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Hizo una pausa, y añadió en voz más queda:

—Si tan solo pudiera conocer su corazón, todo sería más fácil.

Elinor, que desde hacía algún rato deliberaba sobre la conveniencia o inconveniencia de aventurarse a hacer su relato de inmediato, escuchó esto sin sentirse en absoluto más decidida que al comienzo; y advirtiendo que, como la deliberación no conducía a nada, la determinación debía hacerse cargo de todo, pronto se encontró enfrentándose a ello.

Condujo el relato, así lo esperaba, con habilidad; preparó con cuidado a su ansiosa oyente; relató con sencillez y honestidad los principales puntos en que Willoughby basaba su defensa; apreció debidamente su contrición y solo moderó sus declaraciones relativas a su amor actual por Marianne. Ella no pronunció palabra; temblaba, tenía los ojos clavados en el suelo y los labios más blancos de lo que la enfermedad los había dejado. De su corazón brotaban mil cuestiones, pero no osaba plantear ninguna. Escuchó cada palabra con anhelante ansiedad; su mano, sin que ella se diera cuenta, estrechaba fuertemente la de su hermana y las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Elinor, temiendo que se hubiera cansado, la condujo a casa; y hasta que llegaron a la puerta, adivinando fácilmente a qué estaría dirigida su curiosidad aunque en ningún momento pudo manifestarla en preguntas, no le habló de otra cosa que de Willoughby y de la charla que tuvieron; y fue cuidadosamente minuciosa en todos los pormenores de lo que había dicho y de su aspecto, allí donde sin peligro podía permitirse una descripción detallada. No bien entraron en la casa, Marianne la besó con gratitud y apenas articulando en medio de su llanto tres palabras, “Cuéntaselo a mamá”, se separó de su hermana y subió despacio las escaleras. Elinor por ningún motivo iba a perturbar una tan comprensible búsqueda de soledad como esa; y pensando con gran ansiedad en sus posibles resultados, al mismo tiempo que tomaba la decisión de no volver a poner el tema si Marianne no lo hacía, se dirigió a la salita a cumplir su último ruego.

Capítulo XLVII

La señora Dashwood no dejó de conmoverse al escuchar la reivindicación de su antiguo favorito. Se alegró al verlo absuelto de parte de las culpas que se le imputaban; le daba pena; deseaba que fuera feliz. Pero no se podía hacer revivir los sentimientos del pasado. Nada podía restituirlo con su palabra intacta y un carácter sin mancha ante Marianne. Nada podía hacer desaparecer el conocimiento de lo que ella había sufrido por su culpa, ni eliminar el daño de su comportamiento con Eliza. Nada podía devolverle, entonces, el lugar que había ocupado en el afecto de la señora Dashwood, ni perjudicar los intereses del coronel Brandon.

Si, como su hija, la señora Dashwood hubiera escuchado la historia de Willoughby de sus propios labios; si hubiera sido testigo de su angustia y experimentado el influjo de su semblante y actitud, es probable que su compasión hubiera sido mayor. Pero no estaba en manos de Elinor ni tampoco deseaba despertar tales sentimientos en otras personas con una explicación pormenorizada, como había ocurrido en un comienzo con ella. La reflexión había aportado tranquilidad a sus juicios y moderado su opinión sobre lo que Willoughby se merecía; deseaba, por tanto, decir solo la más simple verdad y exponer aquellos hechos que realmente se podían atribuir a su carácter sin embellecerlos con ninguna pincelada de aprecio que pudiera despertar la fantasía y conducirla por caminos equivocados.

Al anochecer, cuando estaban todas juntas, Marianne comenzó a hablar voluntariamente de él otra vez, pero no sin un esfuerzo que se hizo patente en el agitado, intranquilo arrobamiento en que antes había estado sumida durante algún tiempo, en el color que subió a su rostro al hablar, en su voz trémula.

—Deseo asegurarles a ambas —dijo—, que veo todo... como ustedes pueden desear que lo haga.

La señora Dashwood la habría interrumpido de inmediato con consolador amor, si Elinor, que realmente deseaba escuchar la opinión imparcial de su hermana, no le hubiera demandado silencio con un gesto impaciente. Marianne continuó paso a paso:

—Es un gran alivio para mí lo que Elinor me dijo por la mañana: he escuchado exactamente lo que deseaba escuchar —durante algunos momentos se le apagó la voz; pero, recuperándose, siguió hablando, y más tranquila que antes—: Con ello me doy por completo satisfecha. No deseo que nada cambie. Nunca habría podido ser feliz con él después de saber todo esto, como tarde o temprano lo habría sabido. Le habría perdido toda confianza, todo aprecio. Nada habría podido evitar que sintiera eso.

—¡Lo sé, lo sé! —exclamó su madre—. ¡Feliz con un hombre de conducta libertina! ¿Con uno que así había roto la paz del más querido de nuestros amigos y el mejor de los hombres? ¡No, un hombre como ese jamás habría podido hacer feliz el corazón de mi Marianne! En su conciencia, en su sensible conciencia habría pesado todo lo que debiera haber pesado en la de su marido.

Marianne suspiró, repitiendo:

—No deseo que nada cambie.

—Juzgas todo esto —dijo Elinor— exactamente como debe juzgarlo una persona de mente capaz y recto juicio; y me atrevo a decir que encuentras (al igual que yo, y no solo en esta sino en muchas otras circunstancias), bastante motivos para convencerte de que el matrimonio con Willoughby te habría traído muchas zozobras y desilusiones en las que te habrías visto con escaso apoyo de un afecto que, de su parte, habría sido muy poco firme. Si se hubieran casado, habrían sido siempre pobres. Incluso él mismo se reconoce inmoderado en sus gastos, y toda su conducta indica que privarse de algo es una frase que no existe en su vocabulario. Sus demandas y tu inexperiencia juntas, con un ingreso muy, muy pequeño, los habrían puesto en apuros que no por haberte sido completamente desconocidos antes, o no haber pensado nunca en ellos, te serían menos penosos. Sé que tu sentido del honor y de la honestidad te habría llevado, al darte cuenta de la situación, a intentar todos los ahorros que te parecieran posibles; y quizá, mientras tu frugalidad disminuyera solo tu bienestar, podrías haberla resistido, pero más allá de eso (y, ¿qué podría haber hecho hasta el mayor de tus esfuerzos aislados para detener una ruina que había comenzado antes de tu enlace?), más allá de eso, si hubieras intentado, incluso de la forma más lógica, limitar sus diversiones, ¿no habría sido de temer que en vez de inducir a alguien de sentimientos tan egoístas para que consintiera en ello, habrías terminado por debilitar tu influencia en su corazón y hacerlo arrepentirse de la unión que le había significado tales trabas?

A Marianne le temblaron los labios y repitió “¿egoísta?” con un tono que significaba “¿de verdad lo crees egoísta?”.

—Toda su conducta —replicó Elinor—, desde el comienzo al final de esta historia, ha estado basada en el egoísmo. Fue el egoísmo lo primero que lo hizo jugar con tus sentimientos y lo que después, cuando los suyos se vieron comprometidos, lo llevó a retardar su confesión y lo que finalmente lo alejó de Barton. Su propio placer o su propia tranquilidad fueron siempre los principios que guiaron su proceder.

—Es muy cierto. Mi felicidad nunca fue su meta.

—En la actualidad —continuó Elinor—, lamenta lo que hizo. Y, ¿por qué lo lamenta? Porque se ha dado cuenta que no le sirvió. No lo ha hecho feliz. Ya no tiene problemas económicos, no sufre en ese aspecto, y solo piensa en que se casó con una mujer de temperamento menos agradable que el tuyo. Pero, ¿se sigue de eso que si se hubiera casado contigo sería feliz? Las dificultades habrían sido diferentes. Habría sufrido por las penurias económicas que, ahora que no las tiene, han perdido importancia para él. Habría tenido una esposa de cuyo carácter no se habría podido quejar, pero habría vivido siempre necesitado, siempre pobre; y probablemente después habría aprendido a valorizar mucho más las innumerables comodidades que da un patrimonio libre de deudas y una buena renta, incluso para la felicidad hogareña, que el simple carácter de una esposa.

—No me cabe la menor duda de ello —dijo Marianne—; y no me arrepiento de nada... de nada salvo de mi propia locura.

—Di más bien la imprudencia de tu madre, hijita —dijo la señora Dashwood—; es ella la responsable.

Marianne no la dejó continuar; y Elinor, satisfecha al ver que cada una reconocía su propio error, deseó evitar todo examen del pasado que pudiera hacer flaquear el espíritu de su hermana; así, retomando el primer tema, continuó pronto:

—De toda esta historia, creo que hay una conclusión que se puede extraer con toda justicia: que todos los problemas de Willoughby surgieron de la primera ofensa contra la moral, su comportamiento con Eliza Williams. Ese crimen fue el origen de todos los males menores que le siguieron y de todo su actual descontento.

Marianne asintió de todo corazón a esa observación; y su madre reaccionó a ella con una enumeración de los perjuicios infligidos al coronel Brandon y de sus méritos, en la cual había todo el entusiasmo capaz de originarse en la fusión de la amistad y el interés. Su hija, sin embargo, no pareció haberle prestado demasiada atención.

Tal como lo había esperado, Elinor vio que en los dos o tres días siguientes Marianne no continuó recuperando sus fuerzas como lo había estado haciendo; pero mientras su determinación se mantuviera sin claudicar y siguiera esforzándose por parecer alegre y tranquila, su hermana podía confiar sin vacilaciones en que el tiempo terminaría por sanarla.

Volvió Margaret y nuevamente se reunió toda la familia, otra vez se establecieron apaciblemente en la casita de campo, y si no continuaron sus habituales estudios con la misma energía que habían puesto en ello cuando llegaron a Barton, al menos proyectaban retomarlos vigorosamente en el futuro.

 

Elinor comenzó a impacientarse por tener algunas noticias de Edward. No había sabido nada de él desde su partida de Londres, nada nuevo sobre sus planes, incluso nada seguro sobre su actual lugar de residencia. Se habían escrito algunas cartas con su hermano a causa de la enfermedad de Marianne, y en la primera de John venía esta frase: “No sabemos nada de nuestro infortunado Edward y nada podemos averiguar sobre un tema tan vedado, pero lo creemos todavía en Oxford”. Esa fue toda la información sobre Edward que le proporcionó la correspondencia, porque en ninguna de las cartas siguientes se mencionaba su nombre. No estaba condenada, sin embargo, a permanecer demasiado tiempo en la ignorancia de sus planes.

Una mañana habían enviado a su criado a Exeter con un encargo; y a su vuelta, mientras servía a la mesa, respondía a las preguntas de su ama sobre los resultados de su cometido. Entre sus informes ofreció voluntariamente el siguiente:

—Supongo que sabe, señora, que el señor Ferrars se ha casado.

Marianne tuvo un violento sobresalto, clavó su mirada en Elinor, la vio ponerse blanca y se dejó caer en la silla presa del histerismo. La señora Dashwood, cuyos ojos habían seguido intuitivamente la misma dirección mientras respondía a la pregunta del criado, sintió un fuerte impacto al advertir por el semblante de Elinor la magnitud de su sufrimiento; y un momento después, igualmente angustiada por la situación de Marianne, no supo a cuál de sus hijas prestar atención primero.

Advirtiendo tan solo que la señorita Marianne parecía enferma, el criado fue lo bastante prudente para llamar a una de las doncellas, la cual la condujo a otra habitación ayudada por la señora Dashwood. Para ese entonces Marianne ya estaba repuesta, y su madre, dejándola al cuidado de Margaret y de la doncella, volvió a casa de Elinor, que aunque todavía se encontraba muy afectada, había recuperado el uso de la razón y de la voz lo suficiente para haber comenzado a interrogar a Thomas sobre la fuente de su información. La señora Dashwood se hizo de inmediato cargo de esa tarea y Elinor pudo beneficiarse de la información sin el esfuerzo de tener que ir tras ella.

—¿Quién le dijo que el señor Ferrars se había casado, Thomas?

—Con mis propios ojos vi al señor Ferrars, señora, esta mañana en Exeter, y también a su señora, la que fue señorita Steele. Estaban ahí parados frente a la puerta de la posada New London en su coche, cuando yo llegué con un mensaje de Sally, la de la finca, a su hermano, que es uno de los postillones. Justo miré hacia arriba cuando pasaba al lado del coche, y así vi de frente que era la más joven de las señoritas Steele; así que me saqué el sombrero y ella me reconoció y me llamó, y preguntó por usted, señora, y por las señoritas, especialmente la señorita Marianne, y me encargó que le enviara sus respetos y los del señor Ferrars, sus mayores respetos y atenciones, y les dijera que sentían no tener tiempo para venir a visitarlas, pero tenían prisa en seguir porque todavía les faltaba un buen trecho por recorrer, pero sin duda a la vuelta se asegurarían de pasar a verlas.

—Pero, ¿ella le dijo que se había casado, Thomas?

—Sí, señora. Se sonrió y dijo que había cambiado de nombre desde la última vez que había estado por estos lados. Siempre fue una joven muy amistosa y de trato fácil, y muy amable. Así que me tomé la libertad de desearle felicidades.

—¿Y el señor Ferrars estaba con ella en el carruaje?

—Sí, señora, justo lo vi sentado ahí, echado para atrás, pero no levantó los ojos. El caballero nunca fue muy dado a la charla. El corazón de Elinor podía explicar fácilmente por qué el caballero no se había identificado; y la señora Dashwood quizás imaginó idéntica razón.

—¿No había nadie más en el carruaje?

—No, señora, solo ellos dos.

—¿Sabe de dónde venían?

—Venían directamente de Londres, según me dijo la señorita Lucy... la señora Ferrars.

—¿Pero se dirigían más hacia el oeste?

—Sí, señora, pero no para quedarse mucho. Al regreso, entonces seguro que pasan por aquí.

La señora Dashwood miró ahora a su hija, pero Elinor sabía bien que no debía esperarlos. Reconoció a Lucy entera en el mensaje, y tuvo la seguridad de que Edward jamás vendría por su casa. En voz baja le observó a su madre que probablemente iban a casa del señor Pratt, cerca de Plymouth.

Thomas parecía haber terminado sus informes. Elinor deseaba querer saber más.

—¿Los vio partir antes de irse?

—No, señora; ya estaban sacando los caballos, pero no pude quedarme más; temía retrasarme.

—¿Parecía estar bien la señora Ferrars?

—Sí, señora, dijo que estaba muy bien; a mi ver siempre fue una joven muy guapa y parecía extraordinariamente contenta.

A la señora Dashwood no se le ocurrió nada más que preguntar, y Thomas y el mantel, ahora igualmente innecesarios, poco después fueron sacados de allí. Marianne ya había mandado decir que no iba a comer nada más; también la señora Dashwood y Elinor habían perdido el apetito, y Margaret podía sentirse muy bien con esto de que, a pesar de las innumerables inquietudes que ambas hermanas habían experimentado en el último tiempo, a pesar de los muchos motivos que habían tenido para descuidar las comidas, nunca antes habían tenido que quedarse sin cenar.

Cuando les sirvieron el postre y el vino y la señora Dashwood y Elinor quedaron a solas, permanecieron mucho rato juntas en parecidas meditaciones e idéntico silencio. La señora Dashwood no se aventuró a hacer ninguna observación y no se atrevió a ofrecer alivio. Se daba cuenta ahora de que se había equivocado al confiar en la imagen que Elinor había estado dando de sí misma; y concluyó correctamente que en su momento le había quitado importancia a todo lo que le ocurría solo para evitarle a ella mayores penalidades, considerando cuánto estaba sufriendo ya por Marianne. Se dio cuenta de que la cuidadosa, considerada solicitud de su hija la había conducido a la equivocación de pensar que el afecto que un día había comprendido tan bien, era en realidad mucho menos serio de lo que solía creer o de lo que ahora se veía que era. Temía que, al dejarse convencer de esa forma, había sido injusta, desconsiderada... no, casi cruel con Elinor; que la aflicción de Marianne, por ser más aparatosa, más patente a sus ojos, había absorbido demasiado de su ternura, llevándola a casi olvidar que en Elinor podía tener a otra hija sufriendo tanto como ella, con un dolor que ciertamente había sido menos buscado y que había soportado con mucho mayor entereza.

Capítulo XLVIII

Elinor había descubierto la diferencia entre esperar que ocurriera un hecho desagradable, por muy seguro que se lo pudiera considerar, y la certeza misma. Había descubierto que, mientras Edward continuaba soltero, a pesar de sí misma siempre le había dado cabida a la esperanza de que algo iba a ocurrir que impediría su matrimonio con Lucy; que algo, una decisión que él tomara, alguna intervención de amigos o una mejor oportunidad de establecerse para la dama— surgiría para permitir la felicidad de todos ellos. Pero ahora se había casado, y ella culpó a su propio corazón por esa recóndita tendencia a formarse ilusiones que hacía tanto más penosa la noticia.

Al comienzo se sorprendió de que se hubiera casado, antes (según se lo imaginaba) de su ordenación y, por consiguiente, antes de haber entrado en posesión del beneficio. Pero no tardó en ver cuán probable era que Lucy, vigilando sus propios intereses y deseosa de tenerlo seguro lo antes posible, pasara por alto cualquier cosa menos el peligro de la demora. Se habían casado, lo habían hecho en la ciudad, y ahora se dirigían a toda prisa a casa de su tío. ¡Qué habría sentido Edward al estar a cuatro millas de Barton, al ver al criado de su madre, al escuchar el mensaje de Lucy!

Supuso que pronto se habrían instalado en Delaford... Delaford, allí donde tantas cosas se juntaban para interesarla, el lugar que quería conocer y también evitar. Tuvo la rápida imagen de ellos en la casa parroquial; vio en Lucy la administradora activa, ingeniándoselas para equilibrar sus aspiraciones de elegancia con la máxima frugalidad, y avergonzada de que se fuera a sospechar ni la mitad de sus manejos económicos; en todo instante con su propio interés en mente, procurándose la buena voluntad del coronel Brandon, de la señora Jennings y de cada uno de sus amigos pudientes. No sabía bien cómo veía a Edward ni cómo deseaba verlo: feliz o desgraciado... ninguna de las dos posibilidades la ponía contenta; alejó entonces de su mente toda imagen de él.

Elinor se hacía ilusiones con que alguno de sus conocidos de Londres les escribiría anunciándoles el suceso y ofreciéndole más detalles; pero pasaban los días sin traer cartas ni noticias. Aunque no estaba segura de que alguien pudiera ser culpado por ello, criticaba de alguna manera a cada uno de los amigos ausentes. Todos eran desconsiderados o perezosos.

—¿Cuándo le escribirá al coronel Brandon, madre? —fue la pregunta que generó su impaciencia porque algo se hiciera al respecto.

—Le escribí la semana pasada, mi amor, y creo verlo llegar a él en vez de recibir noticias suyas. Le insistí que viniera a visitarnos, y no me sorprendería que estuviera aquí hoy o mañana, o cualquier día.

Esto ya era algo, algo en qué poner las esperanzas. El coronel Brandon debía poseer alguna información que darles.

No acababa de concluir tal cosa, cuando la figura de un hombre a caballo atrajo su vista hacia la ventana. Se detuvo ante su reja. Era un caballero, era el coronel Brandon en persona. Ahora sabría más; y tembló al pensarlo. Pero no era el coronel Brandon... no tenía ni su porte, ni su altura. Si fuera posible, diría que debía ser Edward. Volvió a mirar. Acababa de desmontar... no podía equivocarse... era Edward. Se alejó y se sentó. “Viene desde casa del señor Pratt a propósito para vernos. Tengo que estar tranquila; tengo que comportarme dueña de mí misma”.

En un momento se dio cuenta de que también los otros habían advertido el error. Vio que su madre y Marianne mudaban de color; las vio mirarla y susurrarse algo entre ellas. Habría dado lo que fuera por ser capaz de hablar y por hacerles comprender que esperaba no hubiera la menor frialdad o despecho hacia él en el trato. Pero no pudo sacar la voz y se vio obligada a dejarlo todo a la discreción de su madre y hermana.

No cruzaron ni una sílaba entre ellas. Esperaron en silencio que apareciera su visitante. Escucharon sus pisadas a lo largo del camino de grava; en un momento estuvo en el corredor, y pronto frente a ellas.

Al entrar en la habitación su semblante no mostraba gran alegría, ni siquiera desde la perspectiva de Elinor. Tenía el rostro pálido de nerviosismo, y parecía temeroso de la forma en que lo recibirían y consciente de no merecer una acogida cortés. La señora Dashwood, sin embargo, confiando cumplir así los deseos de aquella hija por quien se proponía en lo más profundo de su corazón dejarse guiar en todo, lo recibió con una mirada de fingida alegría, le estrechó la mano y le deseó felicidades.

Edward se sonrojó y balbuceó una respuesta incomprensible. Los labios de Elinor se habían movido a la par de los de su madre, y cuando la actividad hubo terminado, deseó haberle dado la mano también. Pero ya era demasiado tarde y, con una expresión en el rostro que pretendía ser sincera, se volvió a sentar y habló del tiempo.

Marianne, intentando ocultar su tristeza, se había retirado fuera de la vista de los demás tanto como le era posible; y Margaret, entendiendo en parte lo que ocurría pero no por completo, pensó que le correspondía comportarse dignamente, tomó asiento lo más lejos de Edward que pudo y mantuvo un riguroso silencio.

Cuando Elinor terminó de alegrarse por el clima seco de la estación, se sucedió una espantosa pausa. La rompió la señora Dashwood, que se sintió obligada a desear que hubiera dejado a la señora Ferrars en muy buena salud. Sin descanso él respondió que sí.

Otra pausa.

Elinor, decidiéndose a hacer un esfuerzo, aunque con miedo al sonido de su propia voz, dijo:

—¿Está en Longstaple la señora Ferrars?

—¡En Longstaple! —replicó él, con aire sorprendido—. No, mi madre está en Londres.

—Me refería —dijo Elinor, tomando una de las labores de encima de la mesa— a la señora de Edward Ferrars.

 

No se atrevió a levantar la vista; pero su madre y Marianne dirigieron sus ojos a él. Edward enrojeció, pareció sentirse pasmado, la miró con aire de sorpresa y, tras algunas vacilaciones, dijo:

—Quizá se refiera a... mi hermano... se refiera a la señora de Robert Ferrars.

—¡La señora de Robert Ferrars! —repitieron Marianne y su madre con un tono de enorme perplejidad; y aunque Elinor no fue capaz de hablar, también le clavó los ojos con el mismo nervioso desconcierto. Él se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana, aparentemente sin saber qué hacer; tomó unas tijeras que se encontraban por allí, y mientras cortaba en pedacitos la funda en que se guardaban, arruinando así ambas cosas, dijo con tono apurado:

—Quizá no lo sepan, no hayan sabido que mi hermano se ha casado recientemente con... con la menor... con la señorita Lucy Steele.

Sus palabras fueron repetidas con impresionante asombro por todas, salvo Elinor, que siguió sentada con la cabeza inclinada sobre su labor, en un estado de turbación tan grande que casi no sabía dónde se encontraba.

—Sí —dijo él—, se casaron la semana pasada y ahora están en Dawlish.

Elinor no pudo seguir sentada. Salió de la alcoba casi corriendo, y tan pronto cerró la puerta, estalló en lágrimas de alegría que al comienzo pensó no iban a terminar nunca. Edward, que hasta ese momento había mirado a cualquier parte menos a ella, la vio salir a la carrera y quizá vio —o incluso escuchó— su emoción, pues inmediatamente después se sumió en un estado de ensueño que ninguna observación ni pregunta afectuosa de la señora Dashwood pudo penetrar; finalmente, sin decir palabra, abandonó la habitación y salió hacia la aldea, dejándolas perplejas y pasmadas ante un cambio en las circunstancias tan maravilloso y súbito, entregadas a un desconcierto que solo podían paliar a través de elucubraciones.