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Lazaro

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XV

Salió de la corte en un tren mixto, que se arrastraba torpemente como reptil enorme condenado a recorrer siempre el mismo camino, saludando con silbidos estridentes los mismos lugares, deteniéndose ante los mismos sitios, hasta que al cabo de veinte horas de viaje llegó a la estación más cercana a su pueblo, para ir al cual había de atravesar una dilatada llanura, a cuya extensión ponían límite varias colinas que se divisaban a larga distancia, veladas por flotantes brumas.

Alzábase cerca de la estación una venta con honores de posada, y junto a su puerta, sentados en torno de dos mesillas mugrientas e inseguras cubiertas de jarrillos de vino, bebían y vociferaban hasta media docena de arrieros y zagales. Lázaro cruzó ante ellos sin detenerse, pidió albergue, ajustó una mula para ir hasta su pueblo al otro día, y, encerrándose en un estrecho cuarto, se dispuso a pasar la noche.

Caía la tarde. Por la ancha ventana que iluminaba la habitación se distinguían a lo lejos, oscureciendo con sus enormes sombras la incierta luz crepuscular, los picos de la vecina sierra envueltos entre vapores débilmente violados y azules. En primer término, las tapias llenas de carteles de colores y las vallas de la estación dibujaban con líneas de intenso negro sus contornos. Los rails, abrillantados por el continuo roce de las ruedas, se alejaban hasta perderse en la revuelta de una curva. El polvillo del carbón oscurecía la tierra, marcando las huellas de los carros, y a unos trescientos metros de donde paraban los trenes, indicando la entrada en agujas, empezaban a brillar los farolillos rojos y las señales de la vía.

Frente de la ventana, a regular distancia del corralón de la posada, contrastando su fábrica de piedra con el maderaje y los tablones de que estaba formada la estación, había un edificio, rico en otro tiempo, a la sazón ruinoso, pobre, y sobre todo triste, como si su inerte mole fuera capaz de presentir la grandeza del rival que allí cerca y en pocas semanas alzaron unos cuantos hombres. Era una antigua iglesia, reconstruida sin criterio fijo, restaurada muchas veces, y que hasta en los más pequeños detalles acusaba gustos de distintas épocas o caprichos de los piadosos donantes que facilitaron fondos con que sostener en pié aquella amalgama en que parecían haber tomado cuerpo los desvaríos de un arquitecto loco.

Todo el que dio dinero para la obra imprimió en ella algo de su capricho o su ignorancia. Tenía rejas del Renacimiento, adaptadas a huecos ojivales; vanos trazados sin tener en cuenta la ponderación de las fuerzas, masas aglomeradas donde faltaba resistencia. Hasta la Naturaleza, a veces caprichosa, había añadido un sarcasmo a tanta burla, dejando brotar en la cornisa y enlazarse con las labores de la alta crestería, muchas de esas florecillas de un amarillo sucio que crecen en la frente de las ruinas como coronas funerarias puestas por el tiempo sobre aquello mismo que destruye.

Daba acceso al edificio un arco gótico de relieves esculturales, con santos puestos en mensulillas esculpidas, cubiertos por doseletes calados, decorados con profusión, pero desconchados y rotos. No quedaba apóstol sano, ni evangelista entero, ni virgen intacta, ni mártir respetado por las salvajes pedradas de los chicos. Los báculos, las mitras, los atributos y animales simbólicos estaban horriblemente mutilados; dos o tres Padres de la Iglesia estaban desnarigados.

Lázaro, puestos los codos en el antepecho de la ventana y apoyado el rostro entre las manos, miraba distraído las bandadas de pájaros que, volando sesgadamente en torno de la vieja techumbre, venían a guarecerse en los intersticios de las tejas, y sentía que, tan rápidas como ellos, pero menos alegres, sus reflexiones iban trayéndole a la mente, en invasión desordenada, revueltas con las tenaces preguntas de la conciencia, las inseguras disculpas de la razón; y al par que cada pensamiento le mostraba sus ilusiones muertas para siempre, en nada descubría apoyo de consuelos presentes o vislumbre de esperanzas futuras.

– Todo ha concluido. ¿He hecho bien? ¿He hecho mal? ¿Por qué no experimento la dulzura inefable que dejan las resoluciones honradas? Me he vencido: mi voluntad, domando los impulsos torpes, ha preferido a la hipocresía la sinceridad. Si cuanto creí era falso, mi alma se hubiera corrompido al contacto de la mentira; si era cierto, la oración se habría manchado al pasar por los labios del impío. Tan despreciable es a mis ojos el incrédulo que finge devoción, cuanto es infame el creyente que blasfema de lo que tiene por santo. No quise que la duda me arrastrase al cinismo. He aceptado la desdicha por no doblegarme al envilecimiento, y, huyendo de reconocerme perjuro, he parado en ser apóstata. He sido para la fe soldado leal y amante sin falsía; al dejar de amarla no he querido mentirla, que el corazón luego desprecia lo que prostituye. Plegaria que la vacilación suspende, frase de cariño que con el pensamiento se aquilata, ni entrañan fervor, ni acusan sentimiento. La religión y la mujer quieren al hombre todo entero: una para creer, nos ciega; otra para amar, nos ofusca: ambas transigen con el olvido antes que con la indiferencia, y para ellas en el menor desfallecimiento hay perjurio, en la más pequeña falta de entusiasmo hay engaño.

Ya no volveré a verla. Creyente o renegado, no debe existir para mí. Emblema vivo de la dicha, la he visto y la he sentido gozando, masque por la contemplación de su hermosura, con los presentimientos en que el alma adivinaba las dichas que pudiera darme. Y hoy, negada para la realidad, imposible para el logro, aún creo que puede ser eterna para la esperanza, cual si en mi ser se acrisolara lo que de terrenal me inspira, hasta trasformarse y fundirse el deseo del cuerpo en aspiración del alma. Su frente, que nunca habrá de reclinar sobre mi hombro; su boca, que mis labios no besarán jamás; el brillo intenso y profundo de sus pupilas negras, todo lo que sin haber llegado a conseguir juzgo perdido, me parece infamemente arrebatado al empezar a poseerlo. Recuerdo como pronunciadas las palabras que soñé para dichas por ella junto a mi oído; la imaginación se finge las amorosas respuestas, la memoria quiere engañarse a sabiendas, y los antojos de la fantasía se confunden con las reminiscencias de la realidad.... Ya no tendré estímulo para el bien, ni energía contra el mal. Ser algo por amor suyo me hubiera quizá impelido a serlo todo; ambicionar lejos de ella, es caminar sin término, pensar sin juicio, tender el vuelo a los espacios sin que la mente sepa dónde ha de hallar descanso la esperanza.

Así pensaba Lázaro, absorbido por sus cavilaciones, mientras la trémula claridad de los últimos instantes de la tarde iba dejando libre el paso en la atmósfera a las primeras sombras de la noche. Las formas de las cosas se desvanecían, perdidas poco a poco en la incertidumbre de la naciente oscuridad, y los contornos de árboles, caseríos, lomas y plantíos iban desvaneciéndose, permitiendo apenas destacar sus negras masas entre los espirantes resplandores del día.

Entonces, hendiendo el aire pausada y dulcemente, llegó hasta los oídos del cura el tembloroso tañer de una campana, cuyas voces debilitaba la distancia, confundiendo con sus propios sonidos las huecas repeticiones de los ecos.

– ¡La oración! dijo Lázaro. ¡Si pudiera rezar!

Se levantó movido de secreto impulso, bajó al zaguán, salió hasta el campo, y como quien no pierde por la precipitación idea del sitio donde va, cruzando tierras sembradas, se fue hacia la iglesia que desde la ventana de su cuarto había visto.

Llegó hasta ella rendido y sin aliento, que el bien, aunque sea fingido, cuesta caro, y parándose primero ante la puerta cerrada del templo, rodeó después el edificio a grandes pasos, buscando inútilmente entrada franca para la casa de Dios. Mas hallándolo todo inútil a su empeño, vino a dar junto a una casuca estrecha, miserable, contigua a la iglesia, unida a ella por las tapias de un huerto, y que parecía ser morada del cura que cuidase el sagrado edificio.

Avanzó resuelto, y cogiendo con mano trémula el aldabón de hierro que pendía de la puerta, dio un recio golpe, que, retumbando en la desierta nave de la iglesia, fue devuelto en seguida por los ecos más prolongado y más nutrido. Entonces los pájaros cobijados entre las hendeduras de los sillares desquiciados, en los relieves de los frisos, en las estatuillas de piedra y las hojarascas de granito, se alzaron en medroso enjambre, yendo fugitivos y asustados a perderse en la altura o a refugiarse rastreando por los cercanos trigos.

– Así han huido, se dijo Lázaro, mis esperanzas; pero estas aves tornarán al nido antes que la noche cierre, y las ilusiones no volverán jamás al alma mía.

Nadie contestó al golpe. El edificio estaba abandonado y mudo. La campana cuyos tañidos llegaron hasta Lázaro, era la que en la estación servía para marcar las horas del trabajo.

De allí a poco rasgó los aires el pito de una locomotora que venía lejana, y confundidos con su penetrante silbido empezaron a escucharse cercanos los alegres cantares de los obreros que volvían de su ruda tarea.

Era inútil rezar. A un lado estaban la soledad, el egoísmo indiferente de todo lo que se siente morir, la puerta del templo cerrada para siempre; al otro lado bullían y se agitaban los símbolos del porvenir, de la esperanza y de la vida.

La Iglesia es como esas queridas desdeñosas que nunca vuelven a recibir entre sus brazos al que una vez se aparta de ellas.

Lázaro se volvió pensativo a la posada. Había comprendido aquella coincidencia extraña que le dio clara idea de su situación.

Al entrar en la venta vio, iluminados por la rojiza llama del hogar y las amarillentas luces de un velón, los arrieros y mozos de muías que descansaban en torno de la lumbre, jugando con barajas abarquilladas y sebosas, apurando vasos de vino.

 

Otros más descuidados o menos resistentes al trajinar del día, dormían a pierna suelta encima de los arcones de la cebada y tumbados sobre las mantas y albardas de las bestias.

Lázaro los contempló un instante, y pensó que el sueño del ignorante suele ser, por una injusticia que subleva, más sosegado y tranquilo que el del justo.

XVI

Por un camino real que atraviesa los campos de Castilla rayanos con Andalucía, jinete en una mula parda, mal esquilada y sucia, va un hombre joven y de hermosas facciones, pero ojeroso, triste, pálido, callado, dejando al animal que arregle a su capricho el paso, sin hostigarle con espuela ni palo.

En el cielo, de un azul purísimo, no flota la más ligera nube. El aire, diáfano y trasparente, permite ver a grandes distancias las formas de las cosas, y el humo que se escapa de alguna choza perdida en la llanura, sube vertical y tranquilo a desvanecerse en la límpida atmósfera, sin que el más tenue soplo le conmueva. Algún ventorrillo, con su rama seca colgada, ante el portón, ofrece de trecho en trecho al caminante el cochifrito o el tasajo, compañeros del vino, y a lo lejos se extiende hasta perderse la blanca cinta del polvo de la carretera, manchada sólo por los excrementos de las bestias, o hendida por las pesadas llantas de los carros. Dilátanse a uno y otro lado las estrechas paralelas de los surcos cubiertas por mieses amarillentas o verdosas, y esmaltando el gris oscuro de los secos terrones, crecen profusamente las encendidas amapolas, los azulejos pálidos y las margaritas de botón de oro. En las cunetas del camino, junto a los montones de guijo y pedernal recién labrado, se arraigan los punzantes cardos, y rastreando entre los trigos, hurtando fuerza a las cañas y peso a las espigas, se extienden las tenaces gramas. El sol brilla con fuerza, recortando enérgicamente las sombras, y el aire, impregnado de rústicos aromas, apenas consigue agitar las hierbecillas sedientas del agua de los cielos. Todo está seco; en cuanto alcanza la mirada no hay una noria, ni un árbol, ni una fuente. Como flotantes en el ancho espacio, se oyen sonidos que la distancia debilita: el campanilleo tembloroso del andar de la recua, el cántico semisalvaje del gañán, o el cansado voltear de alguna esquila de torre perdida en la soledad de la planicie....

La mula seguía su trote acompasado y lento, dejando tras sí lo que dejan todas las cosas de la vida: polvo que se alzaba en el aire, dilatando un instante la nube sucia de sus átomos, para volver al sitio de donde procedía.

Las horas pasaban; a unos campos sucedían otros monótonamente iguales, repitiéndose sin cesar los accidentes del terreno, pareciéndose siempre en algo los caseríos, las granjas, los rediles vacíos, mientras sobre las lomas o en los cerros se divisaban, como puntos inquietos blancos y negros, las ovejas y cabras que corrían acosadas por los celosos perros.

Íbanse poco a poco destacando del fondo luminoso del cielo los ángulos rectos y los cortes bruscos de las casas de las aldeas, con sus tapias de tierra y sus paredes de cascote, dominadas desde lo alto del monte por la ermita, en torno de cuyo viejo campanario volaban las bulliciosas y alegres golondrinas. Entonces Lázaro forzaba el trote de su cabalgadura, y llegando a la plaza del lugar, lo atravesaba rápidamente, sin reparar en las mujeres puercas y los chicuelos harapientos que le miraban, curiosos y asombrados, desde las ventanas y los umbrales de las puertas.

En una revuelta vio de repente una sombra oscura, grande y extendida sóbrela blancura del camino: aquella mancha se movía, avanzando lentamente en dirección contraría a la que él llevaba, y entre su masa compacta brillaban a intervalos algunos puntos luminosos. Parecía una serpiente colosal de enormes escamas heridas por los rayos del sol, y seguida de una tenue nubecilla de polvo. Lázaro la dejó acercarse, parado en lo alto de un repecho, y al cabo de unos cuantos minutos vio clara, distintamente, lo que en un principio miró sin acertar qué era.

A pié, despedazados los trajes, roto el calzado, o desnudas y ensangrentadas las callosas plantas, casi sin ropa que mal cubriera su desnudez de día y en la noche les aliviara del frío, atados entre sí y alguno sujeto por los codos, venían hasta diez y seis o veinte hombres. Era una cadena de eslabones humanos brutalmente ensartados; gente forjada del Rey que iba a las galeras; una cuerda de presos. En torno suyo caminaban custodiándoles, sable en mano o arma al brazo, unos cuantos soldados. Lo que Lázaro había visto brillar en lontananza eran los hierros de las bayonetas.

Allí iban retratadas, si no juntas realmente, al menos visibles para la imaginación, todas las miserias humanas: el que mató por odio; el que hirió por venganza; el que robó por codicia; el que hurtó por hambre; el que delinquió por flaqueza; el que pecó por vicio: aquél a quien pervirtió la mala educación; aquél a quien la herencia de la viciada sangre hizo rabiosos los sentidos, y el de brutal naturaleza que dejó al instinto sobreponerse a la razón: juntos estaban el que holló la moral desconociéndola, y el que hizo mofa de ella desestimando su valía: atados a la par iban el avaro convertido en ladrón por la idolatría del oro, y el pródigo trocado en criminal por el desprecio de todas las riquezas: codo con codo, sujetos uno a otro, andaban el que delinquió contra la sociedad creyendo honrar a la virtud y el que hizo escarnio de lo bueno por asegurar lo útil: caminando unidos, avasallados por la misma tristeza, iban el que fue malo por fanático y el que dejó de ser justo por incrédulo: llagas en los tobillos y heridas en las manos llevaban igualmente quien faltó a la ley por no tener, y quien la violó para tener más: con grillos y esposas estaban sujetos, todos respirando venganzas, invocando auxilios, premeditando fugas, distintamente animados por el arrepentimiento o el rencor, pero sin que uno solo se eximiera de la pesadumbre y la vergüenza.

– Son los hijos de la pobreza y la ignorancia, pensó Lázaro; la ley de la Naturaleza es la vida; la ley del hombre es el dolor.

Su alma sufrió una sacudida horrible: la trasformación que venía realizándose en su espíritu se completó en aquel momento, y la metamorfosis que convierte en amor al prójimo el feroz egoísmo de la fe, quedó cumplida. Ser bueno para sí es lo propio del débil; en ser justo para los demás están la sabiduría y la grandeza.

Cuando estaba resuelto a sepultarse para siempre en la soledad y el olvido de su pueblo, unos cuantos miserables que la sociedad expulsaba de su seno, amputados como miembros podridos, le dieron a entender que si la fe puede morir, el amor a la humanidad es inmortal. Y aquella pobre criatura, el ateo capaz de conmoverse viendo rezar a un niño, el que sin creer en la amistad se hubiera sacrificado por un amigo, el que al renegar de la pasión lo había sacrificado todo al respeto de la mujer amada, el que no esperando agradecimiento hubiera dado a hurtadillas la limosna, dejó caer sobre el pecho la cabeza, y lloró solo una lágrima, acre, amarga, como saturada de todos los infortunios de la tierra, y alzando luego el rostro, de cara al sol, inspirado por algo superior a sí mismo, dio vuelta a la mula, guiándola hacia la corte, para lanzarse en el torbellino de la vida moderna, sin más creencias que la pasión del bien ni más fe que la de un porvenir mejor.

– Nadie tiene derecho, se dijo, a convertir el escepticismo en inacción. Mientras en el mundo suene una queja engendrada por el egoísmo y la injusticia, quien se precie de bueno debe luchar hasta morir, que para caer herido en defensa de lo santo no hace falta creer: basta amar. En la misma dirección, pero a larga distancia, fueron perdiéndose entre dos remolinos de polvo, grande uno, imperceptible otro, los presidiarios y el jinete.

¿Fue su alto y leal propósito a perderse en la inmensa vorágine de los opuestos intereses del mundo? ¿Cayó como granizo que se derrite al ardor impuro de la tierra, o gota de lluvia que en el mar se confunde sin alterar la muchedumbre de sus olas? ¿Fue hierro candente sumergido en el agua que chasquea y se queja pero al fin se enfría, o se desvaneció como el último eco de la onda sonora que desparrama su vibración en el espacio? ¿Fue, tal vez, como el grano de trigo que el viento orea en la parva y cae en el montón predestinado a la fecunda siembra? ¡Quién sabe! Pero aquél espíritu sin esperanza, destrozado y muerto por la lucha del sentimiento que le impulsaba a creer, con la razón que le arrastraba a dudar, debió escuchar una voz misteriosa que, como Cristo al hermano de Marta y María, le arrancó del seno de las tinieblas y la muerte murmurando en su oído:

– Lázaro, ven fuera.