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Defender el «core business»

San Gregorio I (540-604)


San Gregorio el Grande. Fotografía: Zvonimir Atletic, Shutterstock.

Gregorio I nació en Roma en el 540, dentro de la noble familia de los Anicios. Su padre fue el senador Giordano; su madre se llamaba Silvia. La saga había proporcionado tres mujeres a la ascética, todas hermanas de su padre, Tarsilia, Aemaliana y Gordiana, y dos romanos pontífices, Félix II (483-492) y San Agapito I (535-536), pero Gregorio I es el más relevante de la antigüedad cristiana.

Quien llegaría a ser Gregorio I se matriculó en Derecho, en el que se graduó con honores. Recién cumplidos los treinta fue nombrado prefecto de Roma. Durante las invasiones lombardas fungía como pretor. Conoció en primera fila la carencia de ética que campaba por la vida pública e indagó un ámbito en el que fuese más sencillo vivir unos mínimos morales.

El corazón se guarda en la cartera. El de Gregorio I era magnánimo; parte de la abultada herencia la invirtió en la puesta en marcha de seis monasterios benedictinos en Sicilia. Su palacio romano del monte Celio, en el vicus Scauri, lo transmutó en el monasterio de San Andrés. Con treinta y cinco años, corría el 575, optó por hacerse él mismo monje.

Gregorio añoraría siempre la soledad. Cuando no la gozaba por los encargos recibidos escribió: «La nave que en el puerto no está bien amarrada con facilidad es llevada por el viento (…) y ahora que he perdido la paz que se disfruta en el monasterio la amo más y comprendo mejor los atractivos que tiene». Los tiempos gorgoteaban turbios. En su primera década de vida su ciudad natal fue invadida dos veces por los bárbaros y reconquistada tres por los bizantinos. Antes de esos sucesos eran doscientos los obispos en el conjunto de la península itálica; en el 568 solo quedaban sesenta. «En esta tierra en la que vivimos, el mundo no anuncia su fin, lo muestra ostensiblemente», clamaba Gregorio.

Cuando Pelagio II lo destinó a la capital del Imperio de Oriente como apocrisario (delegado para asuntos eclesiásticos) lo acompañaron varios monjes. Su amistad con el emperador Mauricio facilitó que su hijo Teodosio recibiese el bautismo. Seis años tardó en cumplir los encargos. Entre otros, la retractación pública del patriarca Eutiquio, que había negado la resurrección de los cuerpos. De regreso a Monte Celio, cuando anhelaba serenidad, fue elegido abad.

Expiró Pelagio II a causa de una peste favorecida también por las catástrofes naturales de finales de 589. El desbordamiento del Tíber había arrasado numerosos edificios, entre los que se contaban los graneros del Vaticano. El fallecimiento de animales desencadenó la epidemia, entre 589 y 590, la temible lues inguinaria que, cuando se escriben estas líneas, ha sido comparada al Covid-19, que ha arrasado, entre otras cosas, con la desproporcionada confianza en sus propias fuerzas de la humanidad en el arranque de la tercera década del tercer milenio. Devastado Bizancio, la lues inguinaria se desató sobre la ciudad de Roma. Muchos vieron un castigo divino por la corrupción. La descripción del propio Gregorio es gráficamente impactante: «Las ciudades están despobladas, los burgos atropellados, las iglesias incendiadas, los monasterios de hombres y mujeres destruidos, las propiedades vaciadas de sus ocupantes y la tierra abandonada, sin que nadie la cultive». Resonó en esas circunstancias y por aclamación su nombre como sucesor. La unanimidad del emperador Mauricio, el clero y el pueblo fue total. Tan poco le gustó la idea al auspiciado que, para la coronación, tras haberse escondido tuvo que ser conducido casi a la fuerza a San Pedro. El 3 de septiembre de 590 fue por fin consagrado. Así lo recoge el Martirologio Romano: «En Roma, la ordenación del incomparable hombre san Gregorio Magno para sumo pontífice, el cual, obligado a cargar con aquel peso, brilló desde el más sublime trono de la Tierra con los más refulgentes rayos de santidad». San Gregorio de Tours (538-594), cronista de aquellos sucesos, narra que, en un sermón en la iglesia de Santa Sabina, el papa instó a imitar a los contritos ninivitas: «Mirad a vuestro alrededor y ved la espada de la ira de Dios desenvainada sobre todo el pueblo. La muerte nos arrebata repentinamente del mundo sin concedernos un instante de tregua. ¡Cuántos en este mismo momento están en poder del mal a nuestro alrededor sin poder pensar siquiera en la penitencia!». A fin de aplacar la cólera divina ofició una letanía septiforme, procesión de la población romana dividida en siete. Partió de diversas iglesias encaminándose a la basílica vaticana entonando invocaciones. Este es el origen de las letanías mayores con las que imploramos que el Creador nos salve de adversidades. Los cortejos avanzaron, quienes podían descalzos, a paso lento y con la testa cubierta de ceniza.

Comentaría Gregorio I a sus allegados que no deseando ni temiendo nada de este mundo le pareció que se encontraba como en la cúspide de un alto monte y que el torbellino de la prueba le había derrumbado. Se sentía impulsado por la corriente de las urgentes decisiones y como batido por un tifón. Influían también en esta visión los graves dolores que sufría. «He perdido los goces de mi reposo», insistía. Y también: «Mi desventurada alma rememora lo que fue en el monasterio, cuando tenía debajo de sus pies todo lo mísero de este mundo, sin otros pensamientos que no fuesen los del Cielo. Mas ahora, a causa del cargo pastoral, me siento como batido por el olaje de la mar bravía y estrellarse mi navecilla, con la quilla podrida y cuarteada por la furia de la tempestad violenta, y al recordar mi vida anterior paréceme vislumbrar la ribera que queda detrás sin poder distinguir el puerto de donde salí».

Lombardos, bizantinos y herejes pugnaban contra la Iglesia. Los primeros admitirían la fe católica. Los patriarcas de Constantinopla, que se autodenominaban «obispo universal», cedieron en parte en sus pretensiones al ser informados de que el papa se calificó como servus servorum Dei, siervo de los siervos de Dios. Gregorio había anticipado: «No pretendo crecer en palabras, sino en virtud», con expresión empleada ya por san Agustín (354-430) y por Cesáreo de Arles (470-543). Una de sus primeras decisiones fue cortar por lo sano con el trapicheo en la concesión de prelaturas y otros nombramientos. Exilió de la urbe a los implicados en corruptelas que tanto deslustre suponían. Con un oportuno proceso de assesment los sustituyó por monjes piadosos.

Mediante indemnización millonaria logró que el rey Agilulfo retirase un ejército sitiador de la Ciudad Eterna y se centró en la expansión apostólica. Cuando visitaba un mercado romano le indicaron que unos esclavos eran anglos (ingleses). Él replicó que parecían más bien ángeles. Brotó allí su preocupación por el traslado de misioneros a las islas británicas. En el 596, sexto de su pontificado, envió a Agustín, prior de San Andrés del Monte Celio y futuro obispo de Canterbury, junto a cuarenta monjes del mismo monasterio hacia Inglaterra. No consiguieron en un primer momento cristianizar a Etelberto, rey de Kent, pero el que estuviese casado con una princesa católica contribuyó a su conversión. Recibió el bautismo el día de Pentecostés del 597. Es la fecha más relevante para la historia de la Iglesia católica desde el bautizo de Constantino. A partir de ese momento se multiplicarían las conversiones. El territorio quedó dividido en doce obispados en el sur, dependientes de Canterbury; otra docena reportaba a York en el norte. Se ha llegado a consignar, y no sin fundamento, que la historia de los benedictinos en Inglaterra es la historia de la Iglesia en esa isla. En paralelo espoleó el envío de predicadores tanto a Alemania como a la península itálica, sin olvidar Cerdeña. Dispuesto a consolidar la fe de quienes iban acercándose a la Iglesia, remitió a Recaredo, recién convertido, un Lignum Crucis, reliquia de la madera en la que fue crucificado Jesucristo.

El papa juzgaba inexcusable su independencia frente al poder político. Anhelaba autonomía financiera y geográfica. Promovió la puesta en marcha de lo que más adelante serían los Estados Pontificios. Además de las propiedades de Roma se incluyeron terrenos en Apulia, Calabria, Lucania, Campania, Capri, Gaeta, Córcega, Cerdeña o Sicilia. Aquellos campos, profesional y éticamente gestionados, generaban rentas para la Santa Sede. El papa consideró que era conveniente que los administradores de esas tierras fueran clérigos. Esperaba con esa decisión evitar que capataces laicos confundieran gestión con propiedad y pretendieran dejar las fincas en herencia a su prole. Desde Sicilia una flota acarreaba semestralmente aprovisionamientos de Sicilia el puerto de Ostia. El papa insistía en que «no tenemos riquezas propias nuestras, pero se nos ha confiado a nuestras manos el cuidado y la distribución del haber de los pobres».

Facilitó que los colonos de los predios pertenecientes a la Iglesia pudieran tomar estado, reguló los procesos de testamentaría, prohibió la confiscación de bienes en castigo de los delitos y defendió a los campesinos de las extorsiones de los arrendatarios. «Ya que nuestro Redentor y Criador se dignó tomar carne humana para restituirnos a la primitiva libertad con la gracia de su divinidad y después de hacer añicos los lazos que nos tenían atados a la servidumbre, cosa saludable es restituir, con el beneficio de la manumisión, a los hombres aquella libertad en la que en un principio fueron engendrados por la naturaleza y que por el derecho de gentes se cambió luego en esclavitud».

Consciente de la trascendencia del culto para elevar los espíritus a lo intangible, promovió lo que conocemos en su honor como canto gregoriano, que desde entonces ha dado relumbre a la liturgia. Se implicó en la producción de textos como Moralia, Diálogos, Sacramentario, Antifonario, a la vez que atendía abundante correspondencia. Recordó que nadie tiene seguridad de su salvación eterna y que la lucha ascética es esencial. En su manual Liber regula pastoralis explica cómo ha de gobernar un patriarca católico. Las cuatro partes del libro se dedican a los requisitos de un candidato, el estilo de vida, la discreción y preparación para predicar y la humildad para servir. Recuerda que «el verdadero pastor de las almas es puro en sus pensamientos, inmaculado en su obrar, prudente en el silencio, útil en la palabra; se acerca a todos con caridad y con entrañas de compasión gracias a su trato con Dios. Con humildad se asocia a aquellos que hacen el bien, pero se yergue con celo de justicia contra los vicios de los pecadores; en las ocupaciones exteriores no descuida la solicitud por las cosas del espíritu, pero no abandona el cuidado de los asuntos externos». Incide en que no se consideren dueños, sino padres, y que comprendan las debilidades de los demás. Para lograrlo, recomienda seguir las indicaciones con las que se surtía a los sacerdotes levitas en el Antiguo Testamento en lo referido a la superación de las imperfecciones, sin pusilanimidad ni jactancia, porque el dirigente está convocado a lo que él denomina «el arte de las artes».

 

El pastor debe callar cuando sea preciso, pero también terciar con valentía. «Es preciso mezclar la dulzura y la severidad, hacer con una y otra una cierta dosis, de manera que los inferiores no se vean excedidos por una severidad demasiado grande ni reblandecidos por una bondad inmoderada. (…) Sea quien gobierna las almas dechado de los demás en sus obras, señalando a los súbditos con su conducta el camino de la vida, de suerte que el rebaño, imitando las costumbres y escuchando la voz de su pastor, camine más bien llevado por sus ejemplos que por sus palabras. Aquel que por deber de su ministerio está obligado a hablar de sublimes verdades, está forzado también a dar sublimes ejemplos; que cuando la conducta del que predica está de acuerdo con lo que enseña, sus palabras penetran más fácilmente en el corazón de sus oyentes, presentando como llano y hacedero con sus ejemplos lo que impone con sus enseñanzas. (…) Quien tiene a su cargo el predicar de cosas celestiales parece como si, levantándose por encima de los negocios de la Tierra, descansara sobre una alta cumbre, siéndole así más fácil arrastrar a sus súbditos hacia el bien, por hallarse, con los ejemplos de su vida, predicando desde las alturas».

Un aspecto relevante de esta magna obra es la descripción de setenta clases de enfermedad del espíritu para las que propone terapias. Señala que cuando se nublan u oscurecen los ojos, dóblanse las espaldas. Dicho de otro modo, que cuando quienes gobiernan disipan la visión estratégica, sus subordinados acaban por pagarlo. Exhorta a que no asuman cargos de gobierno personas que carecen de preparación técnica y ética. Al encausar a quienes no obran con integridad, evidencia la debilidad de quienes se alimentan de inciensos, a fin de que quienes sean conscientes de sus imperfecciones rechacen responsabilidades, y que quienes aun en terreno llano flaquean eviten al riesgo de cimas y simas.

No faltan pasajes disputados, como el que exalta la predicación en menoscabo de la vida contemplativa. «Hay algunos que, dotados de sobresalientes cualidades, se consagran con entusiasmo a la sola contemplación y al estudio, se niegan a cooperar con la instrucción de los fieles en la predicación, prefieren el retiro y el asueto, entregados a las delicias de la especulación. Si ha de juzgarse rigurosamente su proceder, deduciremos que son, sin lugar a duda, reos de la perdición de tantas almas como son las que hubieran podido salvar saliendo a predicar en público. ¿Con qué animo prefiere su propio retiro a la salvación de los prójimos quien podría aprovechar en el ministerio de las almas, cuando el mismo Unigénito del Eterno abandonó el seno del Padre y emprendió su vida pública para provecho y salvación de muchos hombres?». Su diatriba se entiende en el ámbito de la urgente necesidad de oradores.

Abordó también la obsesión por el poder. Quienes movidos por ambición aceptan prelaturas deben remembrar que hasta Moisés temblaba ante la responsabilidad del mando. Frente a ese ejemplo, hay quienes vacilantes bajo el peso de sus propios cuidados pretenden cargar con los ajenos. Les ridiculiza: no pueden soportar el lastre que llevan y anhelan doblar la carga. El capítulo X se centra en las cualidades que ha de acopiar quien anhela promoción a un puesto de gobierno: ser plenamente ético, desdeñar los bienes materiales, no arredrarse ante las contradicciones, no estar obstaculizado por la debilidad de su cuerpo ni por la porfía de su espíritu, ser manirroto con lo propio, estar inclinado a la misericordia, compadecerse de las fragilidades ajenas, mostrarse ante los demás digno de imitación…

Gregorio I, teólogo y pensador, se sintió siempre cercano a los sucesos del momento. Cuando en mayo de 593, tal como se ha comentado, las tropas lombardas se dirigían hacia Roma bajo el mando de Agilulfo, predicó: «Han aumentado nuestras tribulaciones; por todos lados nos rodean las espadas, en todas partes se cierne sobre nosotros el peligro de muerte. Unos vuelven con las manos cortadas, otros son hechos prisioneros, otros degollados al filo de la espada. Yo me veo obligado a callar, porque según frase de Job, mi cítara se ha tornado en luto y mi instrumento solo da voces de sollozo y llanto. Todos los días debo beber el cáliz de la amargura; ¿cómo podría yo, en estas circunstancias, prepararos la suave bebida de la sagrada Escritura? Entre los azotes que por nuestros pecados sufrimos no nos queda otro recurso que gemir (…). Nuestro Criador es a la vez nuestro padre y unas veces nos da el pan que nos alimenta y otras veces nos corrige con el castigo; pero ya sea por el camino del dolor, ya por el de las caricias, nos guía siempre a la heredad perpetua del Paraíso».

Adoptó el citado título de Siervo de los Siervos de Dios frente a los que ostentaban sus predecesores como Vicario de Cristo, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal o Primado de la Iglesia. Refutó el término ecuménico por parte del patriarca de Constantinopla, Juan el Ayunador. Tenía claro que Roma era la sede primada y Constantinopla no estaba a la par. Logró su propósito, y a partir del 607 se dejó de emplear. Posteriormente, Juan le decepcionó. Escribió en el 595 al patriarca y al emperador: «Quien despectivamente niega la obediencia a las prescripciones canónicas, que ultraja a la Santa Iglesia universal, que tiene el corazón hinchado de soberbia, que codicia títulos singulares para enaltecerse a sí mismo, que se exalta sobre la dignidad misma de vuestro imperio con ocasión de un simple vocablo, (…) regrese al recto camino y cesará todo disentimiento». Nadie dudaba de que estaba hablando de Juan: «Lo que con la boca predicamos, lo destruimos con el ejemplo; perdemos carnes con los ayunos, mientras nuestro entendimiento se hincha con la soberbia; cubrimos nuestros cuerpos con ropas despreciables, pero con el orgullo del corazón vencemos la púrpura; nos postramos en la ceniza y, en cambio, ni las cosas más excelsas nos bastan para nuestra ambición; predicamos la humildad y nos adelantamos a todos en la soberbia y bajo capa de corderos ocultamos dientes de lobo».

Su afán por la justicia le llevó a imponer en Palermo que se indemnizase a los judíos por las sinagogas que les habían sido expropiadas para transformarlas en templos católicos. Pilotó la nave de Pedro, recordando el mensaje cenital, la espiritualidad, a través de tres sínodos. Fue mansurrón y compasivo, ayudando a pobres y enfermos. Desplegó la necesaria fortaleza. Se lee en misiva a Gianuario, obispo de Cagliari: «A juzgar por lo que me han dicho, te has hecho tan culpable en tu avanzada edad que nos veríamos obligados a lanzar contra ti el anatema si un sentimiento de compasión no nos lo impidiese. Y ya que queremos perdonarte por respeto a tus canas, diremos a modo de exhortación: vuelve sobre ti una vez más, oh vetusto, y mortifica esa tu gran ligereza y perversidad en el obrar. Cuanto más te acercas a la muerte, tanto más cuidado has de tener de ti mismo y más temeroso has de ser de Dios». El malhadado obispo tenía costumbre de cobrar desproporcionadamente por los entierros. Le afea san Gregorio: «Sobre el gemido del dolor has añadido el molesto peso de los gastos. Grave es e impropio del oficio sacerdotal poner precio a la tierra que se concede a la putrefacción y lucrarse con los gemidos que exhala el dolor del prójimo. No sigas exigiendo pago tan penoso». Y añade: «No te preocupes más del dinero que de las almas. Los bienes terrenos los hemos de mirar al sesgo; en cambio, hemos de conservar íntegras nuestras fuerzas para el mejor bien de los hombres. Almas, almas quiere Dios del obispo, no dinero».

El final de su vida fue agónico a causa de múltiples dolencias. Murió el 12 de marzo de 604. En su lápida se escribió: «Cónsul de Dios». No carecía de razón quien así lo decidió, pues al igual que los antiguos cónsules romanos, había alzado la fe como un estandarte por diversos países a través de los misioneros por él remitidos. Escribió el protestante alemán Ferdinand Gregorovius (1821-1891) en su Historia de Roma en la era medieval: «Nadie como él comprendió la grandeza de su misión ni la sostuvo con tan gran celo y valentía: sus afanes y sus relaciones se extendieron a todos los puntos de la cristiandad. Ningún pontífice dejó la abundancia de escritos que él –que por esta razón fue llamado el postrero Padre de la Iglesia– ni ocupó jamás la cátedra de San Pedro un alma tan sublime y generosa como la suya». Resulta particularmente interesante ese juicio. No por error el jesuita Johan Hardon describió a Gregorovius como «un amargo enemigo de los papas».

La Iglesia concedería a Gregorio I el título de doctor, situándolo entre los cuatro grandes doctores latinos: Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona y Ambrosio de Milán. También se le menciona, con toda justicia, como Padre de Europa.

Algunas enseñanzas

 Ab asino lanam quaerere, o no pretendas lograr lana de un asno. No hay que buscar frutos en un erial

 Entornos mediocres dificultan metas valiosas

 Conocer la realidad facilita las decisiones

 La largueza engrandece el alma

 Ab actu ad posse valet consecutione aut illatio, o del pasado podemos aprender para las decisiones futuras

 Gobernar es arduo

 Seleccionar con rigor a quienes repartirán sinecuras es un primer paso

 Abundans cautela non nocet, o el exceso de prudencia nunca daña

 La autonomía financiera es conveniente para no ser mediatizado

 Crear las condiciones de posibilidad honorables para los stakeholders reclama a veces actualizaciones legislativas