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Renovarse no es un capricho

Cluny (910)


Apariencia externa de la iglesia abacial de Cluny III antes de su destrucción durante la Revolución francesa. Fotografía: Georg Dehio/Gustav von Bezold.

Tras siglos de trabajo realizando una monumental labor, la orden benedictina estaba desfondada. Reinventarse o desaparecer era el trance. A comienzos del siglo X se llevó a cabo una renovación que algunos han calificado de nave salvadora en medio de la borrasca que amagaba contra la subsistencia.

Corría el 909. Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania, levantó el que sería el primer monasterio de Cluny, a orillas del río Grosne, en los confines de Borgoña. Analizados otros conventos, su propósito era establecer las condiciones de posibilidad que alentasen la mejora de la espiritualidad de los monjes. Para pilotar el proyecto seleccionó al alabado abad Bernón. Aceptada la proposición, el elegido se desplazó con otros doce dispuestos a una profunda metanoia. Una de las decisiones clave fue asumir los estatutos de Aquisgrán datados en el 817 y redactados en el encuentro de abades que presidió san Benito de Aniano (747-821). Antes de fallecer, Bernón confiaría la abadía de Gigny a su discípulo Widón y la de Cluny a san Odón. Con este último arrancaría la gran expansión.

Hijo de noble familia francesa, Odón había visto la luz en Tours en el año 879. Su padre era amigo del duque, quien facilitó que el muchacho se incorporase a su corte. Decepcionado por el suntuario estilo de vida se convirtió en discípulo de Bernón, y cuando llegó a edad oportuna, en adalid de la innovación. Se focalizó en la liturgia. El tiempo que sobraba tras el oficio divino se dedicaría a la lectura. Insistía en que era imprescindible consagrar numerosas horas al coro para mudar costumbres. Quizá ese exceso le llevó a perder el equilibrio con la necesaria formación mediante el estudio. Resulta de sumo interés la percepción que de aquel período guarda el propio Odón y que muchos aplican a los de cada uno: «En nuestros tiempos, casi todo ha perdido su orden (…); en nuestra época, todo es confuso (…), nada es atendido con justicia y rectitud (…). Los peores llegan al poder, se vuelven terribles, ahítos de superioridad se engolfan en el mal; ni el temor al juicio ni la sagrada autoridad atemperan a los malvados».

Juan XI, pontífice reinante, autorizó a Cluny a recibir como aspirante a cualquier religioso que anhelase las observancias enmendadas, aprobando implícitamente la congregación. Pronto comenzaron a integrarse abadías. Entre otras, Fleury, Aurillac o Saint-Pierre-le-Vif. Escribe Pignot en su Historia que San Odón: «Moraba algunos días en el monasterio con discípulos suyos, para que los demás aprendiesen en la práctica las costumbres cluniacenses y pedía el concurso de los monjes ancianos de mejor predicamento. Todas las mañanas comentaba él mismo o hacía comentar un capítulo de la regla benedictina, y explicaba además con minuciosa precisión los textos y las prácticas con que debía afianzarse la aplicación de aquellos. Cada año, una o dos veces, sobre todo en la fiesta del patrón de la casa, venía a pasar algunos días para estimular el fervor de los monjes».

En su santo y expansivo ardor transfiguró monasterios de toda Italia. El papa León VII seguía con interés su acción. En el 938 le consintió la libre elección de sucesores y el mantenimiento de la observancia enmendada. Se incorporaron monasterios como San Pablo Extramuros, San Lorenzo o Santa Inés de Roma.

Odón insistía en cuidar la salmodia y la lectura de libros sagrados. Restableció la abstinencia e interpretó la santa regla a la luz de los estatutos de Aquisgrán y los usos de san Benito de Aniano. Alentó a la prevención con los pecados contra natura. Recordaba medios de prudencia a los suyos, como nunca permanecer a solas con un niño, y cuando fuese preciso acompañar a críos al baño por la noche hacerlo de dos en dos. Falleció en el 942 dejando su obra pródigamente difundida. Su sucesor fue san Agmaro, quien administró con cordura las rentas. Mayolo (948-994) sería el sucesor que más impulsaría el monasterio de San Pedro de Cluny. Pertenecía a una familia provenzal. En su cursus honorum (evolución profesional) había pasado por arcediano en Maçon. Gracias a sus buenas relaciones con los reyes de Borgoña y los emperadores de la Casa de Sajonia continuó la reforma a buen ritmo. Entre otros logros se cuenta el de conseguir que el rey Hugo Capeto renunciase al título de abad laico de Marmoutiers. Fundó en el Jura y en Alrogf (Alsacia). Amigo y confidente de Otón el Grande, este le apoyó en la restauración de monasterios alemanes. Pronto también el de Einsiedeln (Suiza), o el de San Emerano (Ratisbona). El hijo de Otón, Otón II, le ofreció el papado, pero Mayolo lo rechazó.

Tras la parca llegan las disparatadas zalemas sobre fundadores y dirigentes. Se dan en vida para ganar el favor, y tras el fallecimiento, para consolidar el valor del designio. Pedro el Venerable proclamaría con palmario encarecimiento sobre Mayolo: «Aun después de los sesenta y dos años que han transcurrido desde su muerte, resplandece tanto por la gracia de sus milagros que, tras la Santísima Virgen, no ha habido entre los santos de Europa quien le iguale en esta clase de obras».

A Mayolo le sucedió el talentoso san Odilón (994-1049), el consolidador. Fue promotor de «la Tregua de Dios», que imponía que no hubiera acciones militares desde la tarde del viernes hasta el lunes por la mañana. Tampoco desde el comienzo del Adviento hasta la octava de la Epifanía, y desde septuagésima hasta la octava de Pascua. Vendió bienes de la Iglesia para ayudar a los pobres. «Si me he de condenar, prefiero serlo por exceso de misericordia que por exceso de severidad», resumió su proceder. Murió en Souvigny en el 1048.


Fresco del funeral de san Odilón de Jan Henryk Rosen en la catedral de la Asunción de María en Lviv, Ucrania. Fotografía: Tetiana Malynych, Shutterstock.com

San Hugo sucedió a Odilón. Prosiguió la expansión, fidelísimo a las normas de la congregación, que alcanzó su máximo desarrollo con dos mil monasterios asociados y más de diez mil monjes, desde Gran Bretaña hasta Constantinopla. Por su capacidad de trabajo y su impulso algunos le han denominado el «Napoleón cluniacense». De su prestigio habla que le fueron entregadas cincuenta y tres iglesias en Lombardía para que asumiera la gestión. Urbano II manifestó: «La congregación de Cluny, más favorecida que ninguna otra por la gracia divina, brilla en la Tierra como el sol en el firmamento; a ella deben aplicarse en nuestros días aquellas palabras del Salvador: vosotros sois la luz del mundo». Dos de los monjes de Cluny llegarían al papado: el mismo Urbano II (esto explica en parte el enaltecimiento) y Gregorio VII. La esplendidez de Urbano II con su antigua casa llegó a incluir que el abad pudiera endosar las atildadas vestimentas episcopales en fiestas significativas y total inmunidad frente a los obispos. En dos siglos y medio, Cluny contó con solo seis abades, mientras cuarenta y seis papas rotaron.

Urbano II se desplazaría a Cluny para bendecir la mayor iglesia del mundo tras la de San Pedro. Allí se guardaba copia de los archivos vaticanos. Cluny era en aquel momento una segunda Roma. Pons de Melqueil, sucesor de san Hugo, patrocinaría el hundimiento del Cluny. El nombramiento tuvo lugar en 1109. Pons era tan hábil como rígido. Promovió la construcción de la desproporcionada abadía que absorbió colosales recursos, provocando una difícil situación financiera que avitualló quejas contra el pretencioso abad. Después de una tormentosa audiencia con el papa Calixto II, Pons dimitió. La caída del Cluny fue fruto del orgullo por el patrimonio acumulado. Se sintieron superiores, también por las tierras acaparadas y los incontables siervos. Absortos en sus logros fueron alejándose de los ideales de renuncia predicados por san Benito, convirtiéndose en terratenientes gestores de latifundios.

En 1122 fue nombrado Pedro el Venerable, quien restableció por un tiempo el orden y concierto. Era persona preparada en lo científico, además de asequible. Cuatro años habían transcurrido de esa elección, cuando Pons, empleando medios violentos, tomó de nuevo el control. Finalmente sería excomulgado y la orden retornó a manos de Pedro el Venerable. No fue una buena racha, entre otros motivos por el robo perpetrado por mercenarios del oro del que disponía la orden. La descripción que hizo Pedro el Venerable era demoledora: salvo algunos novicios, el resto parecían miembros de la sinagoga de Satán. Enrique de Blois, obispo de Winchester, trató de ayudarles pero no fue posible reanudar momentos de gloria y el declive se aceleraría tras la desaparición de Pedro el Venerable en 1157.

Surgieron por entonces otras iniciativas, como los camaldulenses. El abad Romualdo se había retirado en el 999 para practicar la vida de ermitaño. En 1012, el conde Maldolo, sin enzarzarse en instintos endogámicos le cedió terrenos en los que construyó para él y sus cuatro compañeros celdas individuales. Se le calificó como Campo Maldolo, y en consecuencia camaldolo o camaldoli. Siguieron la regla de san Benito, con rasgos específicos como el mutismo y el hábito de lana blanca. Al fallecer san Romualdo en 1027 eran tan solo unos pocos discípulos; cincuenta años más tarde los monasterios adheridos sumaban nueve. Fue aprobada por Alejandro II en el 1072.

Juan Gualberto por su parte había vivido primero en un monasterio benedictino. Pasó de ahí a los camaldulenses, pero en el 1030 se trasladó al valle de Acqua bella y posteriormente Valle Ombrossa. De ahí el nombre de la Orden de Vallombrosa. La base era la vida contemplativa en el más cabal silencio. Además no podían cambiar de monasterio. En 1073, año de fallecimiento del fundador, tenían doce casas. Cien años más tarde disponían de cincuenta.

 

Algunas enseñanzas

 Pretender que un designio no ha de renovarse es una insulsez

 Hay que crear entornos que faciliten mudanzas productivas

 Cribar con exigencia los datos empleados para tomar decisiones es esencial. Hoy, con terminología de Jorn Lyseggen, se denomina Outside-Insight

 La legislación no es motor, pero sí condición necesaria

 Sin formación todo se enquista

 Contar con la protección del regulador es definitivo

 Quos Deus vult perdere, prima dementat, o a quienes Dios quiere perder, primero les vuelve locos

 Los mejores acopian ideales que no pasan necesariamente por ascender

 Cuando un mediocre dispone de poder, la organización queda bloqueada

 Rara vez el directivo deficiente es consciente de su inutilidad


«Fake news» y «deepfake»

Silvestre II (945-1003), el papa del año 1.000


Papa Silvestre II., s. XVIII. Fuente: Bildarchiv, Austria.

El primer papa francés nació en Auvernia en 945 e ingresó alrededor de 963 en el monasterio de san Gerardo de Aurillac (Francia), reformado por Cluny. En 967 Gerberto, futuro Silvestre II, se trasladó a España para incorporarse al monasterio de Santa María de Ripoll (Gerona). Desde allí viajó a otras ciudades españolas donde estudió matemáticas y astronomía. Durante una estancia en Roma dos años más tarde conoció al papa Juan XIII y también entró en contacto con el emperador Otón I, quien le nombró tutor de su vástago, futuro Otón II.

A causa de su merecida reputación como intelectual, el arzobispo de Reims lo integró en su colegio episcopal. El habilidoso Gerberto construyó objetos destinados a la investigación, como ábacos o un globo terráqueo. De allí pasaría, en 983 y por orden del emperador Otón II, a abad del monasterio benedictino de Bobbio (Italia) para retornar a Reims (Francia) como consejero del arzobispo Adalberón. Al fallecer un lustro más tarde, el rey Hugo Capeto eligió a Arnulfo. El recién nominado optó, ante la perplejidad de su protector, por apoyar a su antagonista al trono de Francia, Carlos.

Hugo reaccionó convocando en 991 un concilio en Saint-Basles-les-Reims, destituyó del arzobispado de Reims a Arnulfo y nombró a Gerberto. Roma no quedó satisfecha con lo que juzgó ser una invasión de la potestad papal de designar prelados. Para oficializar la nulidad del nombramiento, Juan XV convocó tres concilios sucesivos que, para su disgusto, confirmaron a Gerberto como arzobispo. Lo logró en un cuarto intento, en 996. Arnulfo retomaba el arzobispado de Reims. Gerberto se retiró entonces a la corte de Otón III, de donde saldría en 998 para ocupar el arzobispado de Rávena.

Tras el fallecimiento de Gregorio V, en 999, Gerberto de Aurillac fue elegido papa con el nombre de Silvestre II en homenaje a Silvestre I, papa en tiempos de Constantino. No eran tiempos placenteros. El nombramiento del antipapa Juan XVI (Juan Filagatos) frente a Gregorio V había provocado que el emperador Otón III ingresase en Italia al frente de su ejército en 998 para aplastar la rebelión pilotada por Crescencio II en su contra. Juan XVI fue capturado, le arrancaron los ojos, le cortaron la lengua, las orejas y la nariz, y le quebraron los dedos para que no volviera a escribir. Fue paseado montado en un asno por la Urbe. Sería deportado, en fin, al monasterio de Fulda (Alemani), donde murió en el 1013.

En el 1001, Silvestre II tuvo que hacer frente a un levantamiento popular que le obligó a trasladarse a Rávena, porque los revolucionarios habían conquistado hasta el castillo de Sant’Angello. El odio venía de lejos. El cabecilla del levantamiento era el hijo de Crescencio II, el patricio romano ajusticiado por indicación de Otón II en 998.

La subordinación al poder civil es perpetua en las cartas del papa. Escribía a Otón III: «Durante tres generaciones he mantenido una fidelidad inviolable a vos, con vuestro padre y con vuestro abuelo». Y tratando de ganarse al emperador: «Por defenderos he expuesto mi humilde persona a los furores de los reyes y de los pueblos». Por tres veces intentó Otón III restaurar el orden en Roma, fracasando en las dos primeras y falleciendo en la tercera con solo veintidós años a causa de unas fiebres.

Silvestre II regresó a Roma y allí murió quince meses después que su protector, en el 1003. El retorno le había sido permitido porque nadie temía a aquel anciano inofensivo. Entre otros motivos, porque Enrique de Baviera, primo y sucesor de Otón III con el nombre de Enrique II, optó por no interferir en los asuntos de la península itálica. A Gerberto se le alabó como luz de la Iglesia y esperanza de su siglo por su renombre científico tanto en letras como en ciencias. Lo suyo había sido el estudio y resulta casi sorprendente que, en medio de complejidades tan sofisticadas e inciertas, no tomara la decisión de dimitir que casi tres siglos más tarde adoptaría Celestino V.

Silvestre II estuvo atento a la profundidad conceptual y también a que la exposición del conocimiento fuera formalmente grata. Llegó a definir su actitud intelectual escribiendo: «He hecho caminar siempre unidos el estudio del bien vivir y el estudio del bien decir». Quizá tenía presente la afirmación de Quintiliano, vir bonus dicendi peritus, el hombre bueno es perito en el bien comunicar. Fue también pionero en la promoción de debates, como los clubes en entornos académicos en los que es preciso defender alguna teoría. Él lo comenzó a hacer en Rávena en 981. En aquella ocasión los contendientes de la disputatio habían sido Otric de Magdeburgo y él mismo. Diversos estudiosos han visto en aquella experiencia el germen de una escolástica que durante siglos aplicaría esa metodología.

Impuso el sistema decimal, que facilitó enormemente el cálculo, ya que hacia el año 1.000 la práctica de la división sin usar el cero requería conocimientos que solo poseían algunos expertos. También se difundió un tipo de ábaco al que se le concedió su nombre. Constaba de veintisiete compartimentos de metal con nueve fichas con los números grabados. La primera columna del extremo derecho contenía las unidades; la segunda, a su izquierda, las decenas; y así sucesivamente. Este instrumento permitía multiplicar y dividir con premura. Era el precedente de las calculadoras. Estos avances, de influencia oriental, fueron adoptados y mejorados en una sociedad que algunos tarugos tienden a contemplar como oscura. La Iglesia conservó el legado grecorromano y pagano, a la vez que promovió un constante anhelo de aprendizaje.

Silvestre II fue también precursor de la taquigrafía, inspirada en una escritura abreviada que recuperó de los romanos. Se conocía como notæ tironianæ, notas tironianas, en honor a su creador Marco Tulio Tirón, secretario de Cicerón en el I a. C. Aquel alfabeto compuesto de símbolos y signos que ahorraba tiempo había caído en desuso hasta que Silvestre II la redescubrió. Caesar Baronius escribió que aquel pontífice era un sabio de profundo acervo intelectual, adelantado a su tiempo, y por ello fue objeto de calumnias y difamaciones. Desde el punto de vista de gestión eclesiástica reconoció la Iglesia en Polonia y en Hungría, creando en 1.000 y 1.001 nuevas diócesis. Entre los discípulos más aplicados de Silvestre II se encuentra Richer de Saint-Rèmy, su amigo y mejor biógrafo.

Varios fake news, más bien deepfake, al menos una colectiva y otra individual rondan la historia de este papa. La segunda es que Silvestre II habría pactado con Lucifer. No existe ninguna prueba. La maledicencia pudo ser causada por esa desazón que corroe a los mediocres que les impulsa a descalificar al superior con cualquier afirmación que parezca desmerecerlos. La colectiva, promulgada por historiadores románticos en el siglo XIX, fantaseaba con que el avance del milenio fue una etapa de conflagraciones, pandemias y pavor. Sin excluir el que en algún momento y lugar se produjesen, no existe constancia de que así fuese de manera generalizada.

Las narraciones exhuberantes de sarcasmo redactadas por Raúl Glaber (980-1047) comienzan con esta descripción que anticipa ese tono campechano y tragicómico de sus textos: «No me avergüenzo de confesar que fui concebido por mis padres en el pecado; además era pajolero y mi conducta del todo intolerable. En torno a los doce años un tío materno, que era monje, me arrancó por la fuerza de la vida inútil y descarriada que yo llevaba en el mundo, y fui revestido con el hábito monástico, pero por desgracia solo con el hábito, pues no cambié de carácter. Cada vez que los padres y los hermanos espirituales me daban, por mi bien, preceptos de moderación y de santidad, les oponía como un escudo mi corazón inflado de un orgullo salvaje y desmesurado, y rechazaba por soberbia los consejos útiles para mi salvación. Desobedecía a los monjes más ancianos, incordiaba a mis coetáneos, atormentaba a los más jóvenes; para ser sincero, mi presencia era una carga para todos, mi ausencia un alivio. Al final, impulsados por estos y otros motivos similares, los monjes de aquel lugar me expulsaron del monasterio y de su comunidad, sabiendo, sin embargo, que no me faltaría un lugar donde vivir, gracias únicamente a mis conocimientos literarios. Esto se había verificado ya muy a menudo».

El rigor de sus fantasmagóricos escritos, en los que algunos se basan para presentar una visión desfigurada y macabra de la transición del primer al segundo milenio, ha de ser sometido, cuando menos, a razonable duda.

Algunas enseñanzas

 Hasta el más indocumentado puede formular preguntas en un minuto que el mayor sabio tardaría semanas en responder

 Formular fake news es sencillo, desguazarlas cuesta esfuerzo

 El resquemor es motor de maledicencias

 Si sustituyésemos la envidia por la emulación todo iría mejor

 Pocos son capaces de discernir entre epigramas y realidad

 Todos los tiempos han sido VUCA

 Reconocer las propias debilidades puede ser comienzo de sabiduría

 No deberíamos proyectar acríticamente los propios prejuicios en la interpretación de la realidad

 Es falso que cualquier tiempo pasado fue mejor

 Resulta complicado encontrar profesionales que combinen con acierto teoría y práctica