Fulgores en la penumbra

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sus ojos son mis raudos ojos,

vuelo reflejado en ignotas lagunas

misterio de espejos siderales.

En picada desciendo escarpados roqueríos

donde mis pensamientos quedan grabados,

farallones del asombro en cifrados petroglifos.

Me estremece el sanguíneo palpitar tectónico

tierra vibrante, insólita, fecunda y vasta.

Pareciera no tener comienzo ni fin.

Ave sagrada de ritos chamánicos

derrumbas las vanas fronteras.

Eres conciencia de todos los pueblos

invocando ritos, música y danzas primales.

Aquí, donde la tierra toca los celajes,

se eleva la palabra de barro en mis alas

rasgueada de inviolables voces andinas

fundiéndose en las recónditas cumbres

donde convivo con el puma y el huemul.

ELIANA FRENTE AL ESPEJO

Para Eliana Elssaca Saud, cuya presencia y versos

abren las puertas del imaginario y del asombro

Rompía la mañana y preparaba el café. El cuarto propio de sus libros y recuerdos se colmaba en cálido aroma con lejanas notas de nostalgia. Frente al espejo se acomodaba en su sillón predilecto y encendía un cigarrillo. Alguna vez observó que el humo parecía perderse en el azogue del cristal.

Eliana escribía poemas en sus días del confinamiento pandémico, en la casa a orillas del lago. Dejaba los cuadernos creativos en su mesita de noche y se sorprendía que algunas líneas escritas con tinta desaparecían de las páginas. Sospechaba que ese espejo escondía misterios.

Era una mujer pequeña, de cuerpo fino, elegante figura, que gustaba peinar su negra cabellera y delinear los ojos con gena egipcia, haciendo que su mirada alcanzara el magnetismo de la reina Cleopatra.

Esa noche, angustiada por los recuerdos de los que ya se habían ido, su cabeza en el humo y sentada frente al inquietante espejo, vio las huellas de los años. “Cómo pasa de rápido la vida”, se dijo con añoranza. Respiró los amores vividos y las alegres noches de primavera asediadas de pasión y tango. Cerró sus ojos y escuchó las risas de los niños en el carrusel de las estaciones. Retomó los apuntes y continuó escribiendo aquel inconcluso poema.

Sintió que la miraban. Al levantar la vista solo se vio a sí misma reflejada en el argento del espejo. Llevó la mano al cristal y sorprendida observó cómo desaparecía. Con sobresalto la retiró. Incrédula volvió a intentarlo. Asombrada sintió la energía que la succionaba desde el desconocido interior. Con curiosidad de poeta se dejó llevar y traspasó el agua en movimiento en la marejada del ilusorio espejismo, como mercurio derretido que distorsionaba la imagen.

Envuelta en la niebla se encontró en medio de templos de piedra y jardines de orquídeas silvestres. Asomaban los primeros rayos del sol, que inclinados rasgaban las imponentes montañas. Abajo un río serpenteaba en torno al selvático macizo ¿Será el Urubamba? Era un paisaje conocido ¿Cómo podía estar allí? Se preguntó, desde las cumbres de Machu Picchu.

Hace unos minutos permanecía en mi escritorio, componiendo un poema ¿Qué me trajo hasta aquí?

Confundida deambuló solitaria por el prístino paisaje. Los cóndores eran ojos que la observaban con su anillo blanco desde las alturas. En la lejanía divisó al Inka con los brazos extendidos al cielo. Dirigió los pasos por ese rumbo. Sin emitir palabras, el hombre coronado por un alto penacho, hizo un leve ademán, e indicó el sendero que la condujo hasta la explanada.

Divisó a una joven con atril. Mientras se acercaba su corazón se abría al enigma. Se aclaraban los rasgos de la muchacha que pintaba encendidas orquídeas sobre el lienzo. “No puede ser cierto”. Estaba tan incrédula como estremecida. Se detuvo a su espalda y con voz temblorosa preguntó: “¿Eres tú?”

Tras un suave giro, pudo ver el escorzo del rostro y confirmó que era ella.

“Hace tanto tiempo que te habías marchado”. Dijo Eliana y la abrazó; el inconfundible perfume cálido de la piel de la infancia embriagó sus sentidos.

¡Tengo tanto que preguntarte! Cosas que no te dije, palabras que ambas callamos.

–¿Eres feliz en este lugar?

–Sí, te miro a través del espejo. Aspiro el humo de tu cigarrillo y algunas veces sentí que te dabas cuenta. Leo lo que escribes y robo algunos de tus versos de El color de la pena que atesoro en mi alma.

–¡Ah, entonces ahí se hallaba el misterio! ¡Eras tú quien hacía desaparecer mis versos!

–Quise traspasar a tu espacio y compartir El café de las horas, pero no logro volver atrás.

–¿Cómo pude yo cruzar y encontrarte?

–Solo por tu inmenso amor reflejado en esas palabras que escribes, nacidas del luto y la congoja.

Eliana y la joven pintora pasaron la tarde conversando los temas pendientes que el destino les había quitado de improviso. Nunca se está dispuesto a la partida del ser amado.

–Quiero quedarme contigo. –Comentó Eliana en voz baja, con la nostalgia roja del atardecer derrumbándose sobre las cumbres.

–Madre, vuelve, tienes un poema inconcluso. –Exclamó la eterna pintora de Los Andes.

Eliana retornó por el sendero hacia el templo de la niebla y de súbito se encontró de regreso en su habitación, donde aún se sentía la brisa de la montaña. Advirtió que a su cuaderno de notas habían regresado los versos robados. Sabía que su misión era seguir escribiendo, porque alguien tras el cristal esperaba con ansias leer sus poemas.

Miró hacia lo profundo del espejo y solo divisó reflejado el muro a su espalda, donde había algo nuevo: la pintura de orquídeas encendidas.

ARENA

Instantes de aire o de piedra.

Son el yin y el yang del recorrido.

Candente pasión hasta arribar a Ítaca.

No hay otro momento

mejor que este trance.

Cada instante es único e irrepetible,

eso le otorga la belleza de la intriga.

Quizás por la conciencia

de saber que somos mortales,

la huella se torna fugaz.

Tal vez por los nombres

que escribimos en la arena,

el agua y el aire.

Porque se fueron esos besos,

y la marejada va borrando,

mientras arremete el viento.

No hay un día igual a otro día,

ni un silencio, huella o mirada

que se repita en esta senda.

Porque no hay sangre

igual a otra sangre

ni pasado, ni camino.

VIOLETA A LA INTEMPERIE

Sobre París nevaba esa noche de invierno. En la Catedral de Notre Dame, Juliette interpretaba la cantata basada en los poemas de Alphonse de Lamartine. Su voz recorría el templo gótico, igual a ríos de lava y hasta las pétreas gárgolas se estremecían con las notas de la eximia soprano.

Al abandonar la catedral, el aire helado de la ciudad cubierta de blanco, le produjo un voluptuoso éxtasis. Recién había cesado de nevar. Cruzó el puente Enrique II. Se detuvo un instante para contemplar la Ile-de-France y los monumentales pabellones de El Louvre, cerca del Arc d` Carrousell, como solía hacerlo desde niña. De la niebla del pasado, llegaban imágenes difusas. Una mujer cantaba junto al alero, un tema popular de la lejana América del Sur: Gracias a la Vida, de Violeta Parra, cuya honda letra le recordó sus propias interpretaciones. Más que la fría noche, Juliette recordó haber tenido un amante de aquellas tierras australes. ¿Cómo olvidar sus ojos de águila? Él la motivó a estudiar español y ella comprendió la hondura de la letra, que aún permanecía suspendida en la evocación. Dejó unos francos en el estuche vacío, como la desesperanza de la guitarra de la intérprete, e indagó por la autora.

–Ella quiso cantar al mundo Gracias a la Vida, como ofrenda y demostración de su innato talento. Quizás se trate de su obra cumbre. Tiempo después, un día de enero igual a hoy, se suicidó– dijo la guitarrera.

Una ráfaga de aire gélido penetró como dardo envenenado el cuerpo de Juliette. Navegaban los paquebotes por el Sena. Acomodó su abrigo de astracán y el pañuelo de seda, que protegía su delicado cuello de alabastro. Iba a continuar su camino, cuando la intérprete agregó:

–Sabe usted madame ¿por qué yo canto aquí?

Juliette se detuvo como si alguien la hubiese sujetado del brazo. Hizo un gesto negativo con la cabeza. La cantante levantó la mano y le indicó El Louvre:

–Allí, en el Pabellón Marsan, la autora de estas canciones, Violeta Parra, expuso sus pinturas y arpilleras…

–¿Acaso esa cantante chilena también era pintora?

–Compositora y recopiladora de canciones olvidadas en la sabiduría popular de los campos.

–Veo que tú sabes bastante de Violeta, hablas de ella con devoción.

–Nadie la conoce todavía. Nadie sabe en realidad quién era Violeta.

Como Juliette frecuentaba un bistró cerca, quiso invitar a la mujer a departir en torno a una asiette de fromage y un balón rouge.

Ya instaladas en el concurrido lugar, compartieron valiosos coloquios sobre la mujer legendaria que cantó en trenes, bares, circos y peñas de la montañosa geografía del lejano país. La guitarrera le confesó “canto para exorcizar el dolor de su partida” y entonó algunos pasajes del Casamiento de Negros y de El Gavilán. La escena, extraída de la ficción, endulzó las horas de las mujeres. Se reían, aunque aquellos recuerdos y reminiscencias, podían interpretarse de otra manera.

Durante la semana, Juliette no volvió a ver a la cantante. Movida por la intriga, decidió concurrir a la Biblioteca Saint Germain. Buscó en viejas revistas que hablan de Chile, alguna mínima referencia sobre Violeta Parra. Cruzada por la ansiedad, sus dedos danzaban sobre las páginas amarillentas. Hubo un instante que quiso desistir de la búsqueda, de la investigación que parecía inútil. ¿Acaso, la cantante callejera le había referido una mentirilla? Casi al final de una revista ajada, mientras el encargado de la biblioteca la urgía a apurarse porque debían cerrar, vio su fotografía pulsando la guitarra. Se trataba de la misma mujer con quien compartió aquella noche cerca del Sena.

 

El misterio de esa aparición inexplicable impulsó a Juliette a viajar al largo país donde termina el mundo, para quienes tienen la visión europea. La inquietud que le provocaba esa vida salvaje, la llevó a seguir indagando hasta que se instaló, con ilusión, en los extramuros de “Chillán de Chile”, donde cantaba el Casamiento de Negros y otros temas.

Años después, dicen que la vieron muy deteriorada, cantando El Gavilán, en el pequeño pueblo de Los Queñes.

DEJARÁ DE GIRAR

Oh Dios / Jerusalén es un montón de escombros

La sangre de tu pueblo se derramó en las calles

y corrió por las cunetas / y se fue por las alcantarillas...

Ernesto Cardenal

Salmo 78, de Salmos (1964)

Me traspasan las ausencias

con un silencio helado,

pesares me derrumban

las entrañas crujientes,

los ojos húmedos.

Un día cualquiera,

la tierra dejará de girar.

Cansada de tanto tumulto,

tantos momentos que no fueron,

dejará de girar.

¿Cómo saber y no saber

el sol naciente a cada instante?

¿Cómo saber y no saber

los colores fulgurantes,

la voz desgarrada?

Se fueron sin adioses ni epitafios,

sin flores, cantos, o responsos.

De tanta pandemia, de tanto llanto derramado

¡Tantos virus que asesinan inocentes!

un día cualquiera

la tierra

dejará

de girar.

DELICIAS DEL JARDÍN

Podía escuchar sus lamentos.

Durante años Iván Foretiç había estado estudiando el magnífico tríptico “El Jardín de las Delicias”, del pintor holandés Hieronymus Bosch. Su entusiasmo llegó al punto de alquilar un apartamento frente al Museo del Prado para instalar su atelier. Quería estar cerca de la fascinante obra, enigmática y satírica.

Cruzaba cada mañana la calle para volver a encontrarse con esa obra que había confiscado el Duque de Alba y salvado Felipe II de España, de las grandes quemas ordenadas por la Santa Inquisición. Se decía que el Rey, en su ánimo de contemplar la obra a diario, la tenía en su habitación en El Escorial.

Neruda fue a visitarla varias veces en los años de su amistad con Lorca y Alberti, época de las festivas tertulias en La Casa de las Flores. Tal es el interés que por siglos ha despertado esta pintura, que en su paradoja aún no se ha podido fechar, aunque Baldass, buscando un terminus post quem para la realización del cuadro, lo situó hacia 1485, época juvenil de El Bosco.

Iván quería publicar un ensayo crítico sobre la simbólica obra. Por ello había solicitado un permiso especial para acercarse a la pintura y observarla en sus mínimos detalles. Basado en un estudio de Puyvelde, comparaba las dos primeras tablas con las miniaturas persas. Podía pasar horas viendo cómo Bosch había heredado el bagaje de los hermanos van Eyck y de otros pintores flamencos, aunque su ironía y burla del mundo se contraponen al realismo hierático de Jan Van Eyck. Su corazón se agolpaba al llegar a la tercera tabla, la relación con las dos primeras lo hacía descubrir sorprendido situaciones tenebrosas. Ahí los personajes eran atormentados y torturados por demonios. Iván sentía la angustia de esos seres atrapados en una realidad onírica horrorosa, al punto de escuchar sus lamentos.

Lo que más lo perturbaba era aquella siniestra figura que ha sido interpretada por siglos como el propio Satanás. La escena conocida como “Infierno musical”. Me refiero a la Gran Ave Rapaz, con un caldero en la cabeza, devorando a los condenados y defecándolos en un pozo negro.

Esa tarde salió del Prado y a pesar del frío caminó por el arbolado paseo del mismo nombre para proseguir por la Gran Vía hasta Alcalá. Solía tomar un carajillo con más cognac que café y una lágrima de crema, en el legendario Círculo de Bellas Artes.

De súbito vio pasar a alguien que parecía un personaje del cuadro. Iván, sorprendido, no quiso otorgarle demasiada importancia y volvió a sumergirse en el aroma del café arábigo y la lectura. Le atraía el alma secreta de las cosas y el arte como mensaje a descifrar. Cuando terminó un párrafo donde Jung dice: “El hombre y sus símbolos crean la realidad”, alzó la mano para pedir la cuenta. Entonces ya no era sólo esa persona la que semejaba un personaje del cuadro, sino que varios comensales parecían raros sujetos pictóricos.

Preocupado, corrió a refrescarse. En el espejo vio que tenía una fulgurante mancha de óleo en su propia cara. Algo así como un brochazo que por momentos era más intenso, y lo hacía parecer un retrato viviente.

Intentó salir a la calle. Quiso tomar la manilla de la pesada puerta, pero su mano pasaba a través de esta, como si fuera inmaterial. Iván no pudo salir hasta que otras personas abrieron y aprovechó de cruzar rápidamente el portal. Corrió a su pequeño atelier. Lluvioso invierno que para él resultaba sofocante en ese momento. Subió las escaleras a zancadas mientras su cuerpo ardía.

Entró al taller, pero solo tuvo ánimo de prepararse a dormir. Con temor encendió la luz. En el espejo, su faz enrojecida emergió entre una niebla, de la que surgieron rostros burlescos. Se hacían más nítidos o se diluían en la luna de cristal llena de máscaras pesadillescas.

Temblando se acostó, con las ventanas abiertas, a pesar de los truenos y relámpagos que lo despertaron varias veces. Se sentaba en la cama y veía las descargas eléctricas sobre los techos de Madrid sintiendo, en cambio, que su cuerpo tal vez era un fragmento ígneo imaginado por Bosch.

Al amanecer, sin osar acercarse al espejo, se bañó con agua fría. Nada mitigaba ese ardor que le quemaba desde adentro. Salió bajo una lluvia de tormenta, apenas vestido con camiseta y zapatos de petate. Cruzó distraído la calle. Los autos pasaron a través de él. Se estaba diluyendo. Parecía transparente. Los transeúntes no advertían su extraña apariencia.

Caminó sin saber adónde. Al pasar frente al Prado, sintió la necesidad irresistible de volver a mirar el original de ese apocalíptico cuadro. La entrada, como era habitual, permanecía llena de gente.

Pasó a través de los cuerpos entre la multitud. Sintieron en su sangre el fuego que emanaba de Iván.

Frente al cuadro pudo ver que los otros observadores también presentaban rasgos boschquianos. Al acercarse, descubrió azorado que él mismo era uno de los personajes que huían despavoridos del dantesco incendio. Su cuerpo se quemaba, en la imagen de la tercera tabla. Ante la representación más apoteósica y cruel: “Los tormentos del Infierno”.

Trastornado, fuera de sí, pudo advertir que un expectante público lo miraba. Fue cuando Iván advirtió que estaba inexorablemente atrapado dentro del cuadro. Era uno de los condenados. No podía huir.

Sintió estremecer la tierra. Escuchó gruñidos demoníacos, aterradores. Al darse vuelta vio a la Gran Ave Rapaz que abría sus oscuras fauces.

ESTACIONES DEL MINOTAURO

Pasan los días depredatorios

que tritura la maquinaria

del ajedrez escurridizo de los segundos,

acumulados en granos de instantes

hasta formar descarnadas montañas

que nunca percibí en la alegre primavera.

Durante la canícula del verano,

apenas intuía la gotera incesante de las horas.

Entro al otoño con gesto celebratorio,

pero la tormenta arrecia

y me borronea el horizonte.

Camino de sombras y pandemias,

amenazan las sienes níveas.

Estirpe que se asoma al despeñadero.

Cómo será el invierno

si el granizo irrumpe la azotea,

cuando al interior del laberinto

creado por Dédalo,

perciba cercano el rugido

del Minotauro de Creta.

SANTIAGO BAJO CERO

Santiago, tres grados bajo cero, al filo del toque de queda a la medianoche.

De costumbre, el mendigo del barrio doblaba por la esquina de calle Nueva York. Se frotaba las manos adormecidas de invierno. Guantes rotos por donde asomaban las puntas de los dedos; vestía abrigo visitado por las polillas, que le había regalado un banquero. Completaban su indumentaria de señor, unos zapatos con las suelas despegadas, que al caminar sonaban clap, clap, clap.

Apareció en la calle La Bolsa y bajo la luz del farol desvanecida por la niebla, sacó desde el morral la petaca de licor barato y bebió un sorbo para calentar la miseria.

Bajo el alero de las escalinatas de una casa de cambio, recogió cartones de la basura y acondicionó un lecho propio de emperador. Arrebujado, se hizo un ovillo de desgracia, y se hundió tapando su rostro con el gorro de lana. ¿Qué me trajo a este mundo? ¿Valdrán tantas penurias para seguir respirando el desamparo?

En el séptimo piso de calle Moneda, frente al edificio de La Bolsa, Marco Antonio Irrigoichea, analizaba en el periódico el desplome de las bolsas del mundo. Vio cómo su empresa de inversiones, adalid en el rubro, caía al abismo de la desesperanza.

Guardó un revólver en el bolsillo, como quien busca justificación a la desgracia. Del perchero, tomó el abrigo de cashimir. Enlazó la bufanda al cuello y descendió sin premura las escaleras. No entró al ascensor, quería evitar las náuseas. Descendió cada peldaño como si bajara al infierno del Dante.

El aire de la noche lancinó su cuerpo. Cabizbajo, hizo camino por escarchados adoquines de la calle Nueva York. ¡Cómo dolía el despojo en su infortunio material! Se detuvo frente a la fachada de La Bolsa de Santiago. Tiritaba, de brazos cruzados, mientras quería encontrar la fórmula para evadir la encrucijada. ¿Cómo será al amanecer? ¿Cómo enfrentar este derrumbe? Y cayó de rodillas junto al mendigo, que sobresaltado, emergió asomando la nariz entre los cartones.

Se cobijaron movidos por la solidaridad. El destino jugaba a la “ruleta rusa” con quienes la sociedad mantenía en las antípodas. Ambos se observaron hermanados por la ruina. Marco Antonio cerró los ojos, porque los sentía moribundos.

Amanecía en Santiago. Irrumpieron los primeros ruidos de la ciudad. El repiqueteo de las campanas de la iglesia de La Merced llamaba a la feligresía al ángelus. Por las calles, bajo los granizos, se desbordaba la multitud anhelante.

En las puertas de La Bolsa, el barrendero se puso a gritar: “¡Arriba, arriba!”. Nada se movía bajo los cartones.

LATIDO DEL RITMO

Permanezco en el rito

siete días

ídolos primitivos tutelando la mística del paisaje

proceso de crear la propia persona

dimensión vivencial de mis dioses

derrotando demonios

interiores

fluidez evolutiva de construir la expresión hundiéndome en el canon de este saber escuchando voces de la trama universal

Giro en el sentido de los planetas

dentro del círculo de piedra

En medio de vapores sulfurosos

peregrina el mundo pandémico

Grito sin saber adónde

no sé cuál fue mi razón

Pequeño o nada soy

ante el orden infinito

Millares de rayos

caen

sobre mi ser constelado

Entro al latido del ritmo

vibración exacta

en que se encuentra el principio

Era el momento epifánico de los Augures

L´ORIENTALE

El amanecer derramó destellos azulados sobre las colinas.

Arturo encendió la chimenea. Absorto en la llamarada, avivó el fuego. Dispuso la infusión de té rojo en la taza de porcelana de Limoges. A trago lento bebió observando la bahía donde los emigrantes del Asia, venían a descubrir más allá del horizonte. Numerosos barcos entraban y salían de la rada, con destino a los enigmas de la mar.

Desde la infancia en Valparaíso había escuchado historias sorprendentes, como aquel legendario periplo de L´Orientale, corbeta escuela francesa que traía a un centenar de jóvenes de Bélgica y Francia.

En su paso por el Nuevo Mundo, hizo escala en Río de Janeiro y Montevideo, donde la mayor atracción, sin duda, fue dar a conocer el nuevo invento que revolucionaría a la humanidad: la fotografía.

 

Recién el ilusionista Louis Jacques Mandé Daguerre, había dado a conocer esta magia ante la Academia de Ciencias y la de Artes, en el París de 1839, frente a un público incrédulo, encabezado por el Rey Luis Felipe y el astrónomo François Aragó.

Daguerre, constructor de grandes dioramas, había perfeccionado el invento de su amigo Joseph Nicéphore Niépce, dado a conocer bajo el simbólico nombre de “heliografía”, el dibujo realizado por el sol.

Las imágenes tornasoladas tras el cristal, conocidas ahora como “daguerrotipos”, causaban una mezcla de estupor y fascinación. ¿Cómo era posible fijar las imágenes? ¿Es acaso la fotografía un “espejo con memoria”?

Arturo, descendiente de uno de los jóvenes que sobrevivió al naufragio de L´Orientale, estaba obsesionado por hallar más señales de esa historia épica.

La embarcación se había hundido con las primeras fotografías tomadas en Chile, como un mal presagio.

De esas imágenes no quedaba más vestigio que los relatos de los cronistas de la época, o la impresión causada y vertida en alguna misiva, donde se describía el suceso ya sea como un milagro o “invento del demonio”.

El relato ponía a Valparaíso en la ruta de los pioneros de la imagen latente.

Al atardecer, la niebla salina que empañaba los cerros entró a raudales a la bahía, como si fuera una invitación al misterio. Tomó su sombrero de marinero y el chaquetón de cuero. Antes de cerrar la puerta, observó el mesón donde descansaban algunos de los instrumentos náuticos recuperados del fondo del mar: el astrolabio o buscador de estrellas, un sextante y el catalejo de bronce, cuyos cristales habían visto lo desconocido. Sobre ellos, el retrato del joven cadete francés Vendel-Heyl, su bisabuelo. El cuadro había permanecido como un tesoro en la familia. Arturo sentía que esa imagen ocultaba alguna clave insospechada. Ahora él se convertía en su guardián.

Silbando bajó la angosta escalinata del Cerro Alegre, hasta el Paseo Dimallow. Las luces de los cerros encendidos se abrían al cielo nocturno, igual a un onírico anfiteatro. Pensó en la visión que tuvieron los antiguos navegantes al enfrentarse a esta constelación, después de meses surcando los mares. Para bajar hasta la calle Lord Thomas Alexander Cochrane, abordó el ascensor Reina Victoria y se estremeció ante el metálico lamento de los cables de acero, ruedas y engranajes decimonónicos.

Al salir del viejo ascensor, levantó el cuello de la chaqueta y respiró hondo el aire purificado por los vientos alisios. Nostálgico, avanzó por los gastados adoquines hasta cruzar la mampara del centenario Bar la Playa. Entre espejos, campanas y mascarones de barcos que ya no existen, pidió, sentado a la barra, su trago de siempre. Allí lejanos marineros ahogaron sus penas. Hombres y relatos que desaparecieron de la historia tragados por una grieta.

A la medianoche, bajo la llovizna que observó a la luz macilenta de las farolas, atravesó la silueta dormida del muelle sobre el azul del mar. Acarició el frío óxido de los fierros, texturas del amarillo indio, al rojo más oscuro, granate o verde sulfatado, como si tocara los propios metales sin alma de L´Orientale. En el estallido constante de las olas, escuchó el canto de voces en francés, que recordaban a la amada:

“Vin qui pétille, femmes gentilles,

Sous vos baisers brûlants d’amour;

Plaisirs… batailles… Vive la canaille!

Je bois, je chante…”

De súbito, el canto se hizo aullido. En medio del resplandor de la noche, junto a la temida Roca del Buey, avistó el naufragio de la antigua corbeta.

VALPARAÍSO

Alas de gaviota rozan mi rosa

pensamiento.

Arrancan sendas por sinuosos cerros,

borde abismos de lo imposible.

Caminos no andados

casas habitadas por el viento, descienden

hasta la arena y la sal.

En tortuosas filas

hilos de lluvia

entre ascensores

por quebradas

interminables

escaleras.

Desgranados racimos maduros

descuelgan por ventanas con ansias marinas

avizorando mundos intangibles.

Leyendas de naufragios, piratas y tesoros perdidos,

caminos de sangre y pólvora quemada, “chupilca del diablo”.

Alzado en mares indómitos el Beagle cruzó el Cabo de Hornos,

ancló desde Tierra del Fuego, el resuelto joven Charles Darwin,

buscando el eslabón perdido de las especies, a orillas de este Paraíso.

Puerto de poetas viajeros develado por el asombro de Rubén Darío.

Versos extraviados que inundan las tiendas de anticuarios,

calles adoquinadas, troles, bares y cafés, testigos de tritones.

Fantasmas de barcos

suspendidos en la niebla

Navegantes sin destinos

surcan los mares de la imaginación,

espumas que circundan otras orillas

impregnadas de aguas ignotas

aguas compartidas.

Un mismo azul cobalto

turquesa, esmeralda, ultramar.

Persevera en la antípoda

el doliente que ve y toca

azul.

Es el mismo color del frío que estremece al trueno

lágrimas de plata

resplandor.

Permanezco aquí

donde se detuvo el tiempo.

ESE AZUL QUE NUNCA ENCONTRÉ

A Vicente Mengod (1908-1993), quien arribó a Chile en septiembre de 1939,

en el Winnipeg, con Neruda. Generación de inmigrantes que enriqueció nuestra cultura.

Cada tarde divisaba, al salir del taller de las artes, una enigmática sombra que se extendía tras la arboladura, como lápida de sepulcro.

Era un sujeto de capa negra, que alguna vez confundí a causa de mi cansancio. De expresión tenebrosa, incapaz de describir. Tal vez no era nada de lo que yo podía imaginar.

Sugestión de pesadilla, a duermevela. Horas frente al lienzo mezclando colores, suspendido en el olor intenso de la trementina y el óleo. Pintaba como un salvaje.

Compases presurosos golpeaban mis vísceras, acompañado por las Rapsodias Húngaras de Franz Liszt, que no cesaba de escuchar.

La sombra permanecía inquietante, como si fuese parte indisoluble del paisaje. Enhiesto como ciprés. En ocasiones advertí que hacía una venia. Yo respondía de igual manera, sin exagerar el gesto. Luego, apuraba el tranco para no tener que enfrentarle. Parecía venir desde lejos, tal vez de otra época, quizás para hablarme sobre la pintura, que era mi desvelo.

Durante meses buscaba un azul especial. Obsesionado mezclé una y otra vez el cerúleo, el cobalto, el ultramar; agregaba añil, turquesa, amarillo indio… pero nunca pude resolver aquel misterio. Un azul que sólo había visto en pintores decimonónicos españoles, en mi último deambular por el Prado.

Al salir del taller, la sombra permanecía en actitud vigilante, como si se relacionara con ese azul, cuya preparación se llevaron a la tumba los viejos maestros. Me perturbaba. ¿Acaso requería algo de mí? Una tarde no la volví a ver. Pregunté con insistencia en el vecindario, o a quien se cruzaba en mi camino, pero nadie la conocía.

Pasaron tres o cuatro semanas, y don Vicente Mengod -había sido mi maestro de literatura, durante los años ‘60- me invitó a su casa, situada en un tranquilo barrio de Ñuñoa. Entramos a la biblioteca, donde guardaba con ferviente sigilo, cartas de Miguel de Unamuno y Ramón Gómez de la Serna, que por años yo anhelaba ver. Se respiraba erudición entre vetustos mamotretos e incunables.

En el momento que mi maestro se ausentó, sentí el lejano clamor de la presencia de aquel azul, desde un cuadro que la luz macilenta no me dejaba apreciar. Como si una penetrante mirada me auscultara. Acerqué la lámpara y con estupor, el rostro de aquel hombre de la capa me hizo una venia.

Don Vicente regresó con las tazas humeantes de café árabe. Pregunté ávido, mi voz entrecortada: “¿Quién es el personaje de este cuadro, firmado por Santiago Rusiñol?”

Con prestancia y ceremonial actitud, Don Vicente acercó la taza y aspiró el aroma del café. Pensativo, sorbió el brebaje, mientras me observaba, como si yo fuese un desconocido. Cruzamos nuestras miradas. ¿Era el personaje del cuadro? Tomó otro sorbo, sin dejar de escudriñarme.

Levantó lento sus ojos nostálgicos hacia el retrato, y dijo intrigante: “Es mi abuelo pintor, desaparecido en la pandemia de la gripe española”.

ESPERA

La noche

aletea oscura como el cuervo.

Escucho su vuelo entre cipreses

su eco en lejanas ondas radares

estrecha las solitarias avenidas.

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