El sol que nunca vimos

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“Mi papá entró a la choza y salió con mi pantalón y me lo ofreció. ‘Póngase eso’, dijo y luego ordenó que me afanara, me iba con ellos. ‘Está decidido’. Que siquiera supiera cuál fue el acuerdo, eso me bastaría, si los iban a matar a ellos, uno se aguanta y hasta se va con gusto. Otra cosa es que le hubieran ofrecido plata, en ocasiones me ha tocado ver situaciones parecidas. ‘¿Cuánto vale ese indio?’. A veces me pregunto cuánto pagaron por mí, ¿cien, doscientos mil pesos? Mi mamá comenzó a gritar y cuando yo iba a correr adonde estaba ella, dos guerrilleros me agarraron por los brazos y no me dejaron mover. Tampoco a ella le permitieron acercarse hasta donde yo estaba.

“Alguien, que después fusilaron, un negro que los otros llamaban Chorro de Humo, se le puso al frente a mi mamá con un fusil. Imagínense, hacerle eso a mi mamá. Uno no se debe alegrar con la muerte de los demás, y yo, aunque me tocó defenderlo en un juicio que le hicieron, sentí una especie de regocijo con la muerte de él. Mi madre se tuvo que quedar con mis hermanos, que se agarraron de su falda y no la soltaron. Me despedí de lejos alzando la mano. Habría querido abrazarla. Todos llorábamos, incluso Donato, Erasmo y Samanta, mis hermanos, y los tipos me decían a mí que no fuera niña y se burlaban.

“Después fuimos al rancho de Elián y luego al de Morris. Y yo ahí como castigado, contemplando lo que pasaba; sin abrir la boca para no enconarlos. Y fue la misma cosa, conversaciones secretas con el papá y decisiones que nunca supimos. En el caso de Elián fue más difícil, él se metió al monte y mandaron dos guerrilleros a perseguirlo. Yo creí que lo iban a matar. Hasta sonaron unos tiros, lo que hizo que la mamá de Elián gritara como loca y se les abalanzara como una fiera, aunque después se supo que los disparos eran para hacerlo bajar de un árbol en donde se había encaramado. Duraron dos horas para encontrarlo y lo trajeron con las manos atadas con una cabuya y amarrado de la nuca con una soga. ‘La próxima vez que intentes volarte te pegamos un tiro’, le dijeron como si fueran dueños de su vida. Sin embargo él no tenía miedo, los miraba con odio y creo, para mí, que así los sigue mirando. Ahí lo duro es el dolor de las mamás, ellas son las más sufridas, y qué curioso, si uno se pone a meditar, ellas son las que pelean por uno. A nosotros nos consuela estar juntos; siempre lo recordamos; por eso el dolor de alguno es el dolor de todos y la alegría, cuando existe, es nuestro sosiego.

“Primero nos llevaron a un campo de entrenamiento. No quedaba ni tan lejos; era en una especie de finca ganadera. Al instructor le decían el Turista, era extranjero e iba y venía de país en país, creo que era entrenador en diferentes sitios; usaba unas gafas oscuras y en medio de pólvora, mechas, tuercas y clavos retorcidos, soñaba con comprar unas de esas gafas que cambiaban de colores con la luz. Nos enseñaron a fabricar las minas usando los tarros de los enlatados o tubos de PVC, con pólvora y metralla. Funcionan con la presión que hace el peso de las personas al pisarlas y no se necesitan sino veinte o treinta kilos.

“Uno las esconde bajo la tierra y no deja sino medio asomada la punta que al ser presionada la hace estallar. Las colocábamos después de los asaltos para protegernos mientras duraba la huida, y no solo en los caminos por donde corríamos sino entre los matorrales de los alrededores. Ellos participaban en los combates y luego nos dejaban en la retaguardia poniendo las minas. Cientos de ellas han quedado desperdigadas. Esa era nuestra responsabilidad. Después teníamos que seguirles las huellas a los compañeros hasta que dábamos con el campamento. Podríamos habernos fugado muchas veces aunque en realidad no sabríamos para dónde ir. Además, teníamos la esperanza de hacer puntos para lograr los ascensos –eso nos decían–; sin embargo, ninguno de nosotros ha podido ascender, siempre hemos sido solidarios entre nosotros y eso a ellos los mortifica. Nos tratan a los tres como si fuéramos uno.

3.

Jónatan no tuvo en su infancia mayor conocimiento sobre la situación histórica y política del país: apenas lo que le hubiera enseñado Otilia, la maestra de escuela, graduada en un colegio de San José del Guaviare y con un bachillerato pedagógico y un curso de seis meses en lenguas extranjeras. La historia del país, tal como la conocemos por el legado de cronistas e investigadores, poco aparece en los recuerdos de Otilia, que seguramente sí tuvo la oportunidad de escuchar las anécdotas de compañeros o profesores o de leer unos cuantos libros, así se hubiera involucrado en ellos sin el mayor empeño ni dedicación. Tal vez, si en sus andanzas hubiera salido de los límites de San José del Guaviare, El Retorno, Calamar, Miraflores o Puerto Palermo, sabría cómo el país llevaba casi doscientos años en la construcción de una República, todavía joven e imperfecta, pero enorme y diversa, y cómo su geografía no era solo de ríos torrentosos y selvas impenetrables, sino de fieras peligrosas, ataques guerrilleros, combates con el ejército y con grupos paramilitares, niños desnutridos, campesinos palúdicos penetrados de olor a tierra y boñiga o mujeres gordas que se la pasaban en las puertas de las viviendas la mayor parte del día, viendo pasar indios semidesnudos y comentando con las vecinas sobre el tiempo de las lluvias, las sopas que tenían montadas en las ollas, el futuro de los hijos, las enfermedades de las comadres o la serie de personajes raros que estaban entrando y saliendo del pueblo.

Jónatan era el hijo mayor de un campesino pobre, que vivía en un rancho de paja, cerca del caño Guacarú, uno de los muchos afluentes que forman el río Vaupés, en uno de esos corregimientos aislados; así como abandonado de toda civilización resulta ser también el rancherío del pueblo al cual pertenecía su familia: Puerto Palermo. Fue reclutado por la guerrilla cuando apenas había cumplido doce años. Para su padre era preferible tener esa oportunidad y no la que le daría el destino a los nacidos y criados en esas tierras, o sea la que le depararía la vida en circunstancias normales, a no ser que algo intempestivo acaeciera; como intempestivo pudo haber sido que la guerrilla decidiera llevárselo para obligarlo a pagar un servicio militar a la revolución, en este caso no por uno o dos años, como ocurre normalmente en el ejército, sino durante toda la vida. Lleva en esas buena parte de la existencia.

Sobre esa situación Jónatan ha pensado muchas veces, especialmente ahora al lucubrar si lo hecho en el pasado es correcto o incorrecto o si lo que le espera es un futuro promisorio, como desde hace ocho años le escucha a los comandantes de su cuadrilla, en especial cuando acaba de celebrar su vigésimo cumpleaños sin encontrar mayores cambios en su condición, sin una vela, sin una torta, sin un saludo de felicitación. Sigue teniendo un fusil y ropa de campaña. Por eso dispara su fusil al aire y se pone en riesgo y después inventa que fue un accidente. Se podría decir que no tiene más nada, ni siquiera esperanzas, y a pesar de otro castigo ha hecho su propia celebración.

Jónatan entró a la escuela primaria a los siete años y debía ir en canoa más de una hora para llegar al lugar en donde se dictaban las clases; luego, en muchas ocasiones, no era posible asistir o llegaba tarde. También pudo haber sido factible atravesar el monte por un camino de herradura, mas su familia no tenía una mula en que mandarlo y el pantano, los peligros y las incomodidades se preveían mayores, así que su padre prefirió la navegación por el río, que era la que más conocía y en la que depositaba su mayor confianza. “Algún día conseguiremos una mula”, le dijo en una oportunidad y se lo propuso como meta y ese día nunca llegó. En un comienzo lo llevaba Alcibíades, su padre, lo que no siempre era fácil. Él tenía tareas para realizar en su conuco, un sembradío de yuca y de plátano sobre las riberas de uno de los caños; así que al principio lo acompañó mientras le enseñaba cómo sortear raudos y eludir atascos o evitar peligros, como los ataques de los güíos y de los caimanes, y después, al verlo crecer, le hizo una pequeña panga labrada de madera balsa, para que pudiera ir solo. Labor difícil cuando iba a la escuela al navegar contra la corriente. Si llovía se corrían riesgos y si el río estaba crecido, también.

Para ser francos habría podido asistir unos cien días al año de los que en Colombia se le dedican al estudio de la primaria, que son más bien pocos, comparado con lo que ocurre en otros países. En ese tiempo fue tan solo conocedor de su espacio, de su río, de su selva y del caserío más cercano, que apenas si tendría cien habitantes, un granero y lo que pretendía ser una droguería si tuviera siquiera un mínimo de medicamentos esenciales, pero que más bien era el lugar para hacer brebajes y pócimas preparadas por los indígenas de la región. El villorrio era el sitio adonde la maestra Otilia llevaba a sus alumnos para mostrarles los descubrimientos de la modernidad, si es que así pudiera decirse cuando existe la oportunidad de ver por primera vez una planta eléctrica que alimenta con luz unos cuantos bombillos en el caserío o una computadora propiedad del inspector de policía y que hacía parte de los requerimientos de la maestra, solicitados sin éxito al secretario de educación del departamento.

La escuela era un rancho de paja, una especie de maloca abierta por los cuatro costados, localizada en las afueras, sobre la ribera del río Vaupés, que en Puerto Palermo lleva el caudal del Itilla y el Unilla, dos ríos que se juntan en Barranquillita. Tenía piso de tierra, apisonado por algunas vecinas en un acto de colaboración cuando querían inscribir a sus hijos en la escuela; unos veinte pupitres de madera arremolinados en el centro, un arcón en una esquina y un tablero verde apuntalado sobre unos soportes en el piso. Este se caía a veces cuando a la maestra se le olvidaba que no estaba empotrado en ninguna pared y por descuido se recostaba contra él, quizás para reposar un poco después de tanto caminar de lado a lado. Ahí, con el estruendo del golpe se armaba el alboroto, los chiquillos gritaban y algunos se reían y se tapaban la boca y ella corría a levantarlo pidiendo el apoyo de los mayores. La maestra no tenía un escritorio, solo una silla en donde se sentaba para vigilar los exámenes o las tareas de los muchachos o para descansar del ajetreo. Y el escritorio seguía figurando entre los infructuosos pedidos, junto con una calculadora, las tizas, el borrador, un estilógrafo, una caja de colores y un sacapuntas de mesa.

 

El lugar era fresco y desde adentro los niños se distraían con los pájaros posados sobre los ramajes de los algarrobos o que revoloteaban entre las veraneras. Había petirrojos, toches y oropéndolas y lagartijas que se paseaban exhibiendo su agilidad por los alrededores, casi sin inmutarse por la chiquillería que muchas veces ni reparaba en ellas. Las culebras no cruzaban por los alrededores como al principio, y se habían hecho brigadas de rastreadores que las buscaban para cortarles la cabeza con un machete. Desde el interior se podía disfrutar de la lluvia cuando caía y bastaba que los pupitres se trasladaran hacia el centro para evitar que con el viento se mojaran los libros y los cuadernos de los alumnos.

A pesar de todo el cuaderno de Jónatan vivía húmedo ya que no era posible controlar los golpes del oleaje producido por la fuerza intempestiva de las aguas contra los bordes de la lancha o era frecuente que alguna llovizna lo bañara en el camino o tal vez, como ocurría a veces, cuando algún inadaptado, de los que se enriquecieron con rapidez con el mercado de la coca, con el fin de jugarle una mala pasada a ese muchacho que luchaba contra la corriente, cruzaba en su voladora muy cerca de su bongo, para que el rizado del oleaje lo hiciera naufragar. Los sujetos pasaban raudos, gritaban, se reían y se burlaban; de esa imagen siempre se acordaría Jónatan y la reviviría luego al encontrarse al cuidado de las lanchas en el río.

Los niños de todas las edades recibían las mismas clases y ella los discriminaba según lo que fueran aprendiendo. A unos los tenía matriculados en kínder y a los otros de primero a quinto. No había ayudante ni secretaria ni mensajero, ni quién la controlara ni revisara si su oficio se cumplía con la debida diligencia. Actuaba según su criterio. Cuando alguno de los más pequeños estaba irritable y lloraba, ella debía consolarlo, cargarlo, hablarle al oído, sacarlo a dar una vuelta por los alrededores, mientras los demás cumplían algún oficio improvisado ordenado por ella, y si eran los mayores los que discutían o se peleaban, sacaba un fuete para imponer el orden con castigos y amenazas. De vez en cuando venía un auditor de San José del Guaviare y habían pasado tres años desde la última visita.

En una oportunidad vino una delegada de la Secretaría, inspeccionó el lugar, tomó apuntes en una libreta, observó una clase en la que Otilia se esforzó como nunca. Ese día, por primera vez, sentía como si los ruidos de los pájaros, los gritos de las vecinas o el simple sonido del viento conspiraran contra ella. Por su parte, la mujer exigió un buen lugar para almorzar e ir a dormir y al otro día, cuando la maestra fue a buscarla para entregarle el listado con los pedidos urgentes, no encontró su rastro. Le dijeron en el puerto que había tomado una lancha para seguir a Miraflores. Ni siquiera se percató de las rutinas, ni preguntó por lo que le hacía falta para cumplir su responsabilidad. Debería haberse dado cuenta de las necesidades; de que ella enseñaba a leer y escribir en las primeras horas de la mañana, chapuceaba las matemáticas al mediodía y se distraía con la geografía y la historia en el calor de la tarde.

Las demás materias del pénsum no podían enseñarse, porque el tiempo no le daba, por ejemplo botánica y urbanidad, y ella suplía esas faltas haciendo paseos con ellos por el bosque para explicarles los nombres de los árboles que encontraban en el camino, como el cuyubí, los gualandayes, los cedros y los búcaros; hablarles de plantas medicinales como el arizá, el chingalé o el llantén y mostrarles las variedades de mariposas, como las monarcas, capaces de recorrer largas distancias y que, según la leyenda, podían vivir lo que dura un embarazo normal, o las azules, que sacuden el viento con su colorido; los colibríes que punzan el centro de las flores con su pico afilado, moviendo las alas más rápido de lo que la vista es capaz de percibir y las arañas ponzoñosas que se deslizan desde lo alto de los totumos, como las tarántulas, de las cuales nosotros tenemos las más grandes y venenosas.

Es curioso, Otilia también decidía, en su fuero, que la urbanidad era enseñarles a los niños a cepillarse los dientes, lavarse las manos después de ir al baño, tratar con respeto a los mayores, comportarse bien al comer y no decir palabras vulgares que desdijeran de las buenas costumbres, según lo enseñara Manuel Antonio Carreño, en su Manual de urbanidad y buenas costumbres, que de acuerdo con Otilia informaba de los deberes para con Dios, la patria, la sociedad e incluso para con nosotros mismos. Ese libro sí lo había leído de pasta a pasta y lo guardaba con celo, como si fuera un preciado tesoro.

Los más pequeños oían primero el abecedario y ella lo recitaba con ellos hasta aprenderlo de memoria. Los medianos escribían en el cuaderno las frases dictadas y los más grandes leían en cartillas enviadas desde el Ministerio. Cuando habían leído lo que era posible y se aburrían de repetir las frases, los ponían a consultar libros en la biblioteca: un arcón de madera que Otilia mantenía con candado en un rincón del bohío. En el caso de las matemáticas la cosa era más difícil. No existían herramientas de trabajo, ni siquiera un ábaco, y los contenidos que exigían un esfuerzo de abstracción debían soslayarse para cuando los chicos fueran profesionales; lo importante era saber sumar y restar y para los más adelantados aprender a multiplicar y a dividir. En el caso de la historia y la geografía, había un libro del profesor Javier Gutiérrez que Otilia leía cada vez que iba a dictar la clase, y para ubicarlos en el mundo, logró conseguir un mapamundi en forma de balón, grande y redondo, con una sola abolladura que resultó del viaje y un atlas de Colombia, elementos que sacaba del arcón cuando los necesitaba y que producían cierta frustración entre los alumnos, ya que en ellos ni siquiera aparecía ese lugar remoto llamado Puerto Palermo. Y los idiomas, el inglés y el francés, su sueño de juventud, el que la hacía pensar en la posibilidad de recorrer el mundo, no podían practicarse en aquel sitio y sus deseos se le escurrían poco a poco de la cada vez más frágil memoria.

4.

“Hoy me toca cocinar –piensa Jónatan–. La reserva de leña se agotó y ayer no pude recogerla, como era mi obligación. Casi siempre lo hago con buena anticipación. Como estuve de guardia hasta las ocho de la noche, la pereza me pudo. Lo primero que debo hacer desde antes del amanecer es ir con mi linterna recogiendo los troncos y las ramas secas tiradas en las cercanías del campamento, mientras asumo la tarea de llenar de nuevo el depósito de leña, del cual soy el encargado. De todos modos, a esta hora, así no llueva, la bruma cubre el lugar y siempre se encuentran los troncos húmedos por el rocío de la noche, y si la madera es buena sé que estará seca por dentro”. Jónatan se sienta a mirar la bruma, es hermosa, cubre lentamente el follaje y se va disolviendo con la brisa. “Soy baquiano para recoger leña –divaga–, ese ha sido mi oficio desde joven. A él me acostumbraron mis superiores, incluido mi padre, que ni siquiera me invitaba a abrir surcos en la sementera o a sembrar plátano en las riberas del río. A veces la costumbre hace de oficios triviales lo más importante de la vida, o si no que lo digan los bisoños. Muchos compañeros se confunden usando cualquier tipo de madera, húmeda o verde. Gastan la provisión de fósforos y terminan pidiendo ayuda. El mío es un trabajo agotador y a veces me aburro, debo recorrer distancias desconocidas, lo que me permite salir un poco de la rutina, distraerme pensando, soñar con los deseos que me han sido ajenos; airearme de tanto comentario pesimista o de tantas quejas, ver animales raros que en la selva abundan y enterarme de los riesgos.

“Veo loras que cruzan con sus ruidos infernales bajo los primeros rayos de luz, las que se matizan en el paisaje cuando están solas y cruzan en bandadas haciendo algarabía; siento los micos alborotados en el bosque, las lagartijas que huyen al estropearles el sueño con las pisadas de mis botas, las chicharras que chillan –estridulan, me corrigió una vez Irene–; sin embargo, hoy entre los ruidos del amanecer existe un rumor extraño. Me quedo quieto casi sin respirar, para percibirlo mejor. No es un huracán de los que sacuden los árboles de cuando en vez, tampoco el sonido de la lluvia que se aproxima a ráfagas y uno percibe a la distancia, menos una desbandada de zainos perseguidos por alguna fiera; es como un temblor constante que sacude el aire y estremece la tierra. Aguzo el oído; cada vez está más cerca: son helicópteros, varios de ellos; no se trata de uno solo y pronto estarán dando vueltas encima de nosotros. Silbo tres veces –y mi silbido es agudo y fuerte–, lo suficiente como para que los guardias avisen y se pueda ocultar lo visible; se apaguen las lámparas de aceite o los cigarrillos de los fumadores; se esconda lo que esté a la intemperie, se vigile a los retenidos y se les apunte con los fusiles con el fin de evitar locuras que nos pongan en riesgo, al ser ellos los primeros en sentir pánico si se trata de un bombardeo.

“Yo me quedo petrificado bajo un árbol frondoso. A través de los ramajes veo rayos de luz penetrar el boscaje; hojas secas cayendo quizás por el estruendo; observo el cielo clarear, oriento mis ojos con los oídos, mi corazón se acelera y la sangre me retumba en las sienes. A veces uno cree que el sonido también lo escuchan los demás. No hay ruidos en la selva, solo las hélices de los aparatos que serpentean en el aire. Ellos dan vueltas en círculos. La altura no le permite a Jerónimo ser certero con las balas de su fusil; ni se ven ellos desde nuestros escondrijos ni nos alcanzan a ver con sus binóculos. Los helicópteros parecen pájaros merodeando a sus presas, buscando con ojos agudos, alistando garras, prestas las bombas para ser lanzadas. Pero ellos también deben estar seguros del blanco. No pueden desperdiciar el arsenal. Jerónimo orienta el cañón de su fusil con ganas de bajarlos con un tiro de gracia, sin embargo sabe que la distancia es mucha y la visibilidad poca, y se contiene. Tamborilea sobre el cañón de su AK 47. Seguro verían el destello, sentirían el trueno y el impacto no alcanzaría a ser mortal, como él lo quisiera más que nadie; al fin, los jefes viven de sus triunfos y de la ostentación que hagan luego.

“También he soñado con hacerlos caer, habría que darles en el rotor o en el tanque de la gasolina. Como cuando tumbaron el helicóptero de los gringos. A esa distancia es casi imposible. Si por cosas del azar, más que de la puntería, se lograra dar en el blanco, entonces se precipitarían contra la selva y de seguro morirían calcinados, explotarían las bombas que llevan adentro y quedarían ellos mismos reducidos a cenizas. Hechos partículas en una estela de humo. Cocinados en su invento. A veces comentamos estas posibilidades entre nosotros cuando estamos alrededor de una fogata o al comer juntos, que no es frecuente; la mayor parte del tiempo estamos corriendo de acá para allá, huyendo del acoso de la tropa, ahora empecinada en acabarnos. Muchos prometen hacerlo algún día y Jerónimo piensa tener el armamento necesario. Los misiles tierra-aire. ‘Están por llegar’, dice. Vienen por la frontera. ‘Ahí sí los volveremos papilla’, se ufana. Eso repite Jerónimo y mientras tanto el tiempo pasa y los problemas son cada vez mayores. Además hay muchos incrédulos. Dicen que promete demasiado, quizás más de la cuenta. Y uno en estos afanes va acumulando desconfianzas.

“Los helicópteros se alejan. Por fin. Ahora el sonido vuelve a ser un rumor, como al principio, y si no fuera por la congestión concentrada en la cabeza, por la tensión en medio de las sienes, por las palpitaciones del pecho, volverían a aparecer los sonidos de la selva, que también se han esfumado. A las fieras las carcome el miedo como a nosotros. La luz del día está plena y el campamento vuelve a la rutina y yo no he logrado conseguir la leña necesaria para preparar el desayuno. Pensé en hacer un poco de lentejas, con pasta de fariña y café. Me apresuro; apenas he logrado reunir unas cuantas chamizas. Necesitaré ayuda si no quiero ganarme un castigo. Jerónimo es muy exigente y casi nunca tiene en cuenta las explicaciones, por más razones que existan. Elián y Morris me podrían ayudar, son mis amigos. O los indios, a los que todavía es fácil que nosotros, así seamos de bajo rango, les podamos dar órdenes; sobre todo yo, al conocer muchas de sus costumbres. Yo comparto sentimientos con ellos, a veces peleamos y nos hacemos maldades, dejamos de hablarnos incluso, aunque siempre terminamos unidos en lo fundamental. Que es lo importante –eso decimos–. Somos como hermanos, nacimos en el mismo rancherío y andamos juntos en estas selvas desde niños.

 

“En el camino encontré un tronco grande y seco, así que suelto la carga innecesaria; lo levanto, me lo tercio al hombro y me apresuro a llegar. En este lugar debo asentar bien los pies. Todavía hay barro del último aguacero y las botas se me entierran en el pantano. Chapoteo y trastabillo. Por fortuna los jefes están reunidos comentando sobre lo cerca que estuvimos –me imagino–. Puede que decidan cambiar de campamento. Eso sería grave, aunque casi siempre ocurre. Morris se acerca, creo que viene en mi búsqueda; le pido el favor de traerme un hacha. ‘Vamos, camarada, me cogió el día’. Todavía tiene los ojos grandes del susto. No se mueve, se rasca la cabeza. Está nervioso y le tiembla la voz y se recuesta en un barranco hasta recobrar el aliento. ‘Ellos prohibieron las fogatas’, me dice todavía a media lengua y opina que vamos a tener que comer enlatados. Las latas cansan. No habrá fariña de mandioca – pienso– ni lentejas llegadas en la última remesa. En cierto modo me da tristeza, uno a las lentejas les va cogiendo el saborcito.

“Si yo pudiera decidir, o sea, si fuera el mandamás –y no es que me choque–, ordenaría quedarnos en este sitio. Hacía mucho no encontrábamos un lugar así. Hay un caño de agua limpia, se puede uno bañar y pescar. No nos ven desde el aire, los árboles son frondosos y el campamento está en el bosque. Hicimos las trincheras para protegernos y los chontos para hacer las necesidades del cuerpo. Tenemos espacio suficiente con hamacas, toldillos y plásticos. No es sino ser precavidos por uno o dos días y aguantarse las ganas de hacer una fogata o prender una linterna. Aquí el único problema es la falta del sol, solo existe si uno lo busca mucho; sin embargo, yo sé cómo bañarme de sol; encontré un claro entre dos bosques. El caño cae al río y se puede, en una canoa, llegar a un pueblo de colonos controlado por los compañeros. Allí todo es nuestro –el alcalde y hasta el inspector de policía nos apoyan– y la gente sabe que nosotros somos el máximo secreto que deben guardar. Aquí los secretos no son a voces, quien habla se muere y por esa razón por el río nadie ha llegado, diferente a los indios que viven adentro y que aprendieron a entender el lenguaje de la guerra. Si no, también se mueren. La muerte es de lo más natural en este oficio.

“Aquí manda Jerónimo; lleva como treinta años en la selva. Si no es más; ese hombre parece parido en una trocha. Él es mandón, como dicen, llevado de su parecer y no tiene quién le discuta. Es, para qué negarlo, demasiado experimentado y no da tiro; así que si él ordena la marcha, nos vamos. ¿Y quién chista? Si se decide se empaca en menos de una hora. Yo sé lo que nunca puedo dejar. En mi morral primero están la hamaca, el toldillo y el plástico; una muda de ropa y la comida. Y si se puede se meten otras cosas personales, conservadas como recuerdos o amuletos. Siempre dejamos espacio para las remesas. Yo trato de no perder mi linterna, la foto de mi mamá y un escapulario que ella me dio cuando me fui del rancho para meterme al monte con Morris y Elián. Si tuviera la foto de la india que conocí en el río, tendría un recuerdo más, ese que me permite soñar. Cada cual tiene sus propias reliquias, por ejemplo los retenidos se conocen porque lo primero que guardan es el cuaderno y el lápiz o un libro que se leen y releen cientos de veces. Si uno está acosado, el valor de las cosas cambia. Nosotros cuando muchachos estábamos afiebrados con eso de cargar un fusil y ese era el sueño: tener un fusil; también entramos a la guerra con la ilusión de ganar el sustento y por la aventura. No se puede negar, uno los veía pasar armados y sentía envidia.

“Así que todo está en veremos. Esperemos que ellos terminen de hablar para saber qué camino coger. Mientras tanto, quietud y silencio o más bien cuchicheos. Entre nosotros hablamos, contradecimos y opinamos, sin decirlo duro; aunque yo sigo en mi tarea organizando el desayuno. Este, más aún si hay que correr, habrá que darlo reforzado y tomarlo de afán. A fin de cuentas hay que cargar los morrales, los fusiles, las municiones, la comida y encargarse de amarrar a los retenidos, de a cinco, para evitar su huida. Además, muchos de ellos son convalecientes de alguna enfermedad y tienen gusanos en el empeine o se quejan de la espalda y de las piernas. Eso sí, se quejan más de la cuenta y a uno moviéndose todo el tiempo no le queda más remedio que ayudar, si no, el camino se hace largo. Bueno, y también da pesar sobre todo con las mujeres retenidas. No están acostumbradas a trayectos largos y a tantas dificultades. Uno tiene su corazón y se conduele, aunque hay unos que prefieren verlos sufrir y se les ve la sonrisa de sádicos. Como quien dice: ‘no importa que se jodan. Al fin, ¿no son ricos pues?’.

“Las órdenes son precisas. Hay que abandonar el lugar. Nunca el enemigo había estado tan cerca; es probable que nos hayan visto y si eso es así ya tienen las coordenadas y esta noche vendrá el avión fantasma a destruirnos. Dicen tener detectores de calor y será fácil encontrarnos. Una sola bomba y ahí quedamos todos, fritos. A menos que estén seguros de que tenemos los secuestrados. Ellos son nuestra garantía. Así que, tomada la decisión, el campamento se vuelve una revolución. La gente corre y las órdenes se suceden sin interrupción; yo soy el único que no puede empacar todavía, debo distribuir la comida del desayuno: un tarro de salchichas, un pedazo de panela y agua mezclada con colorante, que todos deben comer de manera apresurada, mientras empacan. Los que vigilan a los retenidos los están amarrando de a cinco con cadenas que dan dos círculos en el cuello y les están entregando las provisiones. No solo la ración sino la remesa. El que no tenga el morral listo debe dejar sus pertenencias y sufrir las consecuencias. Si hay que hacer otro campamento y no se tiene un toldillo, los zancudos empiezan por alimentarse y termina el imbécil con paludismo. Así que hay cosas indispensables. O miremos el caso de los aguaceros, duran toda la noche y si no hay cómo cubrirse del frío, termina uno sin circulación en las piernas y sin aire en los pulmones.

“Un adiós al agua del caño: limpia y fresca. Se podía beber sin peligro. Muchas veces los caños son de aguas negras y al uno entrar encuentra el fondo lleno de hojas en descomposición y al pisarlas todo se vuelve turbio y fétido, como podrido. Por eso uno añora encontrar corrientes de aguas limpias en donde bañarse o quebradas que bajen de los cerros y sean cristalinas. Adiós a la construcción que habíamos hecho con tablas y troncos debajo de los árboles, bien protegida de la lluvia y donde alzamos las hamacas; el trabajo de tantos días para armar el cambuche de los retenidos y cubrirlo con alambre de púas. Atrás quedan el trabajo de meses y las pertenencias que debemos esconder bajo tierra: las canecas para el agua limpia, la motobomba, los baños, los caminos de piedra para evitar el pantano, un salón para juegos. Para mí lo más importante fue el sitio que descubrí para tomar baños de sol y el recodo del caño donde pesco curitos y la india lavando ropa en la ribera del río, mi refugio en las noches, a la que le pedí que se fuera a vivir conmigo. Eso es lo que más me molesta, tendré que aplazar el empeño de encontrarla de nuevo.