Es más, convocaron un conciliábulo en Worms con idea de deponer al pontífice. La carta enviada al sucesor de Pedro desborda exabruptos: «Falso monje», «sembrador de cizaña», contrario a la «potestad regia que Dios concedió». Y concluye: «Puesto que armaste a los súbditos contra los señores, predicaste el menosprecio de los obispos ordenados por Dios y diste facultad incluso a los seglares para deponerlos y condenarlos, ¿y tú quieres deponerme a mí, rey inculpable a quien solo Dios puede juzgar, siendo así que los obispos declararon que a Dios solo incumbía pronunciar sentencia contra un Juliano apóstata?».

Gregorio VII respondió en el sínodo cuaresmal de 1076, al que acudieron ciento diez obispos. Excomulgó al emperador, lo que implicaba que sus siervos eran libres para desobedecerle. El pontífice salió de Roma en diciembre y se dirigió a los territorios de la reina Matilde. Se detuvo en Mantua antes de proseguir camino hacia el castillo de Canossa, en los Apeninos. En parte porque corrían cotilleos de que el rey viajaba allí con escolta armada dispuesto a dar un golpe de mano. No fue así. Tras un triduo penitencial en el portón de la fortaleza recibió el permiso para entrar. El 28 de enero de 1077, Hildebrando acogió a Enrique. Escribiría el mencionado Gregorovius: «Tres días estuvo el infausto rey aguardando a la puerta más humilde de la fortaleza, descalzo sobre la nieve y con el hábito de penitente echado sobre sus vestiduras, suplicando ser recibido y llorando amargamente». Fue absuelto.

 

No tardó el emperador en venirse arriba. Entre otros motivos porque los obispos opuestos al papa temían perder prebendas si el pontífice ejecutaba la selección. Promovieron a un antipapa, Clemente III (1080-1100), Guiberto de Rávena. El problema de Enrique IV se origina por su deficiente formación. Casquivano, su madre Inés no lo encauzó, ni tampoco su preceptor, el obispo Adalberto de Bremen, que fue un consentidor. Cuando Annón, arzobispo de Colonia, trató de poner límites, lo único que consiguió fue exasperar al malcriado, futuro Enrique IV.

En 1076, en carta dirigida por el papa a los príncipes y obispos de Alemania se lee: «En estos días de peligro, en los que el anticristo se agita en todos sus miembros, difícilmente se hallará un hombre que anteponga sinceramente los intereses de Dios a sus propias conveniencias. Testigos sois de que si he luchado contra los malos soberanos y los sacerdotes impíos no ha sido impelido por idea alguna de poderío temporal, sino por el convencimiento que he tenido de mi deber y de la misión de la Sede Apostólica. Mejor es para nosotros arrostrar la muerte que nos den los tiranos que hacernos cómplices de la impiedad con nuestro silencio».

Gregorio VII, como venimos comentando, había recibido una Iglesia acanallada y sometida a sátrapas. Empeñado en soltar amarras y purificarla sometió a control a los clérigos incontinentes. También se enfrentó frontalmente a las prácticas simoniacas. Anticipando lo que hoy en día se denomina posverdad, escribió: «No desconozco cuán distintamente me juzgan los hombres y que por una misma acción unos me juzgan cruel y otros demasiado benigno».

Cuando los normandos se retiraron de Roma, Gregorio VII también consideró prudente seguirlos. Se dirigió primero a Montecassino y de allí a Salerno. En esa ciudad renovó la excomunión contra el emperador y contra el antipapa. En enero de 1085 reunió una asamblea para rematar el conflicto. Otón de Ostia era el cardenal delegado, junto a arzobispos y obispos puntales de Gregorio VII. Frente a ellos, jerarcas sufragáneos defendían la causa de Enrique por temor a perder sinecuras. El papa feneció el 25 de mayo de 1085, tras pronunciar la famosísima sentencia: «He amado la justicia y odiado la iniquidad, por esto muero en el destierro».

Quien había definido en el Dictatus Papae que el romano pontífice era omnipotente en las decisiones referidas al nombramiento, remoción o traslado de obispos, y también que le era lícito deponer a los emperadores, o que sus sentencias no podían ser rechazas por nadie, falleció viendo dislocados principios que consideraba inviolables. Fue sepultado en la iglesia de San Mateo (Salerno).

Tras él, otros monjes llegarían al papado, como Desiderio de Montecassino, con el título de Víctor III (1086-1087); Odón de Chatillón, con el nombre de Urbano II (1088-1099); o Juan Conciulo, como Gelasio II (1118-1119). Las grescas entre el poder religioso y el secular concluirían gracias a Calixto II (1119-1124), en 1122, cuando en un nuevo concordato (de Worms) firmado con el emperador Enrique V se resolvió el nombramiento de obispos y abades a favor de la Iglesia. El emperador desistía de la selección, que pasaba a ser exclusiva de la Iglesia, y el romano pontífice reconocía al monarca el derecho a dispensar a los investidos el cetro que identificaba el cargo.

Algunas enseñanzas

 Desaprender malas costumbres no es sencillo

 Cuando la selección es negligente cuesta ordenar el futuro

 El afán por loar a quien ha triunfado es irreductible al sentido común

 Es aconsejable que quien asciende recorra de antemano un cursus honorum extenso

 Los expertos buscan como asesores a personas valiosas

 En ocasiones es preciso envalentonar a quienes no desean verse involucrados en la gestión pero cuentan con preparación

 Es aconsejable dar oportunidades, pero no tantas que se publicite la debilidad

 Es error grave considerar que se atrae con continuas cesiones

 Descalificar a otros manifiesta bajeza

 Para quien actúa con conciencia clara y recta, lo que opinen otros no tiene relevancia


Cuidar la selección, requisito para la solidez de un proyecto

San Bruno (1035-1101) y la Cartuja (1084)


San Bruno de Girolamo Marchesi, 1525. Fuente: Henry Walters. Colección Massarenti.

Bruno de Hartenfaust nació en el 1035 en Colonia (Alemania) en el seno de una familia de añejo abolengo. Recién alcanzado su tercer lustro emprendió viaje hacia la ciudad de Reims (Francia) con intención de proseguir estudios. Culminados, regresó a Colonia, donde se incorporó como canónigo de la iglesia de San Cuniberto. Pronto recibió encargos del obispo de Reims: director de estudios superiores, inspector general de las escuelas de la archidiócesis… Entre sus alumnos se contó Odón de Chantillon, luego Urbano II, predicador de las Cruzadas. Bruno tomó parte activa durante las disputas entre Gregorio VII y Enrique IV. En ese esfuerzo empeñó títulos y caudales. El ensañamiento fue incrementándose y tuvo que exiliarse. Como las voluntades son tornadizas e imprevisibles, regresó triunfante y le ofrecieron un arzobispado. Se le abría una relevante carrera eclesiástica, pero renunció de forma completa al mundo, liquidando el patrimonio que le quedaba para distribuirlo y, acompañado por Pedro de Bethune y Lambrerto de Burgogne, ingresó en el monasterio de Molesme. Allí fueron admitidos por Roberto, el abad.

Marchó posteriormente a las montañas del Delfinado, hasta llegar a Grenoble. Después de cambiar impresiones con el obispo de la ciudad, su antiguo alumno Hugo de Chateauneuf, se instaló junto a sus compañeros en Chartreuse. Edificaron chozas con piedras y ramas a modo de celdas. Constituían la cuna de la Orden cartujana, como será reconocida después. Era el 24 de junio de 1084.

Al igual que un niño construye un puzle, ellos procuraron seguir las inspiraciones que el Supremo Ser ponía en sus corazones. Sin embargo, en la primavera de 1090, una carta de Urbano II reclamó el papa Urbano II a Bruno ad servitium Apostolicae Sedis, para el servicio de la Sede Apostólica. Sucedió entonces lo que siglos después estudiosos como Collins y Porras conceptualizaron para la Harvard Business Review: lo relevante es que las personas vinculadas a un proyecto interioricen el propósito, aunque no lo entiendan todos del todo. Es decisivo encontrar individuos que asuman el objetivo colectivo como inseparable a su persona.

Renunció en primer término al arzobispado de Reggio, en contra del empeño mostrado por el pontífice y Roger, duque de Pulla. Después se instaló en Calabria, en la diócesis de Esquilache, por imposición del papa, que quería tenerlo cerca. Vivió once años con algunos seguidores en el eremitorio de Santa María de la Torre hasta su fallecimiento el 6 de octubre de 1101.

Unos giróvagos emprendieron campaña de difamación contra los cartujos, echándoles en cara lo indiscreto de las penitencias. Ajenos a las insidias, esos primeros monjes tampoco se preocuparon en exceso por la creación de la marca, que en organizaciones paredañas se manifiesta en el afán por lograr la canonización de sus miembros y promocionar así su modelo. Su propósito fue centrarse en lo esencial y no en lo que de algún modo denominaríamos marketing: non tan sollictius fuit Ordo Carthusiensis multos Sanctos suos patefacere quam multos Sanctos facere, no fue la Orden cartuja tan solícita en que fuesen nombrados santos como en hacer santos.

San Bruno, como se ha mencionado, ocupó numerosos cargos a lo largo de su existencia: consejero del papa, maestro de las Escuelas de Reims, fundador de una orden religiosa…, pero nunca perdió el norte. Las algazaras no le desviaron de la meta. No faltaron los encomios, aunque ni los necesitaba ni los buscó; más bien le desagradaban. «Fue Bruno un gran hombre y un gran cristiano», escribió uno de sus prosélitos. «Dios, que le tenía destinado a ser la gloria más pura de su época, le colmó de gracias escogidas y depositó en él, como en vaso precioso, tesoros de sabiduría y de bondad; a un ardiente amor a Dios, juntaba una devoción filial a su bendita Madre. Vencedor de la vanidad y falso honor del mundo, fue la gloria de los ermitaños; emuló en la Tierra la vida angélica del Cielo; fundó una orden religiosa que es escuela de santidad, de abnegación y de amor a la Cruz. Semejante a Elías y Juan Bautista, pobló la soledad y difundió por todas partes los perfumes del desierto. Fue un padre amantísimo, la alegría de sus hermanos y dulce encanto de todos los corazones. Fue más que hombre: fue un héroe del Evangelio, un solitario incomparable, un gran santo».

Mejor se le definió al escribir que «por temor al Juez que había de venir a juzgarle, despreció Bruno las riquezas mundanas y huyó al desierto (…). Por muchos títulos merece Bruno que se le alabe, pero lo que le hace digno de especial elogio fue la regularidad de su vida y la igualdad inalterable de su carácter. Su aspecto se mantuvo siempre afable y risueño; sus palabras eran humildes y modestas; a la severidad de un padre unía la ternura de una madre. Nadie notó en él el menor asomo de orgullo; antes, al contrario, se mostraba dulce y manso como un cordero. Fue el verdadero israelita, sin dolo ni ficción, de que se habla en el Evangelio».

En 1142 habían sido erigidos cinco eremitorios independientes sujetos a la jurisdicción del obispo. Optaron por agregarse a la comunidad de la Cartuja, constituyendo una confederación sometida a la autoridad del capítulo general, que aquel mismo año, suscitado por los superiores de los cinco monasterios, se reunió por primera vez bajo la presidencia de san Antelmo, séptimo prior. Cada uno proseguiría, sin mengua de la unidad, gobernándose con autonomía dentro de la obediencia y sujeción al capítulo general.

El mínimo de edad para incorporarse quedó establecido en los dieciocho años. Se exigía al aspirante, si era para el coro, que contase con suficiente dominio del latín, buena salud y predisposición para el canto. Tras sestear un par de días a su llegada se incorporaba a una semana de ejercicios. Entonces se le conducía a la celda, donde se lavaba los pies y rezaba el salmo Miserere. La ceremonia simbolizaba el abandono del mundo y la apertura a un nuevo estilo de vida. Durante las cuatro semanas de postulación conservaba el traje secular, sobre el que portaba una capa negra de estameña para asistir a los actos comunitarios.

El prior era nombrado por tiempo indefinido por el capítulo general o por su representante. En algunos casos, a la comunidad se le concedía el derecho de elegir prior, quien de cualquier forma disponía de anchurosos poderes. Sin embargo, su autoridad no era absoluta: respondía ante el capítulo general y durante la visita canónica ante los visitadores. Se le instaba además a tener presente que es juicio rigurosísimo el que corresponde a quienes gobiernan. Se les encomendaba asir bien el timón, pero a la vez trato afable con los súbditos y recordar que estaban para ayudar a los demás, no para distorsionar o imponerse. El prior era esbozado en la cartuja como un primus inter pares. Nada le distinguía de los demás en su manera de vestir.

La elección se llevaba a cabo mediante escrutinio secreto. Para ser elector se requerían cuatro años desde la profesión, poseer sagradas órdenes, al menos el subdiaconado, y residir en el monasterio donde se había nacido a la vida cartujana. Se elegía cuando el anterior había muerto, cuando una visita había depuesto al que había o cuando este había dimitido. Se preparaban con ayuno de tres días. Como en otras organizaciones, incluida la Iglesia en su conjunto, se buscaba el equilibrio entre la jerarquía y el cuerpo electoral, tratando de evitar actitudes dictatoriales y populismos. Para ayudarle se contaba con los oficiales de la casa: vicario, procurador, sacristán, maestro de novicios y coadjutor. El vicario era la mano derecha del prior a quien suplía; el procurador administraba los bienes; el sacristán se centraba en el cuidado de ornamentos y de lo relativo al culto; el maestro de novicios preparaba a postulantes; y el coadjutor, cuando lo había, atendía a quienes acudían para visitar a alguien o permanecer de retiro algunas jornadas.

 

Cartusia nunquam reformata, la Cartuja nunca ha sido reformada, es expresión que gusta a los miembros de la orden. En la bula Umbratilen (1924) se lee: «Es cosa bien sabida que los cartujos de tal manera han conservado en el transcurso de casi nueve siglos el espíritu de su Fundador, Legislador y Padre, que, al contrario de lo sucedido en otras religiones, no ha tenido su orden necesidad de corrección alguna o de reforma en tan largo espacio de tiempo». Per solitudinem, silentium, Capitulum, Visitationes, Cartusia permanet in vigore, la Cartuja se mantiene en vigor mediante la soledad, la mudez, el capítulo y las visitas. El poeta Dicastillo lo resumió así:

Aquí el silencio a meditar convida

En esta soledad el alma advierte

que es un sueño la vida,

que la verdad empieza tras la muerte.

Con sabiduría han atendido más a la calidad que al guarismo. Cartusiani, non numerandi sunt; sed ponderandi, los cartujos no hay que elencarlos, sino ponderarlos. La autonomía económica ha sido siempre de gran importancia para asegurar la contemplación. No buscan limosnas, ni ejercen trabajos lucrativos. No se admiten fundaciones si no vienen con dotación para holgada subsistencia. También por eso no se supera el número tasado de monjes o monjas. Dionisio el Cartujano es denominado doctor extático; Ludolfo, conocido como el Cartujano, es profundo comentarista de los salmos, autor de una portentosa Vida de Jesucristo que tanto influyó en Ignacio de Loyola; Lanspergio, el Devoto, difundió la contemplación del Sagrado Corazón en el siglo XVI; Surio, escribió El Año Cristiano.

La primera cartuja de mujeres surgió entre 1145 y 1147, cuando san Antelmo recibió una solicitud de incorporación del convento de San Andrés de Prevayon (Provenza). Encargó al beato Juan de España que escribiese una regla ex profeso para ellas, inspirándose en las Costumbres del Venerable Dom Guigo, quinto prior de la cartuja. Es peculiar de las monjas cartujas la solemne consagración recibida del obispo a los cuatro años de profesar votos simples, si ya se ha cumplido el primer cuarto de siglo. Este rito lo recogió la Orden de las Religiosas de Prevayon, que a su vez lo habían recibido de san Cesáreo de Arlés (470-542), ya que seguían su regla antes de abrazar la de la Cartuja. También aquí cumple el axioma del Libro de los Probervios: nihil novum sub sole, nada hay nuevo bajo el sol.

El jesuita Nieremberg describió la Cartuja como una escuela de ángeles, un noviciado de bienaventurados, un olor del Paraíso, un campo sembrado de gloria y regado de gracias. Los cartujos, al igual que la práctica totalidad de las instituciones que abordamos en este libro, confían en que su iniciativa durará hasta el fin de los tiempos, stabilitas illius, mundi duratio.

Algunas enseñanzas

 Un nuevo proyecto es muchas veces una serendipia

 Una vida de esfuerzo facilita triunfar ante nuevos retos

 Toda existencia se ve agitada por vaivenes a los que hay que resignarse con dignidad y, siempre que sea posible, con buen humor

 Ad consilium ne accesseris, antequam voceris, o no hay que dar consejos antes de que se pidan

 Defender el propio proyecto no es sencillo porque otros tratarán de aprovechar nuestro trabajo para diferentes fines, quizá también laudables

 Adulator propriis commodis tantum studet, o el adulador solo tiene presentes sus propios intereses

 Centrarse en lo esencial y no en la mera imagen suele dar buen fruto en el medio y largo plazo

 No existe un único modelo organizativo

 Los procesos de assessment deben ser rigurosos para asegurar el bien del individuo y del proyecto

 La reflexión y poner en sordina la aceleración y la palabrería contribuyen eficazmente a la solidez de las iniciativas