El sol que nunca vimos

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8.

“Se supone que la promiscuidad está prohibida en el movimiento y así se recalca en muchas oportunidades. Incluso las advertencias están en el manual y en los códigos revolucionarios. Sin embargo, estos suelen perderse con frecuencia, especialmente cuando abandonamos todo para escapar de un ataque, en donde, en últimas, lo que importa es salvar la vida. Yo en alguna ocasión tuve uno de esos folletos y me lo leí con atención. Recuerdo cuando recibimos la visita de uno de los jefes del Secretariado y uno de sus ayudantes trajo un paquete con cartillas que se les distribuyeron a la mayoría. No había suficientes y ellos pidieron que las circuláramos, para que todos tuvieran la oportunidad de aprender las reglas de la revolución. A mí no me alcanzó, mas uno de mis cuñados, el indio Necul, que no sabe leer y estaba ese día en primera fila, me lo dio y me pidió le explicara luego el contenido.

“A mí se me perdió la cartilla una vez que ocurrió un ataque, para mí el más sorpresivo de mi vida como guerrillero; yo estaba de guardia y solo pude quedarme con lo que tenía puesto: una muda de ropa. Por fortuna Elián tomó mi morral, que estaba casi vacío y conservaba mis cosas más personales, y después, una vez nos reagrupamos, me lo entregó. Eso fue antes de que estuviéramos a cargo de los secuestrados; ahora es más difícil que eso ocurra, nosotros tenemos, igual que el Secretariado, tres cordones de seguridad, y sería muy extraño que no nos alcanzaran a avisar. En esa oportunidad nos zumbaban las balas y hubo varios muertos en nuestras filas, como quince recuerdo y todavía me estremezco.

“Ahí hay frases buenas que le encienden a uno el fervor revolucionario, como eso de la igualdad y que no haya ricos para que tampoco existan pobres. Bonita frase, ¿no? Son cosas que se dicen, por eso me gané muchas veces la enemistad de Jerónimo. ¿Cómo así que él si puede gastar a sus anchas y a nosotros nos dejan migajas?, ¿por qué a él le llegan las cajas de whisky que después se las tenemos que cargar nosotros y para la tropa es apenas una pizca de aguardiente? Son cosas indignas. Por la tienda de él pasan las mujeres, obligadas, lo que a mí me consta. O si no vean a Alma Nubia, quien dejó incluso a Garrapacho, que curiosamente sigue siendo su amigo, para irse a vivir con Jerónimo, y entonces, ¿por qué a uno no lo dejan buscar la suya, así tenga que ir lejos y se corran los peligros que sean necesarios? Nadie les está pidiendo que la moza de ellos se acueste con uno. Peligros corremos a diario.

“Cuánto diera por volver a ver a Sulay, sabiendo que los hermanos me pueden llevar por el monte. Ellos se conocen bien otros caminos que nosotros ni siquiera imaginamos y que los indios no nos enseñan y los mantienen como un secreto de la comunidad –y los secretos de ellos jamás se divulgan–. Yo por eso me he hecho buen amigo de los indios, son mis cuñados, aunque se ríen cuando les hablo del tema. Se burlan con razón, yo no he visto a Sulay sino una vez; aunque yo sé que ellos tienen ganas de ir a visitar a la madre Uma. ‘Estamos listos’, me responden, ‘esas selvas son nuestras’. Y les tienen nombre a los ríos y las quebradas. ‘Llegamos a caño Loro’, me dijeron; ‘estas aguas son podridas y ahí nacen las larvas de los gusanos, a ellas vienen a defecar las loras’.

—¿Cómo así que a defecar?

—Pues sí, ellas también tienen sus misterios. A los árboles de las orillas del caño vienen las bandadas de loras, nosotros hemos visto miles. Y de ese caño nunca beben.

—¿Así es la cosa?

—Así como le digo. Y él médico y ni se da cuenta de lo que pasa. No indaga como lo hacemos los indios.

“De todos modos en esa cartilla me di cuenta de la existencia de un código moral que no cumplen ni siquiera los jefes. Esos reglamentos sirven cuando se le hace un juicio a algún guerrillero: ahí sí se aplican con severidad y he tenido la oportunidad de ver castigar a alguno por intentar huir, sonsacar a la mujer de uno de los jefes o violar a alguna de las muchachas o, mejor dicho, porque ellas les dijeron que las habían violado. Digo esto aunque francamente creo que a Astrid no la violaron sino que a Chorro de Humo, el guerrillero que la preñó y luego huyó con ella, lo pescaron antes de que se embarcara en Buenos Aires rumbo a San Vicente del Caguán. El hombre no se dio cuenta del seguimiento que le hacían, le tenían desconfianza. A él lo acusaron de violación y de traición y por eso lo fusilaron, y a ella le quitaron los rangos y privilegios y le practicaron un aborto contra su voluntad. Pero las cosas no son como parecen ser. Todos recordamos que ella lo asediaba y fue la que lo hizo fracasar. A nosotros, conocedores del tema, no nos dejaron declarar. Yo por eso me cuido, no vaya a ser que le resulte a uno una torcida y lo meta en una novela bien preparada. Acá se le paran muchas bolas a las declaraciones de las mujeres, y como hay tan poquitas la mayoría se mantiene con ganas de ganarse el favor de alguna.

“Sí, Chorro de Humo, el mismo negro que estuvo en el rancherío aquella vez que mi padre me entregó a la guerrilla. Allí mi taita hizo un acuerdo con ellos. Era muy joven y el rostro no se me olvidará jamás, fue él quien le puso el fusil a mi madre cuando ella quiso rescatarme. Por eso lo odié desde aquel día y como la vida nos pone siempre en circunstancias difíciles de prever, luego me arrepentí de odiarlo. Aunque pensando lo que ha pasado hoy tengo un sentimiento ambiguo, especialmente después de haberlo visto sufrir cuando ocurrió la muerte de su mujer y de su hijo.

“Es mucho más difícil que las mujeres entren al movimiento; primero, son hogareñas y los padres tienen sobre las niñas una mayor influencia, y también hay mucha deserción una vez entran a las filas. Yo aprendí que hay que vincularlas cuando están jovencitas. En la adolescencia son desobedientes con los padres y les gusta enfrentárseles, liberarse e irse a recorrer el mundo, a tener aventuras. Sin embargo, las mujeres son más delicadas que los hombres y se aburren con facilidad de las tareas que exigen mayor fortaleza física; por eso muchas se escapan cuando quedan en embarazo y más si logran tener un hijo”.

Jónatan cavila y siempre que piensa en alguna mujer, recuerda a Sulay. Jamás olvidará su cara.

“Las mujeres de estos pueblos abandonados se deslumbran con los jóvenes que les coquetean cuando pasan armados recorriendo los caseríos. Ellos siempre buscan la manera de acercarse y hacerles propuestas y ellas ni lo piensan. Casi siempre se van la misma noche que les hacen alguna promesa, cualquiera que ella sea, y creo que las diferentes propuestas no importan. Así como los jóvenes se deslumbran con las armas por el poder que ellas otorgan, del mismo modo las mujeres se enamoran de los hombres que las llevan. De eso nos alegramos y cuando una mujer llega al campamento hacemos fiesta y todos queremos conocerla, ¿quién no?, y los jefes siempre les tienen consideraciones especiales; claro, ellos ni cortos ni perezosos las disfrutan primero.

“Para lograr quedar en embarazo y tener posibilidades de que le permitieran tener a su bebé, Astrid esperó a que uno de los comandantes le hiciera propuestas. Eso ocurría cada rato con las más afortunadas. Se cuidó de no aparecer enamorada de nadie y dejó de tener sexo furtivo con los compañeros. Ellas se pueden negar a esos encuentros esporádicos y a las quisquillosas se les va cogiendo ojeriza y eso trae sus desventajas en medio de tantas situaciones adversas. Esa es una de las particularidades con las mujeres; una vez pasan por las manos de los jefes, especialmente con los guerrilleros que no tienen mujer, deben prestar un servicio obligatorio. Aquí lo llamamos ‘servicio sexual obligatorio’, como los médicos con el año rural.

“Nosotros hacemos la solicitud ante Calixto, él es el encargado de distribuir los condones y de vez en cuando nos avisan, casi siempre de manera intempestiva, que esa noche tendremos mujer. Si no hay condones disponibles lo inducen a uno a que se eyacule afuera y se lo dicen de una manera perentoria; como quien dice, lo hacen responsable de la posibilidad de un embarazo. Uno tiene entonces tiempo de organizarse bien, bañarse y tener ropa interior limpia. Y en la hamaca, cuando la gente se está durmiendo, aparece una de ellas, cualquiera de las disponibles. Casi siempre es un encuentro rápido, solo de sexo, aunque si uno le gusta a la vieja, ella se queda ahí la noche entera y hasta lo puede hacer dos o tres veces. En ocasiones, de esos encuentros, han nacido noviazgos clandestinos, que uno disfruta como un adolescente, le toca pensar travesuras, jugar a las escondidas y corretear con ella por entre los matorrales.

“Cuando el día señalado por el destino llegó, el comandante que esperaba a Astrid resultó de otro frente. Era nada menos que Chorro de Humo. Lo llamaban de ese modo por ser negro como el carbón y porque se perdía de vista sin dejar rastro. De noche uno sentía cuando llegaba al percibir el olor a humo, cosa que él justificaba al comentar que le gustaba soplar el fogón en la cocina. Los nuevos compañeros arribaron un amanecer para hacer un intercambio de prisioneros, lo que es común para evitar que se vayan creando ciertas amistades que se tornan peligrosas. Hay secuestrados con mucho liderazgo y a esos hay que aislarlos o se hacen amigos de un guerrillero y se traman fugas o se buscan privilegios. Casos se han visto de guerrilleras que se enamoran de soldados y se escapan con ellos, como Nadia, una niña que huyó con un soldado por los lados del río Jiguamiandó en el Urabá chocoano. En esta historia, Chorro de Humo, como buena pinta que era, entró tumbando.

“Sin pensarlo dos veces se fue al río a ver a las viejas bañarse y allí se encontró a Astrid. Él le sonrió y ella le respondió con otra sonrisa; luego se le acercó cuando estaba lavando su ropa interior en el río. ‘Se va a poner bonita’, le dijo y ella le respondió que siempre buscaba ponerse bonita. ‘Estás sola’, le agregó. Era una pregunta obligada, entre ellos se cuidan de no tener broncas por una mujer. ‘Es mejor estar sola que mal acompañada’, le contestó y volvió a sonreírle. ‘Pero no pensarás permanecer así’, iba de una el negro. ‘Estoy esperando mi príncipe azul y –mirándolo de arriba abajo– no lo digo por el color’, así borró cualquier sospecha de racismo. ‘De pronto tu príncipe te llega de afuera’, se envalentonó Chorro de Humo. ‘Así será’, dijo ella finalmente, tomó sus prendas, las aireó un poco de una manera coqueta y se fue de regreso. Desde lejos volteó a mirar y él seguía allí, observándola con unos ojos oscuros que chispeaban con la luz del día.

 

“Pasó el tiempo y ellos se seguían de lejos con las miradas, se hacían cerca el uno del otro en las horas de las comidas, se tocaban con las rodillas cuando estaban sentados, se rozaban con las puntas de los dedos, se alineaban juntos en las paradas militares, se arreglaban algún desperfecto en el uniforme, se decían cosas dulces y se hacían pequeños regalos; cosas insignificantes, claro, aunque decían mucho: una moneda antigua, considerada por ellos de la buena suerte, la fruta seca de un árbol, como una que llaman ojo de venado; una libreta para escribirse cartas y dejarse recados o poemas y hasta un escapulario de la Virgen del Carmen que los protegiera de las balas de los enemigos, como yo he sostenido que ocurre con el que me regaló mi mamá. Casos se han dado de cómo un simple pedazo de tela puede impedir que las balas hagan huecos en el cuerpo, por más fusil que las dispare. Y llegaron a compartir parte de la comida, así fuera una galleta o un pedazo de panela o una fruta que alguien se encontraba por ahí en el monte. Y como los dirigentes del otro frente se quedaron en conversaciones durante días, ella mantuvo con él un tira y afloja; que sí, que no, todo el tiempo; hasta que él, desesperado, juró amarla y prometió no dejarla nunca.

—Ahora se va y me deja con los crespos hechos.

—Yo me quedo –le respondió–, me encargaron de hacer el empalme.

—¿Y eso, como cuánto tiempo es?

—Como pueden ser dos meses, pueden ser seis o un año, uno nunca sabe.

—¿Y si me está tomando el pelo?

—Cómo se le ocurre si lo mío fue amor a primera vista.

“Era el tiempo que requería Astrid para ir fraguando su futuro. Lo iba a enamorar, iba a hacer que quedara rendido a sus pies y luego lo utilizaría para sus propósitos. Que no eran malos, porque ella no era despiadada. Además el negro le gustaba; era bonito y tenía un físico para enamorar a cualquiera y en eso de enamorar a alguien tenía cierta cancha; más o menos experiencia. Astrid lo aguantaría hasta ponerlo a punto de colgar la toalla y cuando le dijera: ‘no me joda más que yo no quiero nada con usted’, entonces le permitiría besarla y le mostraría que ella puede ser ardiente como la mujer de sus fantasías. Lo que necesitaba, en últimas, era que el negro la sacara de ese infierno y se la llevara a vivir afuera, así él se devolviera con ese cuento de seguir haciendo la guerra. Entonces siguió engatusándolo, diciéndole que sí, pero no; poniéndole citas y luego excusándose, no la dejaron moverse o le habían puesto tareas de último momento. ‘Yo necesito un jefe que me trate bien, como a una dama’, le dijo como sin querer. Y él fue paciente, por lo menos el primer mes, porque luego, viendo que lo podían transferir de nuevo a su comando, alegando misión cumplida, lo cogió un desasosiego que lo hizo ser imprudente hasta el colmo de que la mayoría se dio cuenta de que el negro se moría por ella. Cuando lo vio a punto de estallar, Astrid cambió de táctica.

—¿Sabes? –Se le acercó ella casi hasta rozarle los labios, poniéndole una cara dulce–, me gustaría tener un hogar, con hijos y todo.

—Será cuando ganemos la guerra… –Mas ella lo interrumpió para no dejarle dar un respiro.

—¿Tú de veras crees que vamos a ganar la guerra?

—¿Por qué no?

—Porque cada vez nos corretean más, cada vez estamos más adentro de la selva, cada vez tenemos menos comida y ni drogas se consiguen.

—Aunque tenemos mucha plata y con ella se consigue de todo. Y además a mí me tienen confianza y me dejan manejar mucho billete.

—Qué va, por ahora lo único que hacen es encaletarla. Para nada sirve el dinero guardado. Además, eso va para el alto mando.

—Yo sé dónde se encuentran algunas caletas con mucho dinero. Tengo las coordenadas. No iba a ser tan bobo de no guardarlas sabiendo que yo mismo las enterré.

“Lo cierto fue que Chorro de Humo comenzó a pensar más allá de los límites, más de lo que le permitían sus principios revolucionarios. ‘Esa mujer puede tener razón’, pensaba. Llevaban casi tres años de un lado para otro, a los secuestrados los habían cambiado de frente varias veces y empezaba a ver que muchos compañeros, incluso buenos amigos, desertaban de las filas. ¿Cuándo se había visto tal cosa? Antes de cruzar la serranía del Chiribiquete, iban con frecuencia a La Macarena y a Miraflores y hasta bebían en los pueblos, sin riesgos y rodeados de amigos.

“Él conocía el Apaporis, el Ajajú y La Tunia y el Vaupés como la palma de su mano, pero no sabía cómo conseguir un permiso para llegar a Buenos Aires. Ahora ni pensar en disfrutar; estaban pasando por épocas de vacas flacas, por tiempo vidrio. Sin drogas para un simple dolor de cabeza y sin remesas de arroz o de lentejas. Intentaba el negro hacer un recuento de los compañeros muertos y no le alcanzaban los dedos de las manos y los pies, y esos eran los que conocía. ‘Cuántos muertos hemos enterrado que ni siquiera sé cómo se llaman’, decía entre dientes.

“Y para qué mentirse uno mismo, plata sí había y para qué les servía si no podían gastarla. Millones de dólares que no tenían manera de cambiar, empacados en chuspas y en canecas plásticas. Cuántas caletas por ahí desperdigadas, conservando unos mapas hechos a mano y estableciendo coordenadas guardadas en unos aparatos que mantenían los jefes escondidos en sus morrales y sin saber si podían regresar por ellas porque de tanto camuflarlas ni uno mismo sabía cómo se distinguían los sitios. Tres años hacía que les había tocado dejar la primera caleta de esas y nunca habían podido regresar. Uno oye decir que vamos a volver a tal o cual campamento y eso no es posible. Aquí los caminos son parecidos y los caños son iguales y la selva guarda la misma monotonía de siempre, con pájaros que ahora uno siente cantar de la misma manera y culebras de colores similares y árboles que no se sabe qué son y a los que no se les ven las flores.

‘Esa mujer puede tener mucha razón’, cavilaba Chorro de Humo y empezaba a tener pensamientos que lo alejaban del lugar; primero, el comandante Jerónimo les daba permiso de vivir juntos y entonces él se la llevaba a su hamaca y allí hacían innumerables jornadas de amor sin cuidarse de los merodeadores; luego, así no les dieran permiso ellos se veían a escondidas en medio del bosque y ahí se desnudaban y se recorrían a besos; después, como no podían verse, habían decidido escapar a toda costa. Pensaron sortear los recorridos por el río y esquivar las minas enterradas por ellos mismos y cruzar las selvas, impenetrables, alimentándose de animales que cazaran en el camino, de frutas silvestres y de palmiche, hasta lograr llegar a un caserío en donde no los conocieran y allí se entregarían al ejército.

“La oportunidad les llegó de manera diferente. Un día Jerónimo necesitó medicamentos urgentes para unas fiebres terciarias que asolaron medio campamento y comisionaron a Chorro de Humo para que fuera a buscarlas. Él solicitó la compañía de Astrid, lo cual le fue concedido al parecer como pago por sus servicios prestados. Fue así como salió rumbo a Buenos Aires, sobre la ribera del Ajajú, lugar que el hombre conocía, según se lo había dicho a muchos en el campamento: ‘palmo a palmo’. Así fue”.

9.

Sulay sueña todos los días con un guerrillero sin nombre. Ese de ojos con estrellas en las pupilas, que se le acercó un día en la ribera del río y le dijo que ella era muy bonita; aquel que le pidió irse con él para acompañarlo en su lucha revolucionaria. Lo recuerda como si hubiera sido hoy. Su sonrisa, la piel de sus manos, lo fuerte de sus brazos. El único presentimiento que conserva como esperanza es que esté en el mismo comando con sus dos hermanos, Koya y Necul, aunque de ellos tampoco volvió a saber nada. La desesperación es cada vez mayor, sobre todo desde que unos helicópteros, como libélulas gigantes, cruzan por la zona con sus retumbos de miedo. Esos aparatos son una novedad para ella y por eso al sentir la cercanía de alguno de ellos, sale despavorida, deja lo que esté haciendo y escondida detrás de las ramas de un árbol, los sigue con los ojos bien abiertos hasta verlos desaparecer y continúa ahí hasta que el retumbo se desvanece. Incluso piensa que él y sus hermanos pueden haber muerto en los bombardeos que hace el ejército en la selva contra los campamentos de los guerrilleros. Ella conserva el anhelo de que la persona en quien piensa y sus hermanos todavía estén vivos. Sulay sigue soñando con él, es el primer hombre en hablarle de su belleza y aunque no sabe cómo será eso de estar enamorada e irse a vivir con alguien, siente un vacío en la boca del estómago y no le provoca comer. Está como picada de una especie de desasosiego que la mantiene atormentada.

Su madre, Uma, la ve como perdida en un sueño y se lo explica a su marido. “Hace mal los oficios y se le olvidan las tareas”. Ha ensayado sin resultado alguno las raíces de valeriana y las flores de tilo, y Tayel dice que son cuestiones de la edad, ya se le pasará. Mas es tanta la insistencia de la madre, que Tayel accede a llevarla un día a Barranquillita para un examen médico, a ver si sufre alguna enfermedad de esas raras que le están afectando las entendederas. Y ese día llega, los designios son así. No es tan fácil, hay que ir cuatro horas remando contra la corriente y en el invierno los ríos están crecidos y torrentosos.

En el bongo, fabricado por él mismo, van también dos raciones de plátanos, nadie sabe cuáles pueden ser los imprevistos de un viaje de tal naturaleza. Tayel es experto remero y sabe por dónde la corriente es más suave. Sulay aprovecha para mirar el paisaje, los alcaravanes que cruzan con su alboroto de aves desesperadas, los remolinos de las orillas, los raudos de la corriente, las dantas que se esconden al sentir la presencia intrusa, las hojas secas que se precipitan desde lo alto de los frondosos árboles y los caimanes que toman el sol del mediodía en el arenal de las orillas. Tayel, que hace mucho no va hasta Barranquillita, encuentra el pueblo cambiado. Como nunca. Hay allí una base del ejército que antes no existía y cuando llegan al embarcadero, unos soldados de guardia, armados hasta los dientes, les piden papeles y requisan al padre de la muchacha. El indio tiene su cédula y siempre la lleva en una bolsa de plástico, y Sulay es apenas una niña y aún no tiene papeles.

Cada uno carga una ración de plátanos al hombro y juntos recorren los caminos que los conducen por entre los ranchos. Apresuran el paso. Deben atravesar el poblado antes de que se acaben las fichas que reparten para las consultas médicas. Hace calor y hambre a esa hora del día. Primero descargan los plátanos en el granero de un indio conocido en la región. Allí los dejan como en consignación y el agregado les da un anticipo pues es costumbre conocida que los indios llegan sin dinero. Con ello piensan pagar la consulta, la comida y si es posible comprarán los medicamentos que ordene el médico.

El centro de salud es una construcción de madera con techo de zinc en las afueras del pueblo; el letrero se encuentra sobre la pared del frente y al entrar hay un salón de recibo con sillas de plástico en donde están sentadas varias mujeres con niños en los brazos y un anciano asfixiado que se apoya en un bastón hecho de guayabo a medio pulir, y al médico hay que esperarlo de su regreso del almuerzo. Al frente de la entrada hay una puerta batiente que da a una sala de procedimientos adonde está prohibida la entrada del público, y al lado, detrás de una puerta cerrada, se encuentra el consultorio. La enfermera les indaga el motivo de la consulta, frunce el ceño al escuchar a Tayel, les advierte que quizá no los puedan atender, esas cosas que cuenta no muestran que el caso sea urgente; sin embargo, les da la ficha con un número. El indio le paga mil pesos con monedas de quinientos y ella les indica dónde deben sentarse. “El médico es muy caritativo –se dirige a ellos– y no deja de atender a nadie”, se conduele al ver la angustia reflejada en la cara de Tayel.

 

Justo a las dos de la tarde llega el médico con su bata blanca y el estetoscopio colgado en el cuello, mira en derredor, saluda con una sonrisa a los presentes, le da instrucciones a la enfermera y le ordena que haga pasar primero al más enfermo. Entra entonces el anciano asfixiado y Aracelly, la enfermera del lugar, lo ayuda a subir a la camilla. Sulay atisba por la puerta entreabierta, hasta que la enfermera la cierra tras de sí. “Respire hondo, respire hondo, diga treinta y tres”, se oye decir adentro. Con el anciano, Sulay siente que el médico se demora eternidades y luego lo escucha preocupado por la avanzada afección. Entonces oye cómo lo hace pasar a la sala de procedimientos y allí ve que le instala un suero y le pregunta a la enfermera si hay oxígeno. “No ha llegado todavía, doctor”, le responde Aracelly quejándose de la tardanza de ese camión destartalado que viene de San José con balas de oxígeno amarradas con cadenas y siempre llega tarde. Entonces el médico ordena que le ponga una inyección de aminofilina en el frasco de suero y la enfermera se va a cumplir el pedido.

Luego de unos instantes de respiro, el médico mira a los que están sentados y se queda contemplando los ojos de Sulay. Su padre, viendo la dedicación, se levanta a contarle qué padecimientos tiene la muchacha. Apenas si alcanza a balbucear algo sobre cómo está decaída y tuntunienta, cuando el galeno le pone la mano en el hombro y le dice que espere un poco. “Hay otros pacientes más enfermos que ella”. Entonces toma del brazo a una de las mujeres que está sentada y carga a un niño desmadejado en su hombro. Los ojos de la mujer son en extremo saltones y parecen no caberle en las cuencas. “Siga”, le dice y desde afuera los demás escuchan el nuevo interrogatorio. “Diarrea y vómito, ¿desde cuándo?”. Es la rutina de todos los días. “Deshidratado y desnutrido”, termina diciendo. Hay que darle suero casero y cucharadas de plátano cocido. “¿Sabe hacer el suero?”, le pregunta y la mujer asiente. Tayel piensa que el plátano cada vez se cotiza más; sirve incluso como remedio. La mujer sale con la fórmula y el hijo sigue desmadejado sobre su hombro. Cuando abandonan el lugar, Sulay espera ser la próxima.

Eso no ocurre, primero está la otra señora que ha descargado a su hija en el suelo y que la ve jugar con un cucarrón que ha caído muerto tal vez de viejo. Al levantarse, se nota que la mujer está en embarazo, y al coger la niña, esta tiene el cucarrón en su boca y ella tiene que sacárselo con los dedos. Entonces la niña llora, le han quitado el juguete. El médico la carga y la aplaca palmoteándole la espalda, mientras la mujer se acomoda el vientre y trata de dar el paso siguiente. Son dos consultas porque la niña no come bien y está más barrigona que ella. “Son los parásitos que se la están comiendo”, vaticina el médico, “hay que sacarlos”. Luego le hace la consulta prenatal, “falta como un mes”, le dice ella; “tiene que tomar vitaminas y mucha leche”, le aconseja él y sus palabras las siguen escuchando los que esperan en silencio a que les llegue su turno. “Eso sí es como difícil, doctor, por aquí la leche ni se consigue”. Sulay, mientras espera, piensa que eso le gusta de ser mujer (lo del embarazo, tener un bebé) y resopla de la impaciencia. Mientras hace cuentas del tiempo que llevan ahí sentados, las tripas le suenan del hambre y por eso le pide al papá que vaya a comprar algo, y Tayel le explica que la tienda queda lejos y ya casi va a ser su turno y él tiene que explicarle al médico las cosas; ella es tímida y no dice nada y el médico debe saber lo que le pasa. “¿Y qué es lo que me pasa?”, le pregunta ella. Tayel calla, entre otras cosas, tampoco sabe nada.

Una vez el médico se desocupa de la mujer embarazada y de la niña que come cucarrones, sale y evalúa al anciano asfixiado; lo ve mejor y le pregunta si fuma. “Claro que fumo, es lo único que me queda por hacer, aunque solo tabacos”, le dice el viejo como asegurando que los tabacos no hacen daño. “No va a poder volver a fumar”, es enfático el doctor. “¿Ni siquiera mis tabaquitos?”. “Ni siquiera”, le responde. “Quíteme lo que sea, menos eso”, le replica el anciano. “¿Y qué más hace usted que haya que quitarle?”, le pregunta. “A esta edad…”. Al ver a Sulay el médico le sonríe, la hace pasar al consultorio y le dice que se siente en la camilla mientras a Tayel lo invita a que se acomode en la silla que está al frente de su escritorio. Él le pregunta a la muchacha y Tayel es el que contesta, ella no dice nada. “Déjela hablar a ella”, ordena el médico, pero ella baja los ojos. “Míreme”, y entonces ella lo mira. “Qué ojos tan bellos”, piensa el médico. “¿Cuántos años tiene?”, ella mira a su padre y él dice que dieciséis. “¿Dónde viven?, yo no los había visto en el pueblo”, hace cara de que en ese pueblo conoce a todo el mundo. “En una vereda río abajo”, dice el indio, “a dos horas bajando por el Vaupés”, termina. “Vienen de lejos, así que es mejor que la vea rápido para que tengan tiempo de volver, ¿o se van a quedar a dormir en el pueblo?”. Tayel se rasca la cabeza y responde que mejor se van enseguida, no tienen dinero para quedarse.

“¿Y qué síntomas tiene?”, pregunta, “y que conteste ella”, insiste mirándola para presionarla a que hable. “Nada”, responde Sulay bajando de nuevo los ojos. “¿Cómo así que nada?, y entonces ¿por qué vino?”. Ella hace cara de no saber y responde Tayel: “está como atolondrada, no atina con los oficios, se le olvidan las cosas, no come bien y su mamá está preocupada”. El médico la hace acostar en la camilla, le toma la presión, le palpa el pulso, le mira los ojos, le hace abrir la boca. “Diga aaa”, le pide. Cosas de rutina. La cubre con una sábana, le ausculta los sonidos del corazón, le siente el aire entrar en los pulmones, le levanta la falda, aunque ella hace repulsa, le detiene las manos en el camino y él le dice que tranquila, que le tiene que examinar la barriga. Entonces Tayel le ordena que se deje examinar, que si no cómo el médico va a descubrir el mal. Y tiene razón. Entonces deja que le toquen la barriga, eso le da cosquillas y se ríe y se tapa la cara y él tiene que conversarle hasta que ella se desentiende de las caricias del médico y se deja palpar. Nunca le habían tocado la barriga. El médico la hace sentar de nuevo, la vuelve a auscultar, esta vez en las espaldas, para escucharle bien los sonidos del aire al entrar y al salir de los pulmones, y cuando termina le dice que puede bajarse. Se sienta en su silla y escribe en uno de los talonarios del centro de salud. “¿Tiene novio?”, le pregunta antes de acabar de hacer la fórmula y ella baja de nuevo los ojos. “Ni que se le ocurra”, dice Tayel. “¿Está enamorada de alguien?”. Ella responde que no y Tayel asiente. Entonces ambos salen con una receta de vitaminas que el médico le manda, por si acaso. “Vuelva”, le dice él, más con la esperanza de verla de nuevo.

En la droguería del pueblo no existen las vitaminas que el médico recetó y habría que mandarlas a traer de San José. “Es probable que lleguen en uno o dos días”, le dice el dependiente y Tayel le explica que no se puede quedar, no hay seguridad de que vengan y tiene trabajo que hacer, por eso tendrá que recurrir a los amigos indios que viven en el pueblo. Ellos son comerciantes y compran y venden y se encargan de enviar remesas río abajo para los ranchos de los indios estacionados a lo largo de las aguas. A ellos les encargará el pedido. Con ellos arreglará cómo pagarlas; es cosa de saber a cuánto le van a comprar cada ración de plátanos verdes, que a veces son escasos y sirven para hacer intercambios de favores. En esta época, por lo pesado del río, no hay quién se atreva a llevar sus pangas repletas de racimos, prefieren dejarlos madurar para alimentar cerdos. El dueño del negocio es Nahuel, un compadre que lo conoce y lo aprecia y aprendió el oficio de intermediar entre los cultivadores de las orillas del río y los comerciantes de la capital y se volvió el cónsul de los nativos. Solo hay una simple advertencia: todos tienen que pagarle, de uno u otro modo.

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