Formas de vida

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PRIMERA PARTE

Preámbulo I

A fin de instalar durablemente las formas de vida en el paisaje conceptual de la semiótica y de las ciencias humanas y sociales, es indispensable, para comenzar, confrontar esta noción con todas aquellas que, de cerca o de lejos, semejen tratar las mismas cuestiones.

La primera entre ellas es, sin duda, la noción misma de forma de vida tal como Wittgenstein la postuló desde la perspectiva de una pragmática generalizada del lenguaje. Esa es la primera noción de forma de vida compatible con una aproximación lingüística y semiótica. En esta filiación había elegido situarse, más o menos claramente, Greimas.

Pero si se consideran las formas de vida como el tipo de semiosis más englobante que sea posible identificar hoy en día, esa noción debe igualmente compararse con aquellas que, sin pretender el estatuto de «semióticas-objetos» de pleno derecho, con plano del contenido y plano de la expresión, aspiran, no obstante, a definir formas de organizaciones sociales o culturales (digamos, en general, «colectivas») susceptibles de «hacer sentido» o, por lo menos, de concurrir a proporcionar sentido al mundo que habitamos y con el cual interactuamos. Las otras nociones que se contrastan con las formas de vida son los «modos de identificación» propuestos por el antropólogo Philippe Descola, los «modos de existencia» planteados por el sociólogo Bruno Latour (aquí denominados «formas de existencia social») y, por último, los «estilos de vida» formulados por el sociosemiotista Eric Landowski.

Finalmente, el concepto de semiosfera, tal como lo ha propuesto Yuri Lotman, nos permitirá situar esos diferentes conceptos los unos con respecto a los otros, y circunscribir mejor el lugar y la especificidad de las formas de vida. En efecto, la semiosfera –así como los modos de identificación y las formas de existencia social que son versiones más específicas– no es una semiótica-objeto, no puede ser comprendida como una semiosis, pero determina las condiciones para que las semiosis diversas y múltiples tengan lugar en su seno. Las formas de vida son uno de los tipos de semiosis que se constituyen bajo esas condiciones.

Habiendo establecido la posibilidad de reconocer específicamente a las formas de vida un plano de la expresión y un plano del contenido que les sean propios, podremos examinar ahora más precisamente tanto el uno como el otro: el uno, la organización sintagmática coherente del curso de vida, y el otro, la selección congruente de las categorías constitutivas del sentido de la vida.

Capítulo I
De la semiótica del ser vivo a las formas de vida1
LAS FORMAS DE VIDA EN CUANTO «LENGUAJES»

A diferencia de la noción de estilo de vida, que se sitúa en la prolongación de las tipologías sociológicas, la noción de forma de vida se inscribe desde su origen, explícita y firmemente, en la filiación de la teoría del lenguaje y, más precisamente, en sus desarrollos pragmáticos, es decir, en el conjunto de las consideraciones y de las problemáticas que se refieren a las condiciones no directamente lingüísticas del funcionamiento de la palabra y del discurso.

Los estilos de vida son tipologías de comportamientos sociales, constituidos por agregados coherentes de actitudes, de actos, de puntos de vista, de enunciados, que permiten prever, bajo ciertas condiciones, las opciones y las decisiones de los individuos que dependen de cada uno de esos «estilos». Tal como son propuestos actualmente, en especial por Eric Landowski, se trata de configuraciones pasionales y existenciales –maneras de ser y de sentir– sin relación explícita ni necesaria con una estratificación de los «modos de significación» ni de sus planos de análisis. Se encuentran en el corazón de una aproximación sociosemiótica a los fenómenos de significación, como determinaciones características de los actores comprometidos en las interacciones. Con ese título, proceden, pues, de la tipología y de la descripción de las interacciones sociales, y de fenómenos de significación captados desde la perspectiva de esas interacciones. Los estilos de vida, como son concebidos y puestos en marcha por Eric Landowski, son configuraciones existenciales y sociales2.

En cambio, las formas de vida se interesan también por los «estilos» de los comportamientos, pero desde una perspectiva diferente y complementaria, porque no pueden ser concebidas fuera de una representación ordenada de los planos de análisis semióticos: las formas de vida son organizaciones semióticas (son «lenguajes») característicos de las identidades sociales y culturales, individuales y colectivas, y con ese título pueden ser acercadas a otros planos de análisis semióticos de la semiosfera, por ejemplo, a los textos, a los objetos o a las prácticas. Sin embargo, comparten con los estilos de vida los determinantes pasionales, éticos y estéticos. Se distinguen de ellos por el hecho de que constituyen verdaderas semióticas-objetos, dotadas de un plano de la expresión y de un plano del contenido, y son susceptibles de funcionar de manera autónoma en el seno de la semiosfera. Se diferencian igualmente por el hecho de que las formas semióticas que las constituyen hacen vacilar la frontera entre cultura y naturaleza; asimismo, presentan singulares parentescos con funcionamientos sociales observados por la etología animal y, más generalmente, con las formas de existencia naturales.

En Wittgenstein, quien de alguna manera es el inventor de esta noción en Investigaciones filosóficas (2008), la forma de vida es ya el nivel último de su propia estratificación de los planos de análisis de los lenguajes, que parte de las expresiones (los enunciados), continúa con sus usos, sigue luego con los juegos de lenguaje y culmina con las formas de vida. Desde ese punto de vista, las formas de vida permiten generalizar los juegos de lenguaje: la significación de una expresión solo llega a existir en el uso, bajo la forma de juegos de lenguaje, los cuales pertenecen a su vez a formas de vida. El proyecto de Wittgenstein va en el sentido de una pragmática general, la cual daría, en apariencia, la preeminencia a las prácticas culturales y a la variabilidad de los usos lingüísticos y semióticos, sobre el sistema y la estructura. No obstante, la jerarquía de los planos de análisis que él propone hace posible sustituir los usos, ampliamente imprevisibles, por formas intencionales (las formas de vida) suficientemente generales para ser consideradas como estables y típicas. En suma, las formas de vida son, para Wittgenstein, menos numerosas y están menos sujetas a variaciones que los usos y los enunciados.

En la jerarquía de los planos de análisis considerada por Wittgenstein, el control intencional del sentido de las expresiones estaría asegurado por un procedimiento implícito de condensación y de expansión, que permitiría pasar de las figuras locales a las formas de vida más generales que las englobarían y que les darían sentido. Desde esta perspectiva, toda manifestación sensible susceptible de ser utilizada como una expresión (como un enunciado) puede ser considerada como el condensado de una forma de vida completa, y puede ser redesplegada como tal, al momento de la interpretación, bajo el control de la enunciación que gestiona esa «elasticidad» de la manifestación.

El principio subyacente de la coexistencia de una significación constante y de niveles de articulación múltiples no deja de tener parentesco con el del recorrido generativo, cuyos diferentes niveles son considerados como homotópicos (en el sentido en que conservan la significación rearticulándola), pero también como heteromorfos (pues cada nivel proporciona una forma diferente a esa significación constante). Por consiguiente, cuando las modalidades de la conversión entre los distintos niveles de análisis no hayan sido reconocidas, la pertenencia de una expresión a una forma de vida solo puede ser captada por intuición, o por automatismo y aprendizaje. En cambio, desde el momento en que las conversiones entre niveles son identificadas, la pertenencia de una expresión a una forma de vida puede ser explicitada en la forma de una relación interpretativa: tal expresión «significa», en expansión, tal forma de vida; inversamente, tal forma de vida es manifestada, en condensación, por tal expresión.

Si nos atenemos a esa perspectiva pragmática, la jerarquía de los planos de análisis propuesta por Wittgenstein da cuenta de las enunciaciones en todas sus dimensiones: expresiones que son enunciadas para satisfacer ciertos usos, para participar en algunos juegos de lenguaje y en algunas formas de vida, haciéndolas interpretables y explicando en cierto modo por qué y cómo pueden ser comprendidas por los participantes en el intercambio lingüístico. En suma, todo el edificio podría ser asimilado a una teoría de la enunciación que comprendiera las condiciones prácticas para la interpretación de los enunciados.

Esa perspectiva es ciertamente reductora, pero sigue siendo válida en la concepción desarrollada por Wittgenstein, porque los diferentes planos de análisis jamás son considerados como autónomos y susceptibles de recibir en ellos mismos y por sí mismos un análisis y una interpretación; el análisis y la interpretación proceden de una travesía de niveles, en condensación y en expansión, y no de una detención metodológica sobre cada uno de ellos. En otros términos, esta vez tomados de Hjelmslev, la distinción entre los planos de análisis de Wittgenstein no provoca discontinuidad en el análisis mismo, y más bien parece concebida para poder desarrollar un análisis continuo. Desde el momento en que el análisis es continuo, se considera, si seguimos a Hjelmslev, que se sitúa en un plano de inmanencia homogéneo, sin ruptura de constitución, sin cambio de semiótica-objeto. Esos son los límites del acercamiento pragmático.

 

En cambio, la aproximación semiótica debe poder, al mismo tiempo, caracterizar cada uno de los planos de análisis como una semióticaobjeto con todo derecho, dotada de su semiosis específica; y dar cuenta de los procedimientos de integración entre cada uno de los planos, desde la perspectiva de un análisis discontinuo. Por esa razón, hemos propuesto en el primer capítulo de Prácticas semióticas (Fontanille, 2014) una reorganización de los planos de análisis, un recorrido generativo del plano de la expresión, más claramente inspirado en la perspectiva semiótica. Ese recorrido está fundado, en efecto, en las diferentes morfologías de la expresión de las semióticas-objetos, desde los signos elementales hasta las formas de vida, pasando por los textos, por los objetos, por las prácticas y por las estrategias. Y cada uno de los niveles de análisis constituye a su vez un plano de inmanencia, en el sentido de que, en los límites de cada uno de esos niveles, el análisis es continuo, mientras que de un nivel a otro, es discontinuo. En suma, el analista reconoce que, al cambiar de nivel, ha cambiado de plano de inmanencia por el hecho de que debe reajustar los procedimientos de análisis a las nuevas propiedades que observa y de las que tiene que dar cuenta.

Cada «plano de inmanencia» corresponde a un tipo de semiosis, cuya morfología de expresión es principalmente explicitada por sus propiedades sintagmáticas: propiedades espaciales y topológicas, temporales y secuenciales, y por tipos de operaciones sintagmáticas dominantes (por ejemplo: la clausura isotópica en el caso de los textos, las formas de acomodación del curso de acción para las prácticas, o las articulaciones tácticas para las estrategias, etc.). Igualmente, serán tomadas en cuenta las modalidades de integración en un plano de inmanencia dado (por ejemplo: los objetos), así como las semióticas-objetos que pertenecen a los niveles inferiores (por ejemplo: los textos inscritos en objetos) y a los niveles superiores (por ejemplo: las prácticas, donde se manipulan textos y objetos).

La noción de integración –tomada de Benveniste, en el capítulo X de Problemas de lingüística general (2004), llamado «Los niveles del análisis lingüístico» (pp. 118-120)– presupone el hecho de que, de un nivel al otro, el análisis es discontinuo, aunque implica igualmente que los procedimientos específicos (los de la integración, ascendente o descendente, del recorrido en cuestión) permitan proyectar varias semióticas-objetos sobre un solo plano de inmanencia, y que a continuación sean susceptibles de aceptar un análisis continuo, a pesar de la heterogeneidad de su nuevo ordenamiento.

Además, cada tipo de semiosis, en cada nivel de análisis, está sometido a un régimen de creencia específico, fundado en la consistencia y en la congruencia de las diferentes propiedades de su modo de expresión. La creencia textual difiere de la creencia práctica: la primera se funda en la clausura, y por tanto en la coherencia interna de un desarrollo narrativo entre una situación inicial y una situación final, mientras que la segunda se basa en la calidad del ajuste de las peripecias de un curso de acción abierto por los dos extremos de la cadena, y sometido al azar de la interacción con otros cursos de acción, con frecuencia imprevisibles. Asimismo, la creencia necesaria para la utilización de los signos (la creencia semiológica) difiere de la requerida por los objetos (la creencia funcional): la primera reposa en la permanencia y en la evidencia de la relación entre un significante y un significado, en tanto que la segunda postula funciones y usos del objeto, eventualmente inscritos en su forma, en su estructura interna o en superficie.

Esos regímenes de creencia (semiológicos, ficcionales, funcionales, prácticos) definen a la vez el marco en el que tal o cual organización semiótica puede ser interpretada y, más específicamente, las condiciones en las cuales los valores que propone pueden ser recibidos y compartidos. La integración entre dos o varias semióticas-objetos, que pertenecen a planos de inmanencia diferentes, apoyados los unos en los otros, implica, pues, una modificación, una combinación y una recomposición de los regímenes de creencia. Las semióticas-objetos, por naturaleza integrativas y heteróclitas como los «medios»*, que implican todos los planos de inmanencia a la vez, desde los signos hasta las formas de vida, proponen, en consecuencia, regímenes de creencia de una gran labilidad y complejidad.

El régimen de creencia propio de las formas de vida deberá ser precisado a lo largo de este estudio. Pero intuitivamente y como hipótesis de trabajo, creer en la vida que llevamos, creer en lo que funda nuestra existencia, es adherirse e identificarse, entre todas las opciones disponibles en la sociedad a la que pertenecemos, a aquella que nos parece la que mejor garantiza la continuación de nuestro curso de existencia, así como muy especialmente la de aquellos grupos a los que pensamos que pertenecemos. Este régimen de creencia sería, pues, un régimen de «identificación durable», la identificación que se necesita para que un curso de existencia persista.

¿LA VIDA PUEDE TENER UNA FORMA SEMIÓTICA?
Semiosfera y formas de vida

Sigue siendo cierto que en esas jerarquías entre planos de análisis, cualesquiera que ellas sean, las formas de vida ocupan siempre el último nivel, y como tales son, pues, las que indican los límites de lo que se designa generalmente como «la existencia semiótica», por contraste con las formas de existencia físicas, químicas o biológicas, entre otras. Se plantea, entonces, la cuestión de la posibilidad de considerar lo que tiene que ver con la «vida» como una semiótica-objeto, pero también la de dar cuenta de sus relaciones con la «cultura» y con la «naturaleza». Sobre este punto, elegimos deliberadamente no limitar la problemática al dominio denominado «cultura», y partir de la distinción propuesta por Yuri Lotman entre la «biosfera» y la «semiosfera».

En Lotman, en efecto, la semiosfera no es necesariamente coextensiva con la cultura. Ciertamente, su teoría de la semiosfera le sirve sobre todo para dar cuenta de la cultura en general y de la cultura rusa en particular, pero no hay que confundir el tipo y la ocurrencia, el modelo y el corpus: el modelo es la semiosfera, y el corpus de análisis es la cultura rusa. La argumentación que despliega en La semiosfera (1999)3 puede prestarse a confusión sobre este punto: va y viene sin cesar entre la semiosfera y la cultura, aunque sin confundirlas jamás. La cultura está a la vez al comienzo y al final de la semiosfera. Al comienzo, se confunde con la sociedad, como en esta proposición del capítulo «La noción de frontera»: «Toda la cultura comienza por dividir el mundo en un “mi”, espacio interno, y en un “su” [de ellos], espacio externo. La manera en que esta división binaria es interpretada depende de la tipología de la cultura concernida» (Lotman, 1999, p. 21).

El gesto inaugural de división que crea la frontera de la semiosfera es típicamente de naturaleza social, y tiene lugar antes incluso de que la cultura propiamente dicha sea constituida. Al final, en cambio, la cultura es el conjunto de los productos concretos y observables de la semiosfera. En este sentido, la existencia de una semiosfera es una condición de posibilidad de todo lo que atribuimos tradicionalmente a las culturas, la comunicación y los lenguajes:

Podemos hablar de «semiosfera», definida como espacio semiótico necesario para la existencia y para el funcionamiento de los diferentes lenguajes, y no en cuanto suma de los lenguajes existentes; en un sentido, la semiosfera tiene una existencia anterior a esos lenguajes… […] En el exterior de la semiosfera, no puede haber ni comunicación ni lenguajes. (Lotman, 1999, p. 10)

En suma, la semiosfera es la condición de posibilidad de los «lenguajes» (de las expresiones semióticas), y la cultura es la «suma» de cierto número de esos lenguajes, lo cual explica por qué funciona principalmente, para Lotman, como horizonte de referencia histórica y como reservorio de objetos de análisis, es decir, como «corpus». En la concepción desarrollada por Lotman, no existen, por un lado, la biosfera y, por otro, la cultura-semiosfera, sino dos modelos científicos definidos en espejo el uno frente al otro; y ambos son la condición de existencia y de explicación de lo que modelizan: la biosfera para todo lo que concierne a los organismos vivientes y a su evolución, la semiosfera para todo lo que se refiere a los lenguajes.

Para Vernadsky, citado por Lotman (1999), la biosfera es, en efecto, así como la semiosfera, el «espacio-tiempo que determina todo lo que pasa en su seno» (p. 12). Y si evoca la naturaleza, es como medio de observación y «corpus» de estudio, así como la cultura lo es para Lotman: «Un ser humano que es observado en la naturaleza, como todo organismo viviente, como cada ser viviente, es una función definida de la biosfera» (como se citó en Lotman, 1999, p. 12).

Vernadsky hace lugar también a lo que Lotman definirá como semiosfera, al distinguir «la actividad consciente de la vida de los pueblos» (como se citó en Lotman, 1999, p. 12) de la actividad inconsciente de sí misma que tiene curso en la biosfera; y prolongando esta observación, Lotman determinará una de las dos propiedades fundadoras de la semiosfera: la capacidad de autodescripción –la actividad metasemiótica, la actividad semiótica consciente de sí misma–, y la otra propiedad fundadora será la frontera entre «nosotros» y «ellos»:

[…] asistimos a un combate permanente entre los modos de existencia consciente (es decir, «no natural») y el orden inconsciente de las leyes inertes de la naturaleza. Y en ese esfuerzo de la conciencia reside toda la belleza de los fenómenos históricos, la originalidad de su posición entre los otros procesos naturales. (Vernadsky, comentado por Lotman, 1999, p. 12)

El problema planteado implícitamente por Vernadsky, vía Lotman, es, aunque indirectamente, el de la relación entre los seres vivos y los lenguajes, entre el modo de existencia de la vida y el modo de existencia semiótica. No se trata ahora, como para la distinción entre naturaleza y cultura, de una relación de yuxtaposición y de reparto del mundo en dos submundos, sino de una relación de interacción y de integración jerárquica: entre los procesos naturales, se cuentan los procesos históricos; entre las posibilidades ofrecidas por la biosfera, algunas pueden ser reagrupadas, bajo condición de «existencia consciente», en una semiosfera. De ahí que Lotman insista sobre la capacidad de autodescripción para caracterizar el modo de existencia semiótica.

La semiosfera así concebida se supone que es, en la versión que hemos propuesto para la jerarquía de los planos de inmanencia, la instancia que engloba y condiciona como último resorte todos los tipos de semióticas-objetos, comprendidas las formas de vida, pero en diálogo abierto con las formas de vida naturales.

Desde esa perspectiva, la reflexión de Wittgenstein merece un examen más profundo, porque su concepción de las formas de vida está justamente en tensión recurrente con lo «viviente», por un lado, y con lo «cultural», por el otro. En la obra de referencia sobre la cuestión, Investigaciones filosóficas (2008), las formas de vida son evocadas varias veces.

En el primer caso: «Y representarse un lenguaje quiere decir representarse una forma de vida [cursivas añadidas]» (Wittgenstein, 2008, § 19), la asimilación entre «lenguaje» y «forma de vida», o como otras veces con «juegos de lenguaje», es colocada bajo el control de una representación; dicho de otra manera, a un nivel de aprehensión que no es el lenguaje en cuanto conjunto de datos sometidos a un análisis, sino el lenguaje organizado en una descripción y captado en cuanto sistema conceptual. La expresión «quiere decir», además, implica una reformulación interpretativa, que no puede reducirse a una simple equivalencia entre «representarse un lenguaje» y «representarse una forma de vida»: «representarse una forma de vida» es, pues, una interpretación de «representarse un lenguaje». Una interpretación entre dos representaciones.

 

En otros términos, Wittgenstein no pretende que haya equivalencia estricta entre «lenguaje», «juego de lenguaje» y «forma de vida». Dice explícitamente que, para pasar de una expresión a otra, es preciso operar a la vez un cambio de nivel de pertinencia («representarse») y una interpretación («quiere decir»), lo cual implica una doble operación de naturaleza metalingüística. En la estratificación de niveles de pertinencia adoptada por Wittgenstein, las formas de vida ocupan adecuadamente el último nivel, lo que debería permitir comprender su posición de esta manera: en último análisis, el último marco de representación de un lenguaje es una forma de vida.

Para Wittgenstein (2008), este último marco de representación metalingüística no parece estar sometido a las variaciones culturales, pues eso sería concederle la capacidad de traducir y comprender los juegos de lenguaje que se producen en las diferentes lenguas y en las diferentes culturas; las formas de vida subsumirían y neutralizarían las diferencias culturales:

Imagínate que llegas en calidad de explorador a un país desconocido cuya lengua te es completamente extraña. ¿En qué circunstancias dirías tú que las gentes de ese país dan las órdenes que ellas comprenden, a las que ellas obedecen, contra las que se rebelan, etc.? La manera de actuar de los hombres es comúnmente el sistema de referencia por medio del cual interpretamos una lengua que nos es extraña. (§ 206)

Las diferencias culturales no son evidentemente ignoradas, pero se sitúan en la formación de los enunciados, como el autor lo señala en otra parte4, en los juegos de lenguaje. Pero en el nivel de las formas de vida, esas diferencias culturales quedan en parte neutralizadas. Esa capacidad de superar las diferencias culturales se explica de la siguiente manera:

Se puede imaginar un animal en cólera, tímido, triste, alegre, asustado. Pero un animal ¿qué espera? […] Solo puede esperar el que puede hablar. Solo puede hacerlo el que domina el empleo de un lenguaje. Lo que quiere decir que las manifestaciones de esperanza son modificaciones de esa forma de vida compleja. (Si un concepto hace referencia a un carácter de la escritura humana, no es aplicable a seres que no escriben). (Wittgenstein, 2008, § 247)

Wittgenstein plantea que, para poder hablar útilmente de «formas de vida», es necesario estar en capacidad de distinguir, literalmente, las «maneras de obrar comunes de los hombres» de todas las maneras de obrar de los seres vivos en general. Se comprende, entonces, que el nivel de diferenciación en el que se coloca Wittgenstein es mucho más general que el de las culturas, en el sentido en que se entiende este término en la «semiótica de las culturas». Las «formas de vida» se encuentran por todas partes donde hay seres vivos, pero solo hay un tipo que puede ser caracterizado como forma de vida humana (y, por tanto, cultural). Lo particular de las formas de vida humanas es el hecho de que constan de juegos de lenguaje (actos de lenguaje, estados pasionales, tipos de interacciones, etc.), que las diferencian de todas las demás, y que, por eso mismo, se ven obligadas en todas las ocasiones a confrontarse con todas ellas.

El nivel de cuestionamiento elegido es, pues, el mismo que el de Eco cuando sostiene, por ejemplo, en varios de sus numerosos escritos que un sistema de signos o de significación no puede ser caracterizado como «semiótico» (es decir, como partícipe de la significación humana) si no puede mentir (¡las feromonas* de las hormigas no mienten!)5. Las formas de vida en general comparten gran número de actos y de emociones, pero las formas de vida humanas tienen como rasgo propio actos típicos de «lenguaje», como «esperar», «mentir», etc. En este mismo nivel de cuestionamiento, nos podemos preguntar por el estatuto semiótico de los «alfabetos» de los códigos genéticos, o por las modalidades de la comunicación biológica, especialmente inter e intracelular. Para Wittgenstein, la línea de separación parece clara: las formas de vida humanas son las únicas que subsumen una jerarquía de planos de análisis que comprenden juegos de lenguaje y de expresiones lingüísticas; y son las únicas susceptibles de engendrar algún tipo de configuraciones pasionales. Veremos, sin embargo, que esa línea divisoria no es tan clara6.

Cuando Wittgenstein emplea «formas de vida» en plural, es para identificar varias dimensiones complementarias (y no exclusivas) de la forma de vida de los hombres: ordenar, describir, lamentarse, persuadir, etc. En ese caso, la noción de forma de vida se confunde con la de «clase de juegos de lenguaje». En la estratificación de los niveles de pertinencia de Wittgenstein, los juegos de lenguaje se reagrupan en clases (que son ordenadas en torno de archipredicados de actos de lenguaje), y cada una de esas clases de nivel superior es una «forma de vida» específica. En fin, el conjunto de esas formas de vida específicas constituye a su vez la forma de vida humana, distinta de otras formas de vida no humanas (animales, biológicas, etc.).