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En ese instante sacó su pañuelo; pero Elinor no se sentía demasiado misericorde.

—A veces —continuó Lucy tras enjugarse los ojos—, pienso si no sería mejor para nosotros dos terminar con todo el idilio por completo —al decir esto, miraba directamente a su compañera.

—Pero, otras veces, no tengo bastante fuerza de voluntad para ello. No puedo soportar la idea de hacerlo tan desdichado, como sé que lo haría la única mención de algo así. Y también por mi parte..., con el amor que le tengo... no me creo capaz de ello.

—¿Qué me aconsejaría hacer en un caso así, señorita Dashwood? ¿Qué haría usted?

—Perdóneme —replicó Elinor, asustada ante la pregunta—, pero no puedo darle consejo alguno en tales circunstancias. Es su propio juicio el que debe de conducirla.

—Con toda seguridad —continuó Lucy tras unos minutos de pausa por ambas partes—, tarde o temprano su madre tendrá que proporcionarle medios de vida; ¡pero el pobre Edward se siente tan deprimido con todo eso! ¿No le pareció terriblemente desanimado cuando estaba en Barton? Se sentía tan desafortunado cuando se marchó de Longstaple para ir donde ustedes, que temí que lo creyeran muy enfermo.

—¿Venía de donde su tío cuando nos visitó?

—¡Oh, sí! Había estado quince días con nosotros. ¿Creyeron que venía directamente de la ciudad?

—No —respondió Elinor, sufriendo lo indecible a cada nueva circunstancia que respaldaba la veracidad de Lucy—. Recuerdo que nos dijo haber estado quince días con unos amigos cerca de Plymouth.

Recordaba también su propia sorpresa en ese entonces, cuando él no dijo nada más sobre esos amigos y guardó silencio total incluso respecto de sus nombres.

—¿No pensaron que estaba terriblemente deprimido? —repitió Lucy.

—En realidad sí, en especial a la llegada.

—Le rogué que hiciera un esfuerzo, temiendo que ustedes sospecharan lo que pasaba; pero le entristeció tanto no poder estar más de quince días con nosotros, y viéndome tan afectada... ¡Pobre hombre! Temo le ocurra lo mismo ahora, pues sus cartas revelan un estado de ánimo tan desventurado. Supe de él justo antes de salir de Exeter —dijo, sacando de su bolsillo una carta y mostrándole la dirección a Elinor sin mayores cumplidos—. Usted conoce su letra, me imagino; una letra preciosa; pero no está tan bien hecha como acostumbra. Estaba agotado, supongo, porque había llenado la hoja al máximo escribiéndome.

Elinor vio que sí era su letra, y no pudo seguir dudando. El retrato, se había permitido creer, podía haber sido conseguido de manera fortuita; podía no haber sido regalo de Edward; pero una correspondencia epistolar entre ellos solo podía existir dado un compromiso real; nada sino eso podía autorizarla. Durante algunos instantes se vio casi vencida... el alma se le fue a los pies y apenas podía mantenerse en pie; pero era totalmente necesario sobreponerse, y luchó con tanta decisión contra la pena de su espíritu que el éxito fue rápido y, por el momento, total.

—Escribirnos —dijo Lucy, devolviendo la carta a su bolsillo— es nuestro único alivio durante estas prolongadas separaciones. Sí, yo tengo otro en su retrato; pero el pobre Edward ni siquiera tiene eso. Si al menos tuviera mi retrato, dice que le sería más fácil. La última vez que estuvo en Longstaple le di un mechón de mis cabellos engarzado en un anillo, y eso le ha servido de algún alivio, dice, pero no es lo mismo que un retrato. ¿Quizá le notó ese anillo cuando lo vio?

—Sí lo noté —dijo Elinor, con una voz serena tras la cual se escondía una agitación y una pena mayores de cuanto hubiera sentido antes. Se sentía mortificada, turbada, confundida.

Por fortuna para ella habían llegado ya a su tea, y la conversación no pudo seguir. Tras permanecer con ellas unos minutos, las señoritas Steele volvieron a la finca y Elinor quedó en libertad para pensar y sentirse desgraciada.

Capítulo XXIII

Por pequeña que fuese la confianza de Elinor en la veracidad de Lucy, le era imposible, pensándolo con seriedad, sospechar de ella en aquellas circunstancias, donde difícilmente algo podía inducir a inventar mentiras como las expuestas. Frente a lo que Lucy afirmaba ser verdad, por tanto, Elinor no podría, no se atrevía a seguir dudando, respaldado como estaba de manera tan absoluta por tantas probabilidades y pruebas, e impugnado tan solo por sus propios anhelos. El haber tenido la oportunidad de conocerse en casa del señor Pratt era la base para el resto, una base a la vez indiscutible y alarmante; y la visita de Edward a algún lugar cercano a Plymouth, su tristeza, su insatisfacción con las perspectivas que se le presentaban, el conocimiento íntimo que mostraban las señoritas Steele respecto de Norland y de sus relaciones familiares, que con frecuencia la habían sorprendido; el retrato, la carta, el anillo, sumados constituían un conjunto de pruebas tan sólido que anulaba todo temor a condenar a Edward injustamente y ratificaba como un hecho que ninguna parcialidad por él podía pasar por alto, su falta de ética hacia ella. Su resentimiento ante tal conducta, su indignación por haber sido víctima de él, durante un breve lapso la hicieron centrarse solo en sus propios sentimientos; pero pronto se abrieron paso otros pensamientos, otras consideraciones. ¿La había estado engañando Edward a propósito? ¿Había fingido un afecto por ella que no sentía? ¿Era su compromiso con Lucy un compromiso de corazón? No; sin importar lo que alguna vez pudo haber sido, no podía creer tal cosa entonces. El afecto de Edward le pertenecía a ella. No podía engañarse en eso. Su madre, sus hermanas, Fanny, todos se habían dado cuenta del interés que él había mostrado por ella en Norland; no era una ilusión de su propia fantasía. Con certeza, él la amaba. ¡Cómo sosegó su corazón este convencimiento! ¡Cuántas cosas más la tentaba a perdonar! Él había sido culpable, grandemente culpable de permanecer en Norland tras haber sentido por primera vez que la influencia que ella tenía sobre él era mayor que la debida. En eso, no se lo podía defender; pero si él la había herido, ¡cuánto más se había herido a sí mismo! Si el caso de ella era digno de lástima, el de él era sin esperanza. Si durante un tiempo la imprudencia de él la había hecho desgraciada, a él parecía haberlo privado de toda posibilidad de ser de otra forma. A la larga, ella podría reconquistar el sosiego; pero él, ¿en qué podía colocar sus esperanzas? ¿Podría alguna vez conseguir una pasable felicidad con Lucy Steele? Si el afecto por ella fuera imposible, ¿podría él, con su integridad, su delicadeza e inteligencia cultivada, sentirse colmado con una esposa como esa: inculta, zafia y egoísta?

El encandilamiento propio de un joven de diecinueve años bien pudo cegarlo a todo lo que no fuera el atractivo y buen carácter de Lucy; pero los cuatro años siguientes —años que, si se los vive juiciosamente, enriquecen tanto el entendimiento, debían haberle abierto los ojos a las carencias de su educación; y el mismo período de tiempo, que ella vivió en compañía de personas de inferior condición y entregada a intereses más banales, quizá la había despojado de esa sencillez que alguna vez pudo haberle dado un cariz interesante a su atractivo.

Si cuando se suponía que era con Elinor que él quería casarse las trabas levantadas por su madre habían parecido grandes, ¡cuánto mayores no debían ser ahora, cuando la persona con quien estaba comprometido era sin duda inferior a ella en conexiones y, con toda probabilidad, inferior en fortuna! En verdad, estando el corazón de Edward tan desapegado de Lucy, quizá las exigencias sobre su paciencia no fueran demasiado grandes; ¡pero la tristeza no puede ser sino el estado natural de una persona que se siente consolada ante las expectativas de oposición y la dureza de parte de la familia!

A medida que se agolpaban hirientes en ella estos pensamientos, se deshacía en llanto más por él que por sí misma. Apoyada en la convicción de no haber hecho nada que la hiciera merecedora de su actual desgracia, y consolada por la creencia de que Edward no había hecho nada que le enajenara su cariño, Elinor pensó que incluso ahora, en medio del punzante dolor tras el tremendo golpe recibido, podía dominarse bastante para ocultar de su madre y hermanas toda sospecha de la verdad. Y tan bien cumplió sus propias expectativas, que cuando se les unió en el momento de la cena tan solo dos horas después de haber asistido a la muerte de sus más queridas esperanzas, nadie podría haber sospechado, por la apariencia de las hermanas, que Elinor vivía un secreto desafío frente a los obstáculos que para siempre la separarían del objeto de su amor, y que Marianne se complacía en su interior en las perfecciones de un hombre de cuyo corazón se sentía enteramente prisionera, y a quien esperaba ver en cada carruaje que se aproximaba a su casa.

La necesidad de ocultar de su madre y de Marianne lo que le había sido confiado como un secreto, aunque la obligaba a un continuo esfuerzo, no agravaba el dolor de Elinor. Al contrario, era un consuelo para ella ahorrarse el tener que comunicar algo que las habría hecho sufrir tanto, y liberarse al mismo tiempo de escuchar cómo su excesiva y afectuosa parcialidad por ella seguramente se habría desatado en condenas a Edward, algo que era más de lo que se sentía capaz de sobrellevar.

Elinor sabía que no podría obtener ayuda alguna de los consejos o de la conversación de su familia; la ternura y pena que manifestarían solo iban a acrecentar el dolor que sentía, en tanto que el dominio sobre sí misma no recibiría estímulo ni de su ejemplo ni de sus elogios. La soledad la fortalecía más y su propio buen discernimiento le ofreció un tan buen apoyo, que su firmeza se mantuvo sin debilitarse y su apariencia de alegría todo lo invariable que podía estar en medio de sufrimientos tan dolorosos y recientes.

 

A pesar de lo mucho que había sufrido en su primera charla con Lucy sobre el tema, pronto sintió un vivo deseo de reanudarla, y esto por más de una razón. Deseaba escuchar otra vez muchos detalles de su promesa; deseaba entender con mayor claridad lo que Lucy realmente sentía por Edward, si era en verdad sincera en sus declaraciones de apasionado cariño por él; y muy en especial quería convencer a Lucy, por su celeridad en volver al asunto de nuevo y su tranquilidad al conversar sobre él, que no le interesaba más que como amiga, algo que temía haber dejado al menos en duda con su involuntario nerviosismo durante su conversación matinal. Que Lucy se decantara a sentirse celosa de ella parecía bastante obvio; era evidente que Edward siempre la había ponderado mucho, y evidente no solo por lo que Lucy decía, sino por su atreverse a confiarle, tras tan poco tiempo de conocerse en persona, un secreto tan valioso y obviamente importante. E incluso los comentarios jocosos de sir John podían haber pesado en ello. Pero, en verdad, mientras Elinor siguiera sintiéndose tan segura en su interior de que Edward realmente la amaba, no se requería de más cálculos de probabilidades para considerar natural que Lucy se sintiera celosa; y de sus celos, su misma confidencia era prueba suficiente. ¿Qué otra razón podía haber para revelar su historia, sino que Elinor supiera de los mayores derechos que Lucy tenía sobre Edward y aprendiera a evitarlo en el futuro? No le costaba mucho comprender hasta este punto las intenciones de su rival, y en tanto estaba firmemente decidida a actuar según lo exigían todos los cánones de honor y honradez para luchar contra su propio afecto por Edward y verlo lo menos posible, no podía negarse el consuelo de intentar convencer a Lucy de que su corazón estaba a salvo. Y como nada podían añadir sobre el tema más doloroso que lo ya escuchado, no dudó de su propia serenidad para soportar tranquilamente una repetición minuciosa.

Pero la ocasión de hacer lo planeado tardó en llegar, aunque Lucy estaba tan bien dispuesta como ella a aprovechar cualquier oportunidad que se presentase, pues un clima bastante cambiante les impidió salir a caminar, actividad que con facilidad les habría permitido separarse de los demás; y aunque se encontraban al menos día por medio en la finca o en la cabaña, y en especial en la primera, no se suponía que el objetivo de reunirse fuera conversar. Tal idea jamás se les pasaría por la cabeza ni a sir John ni a lady Middleton, y así dejaban muy poco tiempo para una charla en la que participaran todos, y ninguno en absoluto para diálogos personales. Se reunían para comer, beber y reírse juntos, jugar a las cartas o a las adivinanzas o a cualquier otro entretenimiento que produjera el suficiente ruido.

Una o dos de esta clase de reuniones habían transcurrido ya sin darle a Elinor ocasión alguna de encontrarse con Lucy en privado, cuando una mañana apareció sir John en la casa para pedirles insistentemente que fueran a cenar con lady Middleton ese día, ya que él debía asistir al club en Exeter y ella podría quedar muy sola, a excepción de su madre y las dos señoritas Steele. Elinor, que pensó se le ofrecía una buena oportunidad para el problema que tenía en la cabeza en una reunión como esta, donde estarían más a sus anchas bajo la tranquila y bien educada dirección de lady Middleton que en las ocasiones en que su esposo las juntaba para sus ruidosas tertulias, aceptó enseguida la invitación.

Margaret, con el permiso de su madre, también aceptó, y a Marianne, aunque siempre reacia a asistir a estas reuniones, la convenció su madre de hacer lo mismo, pues no soportaba verla aislarse de toda oportunidad de pasárselo bien.

Fueron las jóvenes, y lady Middleton se vio felizmente a salvo de la terrible soledad que la había amenazado. La reunión transcurrió tan sosa como había previsto Elinor; no produjo ni una sola idea o expresión novedosa, y nada pudo ser menos interesante que la totalidad de la conversación tanto en el comedor como en la sala; los niños las acompañaron a esta última, y mientras ellos permanecían allí, era demasiado clara la imposibilidad de atraer la atención de Lucy como para intentarlo. Solo se marcharon cuando retiraron las cosas del té. Se colocó entonces la mesa para jugar a los naipes, y Elinor comenzó a preguntarse cómo había podido tener la esperanza de que fuera a encontrar el momento para conversar en la finca. Todas se levantaron, preparándose para una partida de cartas.

—Creo —le dijo lady Middleton a Lucy— que no va a terminar la canastilla de mi pobrecita Annamaría esta noche, porque estoy segura de que le dañaría los ojos hacer trabajos de filigrana a la luz de las velas. Y ya encontraremos mañana cómo compensar la desilusión de mi preciosa chiquita y, así, espero que no le va a importar mucho.

Fue suficiente con esta insinuación; Lucy volvió a sus cabales de súbita forma y replicó:

—Pero, se equivoca totalmente, lady Middleton; tan solo estaba aguardando saber si pueden realizar su partida sin mí, o ya me habría puesto a trabajar en la filigrana. Por nada del mundo desilusionaría al angelito; y si usted me quiere en la mesa de naipes ahora, estoy decidida a terminar la canastilla después de cenar.

—Es usted muy buena; espero que no le perjudique a los ojos... ¿podría tocar la campanilla para que traigan velas para trabajar? Sé que mi pobre niñita se sentiría muy desilusionada si la cesta no estuviera terminada mañana, pues aunque le dije que de ninguna manera iba a estar lista, estoy segura de que confía en que lo estará.

Lucy acercó su mesa de trabajo y se sentó a ella con una dedicación y buen ánimo que parecían insinuar que su mayor placer era hacer una cesta de filigrana para una niña mimada.

Lady Middleton les propuso a las demás una partida de “casino”. Nadie puso ningún pero, excepto Marianne, que con su habitual incumplimiento de las normas de cortesía generales, exclamó:

—Su señoría tendrá la bondad de excusarme... usted sabe que no me gustan los naipes. Iré al piano; no lo he tocado desde que lo afinaron.

Y sin más ceremonia, se alejó hacia el instrumento.

Lady Middleton pareció estar agradeciendo al cielo por no haber hecho jamás ella una observación tan poco amable.

—Usted sabe, señora, que Marianne nunca se puede mantener demasiado tiempo alejada de ese instrumento —dijo Elinor, esforzándose en moderar la ofensa—; y no me extraña, porque es el piano mejor templado que me haya tocado escuchar.

Las cinco restantes se disponían ahora a repartir las cartas.

—Quizá —continuó Elinor—, si yo no participara en el juego, podría ser de alguna utilidad a la señorita Lucy, enrollando los papeles para ella; y queda todavía tanto por hacer con la canastilla que, estoy viendo, va a ser imposible que con su solo trabajo pueda finalizarla esta noche. Me encantará ese trabajo, si ella me permite tomar parte en él.

—Desde luego que estaré muy agradecida de su ayuda —exclamó Lucy—, pues me he dado cuenta de que todavía falta por hacer más de lo que pensé. Y sería algo terrible desilusionar a la querida Annamaría después de todo.

—¡Oh! Eso sería horroroso, ciertamente —dijo la señorita Steele—. Pobre corazoncito, ¡cómo la adoro!

—Es usted muy amable —le dijo lady Middleton a Elinor—; y como de verdad le gusta el trabajo, quizás igual prefiera no incorporarse al juego sino hasta otra partida, ¿o quiere hacerlo ahora?

Elinor aprovechó gustosamente el primer ofrecimiento, y así, con un poco de ese buen trato al que Marianne nunca podía transigir, al mismo tiempo logró su propio objetivo y complació a lady Middleton. Lucy le hizo lugar con celeridad, y las dos buenas rivales se sentaron así lado a lado en la misma mesa, y con la máxima armonía se empeñaron en llevar adelante la misma tarea. El piano, frente al cual Marianne, absorta en su música y en sus pensamientos, había olvidado la presencia de otras personas en el cuarto, por suerte estaba tan cerca de ellas que la señorita Dashwood juzgó que, protegida por su sonido, podía plantear el tema que le interesaba sin peligro de ser escuchada en la mesa de juego.

Capítulo XXIV

En un tono firme, aunque precavido, Elinor comenzó así:

—No sería merecedora de la confidencia de que me ha hecho depositaria si no deseara prolongarla, o no sintiera mayor curiosidad sobre ese tema. No me disculparé, entonces, por traerlo nuevamente a conversación.

—Gracias —exclamó Lucy calurosamente— por romper el hielo; con ello me ha tranquilizado el corazón, pues temía haberla molestado de alguna manera con lo que le dije el lunes.

—¡Molestarme! ¿Cómo pudo pensar tal cosa? Créame —y Elinor habló con total franqueza—, nada podría estar más ajeno a mi voluntad que producirle tal idea. ¿Acaso pudo haber una causa tras su confianza que no fuera honrada y halagadora para mí?

—Y, sin embargo, le aseguro —replicó Lucy, sus ojillos agudos cargados de picardía—, me pareció percibir una frialdad y disgusto en su trato que me hizo sentir muy incómoda. Estaba segura de que se habría disgustado conmigo; y desde entonces me he reprochado por haberme tomado la libertad de preocuparla con mis problemas. Pero me alegra enormemente descubrir que era solo mi imaginación, y que, usted no me culpa por ello. Si supiera qué gran bálsamo, qué consuelo para mi corazón fue hablarle de aquello en que siempre, cada instante de mi vida, estoy pensando, estoy segura de que su lástima le haría pasar por alto el resto.

—Desde luego me es fácil pensar que fue un gran consuelo para usted contarme lo que le ocurre, y puede estar segura de que jamás tendrá motivos para arrepentirse de ello. Su caso es muy desafortunado; la veo rodeada de obstáculos, y tendrán necesidad de todo el afecto que mutuamente se profesen para poder resistirlas. El señor Ferrars, según creo, depende totalmente de su madre.

—Solo posee dos mil libras de su propiedad; sería un disparate casarse sobre esa base, aunque por mi parte podría renunciar a toda otra perspectiva sin un lamento. He estado siempre acostumbrada a un ingreso muy pequeño, y por él podría luchar contra cualquier miseria; pero lo amo demasiado para ser el instrumento egoísta a través del cual, quizá, se le robe todo lo que su madre le podría dar si se casara a gusto de ella. Debemos aguardar, puede ser por muchos años. Con casi cualquier otro hombre en el mundo sería una temible perspectiva; pero sé que nada puede despojarme del cariño y fidelidad de Edward.

—Tal convicción debe ser todo para usted; y sin duda él se sostiene apoyado en idéntica confianza en los sentimientos que usted le muestra. Si hubiera flaqueado la fuerza de su mutuo afecto, como tantas veces ocurriría con tanta gente en tantas circunstancias a lo largo de un compromiso de cuatro años, su situación sería sin duda espantosa.

Lucy levantó la vista; pero Elinor tuvo cuidado de que su cara no revelara ninguna expresión que pudiera dar un cariz sospechoso a sus palabras.

—El amor de Edward —dijo Lucy— ya ha sido puesto a prueba por nuestra larga, larga separación desde nuestro compromiso, y él ha resistido tan bien sus avatares que sería imperdonable de mi parte si ahora lo pusiera en duda. Puedo decir sin riesgo de equivocarme que nunca, desde el primer día, me ha dado un momento de alarma en este sentido.

A duras penas Elinor no sabía si sonreír o lamentarse ante tal afirmación.

Lucy continuó:

—Por naturaleza, también soy de temperamento algo celoso, y debido a la diferencia de nuestras situaciones, considerando que él conoce tanto más el mundo que yo, y por nuestra constante separación, tenía bastante inclinación a la sospecha, lo que me habría permitido descubrir rápidamente la verdad si hubiera habido el menor cambio en su conducta hacia mí cuando nos encontrábamos, o cualquier decaimiento de ánimo para el cual no tuviese explicación, o si hubiera hablado más de una dama que de otra, o pareciera en cualquier aspecto menos feliz en Longstaple de lo que acostumbraba estar. No es mi propósito decir que soy muy observadora o perspicaz en general, pero en un caso así estoy segura de que no podrían engañarme.

“Todo esto”, pensó Elinor, “suena muy bonito, pero no nos puede embaucar a ninguna de las dos”.

—Pero —dijo después de una breve pausa—, ¿qué planes tiene? ¿O no tiene ninguno, sino aguardar que la señora Ferrars se muera, lo que es una medida tan drástica, terrible y triste? ¿Es que su hijo está decidido a someterse a esto, y a todo el aburrimiento de los muchos años de espera en que puede involucrarla a usted, antes que correr el riesgo de disgustar a su madre durante algún tiempo admitiendo la verdad?

 

—¡Si pudiéramos estar seguros de que sería solo durante un tiempo! Pero la señora Ferrars es una mujer muy terca y orgullosa, y sería muy probable que, en su primer ataque de ira al escucharlo, legara todo a Robert; y esa posibilidad, pensando en el bien de Edward, ahuyenta en mí toda tentación de incurrir en medidas precipitadas.

—Y también por su propio bien, o está llevando su desinterés más allá de todo lo juicioso.

Lucy miró nuevamente a Elinor, y calló.

—¿Conoce al señor Robert Ferrars? —le preguntó Elinor.

—En absoluto... jamás lo he visto; pero me lo imagino muy distinto a su hermano: tonto y un gran farsante.

—¡Un gran fanfarrón! —repitió la señorita Steele, que había alcanzado a escuchar estas palabras durante una repentina pausa en la música de Marianne—. ¡Ah! Me parece que están hablando de sus galanes favoritos.

—No, hermana —exclamó Lucy—, te equivocas totalmente, nuestros galanes favoritos no son grandes fanfarrones.

—Doy fe de que el de la señorita Dashwood no lo es —dijo la señora Jennings riendo con ganas—; es uno de los jóvenes más sencillos, de más lindos modales que yo haya visto. Pero en cuanto a Lucy, esta criatura sabe disimular tan bien que no hay manera de descubrir quién le gusta.

—¡Ah! —exclamó la señorita Steele enseñándoles una mirada llena de picardía—, puedo decir que el pretendiente de Lucy es tan sencillo y de hermosos modales como el de la señorita Dashwood.

Elinor se sonrojó sin pretenderlo. Lucy se mordió los labios y miró muy enfadada a su hermana. Un silencio total se posó en la habitación durante un rato. Lucy fue la primera en romperlo al decir en un tono más suave, aunque en ese momento Marianne les concedía la poderosa protección de un maravilloso concierto:

—Le expondré sin tapujos un plan que se me ha ocurrido ahora mismo para manejar este asunto; en verdad, estoy obligada a hacerla participar del secreto, porque es una de las partes interesadas. Me atrevería a decir que ha visto a Edward lo suficiente para saber que él preferiría la iglesia antes que cualquier otra profesión. Ahora, mi plan es que se ordene tan pronto como pueda y entonces que usted interceda ante su hermano, lo que estoy segura tendrá la generosidad de hacer por amistad a él y, aguardo, algún aprecio por mí, para convencerlo de que le dé el beneficio5 de Norland; según entiendo, es muy lucrativo y no es probable que el titular actual viva mucho tiempo. Eso sería suficiente para casarnos, y dejaríamos al tiempo y las ocasiones para que proveyeran el resto.

—Siempre será un placer para mí —contestó Elinor— entregar cualquier señal de afecto y amistad por el señor Ferrars; pero, ¿no advierte que mi intervención en esta oportunidad sería completamente innecesaria? Él es hermano de la señora de John Dashwood... eso debería ser suficiente como aval para su esposo.

—Pero la señora de John Dashwood no aprueba de verdad que Edward tome las órdenes.

—Entonces presumo que mi intervención tendría escasa fortuna.

De nuevo guardaron silencio durante varios minutos. Por fin Lucy exclamó, con un gran lamento:

—Creo que lo más sabio sería poner fin a todo esto de una vez, deshaciendo el compromiso. Parece que son tantas las dificultades que nos asfixian por todos lados, que aunque nos haga desventurados por algún tiempo, a la larga quizás estemos mejor. Pero, ¿no me aconsejaría usted, señorita Dashwood?

—No —respondió Elinor, con una sonrisa que ocultaba una gran turbación—, sobre tal tema por supuesto que no lo haré. Sabe perfectamente que mi opinión no tendría peso alguno en usted, a no ser que respaldara sus deseos.

—En verdad es injusta conmigo —respondió Lucy con gran ampulosidad—; no sé de nadie cuyo juicio pese tanto como el suyo; y realmente creo que si usted fuera a decirme “Le aconsejo que, cueste lo que cueste, ponga fin a su compromiso con Edward Ferrars, será lo mejor para la felicidad de ambos”, no vacilaría en hacerlo enseguida.

A Elinor se le subieron los colores ante la falta de sinceridad de “la futura esposa de Edward”, y replicó:

—Tal cumplido sería totalmente eficaz para aventar en mí toda posibilidad de ofrecer mi opinión en esta materia, si es que tuviera alguna. Da demasiado valor a mi influencia; el poder de separar a dos personas unidas tan afectuosamente es demasiado para alguien que no es parte interesada.

—Es por esto, porque no es parte interesada —dijo Lucy, con una cierta testarudez y acentuando de manera especial esas palabras— que su parecer podría tener, con toda justicia, tal influencia en mí. Si pudiera suponerse que su opinión fuera parcial en cualquier sentido por sus propios sentimientos, no valdría la pena pedirla.

Elinor creyó más inteligente no contestar a esto, no fuera a ocurrir que se empujaran mutuamente a hablar con una libertad y franqueza que no podía ser prudente, e incluso estaba en parte decidida a no hablar nunca más del tema. Así, a esta conversación siguió una pausa de varios minutos, y de nuevo fue Lucy quien le puso fin.

—¿Estará en la ciudad este invierno, señorita Dashwood? —le preguntó, con su habitual cortesía.

—Espero que no.

—Cuánto lo siento —respondió la otra, brillándole los ojos ante la información—. ¡Me habría gustado tanto verla allí! Pero creería que va a ir sea como fuere. Con toda seguridad, su hermano y su hermana la invitarán a su casa.

—No podré aceptar su invitación, si es que la hacen.

—¡Qué lástima! Estaba tan confiada en que nos encontraríamos allá. Anne y yo iremos a fines de enero a casa de unos parientes que hace años nos están rogando que los visitemos. Pero voy únicamente por ver a Edward. Él estará allá en febrero; si no fuera así, Londres no tendría ningún acicate para mí; no tengo ánimo para eso.

No transcurrió mucho tiempo antes de que terminara la primera ronda de naipes y llamaran a Elinor a la mesa, lo que puso fin a la conversación íntima de las dos damas, algo a que ni una ni otra opuso gran resistencia, porque nada se había dicho en esa ocasión que les hiciera sentir una repulsión por la otra menor al que habían sentido antes. Elinor se sentó a la mesa con el triste convencimiento de que Edward no solo no quería a la persona que iba a ser su esposa, sino que no tenía la menor posibilidad de alcanzar ni tan solo una aceptable felicidad en el matrimonio, algo que podría haber tenido si ella, su prometida, lo hubiera amado con sinceridad, pues tan solo el propio interés podía impulsar a que una mujer atara a un hombre a un compromiso que claramente lo asfixiaba.

Desde ese instante Elinor nunca volvió a tocar el tema; y cuando lo mencionaba Lucy, que no dejaba pasar la oportunidad de introducirlo en la conversación y se preocupaba especialmente de hacer saber a su confidente su felicidad cada vez que recibía una carta de Edward, la primera lo trataba con sosiego y cautela y lo despachaba en cuanto lo permitían las buenas maneras, pues sentía que tales conversaciones eran una concesión que Lucy no se merecía, y que para ella era peligrosa.

La visita de las señoritas Steele a Barton Park se alargó mucho más allá de lo que había supuesto la primera invitación. Aumentó el aprecio que les tenían, no podían prescindir de ellas; sir John no deseaba escuchar que se iban; a pesar de los numerosos compromisos que tenían en Exeter y de que hubieran sido contraídos hacía tiempo, a pesar de su absoluta obligación de volver a cumplirlos enseguida, que se hacía sentir imperativamente cada fin de semana, se las persuadió a quedarse casi dos meses en la finca, y ayudar en la adecuada celebración de esas festividades que requieren de una cantidad más que usual de bailes privados y grandes cenas para proclamar su relieve.