Baila hermosa soledad

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DOS

− Aló, ¿Javier? Anoche detuvieron a Ismael.

Parece pleno otoño, no por la fecha, sino por el cli­­­­ma. Un po­co de viento a ra­tos, nu­bes que van y vienen, una más negras que otras, instantes de lumi­no­sidad plena, calor, mu­­­cho calor y una hu­me­dad terrible. Un día abo­chor­na­do, de esos en los que resulta im­po­si­ble caminar tranquilo por las ca­lles del centro, con todos los transeúntes más ner­viosos que de cos­tumbre y un am­bien­te que mezcla las frus­tra­cio­nes, el de­sá­nimo, el desconcierto y la hu­medad.

Antes no era así el clima en esta época. En mu­chos as­pec­tos las co­sas habían cambiado, pero sobre todo por la hu­medad, no­ve­do­sa y aplastante, que agita el pecho más de la cuenta y moja todo el cuer­po. Antes había un cli­ma más se­co y con viento. El clima empezó a cam­­biar con la sequía de los años se­senta y siete y sesenta y ocho, hasta llegar a este absurdo gi­gan­tesco en el cual no se sabe si es pri­mavera o es otoño o simplemente un in­vier­no de Sao Paulo. Más de al­guien, pien­sa Javier recordando a los otros abogados de la ofi­ci­na, re­pite con majadería que todas las co­sas ma­las se iniciaron en esos mis­mos años del gobierno de los demócrata-cris­tia­nos y bajo el hálito de la re­vo­lu­ción cu­ba­na, la sequía y la reforma agraria.

Cuando hace tanto calor, con tanta humedad, lo que corres­pon­de es sa­carse la cor­bata, abrir los botones de la ca­misa, salir por el ascensor de ser­vi­cio y alejarse del cen­tro a to­­da velocidad, hasta llegar a To­balaba, tomarse una cer­veza he­lada, fumar un cigarrillo a la es­pera de que el sol se ponga en la ciu­dad, porque allí, en esa esquina de To­ba­­la­ba y Pro­vi­den­­cia se podrá sen­tir el viento, tibio pero viento, mirar las ho­jas y las personas y soñar que el mundo es al revés y esto no es pri­mavera ni otoño o es primavera de antaño u otoño del fu­tu­­ro, épocas todas en las que Ismael no estará detenido.

− ¿Me oíste, Javier? Detuvieron a Ismael.

Cuando hace este calor, con humedad por aña­didura, los pan­talones de me­dia estación se convierten en pa­ñetes absorbentes en­tre la piel y el cue­ro sintético del si­­llón. Si acaso son las dos y cuarto de la tarde sin al­­mor­zar, todo pa­rece peor, las cosas se hacen in­creí­bles, la gente pa­re­ce ver­­da­­de­ra porquería caminando por las calles, todos lle­nos de deu­­das por radios y te­­le­visores a color, sin que nada le im­por­te a nadie, sin que se sacuda el ho­ri­zon­te, sin que haya viento su­fi­­cien­te para llevarse las nubes y las ma­las no­ti­cias, todos ca­mi­­nando allá aba­jo, como hormigas en un día depresivo, sin au­tos por Ahumada, ti­pos de ma­le­tines negros y bigotes re­cor­ta­dos, otros con za­pa­ti­llas y ca­sa­cas li­vianas, todos sintiéndose im­­portantes, mientras que, gra­cias a que no hay autos ni mi­cros por Ahumada, el aire es más res­­pi­ra­ble que en otros sec­to­res del centro y el ruido es dis­tinto, porque in­cluso es po­si­ble a al­gu­nas horas escuchar al ciego que canta acom­pañado de su violín de lata. Ahora sólo hay un rumor húmedo y can­sa­do.

− ¿A qué hora fue?

Como si importara algo la hora, como si eso pu­die­ra hacer variar las cosas. Era só­lo una manera que tenía Ja­vier de hacer saber a Ramón que ha­bía es­cu­chado per­fec­ta­­men­te. Po­dría haber preguntado cualquier otra cosa, co­mo por ejem­plo por qué, quién lo hizo, si mos­tra­ron una orden, dón­de lo lle­va­ron, pero también sus palabras ha­brían so­na­do ab­sur­das. Co­mo si acaso a todas estas hormigas que veía desde su si­llón, bajo las nubes e in­mer­sas en el calor, les importara algo, ca­da uno con sus propios pesares o sin pensar en nada, mien­­tras una escritura de compraventa espera revi­sio­nes en la me­sa de Javier. ¿Qué se pue­de decir cuando no hay nada que ha­cer ni que decir? ¿Qué se puede decir cuando una lla­ma­da anun­cia que Is­mael fue detenido?

− A las tres de la mañana.

− ¿Puedes venir a la oficina? Ahora, te espero.

Javier quedó solo, echado en su sillón con­for­ta­ble de cuero sinté­ti­co, res­pal­do al­to, reclinable, con ruedas, un ver­dadero placer para él, pese a que era un sillón muy in­fe­rior al que habían elegido los otros abogados de la ofi­­ci­na, quie­nes preocupados por la estética y sus dolores en la co­lum­na es­co­gie­ron sus asientos sin fijarse en el costo, que era lo úni­co que a él le in­te­re­sa­ba. Cuando lo giraba levemente hacia la izquierda po­día mirar por la ven­ta­na, ver la calle y las hor­mi­gas como hombres u hombres como cual­quier co­sa ca­mi­nan­­do en la hu­medad que a él lo tenía aplastado, con un ago­ta­mien­to brutal so­bre su cuerpo y su espíritu, con un calor pe­sa­do, el hambre de las dos y cuar­to y la noticia, la noticia temida.

Todos sabían que Ismael iba a ser detenido, antes o des­pués, pero lo iban a de­te­ner, algún día tendría que suceder, ine­vitablemente, pero, ¿por qué mierda en un día como és­te, de tanto calor y tan malos presagios?

El lo sabía, lo sabía también Ramón y sin embargo su voz había so­na­do sor­pren­di­da.

¿Sorprendida?

No, la voz de Moncho había sonado alar­ma­da, de­ma­­sia­do alarmada pa­ra ser la voz de Ramón, que era tranquilo y mesurado hasta cuando le pa­sa­ban las peores tragedias.

Aun tiene tiempo Javier para terminar el trabajo pen­­dien­te o ba­jar a comer al­gu­na cosa rápida, pues Ramón de­mo­rará unos vein­te minutos en lle­gar. Pe­ro sabe que no ha­rá na­­da, que dedicará to­dos sus minutos a pensar en Is­mael, en tra­tar de entender por qué él ha­­ce lo que hace, cómo fue po­si­ble que llegara a lo que llegó, a meterse con esos grupos y to­mar opciones tan ex­tre­mas, a repetir con seriedad inau­dita su jus­tificación para la vía ar­ma­da, en sus largas y cada vez más dis­­tan­ciadas sesiones de chiflota.

Caminó por la oficina, con las dudas dando vueltas por su ca­­beza, es­tirando el pantalón ya húmedo por la trans­pi­ra­ción, mirando el vacío, sin co­mer, sin co­rregir la es­critura, sa­biendo que todo se com­pli­caría en unas pocas ho­ras, que ten­dría que sus­pender las reuniones de la tarde, avisarle a sus so­cios, llamar a la Bernardita, pedir ayu­da.

Pe­dir ayuda.

Javier re­conoce que él es un abogado de los que nada sa­ben de re­cur­sos de am­­pa­ro, de las emergencias en casos de detención o de vio­­laciones a los derechos hu­manos. Bue­no, nada es mu­cho de­cir, pero se desenvuelve torpemente en esa área, porque su tra­bajo siempre ha si­do otro y por algo hay especialistas en ca­da tema. Sus amigos re­cu­­rren a él para cualquier co­sa, para to­dos sus problemas, de cualquier na­tu­ra­leza jurídica, siempre ha sido así y no tendría por qué ser dis­tinto ahora o en el fu­tu­ro.

Javier deja que los minutos transcurran y es arras­­tra­do por el so­por y una especie de cansancio del es­pí­ri­tu, no se da cuenta que ya debería ha­ber hecho algo, ya de­be­ría haber llamado a cual­quie­ra de sus amigos, ya de­be­ría estar ha­­cien­­do indagaciones o llamar a la Ber­nardita, porque ella es­tá en con­tacto con los curas y sabe cuá­les son los pa­sos a se­guir, conoce lo de la Vi­ca­ría y todo eso con mucha pre­ci­sión o cuáles son las puer­tas que él, con tantos ami­gos en el gobierno sin ser gobiernista, tiene que golpear, pe­ro en lugar de eso si­gue pen­san­do en que esta angustia de calor, tristeza y hu­me­dad sólo se le va a pa­sar cuando se tome una cerveza helada en Pro­videncia con Tobalaba, tal vez en el mis­mo Kika de hace tan­tos años donde, por la mierda, mier­da, iba con Is­mael que aho­ra está sa­be Dios dónde, para así, con la cer­ve­za helada y el vien­tecito que se levanta, pueda con­ven­­cerse que el mun­do es­tá tranquilo, que Is­mael no ha sido detenido y posiblemente es­ta no­che jueguen a los naipes, pero la verdad es que han pa­sado doce horas desde que Is­mael fue de­te­ni­do.

Algo tiene que hacer, no sabe qué y prefiere es­pe­rar has­ta la lle­ga­da de Ramón, pa­ra pensar juntos buscando so­luciones, como lo han hecho tan­tas ve­ces en la vida, en­con­tran­­do salida para todo por­que en la vida todo tie­ne so­lución. To­do, había dicho Ismael esa no­che de tantas cervezas, pero las so­­­lu­ciones no caen del cielo ni llegan sólo porque uno pien­sa en ellas, vie­jito, si­no que se construyen y aquí y con la vo­lun­tad, la inteligencia y especialmente aho­ra, con la fuerza, con los fierros, con los fierros, viejo, por­que hace mucho rato que se ce­rraron los otros caminos. Todo tiene so­lución y hasta la muer­te, agre­­ga­ría Rodrigo, para hablar de los avances cien­tí­fi­cos, de la ingeniería ge­né­ti­ca y de todas esas cosas que eran un desafío enorme a su men­te científica. Es­pe­raba la llegada de Ramón, sos­pechando que les pasaría lo de tantas veces: Ja­vier se pondría a recordar, a recordar un pa­­sado en que fue in­tensamente feliz, el pasado del Colegio, de las aven­tu­ras, de las ca­rre­ras por los pasillos del se­gun­do piso compitiendo con el her­mano Estanislao −hermano Volvo le de­cían− que, in­mer­so en el mundo de su arterioesclerosis, leía el breviario ca­mi­nan­do a to­da ve­locidad, ace­lerando en las rectas y ronceándose en las esquinas. Re­cor­dar con los amigos le revive el co­ra­zón y la risa se le aloja en los ojos, pues reaparecen to­das esas historias que a ter­ceros sólo se pueden contar cuan­do han pa­sado muchos, muchos años.

Se pone en cuclillas frente al es­tan­te para abrir la co­rre­de­ra, tras la cual hay un mar de papeles que Ja­vier mi­ra, se­guro que allí se aloja un enor­me pedazo de historia en­ce­rra­do en una caja de car­tón. Por allí, por acá, saca y saca, en­su­ciando las manos con trozos del pa­sa­do y olor a polvo, re­co­no­ciendo que no sabe lo que busca, qué es pre­ci­sa­­mente lo que, en esta tarde en que Is­mael está detenido, espera en­con­trar, intuyendo que allí puede estar la clave de la liberación de su ami­go, la li­beración defi­nitiva de todas esas re­des en las que es­tá cautivo. Cuan­do en­cuen­tra la caja gris de cartón (“re­cuer­dos per­so­na­les”, dice la or­denada letra de Marisa) se in­tro­duce vo­raz en las nostalgias y por pri­­me­ra vez en mucho tiempo des­cuida su impecable pan­­talón maren­go que se marca con pol­vo.

 

Van saliendo los papeles, uno tras otro, ama­ri­llo­sos, des­coloridos, llenos de historia personal, diplomas de me­jor compañero, car­tas que cir­cu­la­ban en clase de inglés bur­lán­dose de la voz aguda del pro­fe­sor, anotaciones de química, dos o tres poemas de Jaime, la foto de pri­me­ro, la foto de la des­pe­dida de los sextos en la que es­tán tam­bién la Ber­nardita y la Ca­talina.

Catalina. Catalinda.

Pasan los papeles por su mano y las imá­ge­nes por la me­mo­ria, has­ta que de pronto aparece la foto que tomó el Pa­dre Jaime luego de la reu­nión de la Academia Literaria: los cua­tro, Ra­món, Javier, Is­mael y el Negro Con­cha. Ja­vier el más al­to, delgado, más del­ga­do que aho­ra, patillas largas, la cor­ba­ta suel­ta, estatura de adul­to ya conseguida, la mirada sonriente y ca­riñosa, co­queto tal vez. Ja­vier sabe que ahora, casi veinte años después, sigue atlético y buen mo­zo. Se sabe atractivo y se cui­da, gimnasia, tenis, buena ropa, pocos exce­­sos permitidos, pei­nándose con calma cada ma­ñana después de afei­tar­se. Tal co­mo a los 17. Sujeta la fotografía y mantiene la vista fija en el pa­pel im­pre­so, como si esa fuera la llave maestra para in­gre­sar a un pa­sa­do que ca­da vez parece más hermoso, sobre todo aho­ra, en este día hú­medo y ca­lu­ro­so, so­bre todo cuando en­ci­ma de la mesa hay una es­cri­tu­ra que espera co­rrec­ciones, so­­bre todo cuando se sabe exi­to­so abo­ga­do lleno de honores, re­dac­tando es­cri­tu­ras de compraventa y for­mu­la­rios de con­tra­tos para una empresa cons­truc­to­ra de amigos con­quis­ta­dos en los últimos años. Por un mo­men­to Javier no ve más que su pro­pio re­tra­to en la fotografía, per­ma­ne­ce en silencio con la son­ri­sa en los labios, mirándose fino y fuerte, elegante, con los ojos un poco hundidos en sus oje­ras heredadas del abuelo ma­ter­no. Era el más alto del curso, exce­len­te atleta, buen de­por­tis­­ta, estudioso, or­de­na­­do, ideal amigo de muchos, más de una vez calificado de “mejor com­pa­ñe­­ro”. Pe­ro jamás líder. Tran­qui­lo y si­len­cio­so muchas ve­ces, no era el centro de las fiestas, aun­que más de alguna vez to­dos lo mi­raron en si­lencio mien­tras tocaba la guitarra pa­ra cantar suavecito las canciones de Ada­mo. Sonríe al pasado, con el pantalón sucio y des­cu­bre, al ver los rostros de sus compañeros, que ese pasado está vivo, que se olvidó de las hor­migas in­di­fe­rentes que circulan por las calles bajo el calor y la humedad del oto­ño.

En­fras­cado en este mundo de felicidad, no sintió en­t­rar a Marisa.

− Javier, lo busca su amigo Ramón.

Entró Ramón, apurado y calmoso a la vez, en una mez­cla inal­can­za­ble para los ti­pos comunes y corrientes, in­quie­to en los ojos, desordenado en la ropa, trans­pirando co­pio­sa­­men­te, la barba rala, la casaca en la mano y miró con sor­pre­sa el espectáculo de su amigo abo­gado sentado en el suelo de la ofi­ci­na, entre papeles, fotos y medallas, un poco ridículo, co­­mo los dos se die­ron cuen­ta, metido en el pasado irres­pon­sa­ble de la adolescencia cuando en es­te presente están pasando tan­tas cosas.

− Hola, Monchito.

Como todo saludo Ramón estiró su brazo para que Ja­vier pudiera le­van­tar­se, de­jan­do en el suelo todo un de­sor­den esparcido, como si así debiera es­tar el pasado cuando el pre­­sente es tan dramático.

− Detuvieron a Ismael, di­jo Ramón, como si fuera lo único que sa­­bía decir, de­ján­dose caer en un si­llón.

Javier acusó el golpe y regresó al presente y a la hu­­me­dad, po­nien­do la ca­ra seria y bajando un poco los ojos fue a sentarse frente a su ami­go, ami­go del alma y de toda la vida, que junto a Ismael había sido parte de su his­­to­ria y repitió men­­tal­mente la frase de Ramón, pensando que ahora no po­día pre­guntar por la hora de la de­ten­ción porque ya la sabía y no se atrevía a de­cir nada, porque en realidad quería escuchar de la de­tención de Ismael, pa­ra lue­go pensar, pensar juntos para en­contrar las soluciones. Y pen­san­do en la mis­ma frase de sa­lu­do, “detuvieron a Ismael”, se sentó dando la cara a Ramón.

− Putas madre, Moncho...

− Si, compadre, lo detuvieron, esta mañana, a las tres.

Se quedaron mirando y al mismo tiempo se dieron cuen­ta que no se habían di­cho na­da nuevo. La risa se les ins­ta­ló en la cara, man­tu­vie­ron la mi­rada su­jetándola y con sim­pa­tía, con nerviosismo, con la tensión acu­mulada, con el cariño in­menso para el amigo detenido, la dejaron fluir, sa­lir por to­das par­tes y soltaron simul­tá­nea­mente carcajadas, bo­tan­do ese do­­lor ins­talado en el pecho, el miedo por la suerte del amigo tan querido que quizás dónde mier­da estaba y en qué con­di­cio­nes.

La risa fue interrumpida por Marisa que les traía ca­fé y se re­tiró dis­puesta a cum­plir la orden de no pasar in­te­rrup­ciones de nin­gu­na especie. Ella sabía lo que era es­ta amis­tad de los cuatro hom­bres, tan diferentes unos de otros, pero que se tenían un cariño enor­me. No sólo los había visto cuan­do se juntaban en la oficina, sino tam­bién aquella vez que Ja­vier cometió la es­tu­pi­dez de llevarla a una reu­nión “con se­ño­ras”, como si ella fuera la novia y no sólo su secretaria, con la que a veces se comparte un poco de vida personal, pero sin nin­­gu­­na proyección. Esa noche, a los diez minutos de haber lle­gado, ya es­ta­ban los cuatro hom­bres en grupo aparte ha­blan­do de sus cosas, todas muy serias, pero con la risa a flor de piel, mien­tras las tres mujeres que se conocían hacía tanto tiem­po hablaban de sus propios temas y ella pa­re­cía una idio­ta, una intrusa. La señora de Ramón, embarazada en­ton­ces del cuar­to hi­jo, había si­do la más amable, pues se dio cuenta de la si­­tua­­ción. Bonita, tranquila, un po­co más alta que su marido −lo que no era difícil− intentó en varias opor­tunidades in­te­­grar­la, pero no re­sultó. Javier no se dio cuenta de nada, has­ta el extremo de invitarla otra vez, lo que ella rechazó con una ex­cusa gentil. En momentos de in­ti­midad, en los que la vida per­sonal tras­cendía a la de la ofi­ci­na, Javier le hablaba de sus ami­gos como si fueran lo más im­por­tan­te para él.

− Ordenemos la cosa, flaco, para ver qué hacemos.

Javier se dio cuenta que esta vez Moncho no re­cu­rría a él como fuen­te de so­lu­ción, sino que lo invitaba a en­con­trar juntos los caminos de sa­li­da, exac­tamente como él lo es­­pe­raba. Es decir, si es que había salida.

− ¿Quién sabe de esto, Moncho?

− Todo el mundo.

Todo el mundo, menos yo, pensó Javier.

Lo que pasó fue que Ismael no es­ta­ba alo­jando en su casa. El día do­mingo, mejor dicho, ya iniciado el lunes, ha­­bían allanado y no lo en­contraron. Ca­talina llamó a Ramón en la mañana tem­prano, muy asustada.

− Te llamamos, pero no estabas en ninguna parte, dijo Ramón.

Javier no contestó.

Recordó que en la mañana había estado jugando te­nis y se había que­dado en el Club hasta tarde. Siguió con aten­ción el relato del sufrimiento de Ca­talina, que, como to­dos, tam­bién sabía que Ismael iba a ser detenido al­gún día, pues no era cosa de niños apa­re­cer como vocero o dirigente de gru­pos de ex­trema izquierda y pretender hacer una vida co­mún y co­rrien­­te en una si­tua­ción como la que vivía el país por tantos años ya. Pocas horas des­­pués del aten­ta­do, habían allanado y Ca­talina temía que Ismael iría esa no­che a la casa, ba­sán­­dose en la experiencia de que los agentes nunca iban dos noches se­guidas a alla­nar el mis­mo lugar. Pero ella creía que siempre es buen momento como pa­ra que los agentes rompan su ru­ti­na. Estaba muy asustada y pidió a Ramón que se llevara a los ni­ños. Ya se escuchaban vo­­­ces de otras detenciones y se ha­bla­ba de una lista más grande de per­so­nas. Ramón partió con ellos, pues donde ca­ben cuatro caben también seis, pe­ro tú que­rida Catalina, no debes que­­darte so­la y se ofreció a acom­pa­ñar­la, pe­ro ella insistió que no. Después de revisar los al­­re­de­do­res de la casa y ase­gurarse que no había vigilancia, partió de­jando a su amiga más tran­­qui­la. Tal como lo temía Ca­ta­li­na, Ismael llegó como a las on­ce de la noche y le advirtió que, po­co después del toque de queda, los com­pa­ñeros lo pasa­rían a bus­car, porque debía pro­te­gerse y ella tenía mucha pena, in­­tuía que la cosa sería para largo, que qui­zás él tendría que irse al extranjero o pasar a la clandestinidad para siem­pre. La rea­li­dad, como es frecuente, re­sultó muy diferente de lo imaginado, pues los agen­­tes son completamente imprevisibles. Po­co an­­tes de las tres de la mañana golpearon la puerta y cuando ella abrió vio a los mis­mos que en la noche anterior habían allanado, que se ha­bían com­por­tado co­mo bestias, rompiendo cosas y gri­tan­do, pe­ro ahora venían son­rien­do y el que parecía jefe fue en ex­tre­mo suave y gentil, in­clu­so le dijo “se­ñora” en lugar de “mier­da” como la noche anterior, mientras Ismael lo es­cu­cha­ba to­do desde el dormitorio. Le explicó que como Ismael estaba pró­fugo y era muy im­por­tan­te que fuera detenido cuanto an­tes, se la iban a llevar a ella hasta que él se en­tre­gara, porque ten­­dría que en­tregarse, ya que si se de­moraba en aparecer, bue­­no, entonces ya no podrían tra­tarla tan bien, pe­ro con­fie­mos en que apa­rez­ca, es por su bien y no por el nuestro, así es que se­ñora, vaya a vestirse y des­pier­te a los niños, que se van con nosotros, pero Catalina sintió que se des­ma­ya­ba, un miedo de horror porque sabía que él no debía ser detenido, pe­ro tam­po­­co querría ser ella detenida, ni ser torturada, ni sufrir más. Los niños no es­ta­ban, ellos no lo sabían y podían enfurecerse cuan­do se dieran cuenta. Se­gun­dos terribles, de pánico y an­gus­tia, de un sudor helado en la frente y un tem­blor en los mus­los.

Sin duda que quien pensó todo este mecanismo co­no­cía muy bien a Ismael. Si se la llevaban, él se entregaría. Eso pasa siem­pre. Entre el per­se­gui­dor y el per­se­gui­do se va pro­duciendo un cre­­cien­te conocimiento mutuo y aun cuan­do no se conozcan personalmente, ya sa­ben cómo es el otro y de qué mo­do reaccionará, incluso hay un sentimiento de per­te­nen­cia.

Siempre do­mi­na­da por el miedo, sin decirle a los ti­pos que los ni­ños no estaban, sin hablar, seguida por la mi­ra­da de los agentes, con las manos en el bolsillo de la bata para que no se notara su tem­blor, ca­minó ha­cia el dor­mi­torio, pero an­tes que ella llegara se abrió la puer­ta y apareció la si­lueta de Is­mael, serio y tranquilo, tú sabes, Javier, cómo es él cuando quie­re estar ele­gan­te, ves­tido con terno claro y corbata roja a lu­nares.

− ¿Me buscan a mí, señores?

Ellos no podían creer que era Ismael, pues es­pe­ra­ban ver a alguien de otro as­pec­to, un combatiente que se re­sis­ti­ría al arresto, que lucharía. Su se­re­­ni­dad era tal que los agen­­tes no pudieron ejercer vio­lencia alguna, ni si­quiera in­sul­tarlo, sino que una vez repuestos de la sorpresa lo rodearon y se lo lle­varon esposado y cuando ellos salieron y la dejaron so­la, la Ca­talina se sen­tó a llorar por mucho rato, hasta que es­tu­vo en condiciones de llamar a Ramón y con­társelo todo.

Javier había mantenido el más completo silencio, es­cu­chan­do una his­toria que só­lo era creíble porque venía de la­bios de Ramón y se refería a la Ca­ta y a Ismael. Le dolió el es­tó­mago pensar en la pobre Catalina, de­sam­pa­ra­da, ame­nazada, ella y los niños, todo para for­zar al amigo a entregarse, en un ver­­­dadero secuestro, sin exhibir orden alguna, sin decir dón­de iban, sin ex­pli­ca­ciones, porque sí, por­que se les antojaba. Ja­vier la imaginó con su pelo ru­­bio, des­peinada, con la bata pues­ta sobre la camisa de dormir, sin ma­qui­lla­je, ex­pues­ta a ti­pos crueles, bandidos, capaces de llevarla detenida sólo pa­ra que Is­­mael se entregara y ellos pu­dieran exhibirlo como presa de caza an­te sus su­pe­rio­res.

Ramón la había pasado a buscar temprano y se ha­bían ido a la Vi­ca­ría de la So­li­da­ridad y luego a hablar con al­gunos diplomáticos. Habían pa­sa­do toda la mañana en eso. Ber­­nardita, expedita como siempre, cariñosa y di­li­­gen­te, había con­seguido que se en­tre­vis­ta­ran con el abogado Jefe de la Vi­ca­ría, Roberto, con quien habían estado un rato muy largo.

 

− Es un buen abogado, sabe mucho de estas cosas. Es del colegio.

Ramón entendía que con estas interrupciones in­tras­cen­den­tes Ja­vier des­can­saba, se aferraba a circunstancias laterales para ir­se al pasado, co­mo siem­pre, rehuyendo el pre­sen­­te cuando era difi­cul­toso, refugiándose en una es­pecie de san­tidad atribuida a todos los que eran del Colegio.

− Si, es del Co­le­gio, todos son del Colegio, pero no es eso lo que im­porta aho­ra, si­no a qué la­do están, por quién trabajan, por­que hay muchos del Colegio, el sub­­se­cre­ta­­rio del Interior, el Mi­nistro, el propio General, también son del Co­le­gio, todo el mun­­do puede ser del Co­legio, hasta el General que dirige la po­li­cía po­lítica es del Colegio y se sentó en los mismos ban­cos vein­te años antes que no­sotros, pe­ro Ismael, también es del Co­le­gio, está detenido y tal vez lo están tor­tu­ran­do.

En medio de la agitación que se vivía en la Vi­ca­ría, Rober­to se ha­bía dado tiempo de explicarles que las de­ten­cio­nes que se es­ta­ban produciendo res­pondían a dis­­tin­tos es­que­mas. Podía suceder cual­quier cosa, que los ex­pul­sa­ran del país, que los re­legaran o sim­ple­men­te que los tu­vie­ran en cam­pos de de­tenidos políticos como pasa cuan­do hay Estado de Si­­tio en dictaduras y ya pa­só hace un tiempo. Hay otras per­so­nas que han sido llevadas por grupos que pa­recen comandos, co­mo un periodista de Aná­lisis, y de los que nada se sabe. To­dos son de­te­ni­dos de maneras distintas, como el vo­ce­ro del Partido Co­mu­nis­ta, que recibió con tantas gentilezas a los policías, les con­vidó café in­clu­so y ellos esperaron que comiera antes de lle­várselo e hicieron una larga sobremesa con dos o tres ami­gos abogados que llegaron advertidos por los vecinos e in­ten­ta­­ron sa­car algo de in­formación, todo lo que fue muy fluido has­ta que uno de ellos, Jaime parece, preguntó si sa­bían algo de Pepe Carrasco, el periodista de la Re­vista Análisis que estaba desa­pa­re­c­ido, y entonces se acor­daron que tenían que irse. Lo im­por­tan­te, en este momento, les había dicho Roberto, era presen­tar los re­cur­sos, para con­se­guir que cuanto antes se reconociera ofi­cialmente la de­­ten­ción y así se podría saber algo más, ahora que los Tribunales tienen ac­ti­tu­des a ve­ces dis­tin­tas de las que he­mos visto en todos estos años, según la sa­la que toque, les de­cía, mientras en­traban y salían otros abogados, pro­cu­ra­do­res y asistentes sociales, y qui­zás se pueda ob­te­ner que se pida in­for­me te­le­fó­ni­co en el curso del día.

Pero habían salido de la Vicaría con la cer­teza de que las co­sas se­rían para largo, pues con tantos de­te­nidos im­por­tantes el asunto to­maba un ca­riz diferente.

− Chanta, Ramón, ¿de qué detenidos “im-por-tan-tes” estás ha­blan­do?

Ramón perdió la calma y levantando la voz le pre­gun­tó a su amigo has­ta cuán­do iba a seguir aislado, en qué mun­do de mierda o de fantasía es­ta­ba vi­viendo. No podía creer que no supiera nada, pero Javier lo detuvo en su exa­­brupto. En se­co. Porque cada uno en lo su­yo, viejito, tú eres político y yo só­­lo un abogado, que había estado toda la mañana metido en sus papeles, que na­die lo había llamado para con­tarle no­ve­da­des, que en los diarios no sa­lía na­da, que había puesto la radio en la mañana y no escuchó nada que no fuera lo que todos sa­bían, del atentado y el Estado de Sitio y punto. Am­bos se habían al­­terado, pero pronto re­to­ma­ron conciencia del calor, de la ho­ra, de las ten­sio­nes, se acor­daron de Ismael, se con­ven­cie­ron de que lo que sucedía era tan tre­men­do que estaban obli­gados a recuperar la calma.

Se mi­raron fijamente a los ojos, disculpándose en si­lencio, rea­vi­van­do la amis­tad construida so­bre la base de que am­bos eran muy distintos, que los cuatro amigos eran di­fe­ren­tes en sus gus­tos, ideas, posiciones, pasiones. Mon­cho, Javier e Is­mael habían in­ten­tado prolon­gar la vi­da juntos ingresando to­­dos a la Escuela de Derecho. Rodrigo Concha se había in­cor­po­rado al Co­legio y al grupo cuando ya tenía de­fi­ni­do su futuro de Ingeniero. Pero ellos tres, que ve­nían juntos desde la ter­ce­ra preparatoria, intentaron un pro­yecto a más lar­go plazo, que el destino ayu­dó a desbaratar. Los tres apro­baron el pri­mer año de Dere­cho, pero sólo continuó regularmente Ja­vier. Pa­ra Mon­cho fue impo­si­ble so­portar el ambiente, el tipo de es­tu­dios, la lógica en­ca­si­lla­do­ra de los ra­zo­na­mien­tos abo­gadiles y se cambió a la escuela de So­cio­lo­gía. Is­mael también su­po que no era su vocación la de ser abogado y andar de corbata por los Tribunales y pensó se­­guir en la Escuela de Derecho, pe­ro orientándose hacia las relaciones in­ternacionales. No sa­bía to­­da­vía que el hecho de recibirse de abogado −un po­co a la fuer­za, un poco por la ne­ce­si­dad de terminar todo lo que em­pe­za­ba, un po­co por no apa­recer des­per­di­ciando el camino re­co­rri­do y los esfuerzos fa­mi­lia­res− le habría de servir enor­me­men­te para ser un defensor de los derechos hu­manos, sobre to­do de aquellos com­pa­ñeros de su partido que la Vicaría no de­­­fen­dería. A partir de su segundo año, Is­mael tomó el mínimo de cré­ditos obli­­gatorios que le per­mi­tía el programa de estu­dios y se de­dicó a leer, a es­tu­diar, a in­formarse. Javier siguió la ca­rrera, siendo ca­paz de volverse im­per­mea­ble a las orien­ta­cio­nes ideológicas que se im­po­nía a los estudiantes desde las cá­­tedras de la Uni­ver­si­dad Católica, asu­miendo con pleno con­ven­­ci­mien­to el ca­mi­no que para él ha­bía trazado su madre, Mar­tita, viuda de un egre­sado de De­re­­cho que ha­bía sido com­ple­tamen­te incapaz de recibirse de abogado, de­di­ca­do a tra­ba­jar en cual­quier co­sa, a ganar y a perder dinero con asom­bro­sa fa­ci­li­dad. Cuando el pa­dre de Javier mu­rió −de un cáncer que lo consumió en sólo tres meses− ha­bía con­so­lidado sus ga­nan­cias de otrora en una her­mo­sa casa, pero, como estaba en ra­cha de pér­didas, el poco dinero ahorrado se diluyó en los inú­­tiles gastos médicos. Él, entonces, iba a ser abogado para sa­tis­­facción de su madre, lo que no lo per­tur­ba­ba y nunca le guar­dó rencor por diri­gir­lo hacia una ca­­rre­ra de­ter­mi­nada. Eran tantas las ga­nas de cum­plir con esa voluntad, que se impuso una coraza con­tra cualquier cosa que lo des­via­ra del camino, co­mo las op­ciones políticas, por ejemplo, in­clu­yen­do a los gremialistas, a los que no veía sino como otro par­ti­do, incluso con más fanatismo que los tradicionales. Se con­si­de­­ra­ba un reformista mo­derado, una es­pe­cie de centrista que sa­be mi­rar con simpatías hacia la izquierda, pero que tie­ne sus pies más orientados ha­cia la derecha. Ra­món e Ismael, co­mo siem­pre pareció que se­ría, se politizaron más, trabajaron en el Mo­­vi­miento Uni­ver­si­ta­rio de Izquierda, pero luego op­­taron por partidos distintos.

Luego de un momento de alteración, Ramón se sin­tió com­pren­sivo con su ami­go y acep­­tó que de alguna ma­ne­ra a él le pasara lo que a la mayoría, esa ma­yoría de per­so­nas que no había percibido el ambiente de los días an­te­rio­res, que no le interesó la suspensión de la pro­testa del cuatro, que se ha­bía enterado del atentado, pero nada sabía de la represión de­satada con­tra los di­ri­gentes de los partidos. Esa era su verdad y punto. Le propuso entonces que lla­ma­ran al Negro y se jun­ta­ran los tres para acompañar un rato a la Ca­talina y él po­dría con­­tar­les todo con detalles. Javier aceptó y Ramón salió a bus­car a Ro­dri­go para encontrarse los tres ami­gos en el esta­cio­na­­mien­to de Javier en me­dia hora. Partirían juntos y sería el mo­­men­to de con­­ver­sar.