El sol que nunca vimos

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“Salimos sin mirar atrás. ‘Lo que nos espera es el futuro’, dice Jerónimo; yo pienso distinto. A mí me gustan los recuerdos y esos siempre están atrás. Volver a ver a mi madre, que me den un permiso para ir a visitarla a Puerto Palermo, adonde no he tenido la oportunidad de regresar. Aunque acepto las circunstancias, como he sido rebelde me tienen desconfianza. No volví a saber de ella. A veces le mando cartas con algunos viajeros que van por esos lados, mas ella no sabe leer y con este deambular incesante es difícil que uno se encuentre de nuevo con alguien que le quiso hacer un favor o le puede dar noticias. Mi madre es como un sueño, de esos que uno quiere conquistar. Se llama Josefina y debe tener cuarenta y cinco años, si no más. Se quedó con Erasmo y Donato y con mi hermanita que tendría unos cinco años cuando yo me fui de la casa y se llama Samanta. Mi padre Alcibíades no me importa tanto, de él recibí muchos castigos, aunque ahora, con el tiempo, he venido aceptando sus maneras.

“En esta zona el terreno es difícil, hay que abrir trocha, tumbar rastrojo y las hierbas te cortan los brazos cuando pasas y las espinas se entierran en la piel. Además, la tierra es húmeda, cenagosa y en ocasiones avanzar en el pantano se hace dificultoso. Los rehenes suelen cansarse fácil o se hacen los cansados; a fin de cuentas ellos no están por ayudar y uno debe entender la situación. También es por lo duro del camino, así que debemos esperarlos de trecho en trecho. Uno de ellos no tiene botas, sino unas especies de zapatillas y se queja todo el tiempo, se le entran las piedras y el barro y muchas veces se le quedan enterradas en el pantano. Yo mismo le insisto que no las deje perder o terminaría con los pies destrozados o lo que es peor, cargado por nosotros, como si no tuviéramos suficiente obligación. En el camino sentimos de nuevo el ruido de los helicópteros; por fortuna pasan lejos y en dirección al campamento abandonado. Quizás algo descubrieron ya que las imágenes tomadas en las zonas sospechosas son analizadas luego en un centro de control; eso dice Jerónimo. Sin embargo, por precaución, nos quedamos un rato quietos, medio ocultos, hasta dejarlos de oír.

“Siquiera no llovió anoche, de otro modo estaríamos en medio de un lodazal que nos tragaría enteros. Hemos venido siguiendo el caño hacia arriba para alejarnos del río, buscamos un campamento que en otra oportunidad dejamos. Son las cuatro de la tarde, no hemos probado bocado, no sabemos dónde estamos, así que nos toca buscar un lugar propicio para acampar. Aquí, bajo la selva, sin tener un horizonte, sin saber por dónde sale o dónde se oculta el sol, la guía es el correr del agua o el golpear del viento si uno es baquiano, mas las curvas que hacen los caños y las ciénagas que se encuentran a cada paso distorsionan la orientación. Al fin, por lo tarde y por esa especie de afán, escogemos un sitio húmedo, sin rastrojo y con otro caño pero de agua oscura, sin fondo. Sin embargo, el cansancio no permite otra cosa que hacer. Armamos las hamacas, amarramos los toldillos, ponemos el plástico, nos quitamos la ropa y la lavamos en el agua. Los que van llegando después no se pueden bañar ni alcanzan a lavar sus pertenencias, las aguas agitadas las dejan sucias. Es preferible el olor a sudor que la podredumbre; por lo menos el cansancio lo hace a uno dormir y se le olvidan los olores. De pronto, cuando el frío no te permite hablar, de improviso, como una especie de augurio, se oyen los gritos de una mujer”.

5.

Si la vida fuera la normal, la aprendida de abuelos y bisabuelos, valga; sin embargo, cómo explicar lo que de un tiempo para acá estaba ocurriendo en la región: gente extraña que gasta a dos manos y deja ver el revólver acomodado en la pretina del pantalón; hombres en lanchas rápidas, armados hasta los dientes; personas muertas a bala, desperdigadas por ahí entre los matorrales, lo que nunca se había visto; helicópteros, novedosos para la época, que todos veían alelados porque los aparatos vuelan bajo por la ribera del río, serpenteando sobre los caseríos; cultivos de coca, reemplazando los sembradíos de plátano y de yuca brava, que muchos buscan ahora cultivar porque con ellos se obtiene bastante dinero, con matas que no producen frutos para comer sino hojas, las que se venden a precios sorprendentes. Cómo saber en ese entonces el significado de lo que acontecía si no existía un conocimiento de la vida pasada, olvidada en los afanes, sin que nadie la escudriñara y sin que se mostrara mayor interés por recordarla.

Sí, señor, la historia para ellos era tan simple como nacer en un lugar olvidado, sin contacto con la civilización, crecer en medio de las dificultades, pasar hambres, trabajar por el sustento y morir sin lograr mayores satisfacciones personales, salvo el amor de una india, la sazón de un buen plato de mojarra con yuca, bañarse en las aguas del río o dormir del cansancio en una hamaca, despatarrado y con la fresca del atardecer. Beber chicha o guarapo era otro deseo anhelado, a veces, aunque en cuestiones de gastos ociosos ni para qué pensar, ¿con qué dinero? Los haberes de Alcibíades eran un pedazo de tierra para cultivar, sin escrituras ni títulos ni la forma de demostrar pertenencia; un rancho de paja construido con las propias manos, con madera de los bosques cercanos y un techo de hoja de palma; un conuco bien sembrado de plátano y de yucas para sacar la comida del día, siquiera unas dos o tres hectáreas, así fuera enterradas en la selva, y disfrutar en los linderos de un caño; una curiara labrada y pulida por él, hecha para ir al caserío a llevar la remesa o traer la sal y el aceite; unas cuantas ollas y platos de latón y algunos enseres de labranza, conseguidos poco a poco en épocas de bonanza: un hacha, un machete, un azadón, una pala quizás.

¿Era normal y corriente la guerra que alrededor se vivía? ¿De qué lado estaba la verdad? Jónatan solo veía y escuchaba algunas cosas, las que iban quedando guardadas en su memoria. Mientras conducía su panga aguas arriba o aguas abajo pasaban chalupas con hombres armados, ostentosos, con una especie de fulgor en la mirada; armas deslumbrantes y fuego en los ojos que él quería para sí, y veía navegar indios con sus bongos cargados hasta el tope, repletos de plátanos, yucas y atados con chontaduro, llevados para negociar en el caserío; como lo hacía su padre –pensaba–, cuestión que formaba parte del aburrimiento que cargaba de su existencia. Oía sobre soldados instalados en San José del Guaviare que en ocasiones incursionaban por la zona y decían que no se atrevían a llegar hasta Miraflores, ni aceptaban meterse en la selva por miedo a los ataques sorpresivos de la guerrilla o a las minas quiebrapatas sembradas por doquier y que, por esas y muchas otras razones, se quedaban apenas uno o dos días en Puerto Palermo, conversaban con el inspector o con los misioneros de una iglesia gringa que hacía su labor pastoral en el territorio y se regresaban sin hacer mayor labor y más bien eludiendo posibles enfrentamientos. Para no decir mentiras, el miedo les cae por igual a los unos y a los otros.

Y los hechos más impactantes para Jónatan y para los demás eran sin lugar a dudas los despliegues de helicópteros artillados que cruzaban los cielos volando desde San José, El Retorno, Calamar y Barranquillita, vía Miraflores, y oír decir por ahí que esos aparatos eran los que les lanzaban bombas a los campamentos de los guerrilleros. Al principio todos se asustaban y los niños salían al descampado para verlos pasar; después de saber que las bombas no caían en el caserío ni en los alrededores ni sobre los ranchos de las comunidades, se apaciguaban los afanes y volvía la calma. También les causaban sorpresa las avionetas llamadas mosquitos, las que tienen la hélice en la trompa y vuelan a ras sobre los cultivos de coca, haciendo piruetas increíbles para fumigar con venenos, como ese tal glifosato, que algunos sostienen que mata también a las gallinas, los peces y los perros de las vecindades, a más de producir cáncer en los viejos y malformaciones en los niños recién nacidos. Otros aseguran que eso no es cierto, no es tóxico y no sirve ni siquiera para acabar con los gusanos de las matas. ¿Y los dolores de estómago qué?, ¿y los salpullidos de los muchachos en la piel?, ¿y la irritación en los ojos?

A Jónatan también lo desconcertaba saber de la existencia de bandas de asesinos que vivían de hacerles favores a los unos o a los otros. Al principio eran forasteros que hacían preguntas y recorrían el pueblo como indagando a los lugareños, de esos conchudos, entrando a la casa de los vecinos sin pedir permiso o pidiendo en alquiler una pieza en el mejor lugar del caserío. Primero se dan sus lujos y buscan que todo mundo se entere de sus riquezas. Luego se sientan en la cantina, invitan a los paisanos, les ofrecen del mejor trago que quieran beber, por lo menos al principio, y cuando los ven borrachos comienzan con la preguntadera. Lo hacen como haciéndose los desentendidos, echando carnada para lograr sus propósitos. Lo que sí no se supo hasta mucho tiempo después fue que como consecuencia de aquellas incursiones empezaron a aparecer indios asesinados en las sementeras o cuerpos de campesinos ahogados que bajaban flotando con sus barrigas hinchadas sobre la corriente del río. Y lo curioso era que debían seguir de largo, nadie se atrevía a rescatarlos.

Lo que les decía Otilia en sus clases de historia o cuando caminaba con ellos por los caminos de la selva enseñándoles botánica resultaba ser diferente de lo que le explicaba Alcibíades a Jónatan. Cansados de caminar y eludiendo la maraña o evitando los caminos más cenagosos, se sentaban a conversar entre las raíces de un árbol frondoso, centenario. Una ceiba barrigona, un árbol de castaña o un caucho cicatrizado de los que le había dado el sustento a más de uno. Ella, por su parte, trataba de no decir nada más allá de lo indispensable; ni siquiera estaba segura de saber lo que acontecía. En ese tema prefería pensar y no decía mucho. Otilia relataba que había una guerra declarada; eso llevaba la vida entera, pero ella no sabía con exactitud las fechas. Lo cierto era que siempre había oído lo mismo. Para ser francos, cuentan los que la conocían, las cifras y los datos, como si fueran una extrapolación de las matemáticas, le hacían un nudo en la cabeza. Desde que tenía recuerdos había oído del asunto y no se sabía quién diablos iba ganando esa guerra.

 

Dicen que padre e hijo alguna que otra vez hablaban del tema y no es muy seguro si era al navegar juntos por el río, como ocurría al principio cuando el padre le enseñaba a controlar las corrientes y buscar los remansos o al irse con él a pescar en los caños que desembocan en el río Vaupés. Curitos y payaras o mojarras y palometas, lo que cayera en el anzuelo con la carnada de chontaduro, que preparaba con su padre, armando la masa con harina cocida de maíz. Le reiteraba sobre la forma en que se pescaba; primero sobre lanzar la carnada al centro de las aguas, luego, si se presentaba un tirón, debían halar rápido para que el animal cayera en la trampa. Eso sí que le sirvió más tarde. A veces, cuando algo le recordaba el asunto de la guerra y tal vez influenciado por ellos o temeroso de una retaliación, se refería a los hombres armados que se encontraban por los senderos. Lo hacía con algo de respeto o quizá de admiración, vaya uno a saber qué pensaba.

Jónatan, cuando el padre hablaba, prefería mirar los oleajes rompiendo contra las orillas, los ojos de los caimanes que se aparecían en los recodos de las corrientes, los troncos que se hundían y flotaban en los remolinos, la espuma de los meandros o los saltos de las palometas perseguidas por las arawanas. El muchacho permanecía callado, como un tigre olfateando su presa, y Alcibíades hablaba poco; poco era casi nada. Se acostumbró a pronunciar algunas frases, como especies de órdenes. “Ellos son los que mandan –decía–, el gobierno apenas sí venía por estos lados”. Frases que no decían mayor cosa, aunque significaran mucho.

Otilia lo que sí tenía claro era que los unos eran de un lado y los otros del otro, y aunque la maestra no alcanzaba a explicar razones, decía pertenecer a la legalidad, porque el Gobierno era el que le pagaba su salario, por eso de venirse a la selva, con hartos sacrificios, a enseñarles a los niños más desamparados de la tierra, y explicaba que también había bandas de hombres armados peleándoles las tierras a los guerrilleros, para apoyar al Gobierno y controlar los sembrados de coca, y aunque sin pertenecer a las fuerzas armadas, vestían del mismo modo y usaban fusiles. Claro que eso de los fusiles no hacía diferencias. Y había también otras bandas de delincuentes que defendían los cultivos de coca y negociaban con los unos y con los otros. A fin de cuentas, lo que les importaba era el dinero y no las razones de la lucha.

Mejor dicho, para no ahondar en explicaciones, ella ni entendía lo que estaba pasando; “mejor no tener nada que ver ni con los unos ni con los otros –les recalcaba a los muchachos–”. Por eso, les proponía dedicarse a estudiar, para salir de ahí, de ese cagadero, y acabar con la incertidumbre e irse a San José, la capital, para buscar un mejor futuro y estudiar una profesión que les diera suficiente dinero y los metiera en el mundo de los negocios, como en la administración de empresas o en la hotelería, profesiones que para ella representaban el verdadero mundo de los negocios. Lo que no les contó, para no defraudarlos o porque no se lo preguntaron nunca, fue que para llegar a San José tenían que ir en lancha por el caño del Unilla hasta Calamar y luego llegar al Retorno y desde allí coger una trocha hasta la capital, o el que tuviera recursos, irse por el río Vaupés hasta Miraflores y aprovechar el servicio aéreo de taxis que funcionaba desde las épocas del general Rojas Pinilla.

También era diferente lo que opinaban Otilia y Alcibíades de lo que les oían discutir a los niños mayores cuando se entretenían jugando balón en las playas del río o al sentarse en el borde de la corriente a tirar piedras planas para verlas brincar sobre las aguas. Los más grandes, entre ocho y diez años, no sabían qué más podían descubrir en la escuela y les explicaban a los pequeños, con la autoridad otorgada por la edad y la experiencia de haber aprendido lo que les escuchaban a los unos y los otros en sus veredas: que ellos se iban a ir con la guerrilla, ahí les pagarían mucho dinero, un sueldo con qué vivir y darse lujos, lo que era una manera de sostener a la mamá e iban a poder comprar ropa fina y tendrían un fusil para conseguir la plata que necesitaban. Además, ellos les iban a enseñar a pelear contra los dueños de las tierras, ya que dentro de los postulados decían estar defendiendo a los pobres, como ellos o como nosotros – ponían énfasis–. ¿O no eran ellos también pobres?; sin embargo, tenían que explicarles por qué carajos eran pobres y quiénes eran los ricos y por supuesto las comparaciones eran entre ellos y la maestra Otilia y entre sus padres y los dueños de las fincas o entre los indios y los curas de las misiones. Mejor dicho, los ricos eran los que mandaban y los pobres los que obedecían.

Alcibíades no creía sino en la fuerza de su trabajo, como le enseñó su taita; en la capacidad suya para tumbar monte y sembrar comida: plátanos o yuca brava y maíz, que por ahí estaba haciendo una chacra para sembrarla; en la pericia para sacar nicuros de los caños o coporos y bagres del río. De eso vivía; con los productos que le sobraban, compraba sal y aceite y a veces algunas velas para alumbrarse o también ollas y peroles que hacían feliz a Josefina. Para qué decir bobadas, fue con buenas cosechas de plátano que consiguió comprar el hacha que hoy le ayuda a tumbar selva y hacer suyo un pedazo más para sembrar. Por eso conquistó a su mujer, fue capaz de hacerle un rancho, con una cocina para ella sola y llevarle la comida, que casi nunca ha faltado, y darle hijos para que la cuiden cuando esté vieja.

Y el inspector, que recibía su salario puntualmente y llevaba más de diez años con la justicia, venía inconforme con el Gobierno, se quejaba de que le pagaban mal y con su salario no alcanzaba ni a echarse una cana al aire, ni siquiera podía tomarse unas cervezas sin descuadrarse con el mercado. Siempre le escuchaban en las cantinas despotricar contra las autoridades civiles. Por eso decía que había tomado la decisión de ayudarle a la guerrilla. Ellos le prometían darle para sus gastos personales y le ofrecían oportunidades de lograr lo que se dice una buena “uña libre”, con lo que complementaría su sueldo. Además, lo que debía hacer era bastante sencillo: informar cuando los policías y soldados anunciaban su llegada o la hora en punto en que se iban y claro, el camino que cogían; nada más. Bueno, y contarles quién entraba y quién salía del pueblo y cómo eran los movimientos en la región, por supuesto sobre aquellas cosas que a ellos les interesaban. Y parte sin novedad.

6.

“Irene es una mujer altiva, más siendo una secuestrada que se encuentra a merced de sus captores. No la he visto sonreír ni siquiera cuando sus compañeros ríen a carcajadas mientras cuentan chistes flojos, de esos que son su principal repertorio y que ellos repiten y nosotros también repetimos, si queremos entretenernos de alguna manera, pase lo que pase; al fin y al cabo son muchas las noches en vela, sin nada que hacer, solo mirarlos a ellos y hacer nuestros oficios. Cuando uno está en la guerra está en la guerra, si está huyendo ahí anda su afán, y al llevar días y noches en la misma rutina se va adquiriendo un hastío que lo vuelve a uno irritable o, lo que es peor, lo convierte en una persona de mente malsana y le van dando deseos de hacer daños. Debe ser la monotonía que carcome por dentro. Creo que les pasa a muchos de mis compañeros, que de tanto estar por ahí desperdiciados, de holgazanes, se les abren las ganas de perjudicar a los demás, de enlodarlos o de aprovecharse de las ventajas. Eso pasa con la comida, el pertrecho, las vituallas y los enlatados o también si se trata de seducir a las mujeres. Y hay quienes lo toman a bien y hasta disfrutan de las fechorías. Algunos se vuelven como locos y estallan sin ton ni son, produciendo un alboroto de mil demonios que relaja la disciplina del grupo y pone en riesgo el futuro de la organización o la vida misma.

“Ella, Irene, no deja de ser paradójica, unas veces sociable y otras retraída; casi siempre se mantiene pensando o planeando, ensimismada, aislada de los demás; en el fondo es una persona de pocas amistades. De hecho se ha escapado en dos ocasiones, sin que nadie sospeche sus intenciones, ni siquiera sus mejores amigos, a quienes no les contó sus deseos. Nunca lo ha hecho sola, siempre ha sido en compañía de alguien. Quizás ese ha sido el error, pienso. La planificación realizada en cada oportunidad fue perfecta, teniendo en cuenta que no la descubrimos y al detectar la huida nos tomó por lo menos cuatro horas de ventaja la primera vez y casi ocho horas la segunda. Me la imagino, días y días preparando con minuciosidad las condiciones de su escapada. La idea de huir de esta situación no es patrimonio de los retenidos y los prisioneros de guerra, lo es también de muchos de nosotros. Yo mismo me he pasado en vela pensando en una fuga y la imagino de diferentes maneras: solo y acompañado de Sulay o con mis amigos, Morris y Elián, e incluso con los indios, los hermanos de la mujer que amo en silencio. Ella llena mis horas con solo aquella imagen del día en que la vi lavando ropa en el río. Si uno no se entretiene con las propias películas de su vida, ¿cómo diablos hace para aguantar las dificultades?

“Cuando Irene huyó con Carlota, la compañera de secuestro, engañaron a los guardias tomando las botas de otros, colocándolas al frente de su cambuche para hacerles creer que todavía dormían. Además, con mucho ingenio, me parece, ya que una de las botas era conocida por todos en el campamento. Los camaradas se burlaban de los ositos azules que tenía grabados ese huevón de Ciro Eladio y claro, la sospecha era que el tipo, al fin, había logrado metérsele a la tolda. También ayudó la espesura de esa noche, la oscuridad reinante. Tampoco dejaron huellas, supieron tomar un caño por trechos largos y así resultaba difícil saber el sitio exacto por el cual volverían a tomar la selva. Si la pescamos, en ambas ocasiones, no fue por nuestra inteligencia militar, de la que nos preciamos a cada instante, especialmente en las estrategias de infiltración; ni por las órdenes del Secretariado, siempre perentorias en casos como este; ni como consecuencia de la persecución organizada por Jerónimo, quien se ufana de sus habilidades en el rastreo que llama “por barrido”; ni en razón de la mala planificación de parte de ellas, sino que les faltó suerte o al fugarse no se hicieron buena compañía. Muchas veces depende de eso, si el otro es débil o se enferma o si no existe la suficiente empatía, sobreviene el chasco. Quizá si hubiera huido sola habría tenido mejor suerte; como le pasó a Franklin, el subintendente, ese flacucho que nos dio más lidia que un chucho.

“Sus reiterados intentos de fuga muestran su rebeldía. Muchos de los retenidos e incluso los soldados que son prisioneros de guerra jamás han intentado escapar; seguro lo piensan o lo sueñan y no se atreven. Eso de estar dispuesto a huir va con la personalidad, supongo. Algunos, muy pocos, cavilan en ello todo el tiempo y otros, la mayoría, permanecen ahí congelados, como resignados, esperando a que algo suceda o alguien venga y los salve. Al fin esas decisiones pueden ser determinantes, de vida o muerte; si los pescan los pueden fusilar y punto. A ellas, al volverlas a hacer prisioneras, simplemente las confinaron en una tolda en el centro del campamento, amarradas con cadenas. Les quitaron la comida y las humillaron delante de todos. Hubo amenazas de fusilamiento y hasta hicieron un papelón de juicio, dizque para demostrarles a los demás que eran culpables de traición a la patria. No les quitaban las cadenas ni para ir al baño y si estaban obligadas a ir las acompañaba un guerrillero para hacerles sentir vergüenza. Nosotros sabíamos que no las iban a matar, por lo que representaban para la organización, simplemente les infundían miedo, aunque a Irene no había manera de amedrentarla. A muchos de los otros sí, sobre todo a los policías o soldados de más bajo rango. Ellos sabían que la gran prensa no se ocupaba de ellos como lo hacían con ellas.

“De la altivez de Irene puede atestiguar cualquiera que la haya conocido. Incluso sus compañeros. ‘Esa mujer es muy arrecha’, decían unos y otros ni siquiera se arriesgaban a cuidarla; le sacaban el quite, como se dice. Casi no existe nadie que no haya tenido alguna discusión con Irene. Unos por tratar de sobrepasarse con ella y otros porque a ella le daba la gana confrontarlos. Parece una papeleta a punto de estallar; lo que se debe a ese resentimiento que mantiene. Explicable, claro, a fin de cuentas este asunto de estar retenidos en contra de su voluntad es algo difícil de justificar y ‘resulta incomprensible en una democracia’, como le dicen a uno los políticos secuestrados. Si ella fuera sensata nos haría las cosas más fáciles, muchas de las complicaciones sufridas son consecuencia de sus rabietas y su falta de colaboración. Creo que es la secuestrada con más tiempo de permanecer amarrada con cadenas, la que más cepo ha sufrido, más amenazas de muerte se ha tenido que tragar y menos privilegios ha obtenido. De hecho ha habido que cambiarle de compañeros y guardianes cada determinado tiempo. Yo también tengo mi experiencia con ella y mi posición a ese respecto es ambivalente; para ser franco, muchas cosas he aprendido de las conversaciones que hemos sostenido, especialmente cuando estamos huyendo.

 

“Es una mujer culta, por lo menos así me parece. Oye radio cada vez que puede, incluso mantiene uno escondido, que es muy pequeñito y que no le presta a nadie; lee todo libro o periódico que se le atraviesa, incluso guarda con celo una Biblia protestante y toma nota en cuadernos sobre muchas de las cosas que le llaman la atención. Suele ser metódica: se levanta temprano, hace algunos ejercicios antes del desayuno, come poco y muchas veces desecha la comida, renegando como una loca, y convierte su rechazo a alimentarse en una manera de protestar. Hasta huelgas de hambre ha hecho; es recatada, cuando no está castigada escoge bien los lugares en donde debe cambiarse de ropa y es cuidadosa cuando va a hacer sus necesidades. Acá a muchos guerrilleros les gusta entretenerse con las mujeres cuando van al chonto o cuando se están bañando en los pozos de las quebradas. Y eso no es solamente con las retenidas, es también con las compañeras de la guerrilla o con las indígenas de los caseríos. Mi relación con ella se consolida cuando decido enojarme con un compañero que la estaba atisbando con unos binóculos, montado en un árbol, disfrutando como un enano.

—¿Qué hace ahí, hombre, no le da pena, tan grandulón que es? –le dije como regañándolo.

—A usted qué le importa, no se meta –me respondió con altanería.

—Sí me importa, yo estoy a cargo de la seguridad de ella.

—¿Y qué?, yo acaso le estoy apuntando con un fusil.

—La está hostigando, que es parecido. Yo debo velar por su tranquilidad.

—Oigan a este imbécil –me respondió y permaneció en el árbol burlándose e insultándome.

“Ella se quedó petrificada durante un rato, el que a mí me pareció eterno, luego se organizó como pudo, tratando de cubrir su desnudez con las manos, subió sus calzones y luego su pantalón, y aún sin levantar el cierre, temblando de la ira, se vino directo al árbol en donde estaba Ciro Eladio, agarró troncos y palos y una que otra piedra que encontró en el camino y comenzó a lanzarlos, con ira, sin puntería, vociferando, mientras el hombre se reía y se escondía detrás de una rama, sonriendo sin consideración y alardeando de su situación de privilegio. Irene lo llamó cobarde, indeseable, vulgar, hijo de las mil putas y otras cosas de las que no me acuerdo, hasta que Jerónimo, que desde lejos seguía los acontecimientos con una sonrisa en la cara, envió a Alma Nubia a mediar y ella salió presurosa y con su concebida grosería me ordenó llevármela y le dijo a Ciro Eladio que bajara del árbol y fuera adonde Jerónimo. Yo a Alma Nubia la detesto y muchas veces me le hago el bobo para no hacerle caso, pero Ciro Eladio debe obedecerle si no quiere tener problemas con su jefe.

“Sin embargo, sin más reparos nos fuimos del lugar; yo la tomé del brazo, le ayudé a dar el paso entre el barrizal. La mujer estaba dando tumbos de la ira y por eso la llevé hasta donde se encontraban sus compañeros de cautiverio, quienes la recibieron con efusividad, la hicieron sentar, le dieron agua y comenzaron a conversar con ella. Es curioso, esa solidaridad de ellos también existe a veces con nosotros. Yo por ejemplo esa tarde sentía como si fuera uno de ellos, estaba más de su lado que del de mis compañeros que se burlaban desde lejos. ‘Esa vieja está buena’, les oí decir. Yo me quedé con ellos hasta verla relajada. A mí en realidad nunca me habían importado estas cosas; sin embargo, eran tan rutinarias que me hastiaban; de pronto era como si ya no quisiera seguir escuchando sandeces ni viendo atropellos.

—Gracias, Jónatan –me dijo ella cuando vio que me alejaba y yo únicamente me di media vuelta para sonreírle.

“Con el correr de los días se puso muy débil y después del incidente no quiso volver a comer. Uno le llevaba la ración y cuando volvía a recoger las basuras o a dar vuelta para ver cómo andaban las cosas veía que ella todavía tenía la comida intacta; estaba como absorta, mirando al vacío, sin probar bocado. Decía que no tenía apetito y parecía verdad, como dice Calixto, cuando uno deja de comer durante mucho tiempo no siente hambre, cosa que a mí todavía no me ha pasado y ojalá no me pase. Uno acá requiere buena comida para soportar semejantes trotes. Imagínense ustedes, hay días que salimos desde el amanecer y entrada la noche todavía no sabemos adónde vamos a pernoctar y a veces la pasamos solo con el desayuno. Llega uno con tanta hambre que es capaz de comerse cualquier cosa, insectos o gusanos o cogollo de palma, y lo curioso es que todo le sabe bueno. Qué raro, a mí el hambre me da rabia. Por eso, creyendo que podría ser lo mismo, hablé con Calixto, el enfermero del campamento, para que fuera a verla y le mandara alguna medicina.

—Esa mujer se va a morir –le dije.

—A esa fiera no le arrima nadie –me respondió–, no ve como se pone de brava por cualquier pendejada.

—Qué va, hombre, a cualquiera le da rabia que lo estén gateando. A esa mujer se le asoman los huesos; uno ni sabe el gusto de Ciro Eladio, si lo que da es lástima.

—Ese bárbaro se come hasta la suela de un zapato –agregaba Calixto.

“A Calixto lo llaman doctor, imagínense, el doctor Calixto Urrea, y aunque no es médico sí es enfermero y el principal ayudante de La Sombra. Entre los dos se reparten las funciones. Calixto estudió en el SENA y yo creo que ni siquiera terminó. Él cuenta que estuvo allá como tres meses y uno ahí mismo piensa que con ese tiempo qué va a saber de medicina, si los médicos se queman las pestañas como diez años y aun así se les mueren los enfermos. No habiendo más, él es el doctor de la tropa, por lo menos para las cosas rutinarias. El otro, La Sombra, guarda las herramientas de cirujano, como cuchillos, pinzas, agujas, aparatos para hacer abortos e incluso medicamentos, en una bolsa impermeable, y muchas veces saca a orear las drogas y las gasas al sol porque en las correrías los paquetes se le llenan de agua. Lo que sí es ese tipo es arriesgado, no se le da nada afilar un cuchillo y abrirle a una mujer la barriga, emborrachándola primero, y cuando está dormida de la rasca, la amarra a unas estacas y la abre sin más anestesia que el alcohol y sin consideración alguna. Así les hace las cesáreas, cuando el niño se atranca. Y en este momento dice que tiene una candidata en camino. Yo lo he visto hacer varias y francamente no sé cómo salen vivas esas peladas. Tal parece que matar a una persona no es fácil. El organismo es como muy responsable, uno ve a las personas ahí desangradas, pálidas, sin moverse y luego las ve comiendo, como si no hubiera sido nada. O serán milagros de Dios, vaya uno a saber.