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Lo que vale para el destinatario vale también, por las mismas razones, para el emisor o el productor. Escribir, es producir una marca que constituirá una suerte de máquina a su vez productora, que mi desaparición futura no impedirá principalmente funcionar y dar, dándose a leer y a reescribir. Cuando digo “mi desaparición futura”, es para hacer esta proposición más inmediatamente aceptable. Debo poder decir mi desaparición a secas, mi no-presencia en general, y por ejemplo la no-presencia de mi querer-decir, de mi intención-de-significación, de mi querer-comunicar-esto, en la emisión o la producción de la marca. Para que un escrito sea un escrito, hace falta que continúe “actuando” y siendo legible incluso si lo que se denomina el autor del escrito no responde ya de lo que él ha escrito, de aquello que parece haber firmado, ya sea que esté provisionalmente ausente, que esté muerto, o en general que no haya sostenido con su intención o atención absolutamente actual y presente, con la plenitud de su querer-decir, aquello mismo que parece haber escrito “en su nombre”. Se podría rehacer aquí el análisis bosquejado anteriormente sobre el destinatario. La situación del escritor y del suscriptor es, en cuanto al escrito, fundamentalmente la misma que la del lector. Esta deriva esencial, sostiene a la escritura como estructura iterativa, apartada [coupée] de toda responsabilidad absoluta, de la conciencia como autoridad de última instancia, huérfana y separada desde su nacimiento de la asistencia de su padre, esto es lo que Platón condenaba en el Fedro. Si el gesto de Platón es, como yo lo creo, el movimiento filosófico por excelencia, mide aquí el asunto que nos ocupa.

Antes de precisar las consecuencias inevitables de estos rasgos nucleares de toda escritura, (a saber: 1) la ruptura con el horizonte de la comunicación como comunicación de conciencias o de presencias y como transporte lingüístico o semántico del querer-decir; 2) la sustracción de toda escritura al horizonte semántico o al horizonte hermenéutico que, en tanto al menos como horizonte de sentido, se deja reventar [crever]*por la escritura; 3) la necesidad de separar [écarter], en cierto modo, del concepto de polisemia lo que he llamado en otro lugar diseminación y que es también el concepto de escritura; 4) la descalificación o el límite del concepto de contexto, “real” o “lingüístico”, del que la escritura hace la determinación teórica o la saturación empírica, imposibles o, con todo rigor, insuficientes), me gustaría demostrar que los rasgos que se pueden reconocer en el concepto clásico y estrechamente definido de escritura son generalizables. Estos valdrían no sólo para todos los órdenes de “signos” y para todos los lenguajes en general sino también, más allá de la comunicación semio-lingüística, para todo el campo de lo que la filosofía llamaría la experiencia, incluso la experiencia del ser: la denominada “presencia”.

¿Cuáles son, en efecto, los predicados esenciales en una determinación mínima del concepto clásico de escritura?

1) Un signo escrito, en el sentido corriente de esta palabra, es pues una marca que queda [reste], que no se agota en el presente de su inscripción y que puede dar lugar a una iteración en la ausencia y más allá de la presencia del sujeto empíricamente determinado que, en un contexto dado, la ha emitido o producido. Esto es por lo cual, al menos tradicionalmente, se distingue la “comunicación escrita” de la “comunicación hablada”.

2) Al mismo tiempo, un signo escrito comporta una fuerza de ruptura con su contexto, es decir, el conjunto de las presencias que organizan el momento de su inscripción. Esta fuerza de ruptura no es un predicado accidental, sino la estructura misma de lo escrito. Si se trata del contexto denominado “real”, lo que acabo de adelantar es muy evidente. Forman parte de este pretendido contexto real un cierto “presente” de la inscripción, la presencia del escritor en lo que ha escrito, todo el ambiente y el horizonte de su experiencia y sobre todo la intención, el querer-decir, que animaría en un momento dado su inscripción. Pertenece al signo, con derecho, ser legible tanto si el momento de su producción está perdido irremediablemente como si yo no sé lo que su pretendido autor-escritor ha querido decir en conciencia y en intención en el momento en que lo ha escrito, es decir, abandonado a su deriva esencial. Con respecto al contexto semiótico e interno, la fuerza de ruptura no es menor: debido a su iterabilidad esencial, siempre se puede retirar un sintagma escrito fuera del encadenamiento en el cual está asumido o dado, sin hacerle perder toda posibilidad de funcionamiento, sino, precisamente, toda posibilidad de “comunicación”. Se puede, eventualmente, reconocerle otras posibilidades al inscribirlo o injertarlo [greffant] en otras cadenas. Ningún contexto puede cerrarse sobre sí. Ni ningún código, siendo el código aquí, a la vez, la posibilidad y la imposibilidad de la escritura, puede cerrar su iterabilidad esencial (repetición/alteridad).

3) Esta fuerza de ruptura se debe al espaciamiento que constituye al signo escrito: espaciamiento que lo separa de los otros elementos de la cadena contextual interna (posibilidad siempre abierta de su extracción y de su injerto), pero también de todas las formas del referente presente (pasado o futuro en la forma modificada del presente pasado o futuro), objetivo o subjetivo. Este espaciamiento no es la simple negatividad de una laguna, sino el surgimiento de la marca. No queda [reste], por tanto, como trabajo de lo negativo al servicio del sentido, del concepto viviente, del telos, relevable y reducible en la Aufhebung de una dialéctica.

Estos tres predicados, con todo el sistema que aquí se añade, ¿están reservados, como tan a menudo se cree, a la comunicación “escrita”, en el sentido estricto de esta palabra? ¿No los reencontramos en todo lenguaje, por ejemplo en el lenguaje hablado y, en el límite, en la totalidad de la “experiencia” en tanto que ella no se separa de este campo de la marca, es decir, en la red del borramiento y de la diferencia, de este campo de unidades de iterabilidad, de unidades separables de su contexto interno o externo y separables de sí mismas, en tanto que la iterabilidad misma que constituye su identidad jamás les permite ser una unidad idéntica a sí?

Consideremos cualquier elemento del lenguaje hablado, una unidad pequeña o grande. Primera condición para que funcione: su localización con respecto a un determinado código; aunque prefiero no comprometer demasiado aquí este concepto de código, que no me parece seguro. Digamos que una cierta identidad a sí de este elemento (marca, signo, etc.) debe permitir el reconocimiento y la repetición. A través de las variaciones empíricas del tono, de la voz, etc., eventualmente de un cierto acento, por ejemplo, hace falta poder reconocer la identidad, digamos, de una forma significante. ¿Por qué esta identidad es paradójicamente la división o la disociación de sí, que va a hacer de este signo fónico un grafema? Es que esta unidad de la forma significante no se constituye sino por su iterabilidad, por la posibilidad de ser repetida en la ausencia no sólo de su “referente”, lo que es evidente, sino en la ausencia de un significado determinado o de la intención de significación actual, así como de toda intención de comunicación presente. Esta posibilidad estructural de ser separado [sevrée] del referente o del significado (por lo tanto, de la comunicación y de su contexto) me parece que hace de toda marca, aunque sea oral, un grafema en general, es decir, como hemos visto, la restancia [restance] no-presente de una marca diferencial apartada de su pretendida “producción” u origen. Y yo extendería incluso esta ley a toda “experiencia” en general, si se acepta que no hay experiencia de presencia pura sino sólo de cadenas de marcas diferenciales.

Quedémonos un poco en este punto y volvamos sobre esta ausencia de referente e incluso del sentido significado, por tanto, de la intención de significación correlativa. La ausencia del referente es una posibilidad muy fácilmente admitida en la actualidad. Esta posibilidad no es solamente una eventualidad empírica. Construye la marca; y la presencia eventual del referente en el momento en que es designado, nada cambia la estructura de una marca que implica que puede prescindir de ella. Husserl en sus Investigaciones lógicas, había analizado muy rigurosamente esta posibilidad. Ésta, es doble:

1) Un enunciado cuyo objeto no es imposible sino solamente posible puede muy bien ser proferido y oído sin que su objeto real (su referente) esté presente, sea ante quien produce el enunciado, sea ante quien lo recibe. Si, mirando por la ventana, yo digo: “El cielo es azul”, este enunciado será inteligible (digamos provisionalmente, si ustedes quieren, comunicable) incluso si el interlocutor no ve el cielo; incluso si yo mismo no lo veo, si lo veo mal, si me equivoco o si quiero engañar a mi interlocutor. No es que sea siempre así; pero pertenece a la estructura de posibilidad de este enunciado, poder estar formado y poder funcionar como referencia vacía o apartada [coupée] de su referente. Sin esta posibilidad, que es también la iterabilidad general, generable y generalizadora de toda marca, no habría enunciado.

2) La ausencia del significado. También lo analiza Husserl. Él la juzga siempre posible, incluso si, según la axiología y la teleología que dirigen su análisis, juzga esta posibilidad como inferior, peligrosa o “crítica”: ésta abre el fenómeno de crisis del sentido. Esta ausencia del sentido puede propagarse según tres formas:

A) Puedo manipular símbolos sin animarlos, de manera activa y actual, de atención y de intención de significación (crisis del simbolismo matemático, según Husserl). Aunque Husserl insiste sobre el hecho de que esto no le impide al signo funcionar: la crisis o la vacuidad del sentido matemático no limita al progreso técnico (la intervención de la escritura es aquí decisiva, como el propio Husserl lo destaca en El origen de la geometría).

 

B) Ciertos enunciados pueden tener un sentido mientras están privados de significación objetiva. “El círculo es cuadrado” es una proposición provista de sentido. Tiene suficiente sentido para que pueda juzgarla falsa o contradictoria (widersinnig y no sinnlos, dice Husserl). Sitúo este ejemplo bajo la categoría de ausencia de significado, aunque aquí la tripartición significante/significado/referente no sea pertinente para rendir cuentas del análisis de Husserl. “Círculo cuadrado” marca la ausencia de un referente, ciertamente, también la ausencia de un cierto significado pero no la ausencia de sentido. En estos dos casos, la crisis del sentido (no-presencia en general, ausencia como ausencia del referente –de la percepción– o del sentido –de la intención de significación actual) está siempre ligada a la posibilidad esencial de la escritura; y esta crisis no es un accidente, una anomalía factual y empírica del lenguaje hablado, también es la posibilidad positiva y la estructura “interna”, bajo un cierto afuera.

C) Hay, por último, lo que Husserl llama Sinnlosigkeit o agramaticalidad. Por ejemplo, “el verde es o” o “abracadabra”. En estos últimos casos, Husserl considera, por su parte, que no hay más lenguaje, al menos no hay más lenguaje “lógico”, no hay más lenguaje de conocimiento, tal como Husserl lo comprende de manera teleológica, no hay más lenguaje acorde a la posibilidad de la intuición de objetos dados en persona y significados en verdad. Estamos aquí ante una dificultad decisiva. Antes de detenerme, señalo, como un punto que toca a nuestro debate sobre la comunicación, que el primer interés del análisis husserliano al cual me refiero Waquí (precisamente extrayéndolo, hasta cierto punto, de su contexto o de su horizonte teleológico y metafísico, operación respecto de la cual debemos preguntar cómo y por qué es siempre posible), es el de pretender y, me parece, el de conseguir, de cierta manera, disociar rigurosamente el análisis del signo o de la expresión (Ausdruck) como signo significante, que quiere decir (bedeutsame Zeichen), de todo fenómeno de comunicación.3

Retomemos el caso de la Sinnlosigkeit agramatical. Lo que interesa a Husserl en las Investigaciones lógicas, es el sistema de reglas de una gramática universal, no desde un punto de vista lingüístico sino desde un punto de vista lógico y epistemológico. En una importante nota de la segunda edición4, precisa que, a sus ojos, se trata aquí de gramática pura lógica, es decir, de las condiciones universales de posibilidad para una morfología de las significaciones en su relación de conocimiento con un objeto posible, no de una gramática pura en general, considerada desde un punto de vista psicológico o lingüístico. Es, por lo tanto, sólo en un contexto determinado por una voluntad de saber, por una intención epistémica, por una relación consciente con el objeto como objeto de conocimiento en un horizonte de verdad, esto es, en este campo contextual orientado que “el verde es o” es inadmisible. Pero como “el verde es o” o “abracadabra” no constituyen su contexto en sí mismos, nada prohíbe que funcionen en otro contexto a título de marca significante (o de índice, diría Husserl). No sólo en el caso contingente, por la traducción del alemán al francés “el verde es o” [“le vert est ou”] podría cargarse de gramaticalidad, en que o (oder) en la audición deviene donde [] (marca de lugar): “Dónde [] está el verde (del césped: el verde está dónde?”), “¿Dónde [] está el vaso en el cual quería darles a beber?”. Pero incluso “el verde es o” (The green is either) significa aún ejemplo de agramaticalidad. Es sobre esta posibilidad que querría insistir: posibilidad de extracción e injerto citacional que pertenece a la estructura de toda marca, hablada o escrita, y que constituye toda marca en escritura, incluso antes y fuera de todo horizonte de comunicación semio-lingüística; en escritura, es decir, en posibilidad de funcionamiento separado [coupé], en un cierto punto, de su querer-decir “original” y de su pertenencia a un contexto saturable y restrictivo. Todo signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido corriente de esta oposición), en una pequeña o gran unidad, puede ser citado, puesto entre comillas; por ende puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable. Esto no supone que la marca valga fuera de contexto, sino, al contrario, que no hay más que contextos sin ningún centro de anclaje absoluto. Esta citacionalidad, esta duplicación o duplicidad, esta iterabilidad de la marca no es un accidente o una anomalía, es aquello (normal/anormal) sin lo cual una marca ni siquiera podría ya tener un funcionamiento llamado “normal”. ¿Qué sería una marca que no se pudiera citar? ¿Y cuyo origen no pudiera estar perdido en el camino?

Los parásitos. Iter, de la escritura: que quizá no existe

Propongo ahora elaborar un poco más esta cuestión basándome –también, sin embargo, para atravesarla– en la problemática de lo performativo. Ésta nos interesa aquí por varios motivos.

1) En primer lugar, Austin, por la insistencia que pone al análisis de la perlocución y sobre todo de la ilocución, parece no considerar los actos de habla sino en tanto actos de comunicación. Esto es lo que anota su presentador francés al citar a Austin: “Es comparando la enunciación constatativa (es decir, la ‘afirmación’ clásica, concebida la mayor parte del tiempo como una ‘descripción’ verdadera o falsa de los hechos) con la enunciación performativa (del inglés: permormative)* (es decir, aquella que nos permite hacer alguna cosa a través de la palabra misma), que Austin se ha conducido a considerar todo enunciado digno de este nombre (es decir, destinado a comunicar - lo que excluiría, por ejemplo, el juramento reflejo) como siendo principalmente y ante todo un acto de habla producido en la situación total donde se encuentran los interlocutores (How to do Things with Words, p. 147)” (G. Lane, Introducción a la traducción francesa, a la que me referiré ahora, Seuil, 1970, p. 19).

2) Esta categoría de comunicación es relativamente original. Las nociones austinianas de ilocución y de perlocución no designan el transporte o el paso [passage] de un contenido de sentido, sino, de alguna manera, la comunicación de un movimiento original (por definir en una teoría general de la acción), una operación y la producción de un efecto. Comunicar, en el caso del performativo, si algo como eso existe con todo rigor y con toda pureza (me pongo por el momento en esta hipótesis y en esta etapa del análisis), sería comunicar una fuerza por el impulso de una marca.

3) A diferencia de la afirmación clásica, del enunciado constatativo, el performativo no tiene su referente (pero aquí esta palabra, sin duda, no conviene, y es el interés del descubrimiento) fuera de él o en todo caso ante él y de cara a él. No describe alguna cosa que existe fuera del lenguaje y ante él. Produce o transforma una situación, opera; y si se puede decir que un enunciado constatativo efectúa también alguna cosa y siempre transforma una situación, no se puede decir que esto constituya su estructura interna, su función o su destinación manifiestas, como en el caso del performativo.

4) Austin tuvo que sustraer el análisis del performativo a la autoridad del valor de verdad, a la oposición verdadero/falso,5 al menos bajo su forma clásica, y a veces substituirlo por el valor de fuerza, de diferencia de fuerza (illocutionary o perlocutionary force). (Esto es lo que, en este pensamiento que es nada menos que nietzscheano, me parece hace señas hacia Nietzsche; éste, a menudo, ha reconocido una cierta afinidad con una vena del pensamiento inglés).

Por estas cuatro razones, al menos, podría parecer que Austin ha hecho eclosionar el concepto de comunicación como concepto puramente semiótico, lingüístico o simbólico. El performativo es una “comunicación” que no se limita esencialmente a transportar un contenido semántico ya constituido y vigilado por un visado de verdad (de develamiento de lo que está en su ser, o de adecuación entre un enunciado judicativo y la cosa misma).

Y no obstante –esto es al menos lo que ahora querría intentar de indicar–, todas las dificultades encontradas por Austin en su análisis paciente, abierto, aporético, en constante transformación, a menudo más fecundo en el reconocimiento de sus impasses que en sus posiciones, me parecen tener una raíz común. Esta: Austin no ha tomado en cuenta lo que, en la estructura de la locución (o sea, antes de toda determinación ilocutoria o perlocutoria), comporta ya este sistema de predicados que denomino grafemáticos en general y que por tanto desdibuja [brouille] todas las ulteriores oposiciones a las que Austin en vano ha buscado fijarles pertinencia, pureza, rigor.

Para mostrarlo, debo considerar como conocido y hasta obvio que los análisis de Austin requieren permanentemente un valor de contexto, e incluso de contexto exhaustivamente determinable, de derecho o teleológicamente; y la larga lista de fracasos [échecs] (infelicities)* de tipo variable que podrían afectar al acontecimiento del performativo, siempre vuelven a un elemento de lo que Austin denomina el contexto total.6 Uno de estos elementos esenciales –y no uno entre otros– sigue siendo [reste] clásicamente la conciencia, la presencia consciente de la intención del sujeto hablante en la totalidad de su acto locutorio. De este modo, la comunicación performativa deviene nuevamente [redevient] comunicación de un sentido intencional,7 incluso si este sentido no tiene referente en la forma de una cosa o de un estado de cosas anterior o exterior. Esta presencia consciente de locutores o receptores partícipes en la realización de un performativo, su presencia consciente e intencional en la totalidad de la operación, implica teleológicamente que ningún resto [reste] escapa a la totalización presente. Ningún resto, ni en la definición de las convenciones requeridas, ni en el contexto interno y lingüístico, ni en la forma gramatical ni en la determinación semántica de las palabras empleadas; ninguna polisemia irreductible, es decir, ninguna “diseminación” que escape al horizonte de la unidad del sentido. Cito las dos primeras conferencias de How to do things with words: “Hablando en términos generales, siempre es necesario que las circunstancias en que las palabras se expresan sean apropiadas, de alguna manera o maneras. Además, de ordinario, es menester que el que habla, o bien otras personas deban también llevar a cabo otras acciones (autres actions [añadido de J. D.]) determinadas ‘físicas’ o ‘mentales’, o aun actos que consisten en expresar otras palabras. Así, para bautizar el barco, es esencial que yo sea la persona designada a esos fines; para contraer matrimonio (cristianamente) es esencial que no esté casado con una mujer viva, que esté espiritualmente sano y no divorciado, etc., para que tenga lugar una apuesta, es generalmente necesario que haya sido aceptada por otro (el que tiene que haber hecho algo, por ejemplo, haber dicho ‘aceptado’); y difícilmente hay un obsequio si digo ‘te doy esto’ pero jamás entrego el objeto. Hasta aquí no hay problemas.” (pp. 49-40).*

En la Segunda Conferencia, después de haber desechado, como lo hace regularmente, el criterio gramatical, Austin examina la posibilidad y el origen de los fracasos o de las “desgracias” de la enunciación performativa. Define, entonces, las seis condiciones indispensables, sino suficientes, del éxito. A través de los valores de “convencionalidad”, de “corrección” y de “integralidad” que intervienen en esta definición, nosotros encontramos necesariamente los de contexto exhaustivamente definible, de conciencia libre y presente en la totalidad de la operación, de querer-decir absolutamente pleno y dueño de sí mismo: jurisdicción teleológica de un campo total cuya intención sigue siendo [reste] el centro organizador.8 El enfoque [démarche] de Austin es muy notable y típico de esta tradición filosófica con la cual él querría tener tan poca relación. Ésta consiste en reconocer que la posibilidad de lo negativo (aquí, de las infelicities) es una posibilidad ciertamente estructural, que el fracaso es un riesgo esencial de las operaciones consideradas; entonces, en un gesto casi inmediatamente simultáneo, en el nombre de una suerte de regulación ideal, excluye este riesgo como riesgo accidental, exterior, y no nos enseña nada sobre el fenómeno de lenguaje considerado. Esto es tanto más curioso, con todo rigor insostenible, en cuanto Austin denuncia con ironía el “fetiche” de la oposición value/fact.

 

Así por ejemplo, a propósito de la convencionalidad sin la cual no hay performativo, Austin reconoce que todos los actos convencionales están expuestos al fracaso: “…parece evidente al principio que los fracasos –aunque han comenzado a interesarnos vivamente (o no han logrado atraernos) en conexión con ciertos actos que (en todo o en parte) consisten en emitir palabras– son una afección a la que están expuestos todos los actos que poseen el carácter de ser rituales o ceremoniales, esto es, todos los actos convencionales. Por cierto que no todo ritual está expuesto a todas y cada una de estas formas de fracaso (pero esto tampoco ocurre con todos los enunciados performativos)” (p. 60, Austin subraya [Trad. esp. modif.]).

Además de todas las cuestiones planteadas por esta noción históricamente tan sedimentada de “convención”, hace falta señalar aquí:

1) Que Austin parece considerar en este preciso lugar sólo la convencionalidad que forma la circunstancia del enunciado, su entorno contextual y no una cierta convencionalidad intrínseca de lo que constituye la locución misma, todo lo que se resumiría, para ir rápido, bajo el título problemático de la “arbitrariedad del signo”; lo que extiende, agrava y radicaliza la dificultad. El “rito” no es una eventualidad, sino, en tanto que iterabilidad, un rasgo estructural de toda marca.

2) Que el valor de riesgo o de exposición al fracaso, aunque puede afectar a priori, Austin lo reconoce, la totalidad de los actos convencionales, no es interrogado como predicado esencial o como ley. Austin no se pregunta qué consecuencias surgen del hecho de que un posible –que un posible riesgo– sea siempre posible o, en cierto modo, una posibilidad necesaria. Y si, siendo reconocida una tal posibilidad necesaria del fracaso, ésta constituye aún un accidente. ¿Qué es un éxito [réussite] cuando la posibilidad del fracaso sigue constituyendo su estructura?

La oposición éxito/fracaso de la ilocución o de la perlocución parece aquí, por tanto, muy insuficiente y muy derivada. Ésta presupone una elaboración general y sistemática de la estructura de la locución que evitaría esta alternancia sin fin de la esencia y del accidente. Ahora bien, es muy significativo que Austin rechace esta “teoría general”, la difiera al menos dos veces, especialmente en la Segunda Conferencia. Dejo de lado la primera exclusión (“No quiero entrar aquí en la teoría general correspondiente; en muchos de estos casos podemos incluso decir que el acto estaba ‘vacío’ (o que se podría considerar ‘vacío’, por un acto de coacción o por influencia indebida), etc. Supongo que una teoría general de muy alto nivel podría abarcar en una sola vez lo que hemos llamado fracasos y estos otros accidentes ‘desdichados’ [‘malheureux’] que se pueden presentar en la ejecución de acciones (en nuestro caso, de acciones que contienen una enunciación performativa). Pero no nos ocuparemos de este otro tipo de ‘desdichas’; sólo tendremos que recordar, sin embargo, que este tipo de acontecimientos pueden producirse siempre, y que se producen siempre, de hecho, en algún caso de los que discutíamos. Las características de este tipo podrían figurar normalmente bajo la rótula de ‘circunstancias atenuantes’ o ‘factores que reducen o eliminan la responsabilidad del agente’, etc.” (pp. 62-63, Subrayado mío. [Trad. esp. modif.]). El segundo acto de esta exclusión concierne más directamente a nuestro propósito. Se trata justamente de la posibilidad para toda enunciación performativa de ser “citada” (y a priori, por cualquier otra). Ahora bien, Austin excluye esta eventualidad (y la teoría general que la explicaría) con una suerte de encarnizamiento lateral, lateralizante pero aún más significativo. Él insiste sobre el hecho de que esta posibilidad permanece [reste] anormal, parasitaria, que constituye una suerte de extenuación, incluso de agonía del lenguaje que hace falta firmemente mantener a distancia, o respecto de la cual hace falta desviarse resueltamente. Y el concepto de lo “ordinario” y, por tanto, de “lenguaje ordinario” al que recurre, está claramente marcado por esta exclusión. Esto se vuelve aún más problemático y, antes de mostrarlo, sin duda es mejor que simplemente lea un párrafo de esta Segunda Conferencia:

“II. En segundo lugar: en tanto que enunciaciones, nuestros performativos están expuestos igualmente a ciertas especies de males que afectan a toda enunciación. A estos males –aunque podrían a su vez ser englobados en una teoría más general– también queremos excluirlos expresamente de nuestro presente propósito. Me refiero, por ejemplo, a lo siguiente: una enunciación performativa será hueca o vacía de una manera particular si, por ejemplo, es formulada por un actor en un escenario, incluida en un poema o emitida en un soliloquio. Pero esto vale de manera similar para toda enunciación: se trata de una variación [revirement] (sea-change), debido a circunstancias especiales. Es claro que en tales circunstancias el lenguaje no es usado seriamente (soy yo quien subraya aquí, J. D.), y esto de manera particular, sino que se trata de un uso parasitario respecto del uso normal –parasitismo cuyo estudio cae dentro de la doctrina de las decoloraciones del lenguaje. Todo esto, pues, excluiremos en nuestro estudio. Nuestras enunciaciones performativas, afortunadas o no, han de ser entendidas como pronunciadas en circunstancias ordinarias.” (p. 63 [Trad. esp. modif.]). Austin, con todo lo que él denomina el sea-change, lo “no-serio”, lo “parasitario”, la “decoloración”, lo “no-ordinario” (y con toda la teoría general que, al informarlo, no estaría más dominada por estas oposiciones), excluye, pues, aquello que sin embargo reconoce como la posibilidad abierta por toda enunciación. Es también como un “parásito” que la escritura siempre ha sido tratada por la tradición filosófica, y la aproximación no tiene aquí nada de azaroso [hasardeux].

Planteo, entonces, la siguiente cuestión: ¿es esta posibilidad general forzosamente la de un fracaso o una trampa en la cual el lenguaje puede caer o perderse como en un abismo situado fuera o ante él? ¿Qué pasa con el parasitaje? En otros términos, ¿la generalidad del riesgo admitida por Austin, rodea el lenguaje como una suerte de foso, un lugar de perdición externo del cual la locución siempre podría no salir, que podría evitar quedándose en casa [restant chez soi], en sí, al abrigo de su esencia o de su telos? O bien, ¿este riesgo es, al contrario, su condición de posibilidad interna y positiva?, ¿este afuera de su adentro?, ¿la fuerza misma y la ley de su surgimiento? En este último caso, ¿qué significaría un lenguaje “ordinario” definido por la exclusión de la ley misma del lenguaje? ¿Es que al excluir la teoría general de este parasitaje estructural, Austin, que sin embargo pretende describir los hechos y los acontecimientos del lenguaje ordinario, nos hace pasar por lo ordinario una determinación teleológica y ética (univocidad del enunciado –respecto del cual, en otra parte reconoce que sigue siendo un “ideal” filosófico, p. 117 [tr. fr. p. 93]–, presencia a sí de un contexto total, transparencia de las intenciones, presencia del querer-decir por la unicidad absolutamente singular de un speech act, etc.)?