Formas de vida

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Una vida semiótica es una forma congruente

Si una forma de vida se define, desde un punto de vista semiótico, ante todo como un esquema sintagmático en el plano de la expresión; por ese mismo hecho, se rige también por un principio de coherencia, exactamente de la misma naturaleza que el que prevalece para la coherencia isotópica. Esa coherencia, en efecto, garantiza como mínimo la recurrencia de los mismos actantes a lo largo de todo el recorrido, así como la permanencia de los enunciados de estado que no son afectados por las transformaciones en curso; en suma, una estabilidad del «fondo» sobre el cual se despliega la «forma» sintagmática puesta en la mira. Sin embargo, eso sería satisfacerse con poco si no dijéramos más acerca de esa propiedad tan general, que, ciertamente, es indispensable para el «sentido de la vida», desde el momento en que aquella lo hace posible, aunque no basta para caracterizar apropiadamente la manera como una «forma de vida» se impone a la atención.

Porque las «formas de vida» se imponen principalmente por su congruencia. Recordemos brevemente algunos elementos de definición. La coherencia es una propiedad del eje sintagmático: se despliega en cierta manera «a la horizontal», por recurrencia y por recubrimiento de las unidades de un recorrido sintagmático cualquiera. La cohesión es igualmente una propiedad del eje sintagmático, en el que procede por referencias internas (por ejemplo, con la anáfora o con la catáfora).

La congruencia, en cambio, es una propiedad del eje paradigmático, por el hecho de que los diferentes paradigmas y las diferentes categorías, dispuestos en estratos jerarquizados, se supone que participan de un mismo proceso de generación de la significación, «convertidos»*, cada uno de ellos, al pasar de un nivel a otro. En un conjunto de propiedades semióticas congruentes, hay concordancia, por ejemplo, entre un rol narrativo y sus cualidades sensibles, entre valores semánticos y estados pasionales, entre maneras de decir y maneras de obrar, etc.

La «conversión» entre los diferentes niveles del recorrido generativo de la significación es una operación mal dilucidada por la teoría semiótica, ciertamente, pero conocemos al menos la regla de base. En la conversión de las categorías de un nivel al otro (por ejemplo, entre las operaciones de negación y de afirmación que recaen sobre los trazos semánticos elementales, de una parte, y las operaciones de conjunción y de disjunción que recaen sobre las estructuras narrativas, de otra parte), se supone que conservan los contenidos así traspuestos. Y se supone igualmente que enriquecen la significación proyectándolos sobre nuevas distinciones y sobre nuevas relaciones, en número más amplio que el del nivel precedente. En breve, las entidades sometidas a una conversión son a la vez isótopas (conservan las mismas sustancias del contenido) y heteromorfas (esas sustancias adoptan formas diferentes)4.

Es necesario, entonces, preguntarse qué es lo que la congruencia añade a la conversión: ¿se podrían concebir conversiones que no fueran congruentes? La respuesta es evidentemente positiva, porque la conversión no implica por sí misma ni preferencia, ni selección, ni ponderación de las estructuras que traspone. Asegura globalmente la trasposición de las operaciones de conjunción y de disjunción narrativas, pero solo globalmente.

Imaginemos ahora que a cada nivel le sean impuestas orientaciones axiológicas que ponderen diferentemente los distintos términos de la estructura. En la categoría vida/muerte, donde el término «muerte» es el resultado de una negación (no-vida); después de una afirmación (muerte), la ponderación axiológica puede recaer sobre la negación, y sobrevalorar la posición «no-vida»*. Cuando se trata de la conversión de operaciones narrativas, parece obvio que la ponderación axiológica recaiga igualmente sobre la operación que corresponde a la negación precedente, y que sería en este caso la de «no-conjunción», aunque esto no es más que una de las posibilidades; y las otras operaciones (disjunción, no-disjunción, conjunción) quedan disponibles. La conversión no impone nada a este respecto; más bien abre todo el campo de las combinaciones y de las relaciones posibles; en eso consiste el enriquecimiento de la significación de un nivel al otro. Al comienzo y al final de una conversión, el peso axiológico puede muy bien valorizar de un lado la «no-vida» (la negación), y del otro, la «conjunción»; así se obtiene un esbozo de forma de vida que reposa en la búsqueda (conjunción) de la desaparición de uno-mismo (no-vida). [Santa Teresa, otra vez].

La congruencia propia de las formas de vida no debe confundirse ni con la conversión generativa en general (esa es solamente una de las propiedades), ni con las conversiones «conformistas». En el ejemplo precedente, la conversión «conformista» es la que no añade nada de un nivel al otro: la negación no engendra sino su estricto equivalente, la noconjunción; y la conversión no conformista es la que hará corresponder, por ejemplo, la negación con la conjunción. Una y otra de las dos soluciones son potencialmente congruentes, porque la congruencia se mide por la capacidad de una forma de vida para reproducir en todos los otros niveles esas correspondencias, sean conformistas o no. La calificación «conformista» y «no-conformista» se debe entender aquí en el sentido en que las selecciones y las correspondencias propuestas añadan o no añadan articulaciones y relaciones significantes al momento de la conversión. Esta calificación sin apreciación ética no deja, sin embargo, de tener consecuencias éticas, ya que permite caracterizar el grado de «inventividad» de las formas de vida, así como el grado de discordancia y de tensión que afecte a tal o cual selección congruente.

Si la coherencia es lo propio del esquema sintagmático y, por tanto, del plano de la expresión de la forma de vida; la congruencia caracteriza el plano del contenido, considerado en la diversidad ordenada de los estratos del recorrido generativo. Sobre el conjunto de esos estratos, desde las oposiciones semánticas y los valores elementales hasta las organizaciones narrativas, e incluso hasta las particularidades de la enunciación o de las manifestaciones figurativas y sensibles, una forma de vida impone, en efecto, lo que hemos llamado antaño de manera aproximativa una deformación coherente5, y que hoy sería más apropiado llamar una selección congruente.

Una forma de vida puede ser caracterizada por un tipo de equilibrio o de desequilibrio interno de la función semiótica, por un tipo de mediación propioceptiva, por los roles narrativos modales, actanciales y pasionales, etc. La selección congruente de todas esas particularidades proporciona un efecto de individuación que no concierne necesariamente a un actante, individual o colectivo, sino más generalmente al proceso de producción de sentido. Al respecto, una selección congruente podría definirse como una «conmutación en cadena», una conmutación contagiosa entre los diferentes niveles de análisis. Según el principio de congruencia, una selección operada en un nivel cualquiera entraña una cadena de selecciones sobre los otros niveles. El conjunto aparece globalmente como congruente, con la reserva de que una forma de vida identificable tome a su cargo la intencionalidad de esa conmutación en cadena.

El razonamiento puede ser «rizado» por un retorno sobre la coherencia del esquema sintagmático (por ejemplo, la «buena forma» de un esquema canónico). Esa coherencia desencadena un proceso de estabilización esquemático y de reconocimiento, confirmado por la congruencia de las selecciones por el lado de los contenidos. En suma, la coherencia del plano de la expresión y la congruencia del plano del contenido se refuerzan la una a la otra en el proceso de individuación y de reconocimiento de la forma de vida.

Desde esa perspectiva, la coherencia del esquema sintagmático y la congruencia de las selecciones [en el plano del contenido] convergen para manifestar la existencia de un proyecto de vida subyacente. Podríamos ilustrar este punto apoyándonos en el caso del absurdo. El absurdo es una configuración semiótica que parece ser el resultado de una acumulación de incoherencias y de insignificancias, pero que está, sin embargo, organizado como una forma de vida, que presenta todas las características de congruencia en las selecciones operadas, y de coherencia en la deformación de los universos semióticos que de ahí resultan.

Para eso tenemos que superar la simple constatación cognitiva (incoherencia, insignificancia), a fin de descubrir un estilo ético y estético que restaure de alguna manera el «sentido del no-sentido», como en Camus (L’absurde), en Sartre (La Nausée), en Ionesco (Rhinocéros) o en Céline (Voyage au bout de la nuit). Desde el momento en que el «sentido de la vida» no es ya accesible por la vía cognitiva, la forma de vida propone una vía estética y sensible, que reposa, en lo esencial, sobre las particularidades de la manifestación figurativa. Es decir que, si el mundo es incoherente respecto de las normas establecidas y de las selecciones «conformistas», el conjunto de las selecciones operadas en el recorrido generativo no deja de obedecer a un principio de congruencia que garantiza el efecto intencional.

Podemos anotar como características de las selecciones congruentes propias de esta forma de vida particular, al menos en los cuatro autores mencionados, las propiedades siguientes:

1. El desequilibrio entre los dos polos de la función semiótica, debido a una proliferación del plano de la expresión (lo demasiado lleno del significante) y a un enrarecimiento correlativo del plano del contenido (la vacuidad del significado): los rinocerontes proliferan en Ionesco, como las balas y las agresiones procedentes de todos los horizontes en Céline; en proporción inversa, en uno como en otro, se produce el vaciamiento de los contenidos y el enrarecimiento de los valores semánticos y de las emociones.

 

2. En consecuencia, el campo de presencia del sujeto sensible a lo absurdo se encuentra afectado, ya sea por una densidad excesiva (desde el punto de vista exteroceptivo), ya sea por una vacancia extrema (desde el punto de vista interoceptivo). Esta diferencia se siente como una estesis paradójica.

3. Desde ese momento, el cuerpo propio se encuentra sometido a una experiencia problemática: se esfuerza en vano por reunir el mundo exteroceptivo y el mundo interoceptivo, para hacer de ellos respectivamente un plano de la expresión imposible entre dos mundos inconmensurables. Esa experiencia del cuerpo propio se traduce, por ejemplo, en Sartre y en Céline, por la náusea, o en Ionesco, por experiencias somáticas esquizoides. Estos dos tipos de manifestaciones figurativas y somáticas específicas del absurdo traducen en la experiencia corporal la imposibilidad de la mediación propioceptiva entre expresión y contenido.

4. La dimensión narrativa también es afectada, puesto que, si la cuantificación es desregulada, la liquidación de la carencia solo puede contener un exceso, el cual apela a su vez a una insuficiencia, o a la inversa. El desequilibrio ponderal de la función semiótica engendra en cada ciclo un desfase en la intensidad de la búsqueda y confrontaciones polémicas, de suerte que el devenir del relato absurdo no puede ser más que un proceso sin fin de exacerbación de frustraciones y de conflictos. El esquema sintagmático del absurdo se caracteriza, pues, por una iteración-amplificación, como ocurre con Sísifo subiendo una y otra vez su piedra.

5. En la dimensión modal y pasional, el sujeto puede escoger entre, de un lado, (i) asumir el absurdo y convertirse en una parte del mundo absurdo (como lo muestra la transformación de los personajes en rinocerontes, en Ionesco, y también la proliferación contagiosa de las modalidades deber y querer en el discurso de los personajes); y de otro lado, (ii) rehusar asumir, proclamar su irresponsabilidad (como lo hace Bérenger en Rhinocéros, bajo la forma del no deber y del no querer). Por lo que se refiere a Céline, la sola opción se presenta entre la muerte (fin de la perseverancia) y la abyección (el precio que hay que pagar por perseverar). Esto equivale a una alternancia entre huir de la angustia del absurdo, mezclándose con la incoherencia del mundo para no percibirla más; o vivirla indefinidamente en actitud de espectador impotente y desesperado.

El absurdo así concebido es, pues, una forma de vida caracterizada por la fuerte identidad y coherencia de su esquema sintagmático (propiedades rítmicas, cuantitativas, narrativas, etc.), y por la congruencia que se produce entre los diferentes niveles de su contenido (aquí, niveles semiológico, estésico, somático, narrativo, modal y pasional).

VARIACIONES DE LA PRESENCIA SENSIBLE
Expresiones y contenidos experimentados por los actantes

Decíamos más arriba que «la coherencia del esquema sintagmático y la congruencia de las selecciones convergen para manifestar la existencia de un proyecto de vida subyacente». Ahora bien, una y otra participan de una opción y de una posición asumidas, y, por tanto, de cierta forma de subjetividad.

En cuanto a la primera, el esquema sintagmático resulta de la presión global y muy general, tal vez universal, de una persistencia existencial. Pero, para activar ese principio de persistencia, explota tipos de encadenamientos sintagmáticos que implican, en todos los casos, el compromiso de un actante en una experiencia de vida, un compromiso más o menos intenso en la continuación del curso de vida. Esa es precisamente la razón por la cual el principio de persistencia puede ser caracterizado como perseverancia. La manera de gestionar, en especial los obstáculos y los accidentes del recorrido, está principalmente determinada por las variaciones de intensidad de ese compromiso6: ya sea que se lo identifique como sentimiento de utilidad, como creencia en la virtud de la acción, o como simple interés por el curso de las interacciones, poco importa; implica de todas maneras una forma de investimiento subjetivo del actante en la continuación del curso mismo. Ese investimiento subjetivo es indispensable para lograr la coherencia del esquema sintagmático y de las fases de perseverancia, puesto que es en cierto modo el «relevo» local, en el nivel de la experiencia, de la tensión global ejercida por el principio de persistencia sobre el curso de existencia. Dicho de otro modo: siempre comprometido con su curso de vida, y periódicamente investido por el franqueamiento o por la neutralización de los obstáculos, el actante viviente recibe, en razón de la recurrencia de ese compromiso, un rol modal y pasional global, el de la perseverancia.

En un sentido o en otro, una opción es operada por una instancia actancial decisiva, aquella que aumenta o disminuye la intensidad del compromiso en el curso de vida; y esa intensidad de compromiso manifiesta la fuerza variable del vínculo entre el actante en cuestión y la continuidad del curso de vida. Desde esa perspectiva, la fuerza del vínculo que de ahí se desprende aparece como el centro principal del efecto de coherencia sintagmática de lo que llamamos «forma de vida». La fuerza de ese vínculo es la versión subjetiva (por el lado de la experiencia) de la persistencia-perseverancia.

Por otro lado, en el de los contenidos jerarquizados en un recorrido generativo, las opciones se conforman en cada nivel, y ya hemos visto con alguna precisión que consisten en una «ponderación» variable de categorías: cargar el acento aquí o allá, seleccionar tal o cual término de una categoría para que sostenga ese peso o acento específico. Son, en efecto, operaciones de naturaleza subjetiva, que no se explican por las solas reglas de constitución de cada nivel del recorrido generativo ni por las solas reglas de la conversión entre niveles.

La congruencia del conjunto de esas selecciones y ponderaciones es un efecto constatado, que depende únicamente de la descripción. Pero la explicación, si esa congruencia debe manifestar el contenido de un proyecto de vida, tiene que apelar igualmente a una intervención reflexiva y subjetiva: un actante capaz de hacer proyecciones axiológicas, ponderaciones repetidas, y mejor aún si todas son congruentes, será también considerado como el foco principal del «sentido de la vida» y del efecto de congruencia que lo consolida.

El problema aquí planteado es exactamente de la misma naturaleza que el propuesto por Freud en La interpretación de los sueños (2000)7: entre el contenido latente y el contenido manifiesto del sueño. Mediante las operaciones de condensación y de desplazamiento, el inconsciente selecciona figuras y partes de la escena latente, distribuye y desplaza los acentos de intensidad, anula fragmentos de escena, añade otros, y reconfigura así otra escena (la escena manifiesta), modificando la ponderación de cada una de sus partes. Cabe suponer, entonces, un operador de esas transformaciones, al cual se puedan imputar las elecciones y las «intenciones» subyacentes; ese es, pues, el inconsciente. En las formas de vida, igualmente, la congruencia entre las selecciones operadas debe ser subjetivamente «imputable» para ser interpretable: hay que poder imputar la responsabilidad de las elecciones a un actante, aunque sea indefinido e inasible, para poder reconocerle un sentido.

Así pues, una forma de vida debe ser imputable, a través de identidades modales y pasionales, a una instancia que instaure en ella el sentido, y más precisamente, puesto que una sensibilidad está comprometida, a un actante-cuerpo, cuya sensibilidad conlleva respectivamente las variaciones del compromiso en el curso de vida, por el lado de la coherencia sintagmática, y las variaciones de la ponderación axiológica, por el lado de congruencia paradigmática. Esas variaciones (compromiso, recurrencia, acentuación y ponderación, etc.) son de naturaleza intensiva (energía, fuerza, etc.) y extensiva (número, despliegue temporal y espacial, etc.). Podemos considerar que, en los límites de esa subjetivación de la perseverancia, las variaciones intensivas y extensivas de la presencia sensible son determinaciones preponderantes en la orientación de las formas de vida y en la instauración de su significación.

Formas de vida imperfectas

Si seguimos en este punto la propuesta de Greimas (1990), la presencia sensible no da lugar a formas semióticas, y menos a formas de vida, si no está afectada por cierto coeficiente de imperfección. Esa imperfección, en efecto, es resorte a la vez de la emergencia de una intencionalidad en las formas percibidas, porque parecería que entonces escapan a las determinaciones naturales, y de la dinámica de transformación de eso que sigue. La imperfección, la falta de sentido, en cierto modo, es lo que se esfuerzan en colmar exactamente, o de tratar de colmar, la coherencia sintagmática y la congruencia paradigmática de las formas de vida.

Desde el punto de vista de la coherencia sintagmática, la imperfección se halla en el corazón del principio de perseverancia desde el momento en que presupone necesariamente una contraperseverancia, pues no habría lugar para desplegar tal perseverancia si el curso de vida no fuera «imperfecto». Restablecer una forma coherente y reconocible en ese recorrido consiste, de alguna manera, en reparar la imperfección sintagmática; y mostrar esa «reparación» significa dar sentido a la imperfección.

Desde el punto de vista de la congruencia paradigmática, la distribución irregular e imprevisible de los acentos y de las ponderaciones axiológicas produce la imperfección en la organización de las categorías, y le corresponde entonces a la congruencia de las selecciones y de las ponderaciones proyectar una forma de intencionalidad directriz sobre el conjunto de las elecciones efectuadas, y también ahí, declarar su sentido.

La imperfección se halla en el corazón de las variaciones de la presencia sensible; en consecuencia, podemos formular la hipótesis de que una de las articulaciones determinantes, susceptible de engendrar al menos un primer nivel de diferenciación entre las formas de vida, es la forma de la presencia y de la ausencia sensible: la imperfección, inherente a la constitución de las formas de vida, sería en ese caso una modulación particular de la categoría presencia/ausencia; presencia o ausencia de un segmento, esperado o inesperado, en la cadena sintagmática; presencia o ausencia de un término en las selecciones y ponderaciones operadas en el recorrido generativo de los acontecimientos.

Además, la presencia y la ausencia pueden ser, para el sujeto sensible, de dos tipos: exteroceptiva (mundana) o interoceptiva (afectiva, cognitiva). La relación se establece entre una y otra por el cuerpo propio (por la propiocepción). Esa puesta en relación hace de una un plano de la expresión y de la otra, un plano del contenido. Hemos mostrado anteriormente que, en las formas de vida consideradas como semióticas-objetos, el esquema sintagmático ocupa el lugar de plano de la expresión, mientras que el conjunto de las selecciones y de las ponderaciones paradigmáticas ocupan el plano del contenido. Como uno y otro dan lugar, subjetivamente, a variaciones intensivas y extensivas de la presencia sensible, estamos en capacidad de desarrollar una tipología de las imperfecciones.

Por lo pronto, el caso general de la mediación propioceptiva entre las presencias y las ausencias exteroceptivas (del lado del contenido) encuentra una aplicación particular en la puesta en relación entre las presencias y las ausencias sintagmáticas (la expresión de las formas de vida) y paradigmáticas (el contenido de las formas de vida). Entonces, el conjunto de las propiedades sintagmáticas y paradigmáticas de las formas de vida pueden, como mínimo, ser comprendidas en cuanto propiedades sensibles, que un actante-cuerpo es susceptible de sentir o de percibir8.

 

La imperfección de las formas de vida se capta a través de los estados sensibles, de los estados pasionales del actante-cuerpo. La mediación por el cuerpo propio del actante, que se ejerce entre los dos planos constituidos de una forma de vida, engendra estados de alma elementales que podrán ser considerados como los generadores de tipos de formas de vida fundamentales.

La mediación propioceptiva no es solamente una hipótesis teórica necesaria para esa trasposición, porque puede por sí misma, como lo hemos observado ya en el caso del absurdo, dar lugar a manifestaciones somáticas propias de los estados de alma en cuestión. Esas manifestaciones pueden tomar la forma de la paciencia o de la impaciencia, de la filia o de la fobia, de la impulsión o de la náusea, de la agitación o de la calma, etc.

En todos los casos, están compuestas de por lo menos dos dimensiones: una dimensión tensiva, por la cual se manifiesta el estado del cuerpo sensible sometido a las tensiones de la imperfección, y una dimensión fórica, por la cual ese cuerpo-actante manifiesta su relación (compromiso, alejamiento, atracción o repulsión, etc.) con respecto al acontecimiento o a la situación que debe afrontar el curso de vida. Las reacciones somáticas, las variaciones de tempo y de ritmo, principalmente, se inscriben en esas dos dimensiones. La náusea, por ejemplo, manifiesta en la dimensión tensiva la imposible mediación entre lo demasiado lleno del plano de la expresión y la vacuidad del plano del contenido (desfase que puede ser cuantitativo, intensivo o rítmico), y, en la dimensión fórica, manifiesta el rechazo del cuerpo propio hacia un mundo así constituido.