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Capítulo XV

La visita de la señora Dashwood a lady Middleton tuvo lugar al día siguiente, y dos de sus hijas fueron con ella; Marianne, por su parte, se disculpó de hacerlo con la vulgar excusa de tener alguna ocupación pendiente; y su madre, que concluyó que la noche anterior Willoughby le habría hecho alguna promesa en cuanto a visitarla mientras ellas estaban fuera, estuvo totalmente de acuerdo con que se quedara en casa.

Al volver de la finca, encontraron la calesa de Willoughby y a su sirviente aguardando en la puerta, y la señora Dashwood estuvo convencida de que su conjetura había sido acertada. Hasta ese instante era todo tal como ella lo había previsto; pero al ingresar en la casa contempló lo que ninguna previsión le había permitido esperar. No bien habían entrado al corredor cuando Marianne salió a toda prisa de la salita, al parecer violentamente llorosa, cubriéndose los ojos con un pañuelo, y sin advertir su presencia corrió escaleras arriba. Sorprendidas y alarmadas, entraron rápidamente a la habitación que ella acababa de abandonar, donde encontraron a Willoughby apoyado contra la repisa de la chimenea y vuelto de espaldas hacia ellas. Se giró al sentirlas entrar, y su semblante mostró que compartía intensamente la emoción a la cual había sido vencida Marianne.

—¿Pasa algo con respecto a ella? —exclamó la señora Dashwood al entrar—. ¿Está enferma?

—Espero que no —replicó el joven, tratando de aparentar alegría; y con una sonrisa forzada, añadió—: Más bien soy yo el que podría estar enfermo... ¡en este mismo momento estoy sufriendo una terrible desgracia!

—¡Desgracia!

—Sí, porque veo que no voy a poder cumplir mi compromiso con ustedes. Esta mañana la señora Smith ha ejercido el privilegio de los ricos sobre un pobre primo que depende de ella, y me ha enviado por negocios a Londres. Acabo de recibir de ella las cartas credenciales y me he despedido de Allenham; y para colmar estos tan ridículos sucesos, he venido a despedirme de ustedes.

—A Londres... ¿y se va hoy en la mañana?

—Enseguida.

—¡Qué infortunio! Pero hay que plegarse a los deseos de la señora Smith... y sus negocios no lo mantendrán alejado de nosotros por mucho tiempo, supongo.

Se sonrojó el joven al responder:

—Es usted muy amable, pero no tengo planes de volver a Devonshire enseguida. Mis visitas a la señora Smith nunca se repiten dentro del año.

—¿Es que la señora Smith es su única amiga? ¿Y Allenham es la única casa de los alrededores a la que es bienvenido? ¡Qué vergüenza, Willoughby! ¿Acaso no puede esperar una invitación aquí?

Su atolondramiento se hizo más intenso y, con los ojos fijos en el suelo, se limitó a responder:

—Es usted demasiado generosa.

Sorprendida, la señora Dashwood miró a Elinor. Elinor sentía la misma perplejidad. Durante algunos momentos todos se quedaron callados. La señora Dashwood fue la primera en hablar.

—Solo me resta agregar, mi querido Willoughby, que en esta casa siempre será bienvenido; no lo presionaré para que vuelva enseguida, porque usted es el único que puede juzgar hasta qué punto eso complacerá a la señora Smith; y en esto no estaré más dispuesta a discutir su decisión que a dudar de sus intenciones.

—Mis compromisos actuales —replicó Willoughby en estado de gran tribulación— son de tal naturaleza... que... no me atrevo a creerme merecedor...

Se paró. El asombro de la señora Dashwood le impedía hablar, y sobrevino una nueva pausa. Esta fue interrumpida por Willoughby, que dijo con una débil sonrisa:

—Es una irresponsabilidad retrasar mi partida de esta forma. No me atormentaré más quedándome entre amigos de cuya compañía ahora me es imposible gozar.

Se despidió en un abrir y cerrar de ojos de ellas y abandonó la habitación. Lo vieron trepar a su carruaje, y en un minuto ya no se le veía.

La señora Dashwood estaba demasiado confundida para hablar, y en el mismo momento salió de la sala para entregarse a solas a la preocupación y alarma que tan repentina partida había provocado en ella.

La inquietud de Elinor era al menos igual a la de su madre. Meditaba en lo ocurrido con ansiedad y desconfianza. El comportamiento de Willoughby al despedirse de ellas, su aturdimiento y fingida alegría y, sobre todo, su oposición a aceptar la invitación de su madre, una timidez tan ajena a un enamorado, tan ajena a lo que él mismo era, la preocupaban hondamente. Por momentos temía que nunca había habido de parte de Willoughby ninguna decisión seria; a continuación, que había ocurrido alguna lamentable disputa entre él y su hermana; la angustia que embargaba a Marianne en el momento en que salía de la habitación era tan grande, que una disputa seria bien podía explicarla; aunque cuando pensaba en cuánto lo quería ella, una pelea parecía algo casi inimaginable.

Pero, fueran cuales fuesen las causas de su separación, la aflicción de su hermana era cierta, y Elinor pensó con la más tierna de las compasiones en esa desgarradora pena a la cual Marianne no solo estaba dando curso como forma de sosegarla, sino también alimentándola y estimulándola como si ello fuera un deber.

Alrededor de media hora después volvió su madre, y aunque tenía los ojos enrojecidos, su semblante no era desesperado.

—Nuestro querido Willoughby está ya a algunas millas de Barton, Elinor —le dijo, mientras se sentaba a trabajar—, ¡y con cuánto pesar en el corazón debe estar viajando!

—Todo es muy extraño. ¡Irse tan deprisa! Parece una decisión tan súbita. ¡Y anoche estaba tan feliz aquí, tan alegre, tan cariñoso! Y ahora, con solo diez minutos de aviso... ¿se ha ido sin intenciones de regresar? Debe haber ocurrido algo más de lo que era su deber comunicarnos. Ni habló ni se comportó como la persona que conocemos. Usted tiene que haber notado la diferencia tal como lo hice yo. ¿Qué puede ser? ¿Habrán reñido? ¿Qué otra causa puede haber tenido él para responder con tan pocos deseos de aceptar su invitación a esta casa?

—¡No eran deseos lo que le faltaba, Elinor! Lo vi claramente. No estaba en sus manos aceptarlo. Lo he meditado una y otra vez, te lo aseguro, y puedo explicar sin fisuras todo lo que a primera vista me pareció tan fuera de lugar como a ti.

—¿En verdad puede hacerlo?

—Sí. Me lo he explicado a mí misma de la forma más lógica; pero sé que a ti, Elinor, a ti que te gusta dudar siempre que puedes, no te complacerá; sin embargo, a mí no podrás quitarme la idea que me he formado. Estoy convencida de que la señora Smith sospecha que él se interesa por Marianne, lo desaprueba (quizá porque tiene otros planes para él), y por tal motivo está deseosa de enviarlo lejos; y que el negocio que le encomendó es una excusa inventada para sacarlo de aquí. Esto es lo que creo que ha sucedido. Él es consciente, además, de que ella positivamente desaprueba la unión; así pues, por el momento no se atreve a confesarle su compromiso con Marianne, y se siente obligado, dada su situación de dependencia, a ceder a los planes que ella haya realizado para él y ausentarse de Devonshire por un tiempo. Sé que me dirás que esto puede o no puede haber pasado; pero no prestaré oídos a tus cavilaciones a no ser que me muestres otra manera de explicar este asunto tan satisfactoria como la que te he expuesto. Y ahora, Elinor, ¿qué puedes decir?

—Nada, porque usted ha anticipado mi contestación.

—Entonces me habrías dicho que las cosas podrían haber ocurrido así, o no. ¡Ay, Elinor! ¡Qué incomprensibles son tus sentimientos! Prefieres admitir lo malo antes que lo bueno. Prefieres buscar la desventura para Marianne y la culpa para el pobre Willoughby, antes que una disculpa para él. Estás decidida a creerlo culpable, porque se despidió de nosotras con menos cariño del que en general nos ha demostrado. ¿Y no te es posible hacer alguna concesión al aturdimiento, o a un ánimo deprimido por desengaños recientes? ¿Es que no puede aceptarse ninguna probabilidad, simplemente porque no es una certeza? ¿Nada se le debe al hombre al que tenemos tantos motivos para querer, y ninguno en el mundo para desconfiar? ¿No debemos abrirnos a la posibilidad de que haya motivos incuestionables en sí mismos, pero inevitablemente secretos durante un tiempo? Y, después de todo, ¿de qué lo haces sospechoso?

—Tampoco lo tengo claro. Pero no se puede evitar sospechar algo malo después de comprobar un trastorno tan enorme como el que observamos en él. Hay una gran verdad, sin embargo, en su insistencia respecto de las concesiones que debemos hacer en su favor, y es mi deseo ser objetiva en todos mis juicios. Es indudable que Willoughby puede tener bastantes motivos para haberse conducido así, y espero que los tenga. Pero habría sido más propio de su carácter haberlos revelado. La reserva puede ser aconsejable, pero incluso así no puedo evitar asombrarme de encontrarla en él.

—No lo culpes, sin embargo, por apartarse de su carácter, allí donde la desviación es necesaria. En todo caso, ¿realmente sí admites la justicia de lo que he dicho en su defensa? Eso me reconforta... y a él lo redime.

—No del todo. Puede que sea adecuado ocultar su compromiso (si es que están comprometidos) a la señora Smith; y si tal es el caso, debe ser extremadamente conveniente para Willoughby estar lo menos posible en Devonshire por el momento. Pero eso no es excusa para esconderlo a nosotras.

—¡Ocultárnoslo a nosotras! Mi niña querida, ¿acusas a Willoughby y a Marianne de ocultamiento? Esto es en verdad extraño, cuando tus ojos los han acusado a diario por su falta de tacto.

—No me falta prueba alguna de su cariño —dijo Elinor—, pero sí de su compromiso.

—A mí me son suficientes las que tengo de los dos.

 

—Pero ni una palabra le han dicho, ninguno de los dos, sobre esta cuestión.

—No han sido precisas palabras donde las acciones han hablado por sí mismas con tanta claridad. Su conducta hacia Marianne y todas nosotras, al menos durante la última quincena, ¿acaso no ha demostrado que la amaba y la consideraba su futura esposa, y que sentía por nosotras el aprecio que se tiene por los parientes más cercanos? ¿No nos hemos entendido mutuamente a la perfección? ¿No ha solicitado a diario mi visto bueno a través de sus miradas, sus modales, sus atenciones afectuosas y llenas de afecto? Elinor, hija mía, ¿es posible dudar de su compromiso? ¿Cómo pudiste alimentar tal idea? Es imposible suponer que Willoughby, convencido como debe estar del amor de tu hermana, fuera a abandonarla, y quizá por meses, sin hablarle de su amor; imposible pensar que pudieran separarse sin intercambiar estas mutuas expresiones de confianza.

—Confieso —replicó Elinor— que todas las circunstancias salvo una hablan en favor de su compromiso, pero esa una es el completo silencio de ambos sobre esta cuestión, y para mí casi anula el resto.

—¡Qué extraño! Ciertamente debes pensar monstruosidades de Willoughby si, después de cuanto ha pasado entre ellos a la vista de todos, puedes dudar de la naturaleza de los lazos que los unen. ¿Ha estado representando una comedia frente a tu hermana todo este tiempo? ¿Lo crees de verdad insensible a ella?

—No, no puedo creer tal cosa. Estoy segura de que él debe amarla, y que la ama.

—Pero con una extraña clase de ternura, puede dejarla con tal insensibilidad, con tal despreocupación por el futuro como la que tú le concedes.

—Debe recordar, madre querida, que jamás he dado por ciertos estos problemas. Confieso que he tenido mis dudas; pero son menos fuertes de lo que eran, y puede que muy pronto se hayan esfumado por completo. Si descubrimos que se corresponden en su amor, todos mis temores ya no existirán.

—¡Mira qué gran consuelo! Si los vieras ante el altar, dirías que se iban a casar.

—¡Qué niña desagradable! Pero yo no necesito tales pruebas. Nada, a mi juicio, ha pasado que justifique las dudas; no ha habido intentos de mantener nada a escondidas; en todo ha habido igual claridad. No pueden caberte dudas acerca de los deseos de tu hermana. Entonces debe ser de Willoughby que sospechas. Pero, ¿por qué? ¿No es acaso un hombre honesto de magníficos sentimientos? ¿Ha mostrado alguna negligencia capaz de crear alarma? ¿Es capaz de engaño?

—Espero que no, realmente creo que no —exclamó Elinor—. Quiero a Willoughby, de verdad lo quiero; y las sospechas sobre su integridad no pueden ser más dolorosas para usted que para mí. Lo he hecho sin querer, y no atizaré esa tendencia en mí. Me sobresaltó, es verdad, el cambio en su trato esa mañana; al hablar parecía una persona diferente a la que hemos tratado, y no respondió a la amabilidad que usted tuvo hacia él con ninguna muestra de afecto. Pero todo esto puede explicarse por estar tumbado por alguna situación como la que usted cree. Se acababa de separar de mi hermana, la había visto alejarse en la mayor de las pesadumbres; y si se sentía obligado, por temor a ofender a la señora Smith, a resistir la tentación de volver aquí luego, y aun así se percataba de que al declinar su invitación diciendo que se iba por algún tiempo parecería estar actuando de manera miserable y sospechosa hacia nuestra familia, bien puede haberse sentido avergonzado y perturbado. En tal caso, pienso que un reconocimiento simple y franco de sus dificultades lo habría honrado más y habría sido más coherente con su carácter en general. Pero no criticaré la conducta de nadie sobre bases tan débiles como una diferencia entre sus opiniones y las mías, o una desviación de lo que yo considero correcto y lógico.

—Lo que expresas es perfecto. Es cierto que Willoughby no merece que sospechen de él. Aunque nosotras no lo hemos conocido durante mucho tiempo, no es un desconocido en esta parte del mundo; ¿y quién ha hablado en contra de él? Si hubiese estado en situación de actuar con independencia y casarse de inmediato, habría sido extraño que nos dejara sin decírmelo todo al momento; pero no es el caso. Es un compromiso iniciado, en algunos aspectos, bajo auspicios no favorables, porque la posibilidad de una boda parece estar lejos todavía; e incluso, según lo que se observa, puede que sea aconsejable mantener las cosas en secreto de momento.

Se vieron interrumpidas por la entrada de Margaret, lo que dio libertad a Elinor para meditar sin trabas en los planteamientos de su madre, reconocer que muchos de ellos eran probables, y confiar en que todos fueran ciertos.

No vieron a Marianne hasta la hora de la cena, cuando entró a la habitación y ocupó su lugar en la mesa sin rechistar. Tenía los ojos rojos e hinchados, y parecía que incluso en ese instante reprimía las lágrimas sin poder hacerlo. Evitó las miradas de las demás, no pudo comer ni charlar, y después de un rato, cuando su madre le oprimió silenciosamente la mano en un gesto de tierna compasión, el pequeño ápice de fortaleza que había mantenido hasta entonces se desmoronó, rompió a llorar y abandonó la estancia.

Esta implacable tristeza siguió durante toda la tarde. Marianne era impotente frente a ella, porque carecía de toda voluntad de control sobre sí misma. La más pequeña mención de cualquier cosa relativa a Willoughby sobrepasaba enseguida en ella toda resistencia; y aunque su familia estaba angustiosamente atenta a su felicidad, si llegaban a hablar les era imposible evitar todos los temas que sus sentimientos ligaban al joven.

Capítulo XVI

Marianne no habría sabido cómo perdonarse si hubiera podido dormir aunque fuera un instante esa primera noche tras la partida de Willoughby. Habría sentido vergüenza de mirar a su familia a la cara la mañana siguiente si no se hubiera levantado de la cama más necesitada de tranquilidad que cuando se acostó. Pero los mismos sentimientos que hacían de la precaución algo indeseable, la liberaron de todo peligro de caer en ella. Estuvo despierta durante toda la noche y lloró gran parte de ella. Se levantó con dolor de cabeza, incapaz de articular palabra y sin deseos de tomar ningún alimento, atribulando en todo momento a su madre y hermanas y rechazando todas sus tentativas de alivio. ¡No iba ella a mostrar falta de sensibilidad!

Una vez terminado el desayuno, salió sola y deambuló por la aldea de Allenham, entregándose a los recuerdos de pasada felicidad y llorando por el actual revés de su fortuna durante la mayor parte de la mañana.

La tarde transcurrió en igual abandono a los sentimientos. Volvió a tocar cada una de las canciones que le gustaban y que solía hacer para Willoughby, cada aire en el que con más frecuencia se habían unido sus voces, y permaneció sentada ante el instrumento contemplando cada línea de música que él había copiado para ella, hasta que fue tan grande el pesar de su corazón que ya no podía alcanzarse depresión más grande; y día a día se esforzó en nutrir así su dolor. Pasaba horas completas al piano alternando cantos y llantos, con frecuencia con la voz totalmente ahogada por las lágrimas. También en los libros, al igual que en la música, cortejaba la desdicha que con toda certeza podía obtener de la confrontación entre el pasado y el presente. No leía nada sino lo que acostumbraban a leer juntos.

Tan ardiente congoja de ninguna forma podía sostenerse para siempre; a los pocos días se sumió en una más tranquila tristeza; pero las ocupaciones a que se entregaba diariamente —sus caminatas solitarias y silenciosas meditaciones—, todavía provocaban ocasionales efluvios de dolor tan intensos como antes.

No llegó ninguna carta de Willoughby, y no parecía que Marianne esperara ninguna. Su madre estaba sorprendida y Elinor nuevamente se fue poniendo nerviosa. Pero la señora Dashwood era capaz de encontrar explicaciones siempre que le eran necesarias, lo que sosegaba al menos su preocupación.

—Recuerda, Elinor —le dijo—, cuán frecuentemente sir John se encarga de traer nuestro correo. Estuvimos de acuerdo en que el secreto puede ser necesario, y debemos pensar que no podríamos conducirlo si la correspondencia de Willoughby y Marianne pasara por las manos de sir John.

Elinor no pudo negar la verdad de esta condición e intentó encontrar allí motivo adecuado para el silencio de los jóvenes. Pero había un método tan directo, tan sencillo y, en su opinión, tan elemental de seguir para conocer el auténtico estado de las cosas y eliminar de una vez todo el misterio, que no pudo evitar sugerírselo a su madre.

—¿Por qué no le pregunta ya a Marianne —le dijo— si está o no está comprometida con Willoughby? Viniendo de usted, su madre, y una madre tan buena e indulgente, la pregunta no puede incomodar. Sería consecuencia natural de su ternura por ella. Ella solía ser toda sinceridad, y con usted de manera muy especial.

—Por nada del mundo le formularía tal pregunta. Suponiendo posible que no estén comprometidos, ¡cuánta aflicción no le infligiría al interrogarla de este modo! En todo caso, mostraría una falta de consideración tan grande a sus sentimientos. Nunca podría merecer su confianza en adelante tras obligarla a confesar algo que por el momento no quiere que esté en conocimiento de nadie. Conozco el corazón de Marianne: sé que me quiere hasta la saciedad y que no seré la última en quien confíe sus asuntos, cuando las circunstancias así lo demanden. Jamás intentaría forzar las confidencias de nadie, menos todavía de una niña, porque un sentido del deber contrario a sus deseos le impediría negarse a ello.

Elinor pensó que su generosidad era exagerada, considerando la juventud de su hermana, e insistió un poco, pero inútilmente; el sentido común, el recato común y la prudencia común, todos habían sido vencidos por la romántica delicadeza de la señora Dashwood.

Transcurrieron varios días antes de que nadie en la familia mencionara el nombre de Willoughby frente a Marianne; ciertamente, sir John y la señora Jennings no fueron tan delicados; sus ingeniosidades sumaron angustia a muchos momentos dolorosos; pero una tarde, la señora Dashwood, tomando al azar un volumen de Shakespeare, exclamó:

—Nunca terminamos Hamlet, Marianne; nuestro querido Willoughby se fue antes de que lo leyéramos completo. Lo reservaremos, de manera que cuando vuelva... Pero pueden pasar meses antes de que eso suceda.

—¡Meses! —exclamó, con enorme asombro—. No, ni tan solo muchas semanas.

La señora Dashwood se apenó de lo que había mencionado; pero alegró a Elinor, ya que había arrancado una respuesta de Marianne que mostraba con tanto empeño su confianza en Willoughby y el conocimiento de sus intenciones.

Una mañana, alrededor de una semana después de la marcha del joven, Marianne se dejó convencer de unirse a sus hermanas en su caminata cotidiana en vez de ponerse a deambular sola. Hasta ese instante había evitado cuidadosamente toda compañía durante sus vagabundeos. Si sus hermanas pensaban pasear en las colinas, ella se iba hacia los senderos; si mencionaban el valle, con igual velocidad ascendía las colinas, y jamás podían encontrarla cuando las demás partían. Pero a la larga la vencieron los esfuerzos de Elinor, que desaprobaba con todas sus fuerzas ese permanente apartamiento. Caminaron a lo largo del camino que cruzaba el valle, casi todo el tiempo sin decir palabra, porque era inútil ejercer control sobre la mente de Marianne; y Elinor, satisfecha con haber ganado un punto, no intentó por el momento obtener ninguna otra ventaja. Más allá de la entrada al valle, allí donde la campiña, aunque todavía fértil, era menos abrupta y más abierta, se extendía ante ellas un largo trecho del camino que habían recorrido al llegar a Barton; y cuando alcanzaron este punto, se detuvieron para mirar a su alrededor y examinar la perspectiva dada por la distancia desde la cual veían su casa, emplazadas como estaban en un sitio al que jamás se les había ocurrido dirigirse en sus anteriores paseos.

Entre todas las cosas que poblaban el paisaje, muy pronto percibieron un objeto animado; era un hombre a caballo, que venía en dirección hacia ellas. En pocos minutos pudieron apreciar que era un caballero; y un instante después, extasiada, Marianne gritó:

—¡Es él! Seguro que es... ¡Sé que es! —y se apresuraba a ir a su encuentro cuando Elinor la llamó:

—No, Marianne, creo que te equivocas. No es Willoughby. Esa persona no es lo bastante alta, y no tiene su aspecto.

—Sí lo tiene, sí lo tiene —exclamó Marianne—. ¡Estoy segura de que lo tiene! Su aspecto, su abrigo, su caballo... Yo sabía que iba a llegar así de deprisa.

 

Caminaba llena de excitación mientras hablaba; y Elinor, para proteger a Marianne de sus propia emoción, ya que estaba casi segura de que no era Willoughby, apresuró el paso y se mantuvo a la par de ella. Pronto estuvieron a treinta yardas del caballero. Marianne lo miró de nuevo; sintió que el alma le daba un vuelco, se dio media vuelta y comenzaba a regresar por donde había venido cuando en su prisa se vio detenida por las voces de sus hermanas, a la que se unía una tercera casi tan conocida como la de Willoughby, pidiéndole que parara, y se volvió sorprendida para ver y dar la bienvenida a Edward Ferrars.

Era la única persona del mundo a quien en ese momento podía perdonar no ser Willoughby; la única que podía haberla hecho sonreír; pero ella se limpió sus lágrimas para sonreírle a él, y en la felicidad de su hermana olvidó por un momento su propia decepción.

Edward desmontó y, entregándole el caballo a su sirviente, caminó de vuelta con ellas hacia Barton, adonde se dirigía con el propósito de visitarlas.

Todas le dieron la bienvenida con gran amabilidad, pero especialmente Marianne, que fue más calurosa en sus demostraciones de afecto que incluso la propia Elinor. Para Marianne, sin embargo, el encuentro entre Edward y su hermana no fue sino la continuación de esa inexplicable frialdad que tan frecuentemente había observado en el comportamiento de ambos en Norland. En Edward, especialmente, faltaba todo aquello que un enamorado debiera aparentar y decir en ocasiones como esta. Estaba atribulado, apenas mostraba placer alguno en verlas, no se veía ni nervioso ni alegre, habló poco y únicamente cuando se veía obligado a responder preguntas, y no distinguió a Elinor a través de ninguna señal de cariño. Marianne miraba y escuchaba con creciente sorpresa. Casi comenzó a sentir antipatía por Edward; y esta sensación terminó, como terminaban obligatoriamente todos sus sentimientos, llevando sus pensamientos de vuelta a Willoughby, cuyos modales eran tan distintos que los de aquel que había sido elegido como hermano.

Tras un corto silencio que siguió a la sorpresa y preguntas primeros, Marianne preguntó a Edward si había venido directamente desde Londres. No, había estado en Devonshire durante quince días.

—¡Quince días! —repitió Marianne, sorprendida de saber que había estado en el mismo condado que Elinor sin haberla visto antes.

Edward se mostró algo turbado mientras agregaba que se había estado reuniendo con algunos amigos cerca de Plymouth.

—¿Ha estado últimamente en Sussex? —le preguntó Elinor.

—Estuve en Norland hace un mes.

—¿Y cómo está el querido, querido Norland? —exclamó Marianne.

—El querido, querido Norland —dijo Elinor— quizás esté bastante parecido a como siempre está en esta época del año... los bosques y senderos llenos de un grueso manto de hojas secas.

—¡Ah! —exclamó Marianne—. ¡Cuán transportada de alegría me solía sentir entonces al verlas caer! ¡Cómo me he complacido en mis caminatas viéndolas caer en torno a mí como una lluvia impelida por el viento! ¡Qué de emociones me han inspirado, y la estación, el aire, todo! Hoy no hay nadie que las contemple. Ven en ellas tan solo un tedio, rápidamente las barren, y las hacen desaparecer de la vista cuanto más rápido mejor.

—No todos —manifestó Elinor— sienten tu pasión por las hojas secas.

—No, mis sentimientos no suelen ser compartidos, ni tampoco comprendidos. Pero a veces lo son —mientras decía esto, se entregó por un instante a un breve ensueño; pero saliendo de él, continuó—: Ahora, Edward —le dijo llamando su atención al paisaje—, este es el valle de Barton. Contémplalo, Y mantente en calma si es que puedes. ¡Mira esas lomas! ¿Alguna vez viste algo igual? Hacia la izquierda está la finca, Barton Park, entre esos bosques y plantíos. Puedes ver una esquina de la casa. Y allá, bajo esa colina lejana que se eleva con tal grandeza, está nuestra cabaña.

—Es una bella comarca —respondió él—; pero estas hondonadas deben estar llenas de fango en invierno.

—¿Cómo puedes pensar en el lodo, con tales cosas frente a ti?

—Porque —replicó él, sonriendo— entre todas las cosas frente a mí, veo un sendero muy enlodado.

“¡Qué persona curiosa!”, se dijo Marianne mientras seguía su camino.

—¿Es agradable el vecindario acá? ¿Son los Middleton gente amable?

—No, en absoluto —respondió Marianne—, no podríamos estar peor emplazadas.

—Marianne —exclamó su hermana—, ¿cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes ser tan injusta? Son una familia muy honorable, señor Ferrars, y con nosotras se han portado de la manera más amistosa posible. ¿Es que has olvidado, Marianne, cuántos días felices les debemos?

—No —dijo Marianne en voz baja—, y tampoco cuántos momentos penosos.

Elinor no escuchó sus palabras y, dirigiendo la atención a su visitante, se esforzó en mantener con él algo que pudiera parecer una charla, para lo que convino en hablar de su residencia actual, sus ventajas, y cosas por el estilo, con lo que logró sacarle a la fuerza alguna ocasional pregunta u observación. Su frialdad y reserva la aburrían gravemente; se sentía molesta y algo furiosa; pero decidida a guiar su conducta más por el pasado que por el presente, evitó toda apariencia de rencor o disgusto y lo trató como pensaba que debía ser tratado, dados los vínculos familiares.