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—No sirve de nada que permanezca aquí; debo irme.

—¿Vuelve a la ciudad?

—No, a Combe Magna. Tengo algo que resolver allí; en uno o dos días más lo haré dirigiéndome a la ciudad. Adiós.

Le alargó la mano. Ella no pudo rehusar darle la suya; él se la estrechó con afecto.

—Pero, ¿usted sí piensa más positivamente ahora de mí? —dijo, soltándola y apoyándose en la repisa de la chimenea, como si hubiera olvidado que tenía que irse.

Elinor le aseguró que así era; que lo perdonaba, lo compadecía, que le deseaba lo mejor, incluso que fuera feliz, a lo que añadió un consejo de galanura sobre el comportamiento más adecuado para conseguirlo. Su respuesta no fue muy positiva.

—En cuanto a eso —dijo—, tendré que arreglármelas lo mejor que pueda. En la felicidad hogareña no puedo ni pensar. Sin embargo, si usted y su familia tienen algún interés en mi suerte y en mis actos, puede ser la forma... puede ponerme en guardia... al menos, puede ser algo por lo que vivir. A Marianne, de todas maneras, la he perdido para siempre. Incluso si, por algún bendito azar, me encontrara libre de nuevo...

Elinor lo detuvo con una recriminación.

—Bien —dijo él—, de nuevo, adiós. Me iré ahora y viviré temiendo que ocurra una sola cosa.

—¿Qué quiere decir?

—Temeré el matrimonio de su hermana.

—Va muy equivocado. Jamás podrá estar más fuera de su alcance de lo que está ahora.

—Pero será de otro. Y si ese otro fuera el mismo que, entre todos los hombres, menos soporto... Pero no me quedaré a privarme de toda su compasiva buena voluntad al mostrarle que allí donde he hecho más daño, menos puedo perdonar. Adiós, ¡que Dios la bendiga!

Y con estas palabras, se fue casi corriendo de la habitación.

Capítulo XLV

Durante un buen espacio de tiempo tras la marcha de Willoughby, incluso después de haberse perdido en la distancia el traqueteo de su carruaje, Elinor permaneció demasiado abatida por un conjunto de ideas muy diferentes entre sí, pero cuyo resultado general era la melancolía, para ni siquiera pensar en su hermana.

Willoughby, el mismo a quien solo hacía media hora había detestado como el más despreciable de los hombres; Willoughby, a pesar de todos sus defectos, despertaba en ella una conmiseración tal por los sufrimientos que esos mismos defectos habían producido, que ahora la hacían pensar en él, apartado para siempre de su familia, con una ternura, con una pena más proporcionadas, como pronto reconoció para sí misma, a sus deseos que a sus méritos. Sintió que su influencia sobre ella se veía incrementada por circunstancias que razonablemente no habrían debido pesar: por el poco común atractivo de su apariencia; por sus modales francos, afectuosos y vivaces, que no hay mérito en poseer; y por ese todavía fervoroso amor por Marianne, en el que ni siquiera era inocente complacerse. Pero sintió todo esto mucho, mucho antes de ir debilitándose su influjo.

Cuando finalmente volvió junto a la inconsciente Marianne, la encontró que acababa de despertarse, renovada por tan largo y dulce sueño, tal como lo había aguardado. El corazón de Elinor estaba colmado de felicidad. El pasado, el presente, el futuro; la visita de Willoughby, ver a Marianne a salvo y la anhelada llegada de su madre, la llenaron de una vivacidad que impidió toda señal de cansancio y la hizo temer tan solo que pudiera traicionarse frente a su hermana. Poco fue el tiempo, sin embargo, en que la afectó ese temor, pues antes de media hora de la partida de Willoughby, el ruido de otro carruaje la hizo bajar nuevamente. Ansiosa de evitar a su madre innecesarios momentos de terrible suspense, corrió de inmediato al vestíbulo y llegó a la puerta principal justo a tiempo de recibirla y abrazarla mientras entraba.

La señora Dashwood, cuyo terror a medida que se aproximaban a la casa le había producido casi la convicción de que Marianne ya había dejado de existir, no pudo sacar la voz para preguntar por ella, ni siquiera para dirigirse a Elinor; pero esta, sin aguardar saludos ni preguntas, enseguida le dio las buenas noticias; y su madre, tomándolas con su usual ímpetu, en un instante estuvo tan abrumada por la felicidad como antes lo había estado por sus temores. Entre su hija y el amigo de esta la sostuvieron hasta llevarla a la sala; y allí, derramando lágrimas de alegría, aunque todavía incapaz de hablar, abrazó una y otra vez a Elinor, separándose de ella a intervalos para estrechar la mano del coronel Brandon con una mirada que expresaba al propio tiempo su gratitud y su certeza de que él compartía con ella la dicha del instante. Él, sin embargo, la compartía en un silencio incluso mayor que el de ella.

Apenas se recuperó la señora Dashwood, su primer deseo fue ver a Marianne; y en dos minutos estuvo junto a su niña amada, a quien la ausencia, la infelicidad y el peligro habían hecho más querida todavía. El placer de Elinor al ver lo que cada una de ellas sentía al encontrarse solo se vio refrenado por el temor de estarle robando a Marianne horas de sueño; pero la señora Dashwood podía ser tranquila, podía hasta ser prudente cuando se trataba de la vida de una hija; y Marianne, contenta de saber que su madre estaba a su lado y consciente de estar demasiado débil todavía para conversar, se sometió rápidamente al silencio y sosiego ordenados por todos quienes la cuidaban. La señora Dashwood insistió en velar su sueño durante toda la noche, y Elinor, obedeciendo a los ruegos de su madre, se fue a la cama. Pero el descanso, que una noche completa sin dormir y tantas horas de la más agobiadora ansiedad parecían hacer tan necesario, se vio obstaculizado por la excitación de su espíritu. Willoughby, “el pobre Willoughby”, como ahora se permitía llamarlo, estaba continuamente en su mente; no podía sino haber escuchado su justificación ante el mundo, y ora se culpaba, ora se absolvía por haberlo juzgado tan duramente antes. Pero su promesa de contárselo a su hermana le era terriblemente traumática. Temía hacerlo, temía los efectos que pudiera tener en Marianne; dudaba si, tras tal explicación, ella podría alguna vez ser feliz con otra persona; y durante algunos instantes deseó que Willoughby enviudara; después, recordando al coronel Brandon, se lo reprochó, sintiendo que sus sufrimientos y su constancia, mucho más que los de su rival, merecían tener como recompensa a Marianne, y deseó que ocurriera cualquier cosa menos el fallecimiento de la señora Willoughby.

La comisión del coronel Brandon en Barton no había tenido un impacto demasiado fuerte sobre la señora Dashwood, porque esta ya abrigaba fuertes temores en relación con Marianne; estaba tan desazonada por ella que ya había decidido ir a Cleveland ese mismo día, sin aguardar mayores noticias, y los preparativos de su viaje estaban tan adelantados antes de la llegada del coronel, que esperaban de un instante a otro la llegada de los Carey a buscar a Margaret, a quien su madre no deseaba llevar donde hubiera peligro de una infección.

Marianne seguía recuperándose día a día, y la radiante alegría en el semblante y en el ánimo de la señora Dashwood daban fe de que era, como repetidamente se confesaba, una de las mujeres más felices del mundo. Elinor no podía escuchar sus palabras, ni contemplar sus manifestaciones, sin preguntarse a veces si su madre alguna vez recordaba a Edward. Pero la señora Dashwood, confiada en el moderado relato de sus penas que le había hecho llegar Elinor, permitió que la exuberancia de su alegría la llevara a pensar solo en lo que podía aumentarla. Marianne le había sido devuelta tras un peligro en el cual —así había comenzado a sentir— ella misma, con su propio equivocado juicio, había contribuido a ponerla, pues había estimulado su desventurado afecto por Willoughby; y en su recuperación tenía todavía otro motivo de alegría, en el cual Elinor no había atinado. Así se lo hizo saber tan pronto como se presentó la oportunidad de una conversación privada entre ellas.

—Por fin estamos solas. Mi querida Elinor, todavía no conoces toda mi felicidad. El coronel Brandon ama a Marianne; él mismo me lo ha confesado.

Elinor, sintiéndose alternativamente contenta y apenada, sorprendida y no sorprendida, era toda silenciosa atención.

—Nunca reaccionas como yo, querida Elinor, o me extrañaría ahora tu compostura. Si alguna vez me hubiera puesto a pensar en qué sería lo mejor para mi familia, habría concluido que el matrimonio del coronel Brandon con una de ustedes era lo más deseable. Y pienso que, de las dos, Marianne puede ser la más feliz con él.

Elinor estuvo medio tentada de preguntarle por qué pensaba eso, sabiendo que no podría contestarle de ninguna manera que se sustentara en consideraciones imparciales sobre edad, caracteres o sentimientos; pero su madre siempre se dejaba llevar por su imaginación en todos los temas que le interesaban y, así, en vez de preguntar, lo dejó pasar con una sonrisa.

—Me abrió de par en par el corazón ayer mientras veníamos hacia aquí. Fue muy de súbito, muy de golpe. Yo, como puedes imaginártelo, no podía hablar de nada sino de mi niña; él no podía ocultar su angustia; vi que era tan grande como la mía, y él, quizá pensando que la simple amistad, tal como son hoy las cosas, no podría justificar una simpatía tan ardiente (o tal vez no pensando en nada, supongo), dejándose invadir por sentimientos irrefrenables, me dio a conocer su profundo, tierno y firme afecto por Marianne. La ha amado, querida Elinor, desde la primera vez que la vio.

En esto, sin embargo, Elinor percibió no el lenguaje, no las declaraciones del coronel Brandon, sino los adornos con que su madre solía acrecentar todo aquello que la hacía feliz, amoldándolo a su propia incansable fantasía.

 

—Su afecto por ella, que sobrepasa con creces todo lo que Willoughby sintió o fingió, mucho más cálido, más sincero, más constante, como sea que lo llamemos, ¡ha subsistido incluso al conocimiento de la desdichada predilección de Marianne por aquel joven despreciable! ¡Y sin egoísmos, sin alimentar esperanzas! ¿Cómo pudo verla feliz con otro? ¡Qué nobleza de corazón! ¡Qué franqueza, qué sinceridad! Con él nadie puede engañarse.

—Nadie duda —dijo Elinor— sobre la reputación del coronel Brandon como hombre extraordinario.

—Sé que es así —replicó su madre con gran aplomo—, o después de la advertencia que hemos tenido, sería la última en estimular este afecto, o ni siquiera de complacerme en él. Pero el que haya ido a buscarme como lo hizo, con una amistad tan diligente, tan pronta, basta como prueba de que es uno de los hombres más apreciables del mundo.

—Su reputación, sin embargo —respondió Elinor— no descansa en un gesto de generosidad, al cual su afecto por Marianne, si dejamos fuera el simple espíritu humanitario, lo habría impulsado. La señora Jennings, los Middleton, hace tiempo que lo conocen bien, y lo respetan y aman por igual; e incluso yo, aunque desde hace poco, lo conozco suficientemente, y lo valoro y estimo tanto que, si Marianne puede ser feliz con él, estaré tan dispuesta como usted a pensar que nuestra relación con él es para nosotros la mayor de las bendiciones. ¿Qué le contestó usted? ¿Le dio alguna esperanza?

—¡Ah, mi amor! No podía ahí hablar de esperanzas ni para él ni para mí. Marianne podía estar muriendo en aquel instante. Pero él no solicitaba que le dieran esperanzas ni que lo animaran. Lo que hacía era una confidencia involuntaria, un desahogo que no podía guardar más en su interior frente a una amiga capaz de consolarlo, no una petición a una madre. Aunque después de algunos momentos, porque en un comienzo me sentía bastante abrumada, sí dije que si ella vivía, como confiaba en que ocurriría, sería mi mayor alegría promover el matrimonio entre ambos; y desde que llegamos, con la maravillosa seguridad que desde ese momento tenemos, se lo he repetido en diversas ocasiones, lo he animado con todas mis fuerzas. El tiempo, le digo, un poco de tiempo, se encargará de todo; el corazón de Marianne no se va a desperdiciar para siempre en un hombre como Willoughby. Sus propios méritos pronto deberán ganárselo.

—A juzgar por el ánimo del coronel, sin embargo, no ha logrado contagiarle su alegría.

—No. Él cree que el amor de Marianne es demasiado profundo para que cambie antes de mucho tiempo; e incluso suponiendo que su corazón vuelva a estar libre, no confía bastante en él para pensar que, con tanta diferencia de edad y manera de ser, él pueda atraerla. En eso, sin embargo, se equivoca mucho. La supera en años únicamente hasta el punto en que ello constituye una ventaja, al darle firmeza de carácter y de principios; y su manera de ser, estoy convencida de ello, es exactamente la que puede hacer feliz a tu hermana. Y su aspecto, también sus modales, todos juegan a su favor. Mi simpatía por él no me ciega; por supuesto que no es tan apuesto como Willoughby; pero, al mismo tiempo, hay algo mucho más agradable en su rostro. Siempre hubo una cierta cosa, recuerda, en los ojos de Willoughby, había algo a ratos, que no me gustaba.

Elinor no lo recordaba; pero su madre, sin esperar su conformidad, continuó:

—Y sus modales, los modales del coronel, no solo me gustan más de lo que nunca hicieron los de Willoughby, sino que son de un estilo que estoy segura cautiva mucho más a Marianne. La amabilidad, la sincera preocupación por los demás que muestra, su varonil y no afectada sencillez, son mucho más acordes con la auténtica manera de ser de tu hermana, que la vivacidad, a menudo artificial e hipócrita, del otro. Tengo plena seguridad de que si Willoughby hubiera resultado en verdad tan amable como ha demostrado ser lo contrario, incluso así Marianne no habría sido tan feliz con él como lo será con el coronel Brandon.

Hizo una pausa. Su hija no podía estar de acuerdo con ella, pero no se escuchó su réplica y, por tanto, no significó ningún agravio.

—En Delaford no estará lejos de mí —añadió la señora Dashwood—, incluso si permanezco en Barton; y con toda probabilidad, pues he sabido que es una aldea grande, debe haber alguna casa pequeña o cabaña cerca que nos acomode tanto como la actual.

—¡Pobre Elinor! ¡He aquí un nuevo plan para llevarla a Delaford! Pero era fuerte de espíritu.

—¡Su fortuna, también! Porque a mi edad, tú sabes que todos se preocupan de eso; y aunque ni sé ni deseo saber a cuánto asciende, estoy segura de que debe ser respetable.

En ese momento los interrumpió la entrada de un tercero, y Elinor se retiró a meditar sobre todas estas cosas a solas, a desearle felicidad a su amigo y, aún así, a sentir un hondo pesar por Willoughby.

Capítulo XLVI

La enfermedad de Marianne, aunque muy debilitante por naturaleza, no había sido tan larga como para retardar su recuperación; y su juventud, su natural energía y la presencia de su madre la facilitaron de tal manera, que ya a los cuatro días de haber llegado la señora Dashwood pudo trasladarse al saloncito de la señora Palmer. Una vez allí, ella misma solicitó que enviaran por el coronel Brandon, pues estaba impaciente por darle las gracias por haber traído a su madre.

La reacción del coronel al entrar a la habitación, al comprobar cuánto había cambiado el aspecto de Marianne y al recibir la pálida mano que de inmediato le extendió, hizo pensar a Elinor que la enorme emoción que mostraba debía nacer de algo más que su afecto por ella o de saber que los demás estaban al tanto de sus sentimientos; y pronto descubrió en su tristeza y en la forma en que había cambiado de color al mirar a su hermana, la probable reproducción en su memoria de incontables escenas de angustia vividas en el pasado, vueltas a vivir por esa semejanza entre Marianne y Eliza de que ya había hablado, y ahora reforzada por los ojos hundidos, la piel sin vida, su aspecto de postrada debilidad y el caluroso reconocimiento de una deuda especial con él.

Para la señora Dashwood, no menos atenta que su hija a lo que ocurría pero con ideas que iban por muy diferentes derroteros y, por tanto, a la espera de muy distintos efectos, la conducta del coronel se originaba en las más simples y naturales sensaciones, mientras en las palabras y gestos de Marianne quería ver el nacimiento de algo más que simple gratitud.

Después de uno o dos días, con Marianne recuperando visiblemente las fuerzas de doce en doce horas, la señora Dashwood, animada tanto por sus propios deseos como por los de su hija, comenzó a hablar de regresar a Barton. De las providencias que ella tomara dependían las de sus dos amigos: la señora Jennings no podía dejar Cleveland mientras estuvieran allí las Dashwood, y el coronel Brandon, obedeciendo al pedido unánime de todas ellas, debió considerar su permanencia como sujeta a los mismos términos, si no igualmente indispensable. A su vez, en contestación al pedido conjunto de la señora Jennings y del coronel, la señora Dashwood debió aceptar el carruaje de este en su viaje de vuelta, por la comodidad de su hija enferma; y el coronel, frente a la invitación de la señora Dashwood y la señora Jennings, cuyo diligente buen carácter la hacía ser amistosa y hospitalaria en nombre de otras personas tanto como en el propio, se comprometió con placer a recuperarlo haciendo una visita a la casita de Barton en el curso de algunas semanas.

Llegó el día de la separación y la marcha; y Marianne, después de una larga y muy especial despedida de la señora Jennings, tan llena de gratitud, tan llena de respeto y buenos deseos como en lo más íntimo y secreto de su corazón reconocía deberle por sus antiguos desaires, y diciendo adiós al coronel Brandon con la amabilidad de una amiga, subió al carruaje ayudada por él, que parecía empeñado en que ocupara al menos la mitad del espacio. Siguieron a continuación la señora Dashwood y Elinor, dejando a los que allí quedaban entregados a conversar sobre las viajeras y sentir la pena que los invadía, hasta que la señora Jennings fue llamada a su propio coche, donde encontró consuelo en los comentarios de su doncella sobre la pérdida de sus dos jóvenes acompañantes; y poco después, el coronel Brandon emprendió su solitario viaje a Delaford.

Dos días estuvieron las Dashwood en el camino, y Marianne soportó el viaje en ambos sin gran fatiga. Todo cuanto el más diligente afecto y los cuidados más solícitos podían hacer por su comodidad, lo hizo incansablemente cada una de sus dos acompañantes; y ambas se vieron recompensadas por el reposo físico que logró y la tranquilidad de su espíritu. Esta última era para Elinor especialmente gratificante. Después de contemplar a Marianne semana tras semana en continuo padecer, de verla con el corazón oprimido por una angustia que no tenía el valor necesario para expresar ni la fortaleza necesaria para esconder, constataba ahora en ella, con una alegría que nadie podía sentir de la misma forma, una aparente serenidad que si era —como esperaba que fuese— resultado de la reflexión, con el tiempo podía traerle contentamiento y felicidad.

A medida que se acercaban a Barton, en verdad, e iban pasando por los lugares donde cada sembrado y cada árbol traía algún recuerdo penoso en particular, Marianne se fue quedando callada y pensativa; y volviendo el rostro para que no se percataran, no dejó de mirar fijamente por la ventanilla. Pero Elinor no pudo ni admirarse ni culparla por ello; y cuando al ayudarla a bajar del carruaje vio que había estado llorando, lo consideró una emoción demasiado normal en sí misma para despertar una respuesta menos tierna que la piedad y, dada la discreción con que se había manifestado, merecedora de todo encomio.

En toda su conducta posterior fue viendo las huellas de una mente decidida a realizar un esfuerzo razonable, pues apenas entraron a su salita de estar, Marianne la recorrió con una mirada decidida y firme, como resuelta a acostumbrarse enseguida a la vista de cada objeto al que podía estar asociado el recuerdo de Willoughby. Habló poco, pero cada una de sus frases apuntaba a la alegría; y aunque de cuando en cuando se le escapaba un lamento, nunca lo dejaba pasar sin compensarlo con una sonrisa. Después de cenar intentó tocar el piano. Se acercó a él, pero la pieza que primero saltó a su vista fue una ópera, regalo de Willoughby a ella, que contenía algunos de sus duetos favoritos y en cuya primera página él había escrito su nombre, con su propia letra. Eso no iba a ir bien. Movió la cabeza, puso la partitura a un lado y tras dejar correr los dedos sobre las teclas durante un minuto, se quejó de que los tenía débiles y volvió a cerrar el instrumento; junto con eso, sin embargo, declaró firmemente que en el futuro debía practicar mucho.

La mañana siguiente no produjo ningún retroceso en estos felices síntomas. Al contrario, fortalecida en mente y cuerpo por el descanso, sus gestos y sus palabras parecían genuinamente animados mientras anticipaba el placer del retorno de Margaret y comentaba cómo se restituiría con ello el querido grupo familiar, y cómo sus actividades compartidas y alegre compañía eran la única felicidad que cabía esperar.

—Cuando el tiempo se estabilice y haya recuperado las fuerzas —decía—, haremos largos paseos juntas todos los días. Iremos hasta la granja junto a la colina y veremos cómo siguen los niños; caminaremos hasta las nuevas plantaciones de sir John en Barton Cross y cerca de la abadía; iremos muy seguido a las viejas ruinas del convento e intentaremos explorar sus cimientos hasta donde nos dijeron que alguna vez llegaron. Sé que seremos felices. Sé que el verano transcurrirá alegremente. Pretendo no levantarme nunca después de las seis y desde esa hora hasta la cena repartiré cada instante entre la música y la lectura. Me he formado un plan y estoy decidida a continuar mis estudios seriamente. Ya conozco demasiado bien nuestra biblioteca para recurrir a ella por algo más que simple entretenimiento. Pero hay muchas obras que vale la pena leer en Barton Park, y otras más modernas que sé que puedo pedir prestadas al coronel Brandon. Con solo leer seis horas diarias, en un año habré logrado un grado de instrucción que ahora sé que me falta.

Elinor la alabó por un plan nacido de un propósito tan honorable como ese, aunque sonrió al ver la misma ansiosa fantasía que la había llevado a los mayores extremos de melancólica negligencia y egoístas quejumbres, ahora ocupada en introducir excesos en un plan de tan racionales actividades y virtuoso autocontrol. Su sonrisa, sin embargo, se transformó en un lamento cuando recordó que todavía no cumplía la promesa hecha a Willoughby, y temió tener que comunicar algo que otra vez podría desbaratar la mente de Marianne y destruir, al menos por un tiempo, esta grata perspectiva de hacendosa tranquilidad. Deseosa, entonces, de postergar esa hora nefasta, resolvió esperar hasta que la salud de su hermana estuviera más fortalecida para contárselo. Pero el único destino de tal decisión era no ser cumplida.

 

Marianne llevaba dos o tres días en casa antes de que el tiempo se compusiera lo suficiente para que una convaleciente como ella se aventurara a salir. Pero por fin amaneció una mañana suave y templada, capaz de dar ánimos a los deseos de la hija y a la confianza de la madre; y Marianne, apoyada en el brazo de Elinor, fue autorizada a pasear en el prado frente a la casa todo lo que quisiera, mientras no se cansara.

Las hermanas partieron con el paso cansino que exigía la debilidad de Marianne en un ejercicio no intentado hasta entonces; y se habían alejado de la casa apenas lo suficiente para tener una visión completa de la colina, la gran colina detrás de la casa, cuando deteniéndose con la vista vuelta hacia ella, Marianne dijo con toda tranquilidad:

—Ahí, exactamente ahí —señalando con una mano—, en ese montículo, ahí me caí; y ahí vi por primera vez a Willoughby.

La voz se le apagó al pronunciar esa palabra, pero recuperándose pronto, añadió:

—¡Cómo estoy contenta de descubrir que puedo contemplar ese lugar con tan poco sufrimiento! ¿Alguna vez hablaremos sobre ese tema, Elinor? —lo dijo con voz vacilante—. ¿O no será bueno? Yo sí puedo hablar de ello ahora, espero, y en la forma en que debo hacerlo.

Elinor la invitó con gran cariño a que se desahogara.

—En cuanto a lamentarse —dijo Marianne—, ya he dejado atrás eso, en lo que a él concierne. No pretendo hablarte de lo que han sido mis sentimientos hacia él, sino de lo que son ahora. Actualmente, si pudiera tener certeza sobre una cosa, si pudiera pensar que no siempre estuvo representando un papel, no siempre engañándome...; pero, sobre todo, si alguien pudiera darme la seguridad de que nunca fue tan malvado como en ocasiones me lo han representado mis temores, desde que supe la historia de esa desgraciada niña...

Se detuvo. Elinor recibió con alegría sus palabras, guardándolas, mientras contestaba:

—Si se te pudiera dar seguridad sobre eso, ¿crees que conseguirías la tranquilidad?

—Sí. Mi paz mental depende doblemente de ello; pues no solo es espantoso sospechar tales propósitos de alguien que ha sido lo que él fue para mí, sino además, ¿cómo me hace aparecer a mí? En una situación como la mía, ¿qué cosa sino el más deshonroso indiscreto afecto pudo exponerme a...?

—Entonces, ¿cómo explicas su conducta?

—Querría pensar... ¡ah, cómo me gustaría poder pensar que solo era voluble... muy, muy voluble!

Elinor no dijo más. Deliberaba internamente sobre la conveniencia de comenzar su historia enseguida o posponerla hasta que Marianne estuviera más fuerte, y siguieron caminando paso a paso durante unos minutos, calladas.

—No le estoy deseando un gran bien —dijo finalmente Marianne con un hondo suspiro— cuando le deseo que sus pensamientos íntimos no sean más ingratos que los míos. Ya con eso sufrirá suficientemente.

—¿Estás comparando tu conducta con la suya?

—No. Lo comparo con la que debió ser; la comparo con la tuya.

—Tu situación y la mía no se han parecido mucho.

—Se han parecido más de lo que se parecieron nuestros comportamientos. No dejes, queridísima Elinor, que tu bondad defienda lo que ha de censurar tu criterio. Mi enfermedad me ha hecho pensar, me ha dado tiempo tranquilo y calma para meditar con seriedad las cosas. Mucho antes de haberme recuperado lo suficiente para hablar, perfectamente podía reflexionar. Sopesé el pasado: todo lo que vi en mi propio comportamiento, desde el comienzo de nuestra relación con él el otoño pasado, fue una serie de imprudencias contra mí misma y de falta de amabilidad hacia los demás. Vi que mis propios sentimientos habían preparado el camino para mis sufrimientos y que mi falta de fortaleza en el dolor casi me había llevado a la tumba.

Era consciente de que yo misma había sido la causa de mi enfermedad al descuidar mi propia salud de una forma tal que incluso en ese tiempo sentía incorrecta. Si hubiera muerto, habría sido aniquilación. No supe el peligro en que me había puesto hasta que desapareció ese peligro; pero con sentimientos como aquellos a los que estas reflexiones dieron origen, me extraña haberme recuperado; me asombra que la misma intensidad de mi deseo de vivir, de tener tiempo para la expiación ante mi Dios y ante todos ustedes, no me haya matado de repente. Si hubiera muerto, ¡en qué singular angustia te habría dejado, a ti, mi cuidadora, mi amiga, mi hermana! ¡Tú, que habías visto todo el irritable egoísmo de mis últimos días; que habías conocido todos los secretos de mi corazón! ¡Cómo habría perdurado en tus recuerdos! ¡Y mi madre, también! ¡Cómo podrías haberla consolado! No puedo poner en palabras cuánto me desprecié. Cada vez que dirigía la mirada hacia el pasado, veía un deber que había descuidado o alguna falta que había dejado pasar. A todos parecía haber causado algún perjuicio. A la amabilidad de la señora Jennings, a su ininterrumpida amabilidad, había respondido con desagradecido menosprecio. Con los Middleton, con los Palmer, con los Steele, hasta con los conocidos más corrientes, había sido insolente e injusta; mi corazón había permanecido insensible a sus méritos y mi temperamento irritado ante sus mismas atenciones. A John, a Fanny (sí, incluso a ellos, aunque sea poco lo que se merecen), les había dado menos de lo que les es debido.

Sin embargo a ti, a ti por encima de todo, por encima de nuestra madre, te había ofendido. Yo, solo yo, conocía tu corazón y sus penas; e incluso así, ¿en qué me influyó? No en hacerme más compasiva, beneficiándome a mí o a ti. Tenía tu ejemplo ante mí; pero, ¿de qué me sirvió? ¿Fui más considerada contigo y tu felicidad? ¿Imité la forma en que te contenías o suavicé tus ataduras haciéndome cargo de algunas de las muestras de deferencia general o gratitud personal que hasta ese momento habían recaído enteramente en ti? No; cuando te sabía desventurada no menos que cuando te creía en paz, dejé sin cumplir todo lo que el deber o la amistad me exigían; apenas admitía que el dolor existiera sino en mí, y solo lloraba por ese corazón que me había abandonado y agraviado, dejando que tú, a quien profesaba un cariño sin límites, sufrieras por mi causa.

En este punto se paró el rápido fluir de las recriminaciones que a sí misma se dirigía; y Elinor, impaciente por dar consuelo, aunque demasiado honesta para halagar, de inmediato le ofreció los elogios y el apoyo que su sinceridad y arrepentimiento tan bien merecían.

Marianne le oprimió la mano y replicó:

—Eres muy buena. El futuro debe ser mi prueba. Me he hecho un proyecto, y si soy capaz de cumplirlo, lograré el dominio de mis sentimientos y mejoraré mi carácter. Ya no significarán preocupaciones para los demás ni tormentos para mí misma. Viviré ahora solo para mi familia. Tú, mi madre, Margaret, de ahora en adelante serán todo mi mundo; entre ustedes se repartirá todo mi cariño. Nunca más habrá nada que me anime a alejarme de ustedes o del hogar; y si me junto con otras personas, será solo para mostrar un espíritu más humilde, un corazón contrito, y hacer ver que puedo llevar a cabo las cortesías, las más pequeñas obligaciones de la vida, con amabilidad y paciencia. En cuanto a Willoughby, sería ocioso decir que pronto o alguna vez lo olvidaré. Ningún cambio de circunstancias u opiniones podrá vencer su recuerdo. Pero estará sujeto a las normas y frenos de la religión, la razón y la continua ocupación.