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—Salió a caminar, pienso.

En ese momento se les unió la señora Jennings, que no tenía paciencia suficiente para esperar que le abrieran la puerta antes de que ella contara su historia. Se acercó a la ventana con grandes saludos:

—¿Cómo se encuentra, querida? ¿Cómo está la señora Dashwood? ¿Y dónde están sus hermanas? ¡Cómo! ¡La han dejado sola! Le agradará tener a alguien que le haga compañía. He traído a mi otro hijo e hija para que se conozcan. ¡Imagínese que llegaron súbitamente! Anoche pensé haber escuchado un carruaje mientras tomábamos el té, pero nunca se me ocurrió que pudieran ser ellos. Lo único que pensé fue que podía ser el coronel Brandon que llegaba de vuelta; así que le dije a sir John: “Creo que escucho un carruaje; quizás es el coronel Brandon que llega de vuelta...”

En la mitad de su historia, Elinor se vio obligada a volverse para recibir al resto de los recién llegados; lady Middleton le presentó a los dos desconocidos; la señora Dashwood y Margaret bajaban las escaleras en ese mismo momento, y todos se sentaron a contemplarse mutuamente mientras la señora Jennings continuaba con su palabrería a la vez que cruzaba por el corredor hasta la salita, acompañada por sir John.

La señora Palmer era varios años más joven que lady Middleton, y completamente diferente a ella en diversos aspectos. Era de corta estatura y regordeta, con un rostro muy atractivo y la mayor expresión de buen humor que pueda concebirse. Sus modales no eran en absoluto tan elegantes como los de su hermana, pero sí mucho más atractivos. Entró con una sonrisa, sonrió durante todo el tiempo que duró su visita, excepto cuando reía, y seguía sonriendo al irse. Su esposo era un joven de aire reservado, de veinticinco o veintiséis años, con aire más circunspecto y más juicioso que su esposa, pero menos deseoso de complacer o dejarse complacer. Entró a la habitación con aire de sentirse muy importante, hizo una leve inclinación ante las damas sin pronunciar palabra y, tras una breve inspección a ellas y a sus aposentos, tomó un periódico de la mesa y permaneció leyéndolo durante toda la visita.

La señora Palmer, por el contrario, a quien la naturaleza había dotado con la disposición a ser invariablemente amable y feliz, apenas había tomado asiento cuando prorrumpió en exclamaciones de admiración por la sala y todo lo que había en ella.

—¡Miren! ¡Qué cuarto tan maravilloso es este! ¡Nunca había visto algo tan delicioso! ¡Tan solo piense, mamá, cuánto ha mejorado desde la última vez que estuve aquí! ¡Siempre me pareció un sitio tan agradable, señora —dijo volviéndose a la señora Dashwood—, pero usted le ha dado tanto encanto! ¡Tan solo observa, hermana, que precioso es todo! Cómo me gustaría tener una casa así. ¿Y a usted, señor Palmer?

El señor Palmer no le contestó, y ni siquiera levantó la vista del periódico.

—El señor Palmer no me escucha —dijo ella riendo—. A veces nunca lo hace. ¡Es tan ridículo!

Esta era una idea absolutamente nueva para la señora Dashwood; no estaba acostumbrada a encontrar ingenio en la falta de atención de nadie, y no pudo evitar mirar con asombro a los dos.

La señora Jennings, entre tanto, seguía hablando alzando la voz y continuaba con el relato de la sorpresa que se habían llevado la noche anterior al ver a sus amigos, y no cesó de hacerlo hasta que hubo contado todo. La señora Palmer se reía con gran entusiasmo ante el recuerdo del asombro que les habían producido, y todos estuvieron de acuerdo dos o tres veces en que había sido una agradable sorpresa.

—Puede suponer lo contentos que estábamos todos de verlos —añadió la señora Jennings, inclinándose hacia Elinor y hablándole en voz baja, como si intentara que nadie más la escuchara, aunque estaban sentadas en diferentes rincones de la habitación—, pero, así y todo, no puedo dejar de desear que no hubieran viajado tan rápido ni hecho una travesía tan larga, porque dieron toda la vuelta por Londres como consecuencia de ciertos negocios, porque, usted sabe —indicó a su hija con una expresiva inclinación de la cabeza—, es inconveniente en su condición. Yo quería que se quedara en casa y descansara ahora durante la mañana, pero insistió en acompañarnos; ¡tenía tantos deseos de verlas a todas ustedes!

La señora Palmer se rio y dijo que no le haría ningún trastorno.

—Ella espera ponerse de parto en febrero —continuó la señora Jennings.

La señora Middleton no pudo seguir soportando tal conversación, y se esforzó en preguntarle al señor Palmer si había alguna noticia en el periódico.

—No, ninguna —replicó, y siguió leyendo.

—Aquí viene Marianne —exclamó sir John—. Ahora, Palmer, verás a una muchacha extraordinariamente hermosa.

Se dirigió de inmediato al corredor, abrió la puerta del frente y él mismo la acompañó. Apenas apareció, la señora Jennings le preguntó si no había estado en Allenham; y la señora Palmer se rio con tantas ganas por la pregunta como si la hubiese entendido. El señor Palmer la miró cuando entraba en la habitación, le clavó la vista durante algunos momentos, y después volvió a su periódico. En ese momento llamaron la atención de la señora Palmer los dibujos que colgaban en los muros. Se levantó a inspeccionarlos.

—¡Ay, cielos! ¡Qué bellos son estos! ¡Vaya, qué preciosidad! Mírelos, mamá, ¡qué atractivos! Le digo que son una gozada; podría quedarme contemplándolos para siempre y volviendo a sentarse, muy pronto olvidó que hubiera tales cosas en la habitación.

Cuando lady Middleton se levantó para irse, el señor Palmer también lo hizo, dejó el periódico, se estiró y los miró a todos a vista de pájaro.

—Amor mío, ¿has estado durmiendo? —preguntó su esposa, riendo.

El no le contestó y se limitó a observar, tras examinar de nuevo la habitación, que era de techo muy bajo y que el cielo raso era curvo. Después de lo cual hizo una inclinación de cabeza, y se marchó con el resto.

Sir John había insistido en que pasaran el día siguiente en Barton Park. La señora Dashwood, que prefería no cenar con ellos más frecuentemente de lo que ellos lo hacían en la casita, por su parte rehusó en redondo; sus hijas podían hacer lo que quisieran. Pero estas no tenían curiosidad alguna en ver cómo cenaban el señor y la señora Palmer, y la perspectiva de estar con ellos tampoco prometía ninguna otra diversión. Intentaron así excusarse también; el clima estaba inestable y no prometía mejorar. Pero sir John no se dio por satisfecho: enviaría el carruaje a buscarlas, y debían ir. Lady Middleton también, aunque no presionó a la señora Dashwood, lo hizo con las hijas. La señora Jennings y la señora Palmer se unieron a sus peticiones; todos parecían igualmente ansiosos de evitar una reunión familiar, y las jóvenes se vieron obligadas a decir que sí.

—¿Por qué tienen que invitarnos? —dijo Marianne apenas se marcharon—. El alquiler de esta casita es considerado bajo; pero las condiciones son muy duras, si tenemos que ir a cenar a la finca cada vez que alguien se está quedando con ellos o con nosotras.

—No pretenden ser menos amables y gentiles con nosotros ahora, con estas continuas invitaciones —dijo Elinor— que con las que recibimos hace unas pocas semanas. Si sus reuniones se han vuelto aburridas e insulsas, no son ellos los que han cambiado. Debemos buscar ese cambio en otro lugar.

Columella es la protagonista de una obra de Richard Graves, Columella, or the Distressed Anchoret (1779), que tras una vida de ocio destina a sus hijos a diversos oficios. Un personaje histórico muy anterior, del mismo nombre, es Lucio Junio Moderato Columela (siglo I d.C.), uno de los mejores técnicos latinos con dominio sobre diversas materias, y autor de un importante tratado agrícola en verso (De re rustica). Los diez libros de este tratado van más allá del temario tradicional agrícola, para tratar asuntos como la avicultura, los estanques para peces y los árboles frutales.

Capítulo XX

Al día siguiente, en el instante en que las señoritas Dashwood entraban en la sala de Barton Park por una puerta, la señora Palmer lo hizo corriendo por la otra, con el mismo aire alegre y festivo que le habían visto antes. Les tomó las manos con grandes muestras de cariño y manifestó gran placer en verlas de nuevo.

—¡Estoy contento de verlas! —dijo, sentándose entre Elinor y Marianne— porque el día está tan feo que temía que no vinieran, lo que habría sido espantoso, ya que mañana marchamos de aquí. Tenemos que irnos, ya saben, porque los Weston llegan a nuestra casa la próxima semana. Nuestra venida aquí fue algo muy súbito y yo no tenía idea de que lo haríamos hasta que el carruaje iba llegando a la puerta, y entonces el señor Palmer me preguntó si iría con él a Barton. ¡Es tan gracioso! ¡Nunca me dice nada! Siento tanto que no podamos permanecer más tiempo; pero espero que muy pronto nos encontremos otra vez en la ciudad.

Elinor y Marianne se vieron precisadas a frenar tales expectativas.

—¡Que no van a ir a la ciudad! —exclamó la señora Palmer con una sonrisa—. Me desilusionará extraordinariamente si no lo hacen. Podría conseguirles la casa más bonita del mundo junto a la nuestra, en Hanover Square. Tienen que ir, de todas maneras. Créanme que me sentiré feliz de acompañarlas en cualquier instante hasta que esté por dar a luz, si a la señora Dashwood no le gusta concurrir lugares públicos.

Le agradecieron, pero se vieron obligadas a resistir sus peticiones.

—¡Ay, mi amor! —exclamó la señora Palmer dirigiéndose a su esposo, que acababa de entrar en la habitación—. Tienes que ayudarme a convencer a las señoritas Dashwood para que vayan a la ciudad este invierno.

 

Su amor no le contestó; y tras inclinarse suavemente ante las damas, comenzó a lamentarse del clima.

—¡Qué espantoso es todo esto! —dijo—. Un clima así hace despreciable todo y a todo el mundo. Con la lluvia, el tedio invade todo, tanto bajo techo como al aire libre. Hace que uno deteste a todos sus conocidos. ¿Qué diablos pretende sir John no teniendo una sala de billar en esta casa? ¡Qué pocos saben lo que son las comodidades! Sir John es tan necio como el clima.

No pasó mucho tiempo antes de que llegara el resto de la concurrencia.

—Temo, señorita Marianne —dijo sir John—, que no haya podido realizar su habitual caminata hasta Allenham hoy día.

Marianne puso una cara muy seria, y no respondió.

—Ah, no disimule tanto con nosotros —dijo la señora Palmer—, porque le aseguro que sabemos todo al respecto; y admiro mucho su gusto, pues pienso que él es extremadamente gentil. Sabe usted, no vivimos a mucha distancia de él en el campo; me atrevería a decir que a no más de diez millas.

—Mucho más, cerca de treinta —manifestó su esposo.

—¡Ah, bueno! No hay mucha diferencia. Nunca he estado en la casa de él, pero dicen que es un lugar preciso, muy hermoso.

—Uno de los lugares más horribles que he visto en mi vida —dijo el señor Palmer.

Marianne se mantuvo en perfecto silencio, aunque su cara traicionaba su interés en lo que hablaban.

—¿Es muy feo? —continuó la señora Palmer—. Entonces supongo que debe ser otro lugar el que es tan bonito.

Cuando se sentaron a la mesa, sir John observó con tristeza que entre todos llegaban únicamente a ocho.

—Querida —le dijo a su esposa—, es muy penoso que seamos tan pocos. ¿Por qué no invitaste a los Gilbert a cenar con nosotros hoy?

—¿No le dije, sir John, cuando me lo recordó antes, que era imposible? La última vez fueron ellos los que vinieron aquí.

—Usted y yo, sir John —dijo la señora Jennings— no nos andaríamos con tantas ceremonias.

—Entonces sería muy descortés —exclamó el señor Palmer.

—Mi amor, contradices a todo el mundo —dijo su esposa, con su risa de siempre—. ¿Sabes que eres bastante maleducado?

—No sabía que lo fuera al llamárselo a tu madre.

—Ya, ya, puede tratarme todo lo mal que quiera —exclamó con su tradicional buen humor la señora Jennings—. Me ha sacado a Charlotte de encima, y no puede devolverla. Así es que ahora se desquita conmigo.

Charlotte se rio con gran frenesí al pensar que su esposo no podía librarse de ella, y alegremente dijo que no le importaba cuán irascible fuera él hacia ella, igual debían vivir juntos. Nadie podía tener tan absoluto buen carácter o estar tan decidido a ser feliz como la señora Palmer. La estudiada indiferencia, insolencia y contrariedad de su esposo no la alteraban; y cuando él se enfadaba con ella o la trataba mal, parecía enormemente divertida.

—¡El señor Palmer es tan chistoso! —le susurró a Elinor—. Siempre está de mal humor.

Tras observarlo durante un breve tiempo, Elinor no estaba tan dispuesta a darle a él crédito por ser tan genuina y naturalmente de mal talante y mal educado como deseaba aparecer. Puede que su carácter se hubiera agriado algo al descubrir, como tantos otros de su sexo, que por un inexplicable prejuicio en favor de la belleza, se encontraba casado con una mujer muy tonta; pero ella sabía que esta clase de desliz era demasiado común para que un hombre sensato se sintiera afectado por mucho tiempo. Más bien era un deseo de distinción, creía, lo que lo inducía a ser tan displicente con todo el mundo y a su generalizado despecho por todo lo que se le ponía por delante. Era el deseo de parecer superior a los demás. El motivo era demasiado corriente para que causara asombro; pero los medios, aunque tuvieran éxito en establecer su superioridad en mala educación, no parecían idóneos para ganarle la estima de nadie que no fuera su mujer.

—¡Ah! Mi querida señorita Dashwood —le dijo la señora Palmer poco después—, tengo un favor tan grande que pedirles, a usted y a su hermana. ¿Irían a Cleveland a pasar un tiempo estas Navidades? Por favor, acepten, y vayan mientras los Weston están con nosotros. ¡No pueden imaginar lo feliz que me harán! Mi amor —dijo, dirigiéndose a su marido—, ¿no te encantaría recibir a las señoritas Dashwood en Cleveland?

—Por supuesto —respondió él con tono de desprecio—, fue mi única intención al venir a Devonshire.

—Ahí tienen —dijo su esposa—, ya ven que el señor Palmer las espera; así que no pueden negarse.

Las dos, Elinor y Marianne, declinaron la invitación de manera clara y contundente.

—Pero no, deben ir y van a ir. Estoy segura de que les gustará por encima de todas las cosas. Los Weston estarán con nosotros, y será sumamente agradable. No pueden imaginarse la delicia de lugar que es Cleveland; y lo pasamos tan bien ahora, porque el señor Palmer está todo el tiempo recorriendo la región en la campaña electoral; y vienen a cenar con nosotros muchas personas a las que nunca he visto antes, lo que es totalmente encantador. Pero, ¡pobre!, es muy pesado para él, porque tiene que hacerse simpático a todo el mundo.

A duras penas pudo Elinor mantenerse seria mientras estaba de acuerdo en la dificultad de tal empeño.

—¡Qué delicia será —dijo Charlotte— cuando él esté en el Parlamento! ¿Verdad? ¡Cómo me voy a reír! Será tan cómico ver que sus cartas le llegan dirigidas con las iniciales M.P.4 Pero, saben, dice que nunca enviará mis cartas con las franquicias que él tendrá por ser parlamentario. Ha dicho que no lo hará, ¿no es verdad, señor Palmer?

El señor Palmer no hizo ni caso.

—Él no soporta escribir —continuó—, dice que es horrible.

—No —dijo él—, nunca he dicho algo tan fuera de sentido. No me hagas cargar a mí con todos los agravios que le haces tú al lenguaje.

—Mírenlo, vean qué divertido es. ¡Siempre es así! En ocasiones pasa la mitad del día sin hablarme, y después sale con algo tan divertido... y por cualquier cosa que se le ocurra.

Al volver a la sala, la señora Palmer sorprendió a Elinor al preguntarle si su esposo no le agradaba extraordinariamente.

—Desde luego —respondió Elinor—, parece una persona muy divertida.

—Bueno... me alegra tanto que sea así. Me imaginé que le gustaría, pues es tan simpático; puedo asegurarle que al señor Palmer le gustan muchísimo usted y sus hermanas, y no se imaginan qué desilusionado se sentirá si no vienen a Cleveland. No logro pensar por qué rehúsan hacerlo.

Nuevamente Elinor se vio obligada a declinar la invitación; y mediante un cambio de tema, puso fin a sus súplicas. Pensaba en la probabilidad de que, por vivir en la misma región, la señora Palmer pudiera darles noticias sobre Willoughby más detalladas que las que se podían deducir del limitado conocimiento que de él tenían los Middleton, y estaba ansiosa de conseguir de cualquier persona una confirmación de los méritos del joven que permitiera eliminar toda posibilidad de temor por Marianne. Comenzó preguntándole si veía mucho al señor Willoughby en Cleveland y si estaban íntimamente relacionados con él.

—¡Ah! Sí, querida; lo conozco muy bien —contestó la señora Palmer—. No es que alguna vez haya hablado con él, por cierto que no; pero siempre lo veo en la ciudad. Por una u otra causa, nunca me ha ocurrido estar quedándome en Barton al mismo tiempo que él en Allenham. Mamá lo vio aquí una vez antes; pero yo estaba con mi tío en Weymouth. Sin embargo, puedo decir que me habría encontrado innumerables veces con él en Somersetshire, si por desgracia no hubiese ocurrido que nunca hayamos estado allí al mismo tiempo. Él pasa muy poco en Combe, según tengo entendido; pero si alguna vez lo hiciese, no creo que el señor Palmer lo visitara, porque, como usted sabe, el señor Willoughby está en la Oposición, y además está tan lejos. Sé muy bien por qué pregunta: su hermana va a casarse con él. Me alegra muchísimo, porque así, sabe usted, la tendré de vecina.

—Le doy mi palabra —dijo Elinor con firmeza— de que usted sabe mucho más que yo de ese asunto, si alguna razón la asiste para aguardar tal unión.

—No pretenda negarlo, porque usted sabe que todo el mundo habla de ello. Le aseguro que lo escuché cuando pasaba por la ciudad.

—¡Mi querida señora Palmer!

—Por mi honor que es verdad... El lunes por la mañana me encontré con el coronel Brandon en Bond Street, justo antes de que saliéramos de la ciudad, y él me lo hizo saber personalmente.

—Me sorprende usted mucho. ¡Que el coronel Brandon se lo hizo saber! Con toda seguridad se equivoca usted. Dar tal información a una persona a quien no podía interesarle, incluso si fuera cierto, no es lo que yo esperaría del coronel Brandon.

—Pero le aseguro que sucedió así, tal como se lo dije, y le contaré cómo fue. Cuando nos encontramos con él, caminó un trecho con nosotros; y comenzamos a hablar de mi cuñado y de mi hermana, y de una cosa y otra, y yo le dije: “Entonces, coronel, he oído que hay una nueva familia en la casita de Barton, y mamá me ha contado que son muy bonitas y que una de ellas se va a casar con el señor Willoughby, de Combe Magna. Cuénteme, ¿es verdad? Porque por supuesto usted debe saberlo, como ha estado en Devonshire hace tan poco”.

—¿Y qué manifestó el coronel?

—Oh, no dijo mucho; pero parecía saber que era verdad, así que a partir de ese momento lo tomé como cosa verdadera. ¡Será maravilloso, le digo! ¿Cuándo tendrá lugar?

—¿El señor Brandon se encontraba bien, supongo?

—Ah, sí, muy bien; y lleno de elogios hacia usted; todo lo que hizo fue decir hermosas cosas sobre usted.

—Me halagan sus alabanzas. Parece un hombre excelente; y lo creo muy agradable.

—Yo también... Es un hombre tan encantador, que es una lástima que sea tan serio y abúlico. Mamá dice que también él estaba enamorado de su hermana. Le aseguro que sería un gran cumplido si fuera verdad, porque casi nunca se enamora de nadie.

—¿Es muy conocido el señor Willoughby en su parte de Somersetshire? —preguntó Elinor.

—¡Oh, sí, mucho! Quiero decir, no creo que mucha gente lo frecuente, porque Combe Magna está tan lejos; pero le aseguro que todos lo creen sumamente agradable. Nadie es más apreciado que el señor Willoughby en cualquier lugar al que vaya. Y puede decírselo así a su hermana. Qué enorme buena suerte la suya al haberlo conquistado, palabra de honor; y no es que la suerte de él no sea mayor, porque su hermana es tan bien parecida y encantadora que nada puede ser lo bastante bueno para ella. Sin embargo, para nada creo que sea más guapa que usted, le aseguro; creo que las dos son extraordinariamente bonitas, y estoy segura de que lo mismo piensa el señor Palmer, aunque anoche no conseguimos que lo admitiera.

Las noticias de la señora Palmer sobre Willoughby no eran demasiado acabadas; pero cualquier testimonio en su favor, por pequeño que fuese, le era agradable a Elinor.

—Estoy tan contenta de que finalmente nos hayamos conocido —continuó Charlotte—. Y ahora espero que siempre seamos buenas amigas. ¡No puede imaginarse cuánto deseaba conocerla! ¡Es tan maravilloso que vivan en la cabaña! ¡Nada puede igualárselo, se lo aseguro! ¡Y me alegra tanto que su hermana vaya a casarse bien! Espero que pase mucho tiempo en Combe Magna. Es un sitio maravilloso, desde todos los puntos de vista.

—Hace mucho tiempo que se conocen con el coronel Brandon, ¿no es así?

—Sí, mucho; desde que mi hermana se casó. Era amigo de sir John. Creo —añadió en voz baja— que le habría gustado bastante tenerme como esposa, si hubiera podido. Sir John y lady Middleton también lo querían. Pero mamá no creyó que esa unión fuera bastante buena para mí; de no haber sido así, sir John habría hablado con el coronel y nos habríamos casado enseguida.

—¿El coronel Brandon no sabía de la proposición de sir John a su madre antes de que la hiciera? ¿Alguna vez le había manifestado a usted su afecto?

—¡Oh, no! Pero si mamá no se hubiera opuesto a ello, diría que a él nada le habría complacido más.

En ese entonces no me había visto más de dos veces, porque fue antes de que yo dejara el colegio. Pero soy mucho más feliz tal como estoy. El señor Palmer es exactamente la clase de hombre que me gusta.

Member of Parliament, Miembro del Parlamento.