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Capítulo XXXIII

Tras una cierta resistencia, Marianne cedió a los ruegos de su hermana y una mañana aceptó salir con ella y la señora Jennings durante media hora. Sin embargo, lo hizo con la expresa condición de que no efectuarían visitas y que se limitaría a acompañarlas a la joyería Gray en Sackville Street, donde Elinor estaba tratando el cambio de unas pocas alhajas de su madre que se veían anticuadas.

Cuando se detuvieron en la puerta, la señora Jennings recordó que en el otro extremo de la calle vivía una señora a quien debía hacer una visita; y como nada tenía que hacer en la joyería de Gray, decidió que mientras sus jóvenes amigas cumplían su cometido, ella haría el suyo y después regresaría.

Al subir las escalinatas, las señoritas Dashwood encontraron tal cantidad de personas delante de ellas que nadie parecía estar disponible para atender su solicitud, y se vieron obligadas a esperar. No les quedó más que sentarse cerca del extremo del mostrador que prometía un movimiento más rápido; solo un caballero se encontraba allí, y es probable que Elinor no dejara de tener la esperanza de despertar su amabilidad para que despacharan pronto su pedido. Pero la exactitud de su vista y la delicadeza de su gusto resultaron ser mayores que su amabilidad. Estaba encargando un estuche de mondadientes para sí mismo, y hasta que no decidió su tamaño, forma y adornos —que combinó a su gusto según su propia inventiva tras examinar y analizar durante un cuarto de hora todos los estuches de la tienda—, no se dio tiempo para prestar atención a las dos damas, salvo dos o tres miradas bastante osadas; un tipo de interés que sirvió para grabar en Elinor el recuerdo de una figura y rostro de acusada, natural y vulgar insignificancia, aunque acicalado a la última moda.

Marianne se ahorró los molestos sentimientos de desagrado y resentimiento ante la impertinencia con que las había examinado y los petulantes modales con que el sujeto elegía los diferentes horrores de los distintos estuches que se le presentaban, permaneciendo ajena a todo ello; era capaz de abstraerse en sus pensamientos e ignorar todo lo que ocurría a su alrededor en la tienda del señor Gray con la misma facilidad que en su propia alcoba.

Por fin el asunto fue solucionado. El marfil, el oro y las perlas, todos recibieron su emplazamiento, y tras fijar el último día en que su existencia podía sostenerse sin la posesión del estuche, el caballero se calzó los guantes con estudiada parsimonia y, arrojando otra mirada a las señoritas Dashwood, pero una mirada que más parecía pedir admiración que manifestarla, se retiró con un aire satisfecho en que se mezclaban una auténtica pavonería y una afectada indiferencia.

Sin pérdida de tiempo, Elinor expuso su encargo y estaba a punto de concluirlo cuando otro caballero se colocó a su lado. Se volvió a mirarlo, y con algo de sorpresa se encontró con que era su hermano.

El afecto y alegría que mostraron al encontrarse fue bastante para hacerlos creíbles en la tienda del señor Gray. En verdad, John Dashwood estaba lejos de lamentar volver a ver a sus hermanas; más bien, los tres se pusieron contentos y él indagó acerca de la madre de ellas de forma cortés y atenta.

Elinor se enteró de que él y Fanny llevaban dos días en la ciudad.

—Tenía grandes deseos de haberlas visitado ayer —manifestó John—, pero fue imposible, porque tuvimos que llevar a Harry a ver a los animales salvajes en Exeter Exchange y pasamos el resto del día con la señora Ferrars. Harry estaba totalmente feliz. Tenía todas las intenciones de ir a visitarlas hoy en la mañana, si es que podía encontrar una media hora libre, ¡pero siempre hay tanto que hacer en cuanto se llega a la ciudad! He venido aquí a encargar un sello para Fanny. Pero espero que con toda seguridad mañana pueda acudir a Berkeley Street y conocer a la señora Jennings. Tengo entendido que es dueña de una gran fortuna. Y a los Middleton también tienen que presentármelos. Como son parientes de mi suegra, me complacerá presentarles mis respetos. Han resultado excelentes vecinos para ustedes, según tengo entendido.

—Excelentes, sin ninguna duda. Su preocupación por nuestra comodidad, la amistad que en todo nos han demostrado, van más allá de sus deseos.

—Créanme que me alegra grandemente escucharlo; en verdad, estoy muy contento. Pero era de esperar: son gente de gran fortuna, están emparentados con ustedes, y era natural que les ofrecieran todas las muestras de amabilidad y las comodidades necesarias para hacerles agradable la estancia. Entonces, están confortablemente instaladas en su casita de campo y no les falta nada. Edward nos describió el lugar como algo precioso; lo más completo en su tipo que podía existir, dijo, y que todas ustedes parecían disfrutarlo mucho. Para nosotros fue una gran alegría saberlo, les aseguro.

Elinor se sintió un poco aturdida por su hermano, y no lamentó que la llegada del criado de la señora Jennings, que venía a decirle que su señora las estaba esperando en la puerta, la liberara de la necesidad de contestarle.

El señor Dashwood las acompañó hasta las escalinatas, fue presentado a la señora Jennings en la puerta de su carruaje, y tras manifestar una vez más su esperanza de poder visitarlas al día siguiente, se marchó.

La visita se cumplió como mandaban los cánones. Llegó con la falsa excusa de que su esposa no había podido venir pues “estaba tan ocupada con su madre, que en verdad no tenía tiempo de ir a ninguna otra parte”. La señora Jennings, por su parte, le aseguró de inmediato que ella no se andaba con protocolos, porque todos eran primos, o algo así, y que de todas maneras iría muy pronto a visitar a la señora de John Dashwood, y que llevaría con ella a sus cuñadas. El trato de él hacia ellas, aunque reservado, fue muy cordial; hacia la señora Jennings, de solícita cortesía; y al llegar el coronel Brandon poco después, lo observó con una curiosidad que parecía decir que solo esperaba saber que era rico para extender a él idéntica amabilidad.

Tras permanecer media hora, le pidió a Elinor ir con él a Conduit Street para que lo presentara a Sir John y lady Middleton. Como hacía un hermoso día, ella accedió enseguida. Y no bien se habían alejado de la casa, él comenzó a hacerle preguntas.

—¿Quién es el coronel Brandon? ¿Es un hombre rico?

—Sí, tiene una muy buena propiedad en Dorsetshire.

—Me alegro. Parece un hombre muy caballeroso, y creo, Elinor, que puedo felicitarte por la perspectiva de una situación muy respetable en la vida.

—¿A mí, hermano... qué quieres insinuar?

—Le gustas. Lo observé muy de cerca, y estoy convencido de ello. ¿A cuánto asciende su fortuna?

—Creo que sobre dos mil al año.

—Dos mil al año. —Y luego, esforzándose por alcanzar un tono de entusiasta generosidad, agregó—: Elinor, por ti, desearía con todo el corazón que fuera el doble.

—Sí, te creo —respondió Elinor—, pero estoy segura de que el coronel Brandon no tiene la menor intención de casarse conmigo.

—Estás equivocada, Elinor; muy equivocada. Con un pequeño empuje de tu parte lo conseguirías. Quizá por el momento esté indeciso, lo escaso de tu fortuna pueda frenarlo o sus amigos se lo desaconsejen. Pero esas pequeñas atenciones y estímulos que las damas tan fácilmente pueden brindar, lo estimularán a pesar de sí mismo. Y no hay razón alguna para que no intentes hacértelo tuyo. No debe suponerse que algún otro afecto que hayas tenido antes... en pocas palabras, tú sabes que un afecto como ese es totalmente imposible, las objeciones son insuperables... eres demasiado juiciosa para no percatarte. El coronel Brandon es el hombre; y por mi parte, no me ahorraré ninguna cortesía con él, de manera que tú y tu familia le agraden. Es una unión que debe complacer a todos. En fin, es algo que —bajando la voz hasta un fatuo susurro— será extremadamente conveniente para todas las partes. —Reconsiderando las cosas, sin embargo, agregó—: Esto es, quiero decir... todos tus amigos anhelan verte bien establecida, Fanny en especial, porque tu bienestar le es muy querido, te lo aseguro. Y a su madre también, la señora Ferrars, una mujer muy bondadosa, estoy seguro de que le daría un gran placer; ella misma lo dijo el otro día. Elinor no se dignó a contestar.

—Ahora, sería extraordinario —continuó—, algo muy gracioso, si Fanny pudiera ver a un hermano y yo a una hermana llegando a una situación estable en sus vidas al mismo tiempo. Y no es muy descabellado.

—¿Es que se casa el señor Edward Ferrars? —dijo Elinor con tono decidido.

—Todavía no hay nada en firme, pero hay algo de eso en el aire. Tiene una estupenda madre. La señora Ferrars, con la mayor generosidad, se hará presente y le asignará mil libras anuales si la unión se consuma. La dama en cuestión es la honorable señorita Morton, hija única del fallecido lord Morton, con treinta mil libras: una unión muy deseable por ambas partes, y no me cabe duda de que a la larga se hará realidad. Mil libras anuales es una importante cantidad para que una madre entregue a su hija, la ceda para siempre; pero la señora Ferrars tiene un espíritu muy dadivoso. Para darte otro ejemplo de su generosidad: el otro día, apenas llegamos a la ciudad, consciente de que en este momento no abundábamos en dinero, puso en las manos de Fanny doscientas libras en billetes. Algo muy bien acogido, porque nuestros gastos son muy grandes aquí. Hizo una pausa esperando su aprobación y simpatía, y ella se obligó a decir:

—Sin duda los gastos de ustedes, en la ciudad y en el campo, deben ser enormes, pero también cuentan con una buena renta.

—No tan buena, me atrevería a decir, como supone mucha gente. No me quejo, sin embargo; sin duda es desahogada y, así lo espero, mejorará con el tiempo. Actualmente estamos cercando el ejido de Norland, lo que es un gasto muy serio. Y también hice una pequeña compra este medio año, la granja de East Kingham, debes recordarla, allí donde solía vivir el viejo Gibson. Esas tierras me eran tan necesarias en todo sentido, tan directamente vecinas con mi propiedad, que pensé que era mi deber comprarlas. No me habría perdonado dejarlas caer en otras manos. Hay que pagar por lo que a uno le es necesario, y ello sí me ha costado una gran cantidad de dinero.

 

—¿Más de lo que crees que valen real e intrínsecamente?

—Vamos, supongo que no. Podría haberlas vendido al día siguiente por más de lo que pagué; pero en cuanto al precio, en verdad habría sido muy desafortunado, porque en ese momento estaban tan bajos los valores, que si no hubiera tenido la cantidad necesaria en el banco tendría que haberlas cerrado con una gran pérdida.

Elinor solo se le escapó una sonrisa.

—Cuando llegamos a Norland tuvimos también otro gasto importante inevitable. Nuestro respetado padre, como bien sabes, legó todos los efectos de Stanhill que quedaban en Norland (y bien valiosos que eran) a tu madre. Lejos estoy de quejarme por ello; el derecho que le asistía a disponer de sus bienes a su antojo es innegable. Pero, por ello, hemos tenido que hacer importantes compras de ropa blanca, vajilla, etc., para reemplazar lo que se entregó. Podrás imaginar, tras todos estos gastos, cuán lejos de ser ricos estamos y cuán bien acogida es la bondad de la señora Ferrars.

—Por supuesto —dijo Elinor—; y con el apoyo de su generosidad, espero que puedan llegar a vivir en condiciones más saneadas.

—Uno o dos años más pueden contribuir mucho a ello —contestó él con seriedad—; sin embargo, todavía queda mucho por obrar. Aún no se ha colocado ni una piedra del invernadero de Fanny, y del jardín de flores lo único que hay es el proyecto.

—¿Dónde estará emplazado el invernadero?

—En la pequeña loma tras la casa. Hemos echado abajo todos los viejos nogales para hacerle espacio. Será una estupenda vista desde varias partes del parque, y justo en la pendiente frente a él irá el jardín de flores, así que se verá muy bello. Ya hemos eliminado los viejos espinos que crecían a manchones en la cúspide.

Elinor se guardó para sí los comentarios y reparos que tenía al respecto, y agradeció que Marianne no hubiera estado presente para compartir su cólera.

Habiendo dicho ya bastante para dejar en claro su pobreza y evitar la necesidad de comprar un par de aretes para cada una de sus hermanas en su siguiente visita a la joyería de Gray, sus pensamientos tomaron un derrotero más alegre y comenzó a felicitar a Elinor por tener una amiga como la señora Jennings.

—En verdad parece una mujer muy competente. Su casa, su forma de vida, todo habla de una renta muy buena, y es una relación que no solo les ha sido de gran utilidad hasta ahora, sino que a la larga puede resultar materialmente provechosa. La invitación que les ha hecho a la ciudad ciertamente las favorece; y, de todas maneras, es una tan buena señal del aprecio en que las tiene, que con toda seguridad no las olvidará a la hora de su muerte. Debe tener bastante que legar.

—Nada en absoluto, diría yo más bien; lo único que tiene es el usufructo de los bienes de su marido, que legará a sus hijos.

—Pero es impensable que viva de acuerdo con su renta. Poca gente medianamente juiciosa lo hace; y todo lo que ahorre, podrá repartirlo.

—¿Y no crees más normal que se lo deje a sus hijas antes que a nosotras?

—Sus hijas están muy bien casadas, y entonces no veo la necesidad de que las recuerde más. Por el contrario, a mi juicio, al tomarlas tan en consideración y tratarlas en la forma en que lo hace, les ha dado a ustedes una especie de derecho en sus planes futuros que una mujer sagaz no debiera despreciar. Nada hay más bondadoso que su trato hacia ustedes, y difícilmente puede hacerlo sin estar consciente de las expectativas que despierta con ello.

—Pero no despierta ninguna en quienes tienen más parte en esto. Ciertamente, hermano, tu preocupación por nuestro bienestar y prosperidad está llegando demasiado lejos.

—Vaya, por supuesto —dijo él, aparentando un aire reflexivo—, es muy poco, muy poco lo que la gente puede controlar. Pero, mi querida Elinor, ¿qué le ocurre a Marianne? Tiene muy mal aspecto, tiene mal color y ha adelgazado mucho. ¿Acaso está enferma?

—No está bien, durante las últimas semanas ha estado sufriendo de los nervios.

—Me sabe mal. A su edad, ¡cualquier enfermedad destruye la lozanía para siempre! ¡Y la suya ha sido tan corta! En septiembre era una muchacha tan hermosa como la mejor que yo haya visto, muy seductora para los hombres. Su tipo de belleza tenía algo especialmente atractivo. Recuerdo que Fanny solía decir que se iba a casar antes y mejor que tú; no es que ella no te tenga a ti un enorme cariño, pero eso es lo que le parecía. Sin embargo, no acertaba. Dudo que Marianne vaya a casarse ahora con un hombre que valga a lo más quinientas o seiscientas libras al año, y me engañaría mucho si tú no lo haces mejor. ¡Dorsetshire! Conozco muy poco Dorsetshire, pero, mi querida Elinor, me encantará saber más; y pienso que puedo prometerte que Fanny y yo estaremos entre tus primeros y más complacidos huéspedes.

Elinor puso gran empeño en intentar convencer a su hermano de que no había ninguna posibilidad de un matrimonio entre ella y el coronel Brandon; pero la expectativa lo alegraba demasiado como para renunciar a ella, y estaba decidido a conseguir una relación más próxima con ese caballero y alentar el matrimonio a través de todas las atenciones imaginables. Su remordimiento por no haber hecho nada personalmente por sus hermanas creaba en él un enorme empeño porque todos los demás hicieran mucho por ellas; y una proposición del coronel Brandon o un legado de la señora Jennings eran los caminos más fáciles para compensar su propio olvido.

Tuvieron la suerte de encontrar a lady Middleton en casa, y sir John llegó antes de que pusieran término a su visita. Las deferencias abundaron de lado y lado. Sir John siempre estaba a punto de que le agradara todo el mundo, y aunque el señor Dashwood no parecía saber mucho de caballos, pronto lo tuvo por un buen hombre; lady Middleton, en tanto, viendo en su aspecto suficientes elementos a la moda, consideró que valía la pena relacionarse con él; y el señor Dashwood se marchó complacido con los dos.

—Tendré cosas muy agradables que contarle a Fanny —le dijo a su hermana mientras iban de regreso—. ¡Lady Middleton es de verdad una mujer muy elegante! Es el tipo de mujer que a Fanny le encantará trabar amistad. Y la señora Jennings también, una mujer de maravilloso trato, aunque no tan elegante como su hija. Tu hermana, mi esposa, no tiene por qué tener reparos en visitarla, lo que, a decir verdad, ha sido un poco el caso, y muy entendiblemente, pues todo lo que sabíamos era que la señora Jennings era la viuda de un hombre que había obtenido todo su dinero por medios no muy honorables; y Fanny y la señora Ferrars habían decidido en principio que ni la señora Jennings ni sus hijas eran el tipo de mujeres con las que Fanny querría relacionarse. Pero ahora puedo transmitirles las más satisfactorias referencias sobre ambas.

Capítulo XXXIV

La señora de John Dashwood confiaba tanto en el criterio de su esposo, que al día siguiente acudió a visitar a la señora Jennings y a su hija; y la recompensa de tal confianza fue encontrar que incluso la primera, incluso la mujer con quienes se estaban quedando sus cuñadas, no era en absoluto indigna de su atención; y en cuanto a lady Middleton, ¡la encontró una de las mujeres más maravillosas del mundo!

También a lady Middleton le agradó muchísimo la señora Dashwood. Había en ambas una especie de frío egoísmo que las hizo sentirse mutuamente atraídas; y simpatizaron entre sí en un sosísimo trato cauteloso y una total falta de compenetración.

Los mismos modales, sin embargo, que hicieron a la señora de John Dashwood merecedora de la buena opinión de lady Middleton no satisficieron a la señora Jennings, a quien no le pareció más que una mujercita de aire orgulloso y trato poco cordial, que no mostró ningún cariño por las hermanas de su esposo y parecía no tener casi nada que decirles; durante el cuarto de hora que concedió a Berkeley Street, pasó por lo menos siete minutos y medio sin decir palabra.

A Elinor le habría gustado saber, aunque se calló la pregunta, si Edward estaba en la ciudad; pero por nada del mundo Fanny habría mencionado expresamente su nombre delante de ella hasta no poder decirle que el matrimonio con la señorita Morton estaba acordado, o hasta que las expectativas de su esposo respecto del coronel Brandon se hubieran confirmado; y ello porque creía que todavía estaban tan apegados el uno al otro, que nunca era demasiado el cuidado que se debía poner en mantenerlos separados de palabra y obra. Sin embargo, el informe que ella se negaba a dar, muy pronto llegó desde otra fuente. No transcurrió mucho tiempo antes de que Lucy reclamara de Elinor su compasión por no haber podido ver todavía a Edward, aunque él había llegado a la ciudad con el señor y la señora Dashwood. No se atrevía a ir a Bartlett’s Buildings por miedo a ser descubierto, y aunque era grande la impaciencia de ambos por verse, por el momento lo único que podían hacer era cartearse.

Edward no tardó en ratificar por sí mismo que estaba en Londres, al acudir dos veces a Berkeley Street. Dos veces encontraron su tarjeta de visita en la mesa al volver de sus ocupaciones matinales. Elinor estaba contenta de que hubiera ido, pero más contenta todavía de no haberse encontrado con él.

Los Dashwood estaban tan maravillosamente encantados con los Middleton que, aunque no era su costumbre dar nada, decidieron ofrecer una cena en su honor, y al poco de conocerlos los invitaron a Harley Street, donde habían alquilado una excelente casa por tres meses. Invitaron también a sus hermanas y a la señora Jennings, y John Dashwood se preocupó de asegurar la presencia del coronel Brandon, el cual, siempre feliz de estar allí donde estaban las señoritas Dashwood, recibió sus porfiadas amabilidades con algo de sorpresa, pero mucho gusto. Iban a conocer a la señora Ferrars, pero Elinor no pudo saber si sus hijos formarían parte de la concurrencia. Sin embargo, la expectación por verla a ella fue bastante para despertar su interés en acudir a esa invitación; pues aunque ahora iba a poder conocer a la madre de Edward sin esa enorme angustia que en el pasado le habría sido inevitable, aunque ahora podía verla con total indiferencia respecto de la opinión que pudiera despertar en ella, su deseo de estar en la compañía de la señora Ferrars, su curiosidad por saber cómo era, eran tan fuertes como antes.

Muy poco después, todo el interés con que aguardaba la invitación a cenar se acrecentó, con más intensidad que placer, al saber que también irían las señoritas Steele.

Tan buena impresión habían conseguido crear de sí mismas ante lady Middleton, tan agradables se le habían hecho por sus infatigables atenciones, que aunque Lucy de ninguna manera era elegante, y su hermana ni tan solo bien educada, estaba tan dispuesta como sir John a invitarlas a pasar una o dos semanas en Conduit Street; y apenas supieron de la invitación de los Dashwood, las señoritas Steele encontraron que les era muy necesario llegar unos pocos días antes del señalado para la fiesta.

Sus intentos de atraer la atención de la señora de John Dashwood presentándose como las sobrinas del caballero que durante muchos años había estado al cuidado de su hermano no habrían sido muy positivos, sin embargo, para procurarles un asiento a su mesa; pero como huéspedes de lady Middleton debían ser bien acogidas; y Lucy, que por tanto tiempo había deseado conocer de cerca a la familia para tener una visión más próxima de sus caracteres y de los obstáculos que a ella se le presentarían, y a la vez la ocasión de esforzarse por agradarles, pocas veces había estado tan contenta en su vida como cuando recibió la tarjeta de la señora de John Dashwood.

El efecto en Elinor fue todo lo contrario. Pronto comenzó a pensar que Edward, que vivía con su madre, debía estar invitado, al igual que su madre, a una cena organizada por su hermana; ¡y verlo por primera vez, después de todo lo ocurrido, en la compañía de Lucy! ¡No sabía si podría aguantarlo!

Las percepciones de Elinor quizá no se basaban del todo en la razón, y por cierto no en la realidad. Hallaron lenitivo, sin embargo, no en sus propias reflexiones, sino en la buena voluntad de Lucy, que creyó infligirle una terrible desilusión al decirle que Edward de ninguna manera estaría en Harley Street el martes, e incluso tenía la esperanza de herirla todavía más convenciéndola de que tal inasistencia se debía al enorme afecto que sentía por ella, el cual era incapaz de ocultar cuando estaban juntos.

 

Y llegó la importante fecha, ese día martes en que las dos jóvenes serían presentadas a su impresionante suegra.

—¡Apiádese de mí, querida señorita Dashwood! —dijo Lucy, mientras subían juntas las escalinatas, pues los Middleton habían llegado tan poco después de la señora Jennings, que el criado los guio a todos a la vez—. Nadie más aquí sabe lo que siento. Apenas puedo aguantarme, se lo aseguro. ¡Válgame Dios! ¡En unos momentos veré a la persona de quien depende toda mi felicidad, la que va a ser mi madre!

Elinor podría haber aliviado de inmediato su inquietud sugiriéndole la posibilidad de que fuera la madre de la señorita Morton, y no la de ella, la que estaban por conocer; pero en vez de hacer eso, le aseguró, y con gran sinceridad, que sí se apiadaba, y ello para gran sorpresa de Lucy, que aunque en verdad se sentía incómoda, esperaba al menos ser objeto de irrefrenable envidia por parte de Elinor.

La señora Ferrars era una mujer pequeña y delgaducha, erguida hasta aparentar enfática en su aspecto, y seria hasta la acritud en su expresión. De cutis cetrino, sus facciones eran pequeñas, sin belleza ni expresividad natural; pero por azar una contracción del ceño la había salvado de la desgracia de un semblante soso, al dotarla de los recios rasgos del orgullo y el más agrio carácter. No era mujer de muchas palabras, puesto que, a diferencia del común de la gente, las adecuaba a la cantidad de sus ideas; y de las pocas sílabas que dejó caer, ni una sola estuvo dirigida a la señorita Dashwood, a quien miraba con la enérgica determinación de no encontrarle nada agradable por ningún motivo.

A Elinor este comportamiento no podía herirla ahora. Unos pocos meses antes la habría afectado muchísimo, pero ya no estaba en manos de la señora Ferrars hacerla desgraciada; y la diferencia con que trataba a las señoritas Steele —una diferencia que parecía a propósito para hundirla todavía más— solo la divertía. No podía dejar de sonreír al ver la afabilidad de madre e hija dirigida precisamente hacia la persona —porque con ella distinguían en especial a Lucy— que, de haber sabido lo que ella sabía; habrían estado más deseosas de mortificar; en tanto que ella, que en comparación no tenía ningún poder para hacerlo, se veía lógicamente menospreciada por ambas. Pero mientras sonreía ante una afabilidad tan ficticia, no podía pensar en la repugnante necedad que la originaba, ni contemplar las estudiadas atenciones con que las señoritas Steele buscaban su prolongación sin el más absoluto desprecio por las cuatro.

Lucy era toda alegría al sentirse tan honorablemente distinguida; y lo único que faltaba a la señorita Steele para alcanzar una perfecta felicidad era que le hicieran alguna insinuación sobre el reverendo Davies.

La cena fue aparatosa, los criados eran incontables y todo hablaba de la inclinación de la dueña de casa al lujo y de la capacidad de respaldarla por parte del anfitrión. A pesar de las mejoras y agregados que le estaban haciendo a su propiedad en Norland, y a pesar de que su dueño había estado a unas pocas miles de libras de tener que venderla con pérdidas, nada parecía dar señales de esa indigencia que él había intentado aparentar de todo ello; no parecía haber pobreza de ninguna clase, excepto en la conversación... pero allí la deficiencia era considerable. John Dashwood no tenía mucho que decir que mereciera ser atendido, y su esposa aún menos. Pero esto no era ninguna desgracia en especial porque igual sucedía con la mayor parte de sus invitados, casi todos víctimas de una u otra de las siguientes impericias para ser considerado agradable: falta de juicio, ya sea natural o cultivado; falta de saber estar, falta de espíritu, falta de carácter, falta de todo.

Cuando las señoras se retiraron al salón tras la cena esa falta de recursos se hizo particularmente visible, ya que los caballeros habían enriquecido la conversación con una cierta variedad —la variedad de la política, del cerco de las tierras y de la doma de caballos—, pero todo eso finalizó y un solo tema ocupó a las señoras hasta la llegada del café, y este fue comparar las respectivas estaturas de Harry Dashwood y el segundo hijo de lady Middleton, William, que tenían aproximadamente la misma edad.

Si los dos niños hubieran estado allí, se podría haber dado por concluido el asunto midiéndolos de una vez; pero como solo estaba presente Harry, todo fue conjeturas por ambos lados, y cada cual tenía derecho a ser igualmente terminante en su opinión y a repetirla una y otra vez todas las veces que le viniera en gana.

Se tomaron los siguientes partidos:

Las dos madres, aunque cada una convencida de que su hijo era el más alto, cortésmente votaron a favor del otro.

Las dos abuelas, con no menos parcialidad pero con mayor sinceridad, apoyaban con igual empeño a sus propios vástagos.

Lucy, que por ningún motivo quería complacer a una madre menos que a la otra, pensaba que los dos muchachitos eran muy altos para su edad, y no podía concebir que hubiera ni siquiera la menor diferencia entre ellos; y la señorita Steele, con mayor afán todavía, se manifestó tan deprisa como pudo a favor de cada uno de ellos.

Elinor, tras haberse decidido una vez por William, con lo que ofendió a la señora Ferrars, y a Fanny más todavía, no vio la necesidad de seguir diciendo tonterías; y Marianne, cuando se le pidió su parecer, ofendió a todo el mundo al declarar que no tenía ninguna opinión que dar, ya que nunca había pensado en ello.

Antes de abandonar Norland, Elinor había pintado un par de pantallas muy bonitas para su cuñada, las cuales, recién montadas y traídas a la casa, decoraban su actual salón; y como estas pantallas atrajeran la mirada de John Dashwood al seguir a los otros caballeros a dicho aposento, las tomó y se las alargó solícitamente al coronel Brandon para que las ponderara.

—Las hizo la mayor de mis hermanas —le dijo—, y a usted, como hombre de gusto, con toda seguridad le gustarán. No sé si ya ha visto alguna de sus obras antes, pero en general tiene fama de dibujar muy bien.

El coronel, aunque confesando toda pretensión de ser un experto, admiró con gran emoción las pantallas, como lo habría hecho con cualquier cosa pintada por la señorita Dashwood; y como ello naturalmente despertó la curiosidad de los demás, las pinturas pasaron de mano en mano para ser examinadas por todos. La señora Ferrars, sin saber que eran obra de Elinor, pidió contemplarlas muy detenidamente; y tras haber sido agraciadas con la aprobación de lady Middleton, Fanny se las presentó a su madre, dejándole saber al mismo tiempo, de manera muy ponderada, que las había hecho la señorita Dashwood.

—Mmm —dijo la señora Ferrars—, muy bonitas —y sin prestarles la menor atención, se las devolvió a su hija.

Quizá Fanny pensó por un momento que su madre había sido muy grosera, pues, enrojeciendo un tanto, dijo enseguida:

—Son muy bonitas, señora, ¿no es verdad —pero entonces probablemente la invadió el temor de haber sido demasiado amable, demasiado entusiasta en su alabanza, porque de inmediato agregó— ¿No le parece, señora, que tienen algo del estilo de pintar de la señorita Morton? Su pintura es realmente preciosa. ¡Qué bien realizado estaba su último paisaje!