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El enemigo

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VII

En los corrillos del Senado se susurró por centésima vez que don Luis María de Ágreda terciaría en la discusión de cierto proyecto de ley. El pobre señor lo deseaba con toda su alma, pero no se atrevía.

Todo el valor lo malgastaba en casa, unos ratos dando vueltas por el despacho como fiera enjaulada, y otros apoyado de codos en el respaldo de una butaca, que su imaginación convertía en tribuna. ¡Entonces sí que se le venían a los labios períodos redondos, argumentos irrebatibles, frases enérgicas, preguntas de las que no tienen respuesta, todo género de arranques oratorios, hasta que, agotadas las ideas y sin saber enlazar las palabras, tenía que callarse! Tal era la disposición de su ánimo cuando una tarde entró en la biblioteca del Senado, huyendo de un noticiero que quería saber si era cierto que tuviese intención de hablar. Pepe, al verle entrar, se fue derecho a él, afectando mostrarse servicial, pero en realidad con propósito decidido de buscar manera de frecuentar su casa. El pretexto ya lo tenía pensado, y no era malo.

– ¡Pero, hombre – le dijo cariñosamente don Luis – es Vd. famoso! Cumplió Vd. bien conmigo, me arregló Vd. la biblioteca, y ¡abur! no ha vuelto Vd. a parecer; de modo que quien está en falta soy yo.

– No hablemos de eso, señor de Ágreda, ya tendré yo el gusto de ir a saludarle y a recibir sus órdenes.

Después comenzó a poner en práctica un plan que días atrás se le había ocurrido, diciéndole:

– ¿Conque va Vd. a consumir un turno con motivo de ese proyecto de Fomento? ¿Desea Vd. que le busque antecedentes? Ya es público que intervendrá Vd. en el debate.

– Gracias, gracias; aún no estoy decidido.

Aquel hombre, discreto y cuerdo en todos los actos de su vida íntima, sintió una turbación indefinible. Era, como don Quijote, razonable, sensato para todo, menos para aquella maldita manía oratoria que hacía en su cerebro oficio de libros de caballería, llenándole el magín de extravagancias y ambiciones.

– ¿Conque se dice que hablaré?

– Sí, señor. Se da por seguro. Y, a propósito, voy a permitirme decir a Vd. que acerca de la materia del debate hay aquí datos importantes. En tiempos anteriores a la Revolución, se trató de eso. Si Vd. no quiere molestarse, o sus ocupaciones se lo impiden, podría yo tomar algunas notas y dárselas.

Al señor de Ágreda un sudor se le iba y otro se le venía: aquello era como si en las calles se esperase ya su discurso. Las palabras de Pepe tenían algo de aura popular y mucho de tentación. Le faltó energía para confesar la verdad y contestar: «No señor, no hablo, ni soy capaz de hablar, ni me pasará la voz de la garganta.» Lejos de esto, repuso débilmente, como luchando consigo mismo:

– Bueno, bueno; pues si en los Diarios de Sesiones hay algo de eso, ya me lo indicará Vd., aunque yo tengo un arsenal de apuntes… La cuestión es antigua… Ya, hacia el año cincuenta y siete…

Salió de allí verdaderamente aterrado, sin querer pararse con nadie, temeroso de que le preguntaran: «¿Habla Vd.?» Se marchó a pie sin esperar el coche, y por las calles se dijo a sí propio el más elocuente discurso que han oído Cámaras en el mundo. Pepe, al verle partir no pudo reprimir el gozo:

– ¡Ya lo creo que volveré a verla!

Durante varios días se dedicó a rebuscar antecedentes relativos a aquel proyecto de reformas en Fomento, y en unas cuantas cuartillas anotó todo lo pertinente al caso: disposiciones análogas, decretos contrarios, intentos parecidos, opiniones de hombres políticos, contradicciones de unos, disidencias de otros, y ordenándolo formó un conjunto heterogéneo, especie de historia de la cuestión tratada, lista de elogios, censuras, inconvenientes y ventajas de lo proyectado, que parecía fruto de una laboriosidad constante, signo de larga atención y gran conocimiento de la materia; lo que se llama un trabajo concienzudo. No faltaba sino estudiarlo primero y aprovecharlo luego, decidiéndose a defender las disposiciones hechas en unas u otras épocas. Después, todo era cuestión de atrevimiento y desparpajo para hilvanar cuatro párrafos sobre la buena fe o la malicia del gobierno, según el punto de vista que se tomara.

Al quinto día de haber estado don Luis en la biblioteca del Senado, le esperó Pepe en un pasillo.

– ¡Señor de Ágreda!

– ¡Ah! caramba, ¡ya no me acordaba! (Esta era la más desenfadada mentira que salió de sus labios.)

– He reunido infinidad de datos que pueden ser a Vd. de gran utilidad.

– Poco hay que yo no conozca; pero en fin, lo agradezco mucho… ¿Tiene Vd. ahí los apuntes?

Pepe llevaba las cuartillas en el bolsillo, mas no le convenía dárselas allí.

– No, señor, no las he traído. ¿Qué necesidad tiene nadie de enterarse? Además, para ahorrar a Vd. trabajo material, que es lo único que yo puedo hacer, bueno será que, con los papeles en la mano, le indique el origen de ciertas cosas, para que Vd. no se mortifique. – Dicho esto, esperó impaciente la respuesta.

– Vaya, vaya… Pues mañana por la mañana, a la hora que solía Vd. ir antes, le espero en casa. Tiene Vd. razón, no hace falta que se sepa…

Por su gusto, le hubiese citado para aquella noche, o se le hubiera llevado en seguida a un café, a cualquier parte. Cuando, de allí a poco, entró en el salón de sesiones, no podía coordinar las ideas. Lo que había hecho Pepe le indicaba que las gentes contaban con un discurso suyo. No era ilusión; no estaba representando un papel de comedia, sino dentro de la realidad. Se sentó en su escaño habitual, y sin oír nada de lo que sus compañeros discutieron aquella tarde, se preguntó con el pensamiento más de cien veces: – «¿Qué habrá hecho ese muchacho?»

A la hora de comer dijo a su hija:

– Creo que me van a comprometer para que hable. Por supuesto, que no me cogerán desprevenido. Mañana puede que venga a traerme unos datos que he tomado en la biblioteca aquel muchacho que arregló los libros.

Paz le oyó entre turbada y contenta, pero su alegría fue mayor que su inquietud.

A la hora fijada estaba allí Pepe, con su línea de conducta trazada de antemano, como general que, tras madurar un plan de batalla, se decide a realizarlo. Le era preciso extremar la astucia puesta en juego para frecuentar la casa hasta obtener dos cosas: primera, ver a Paz y estudiar en su rostro la impresión que produjera su presencia; y segunda, si la muchacha no mostraba enojo, procurar por todos los medios imaginables que le quedara franca la entrada. Harto sabía que a título de amigo, como visita, de igual a igual, nunca le admitirían; pero ¿qué le importaba si conseguía ver a Paz y salir de dudas? Don Luis le recibió en el despacho. Sobre una de las butacas se veían un periódico de modas y un cestito de labor. – «Esto es de ella» – imaginó Pepe, y este ella que subrayó con el pensamiento, le pareció ambiciosamente ridículo.

– Vamos a ver – dijo don Luis entrando – ante todo, agradezco muy de veras su atención; pero dudo que hayamos encontrado algo nuevo. ¡He estudiado tanto el asunto!

– Aquí tiene Vd. – contestó Pepe entregándole las cuartillas.

– Siéntese Vd. un momento.

El senador comenzó a leer para sí, y su fisonomía fue tomando una expresión indefinible: pugnaba por disimular la emoción y no podía. Debió sentir que los ojos se le animaban y, para disfrazar aquel signo de agrado, frunció el entrecejo, aunque murmurando: «sí, sí, aquí veo algo nuevo.» Luego prosiguió devorando renglones; pero cada instante le era más imposible sofocar el gozo y, temiendo que se lo conocieran en la cara, dejó de leer.

– Basta, tengo bastante; lo agradezco muchísimo; aprovecharé algo, si señor; ¡vaya si aprovecharé!

Pepe casi no le oía. ¿Se perdería su astucia? ¿No aparecería Paz por allí?

– Quisiera que observase Vd. – dijo, por alargar la entrevista – que he procurado reunir todo lo que se habló al iniciarse hace años el proyecto: aquí está lo que propuso González Brabo… esto es de Bravo Murillo, estas notas de Calvo Asensio…

Don Luis tuvo que suspender la lectura: cada cuartilla se le antojaba un billete de entrada a la inmortalidad. ¡Vaya si hablaría! Del hombre estimado sólo por consecuente, iba a surgir el orador.

Oyose en esto ruido de pasos, y se asomó Paz a la puerta del despacho, a tiempo que su padre repetía:

– Gracias, muchas gracias.

– No sé de qué se trata – dijo ella entonces a Pepe; – pero yo también se las doy a Vd.

Don Luis cogió de nuevo los papeles, que parecían tener imán para sus manos y, entre tanto, los muchachos se miraron en silencio. Pepe arrostró con franqueza la mirada de Paz. ¡Cuánto hubiera dado en aquel instante por poder decirla con los ojos todo el tropel de ideas vanidosas, de ambiciones absurdas que habían anidado en su pensamiento, sin callarla nada, miedo, esperanza ni pobreza! Paz tuvo que disimular su alegría, por no aparecer desapudorada; mas no hizo mohín de disgusto ni frunció siquiera el lindo entrecejo. Para ninguno de ambos era ya secreto la atracción que habían ejercido uno sobre otro.

– Sí, señor; de esto se puede sacar partido – murmuraba don Luis.

Pepe, que se resistía a marcharse sin dar cima a sus propósitos, trató de prolongar la visita y, mirando hacia el cuarto de los libros, repuso:

– Quisiera concluir de arreglar aquí algo que olvidé días pasados.

– Haga Vd. lo que guste.

Pepe pasó a la pieza contigua, y don Luis, sin poderse contener, hojeó de nuevo las cuartillas. Paz dejó trascurrir unos minutos, y en seguida entró también a la estancia inmediata. Pepe, sin vacilar, se acercó a ella y, en voz baja, con acento de sinceridad, la dijo:

– Señorita, esta vez no me ha traído la casualidad, sino la astucia; pero, si mi presencia la enoja, no volveré jamás a verla a Vd. No necesita Vd. decir una sola palabra: me bastará su silencio… No nos volveremos a ver nunca.

 

Paz no desplegó los labios y, sin embargo, a los ojos de Pepe se asomó toda la dicha de su alma. La señorita, la muchacha rica, escuchó aquello sin el menor movimiento de enfado, presa de una turbación deliciosa: él, entonces, la ofreció la mano y ella la estrechó rápidamente entre las suyas, sintiendo al mismo tiempo que se la enrojecía el rostro. Ninguna frase de todos los idiomas de la tierra hubiera podido ser tan elocuente como aquel sonrojo. En seguida salieron al despacho, sin hablarse. Cuando él se marchó, Paz corrió hacia su cuarto, se acercó a un balcón y, levantando un poco el visillo, le vio desaparecer tras los troncos de los árboles del paseo.

La partícula de oro se había adherido al grano de arena: la corriente de la vida debía arrastrarlos juntos desde aquel día.

Don Luis permaneció en el despacho contemplando las cuartillas: «¡Si esto es un discurso! – murmuraba. – ¡Si no hay más que añadir al principio: Señores, y al final: He dicho! ¡Ah! sí, y algo de relleno; unos párrafos… mi consecuencia, la lealtad al gobierno, la libertad, el amor a las instituciones!»

Era cosa resuelta; los taquígrafos tendrían que trabajar por causa suya.

VIII

Por fin habló don Luis. Al cabo de muchos años de silenciosa vida parlamentaria, el Diario de Sesiones imprimió su nombre, no sólo en el tipo común empleado para las votaciones, sino también en letras negrillas que saltaban a la vista, diciendo: El Señor Ágreda: Pido la palabra. Cuando leyó su nombre en los extractos de los periódicos, todavía sintió escalofríos de miedo. Al comenzar su discurso el salón estaba casi lleno, por la novedad de escuchar a un senador que dejaba de ser monosílabo: luego muchos oyentes se salieron a los pasillos; mas como la peroración fue corta, aún quedó número bastante para que no hiciera mal papel. En el banco azul permanecieron dos ministros. Pepe le escuchó desde el fondo de una tribuna: los datos, apuntes y citas de sus cuartillas salieron íntegros de los labios de don Luis, quien únicamente puso al principio un parrafito de su cosecha para pedir benevolencia, imitado de los doscientos mil análogos que había oído hasta entonces, añadiendo también alguna que otra frase para enaltecer la importancia de lo que iba diciendo. Cuando se le olvidaba algo de lo mucho que confió a la memoria, echaba mano de las cuartillas que traía copiadas de su puño y letra. Hacia la conclusión quiso extenderse en consideraciones originales; pero se le atravesaron en la garganta y terminó declarando que no proseguía por no molestar más la atención de la Cámara. Un buen orador hubiera podido fundar un verdadero triunfo sobre los materiales reunidos por Pepe: don Luis quedó bien y nada más. Al acabar sonaron algunos aplausos en los bancos de la mayoría, y todo el mundo dijo que había estado discreto y que aquello representaba gran conocimiento del asunto. Un ministro felicitó al orador y esto le compensó el disgusto que le dieron los periódicos de oposición limitándose a decir que el señor Ágreda había consumido un turno en pro. En cambio, a la hora de comer fueron a verle muchos amigos y después estuvo con su hija en el concierto del Retiro, dando vueltas y más vueltas, como torero que por la tarde ha metido el brazo con fortuna en una buena estocada.

Al retirarse a casa le decía Paz:

– Di, papaíto, ¿te han servido los papeles que te trajo aquel muchacho del Senado?

– Algo, algo: el chico no es tonto… tiene buena voluntad y parece listo.

– Sí, ¿eh?

Paz no sabía cómo sugerir a su padre la idea de que utilizara de algún modo los servicios de Pepe, pues comprendía que don Luis no necesitaba secretario ni escribiente. En realidad, su malicia llegaba tarde; la vanidad satisfecha se había adelantado al amor impaciente. El orador iba ya pensando en abordar otro asunto antes de la clausura de las Cortes. Además, la fortuna favoreció a los enamorados, porque los electores de don Luis, acostumbrados a su largo mutismo, le dispararon una nube de telegramas de felicitación, tras del telégrafo usaron del correo y, como fue preciso contestar a tanta enhorabuena, el senador determinó emplear a Pepe como escribiente.

Una mañana llegó éste no hallándose don Luis en casa, y pasó a la pieza de los libros, inmediata al despacho: poco después apareció Paz, disimulando su turbación y haciéndose la distraída. Hasta entonces sólo habían cambiado unas cuantas frases, pero sin tener una conversación formal: por lo tanto, la primera vez que hablasen a sus anchas, la entrevista tendría importancia, dada la grata complicidad establecida entre ambos. Paz, después de saludarle, no se atrevió a desplegar los labios: carecía de experiencia en tales achaques; pero su instinto femenino le decía que no era ella quien debía hablar primero, y apoyándose en el marco del balcón dejó pasar unos instantes. Pepe se levantó de su asiento, y acercándose a ella, a distancia que acusaba mayor respeto que impaciencia, la dijo:

– Señorita, mi primer deber es suplicarla que me perdone. Confieso que me ha cegado la vanidad. No espero una indulgencia que no merezco. Lo que he hecho está mal, lo sé, y, sin embargo, no he podido contenerme. ¿A qué mentir, si Vd. debe comprender lo que pasa en mi alma?

Ella quiso hablar y Pepe hizo ademán de que le dejase proseguir.

– Antes de que Vd. me diga una sola palabra, quiero yo ser enteramente franco con usted. Mi posición, mi vida, mi pobreza, y quién sabe si mi educación también, me separan de Vd. He cometido la imprudencia de dejar asomar a los ojos lo que sentí al conocer a Vd… Luego creí ver que Vd. no mostraba enojo, porque quizá el desprecio le parecería demasiado cruel, y así ha llegado esta situación, en que no hay más que un culpable: mi vanidad. Debo reparar mi error a fuerza de franqueza.

Este lenguaje dio alas al carácter vivo de Paz.

– Sí, tiene Vd. razón; comprendo que hago mal; no he debido venir hoy a este cuarto; pero es que yo soy tan leal como usted. Usted quiere que crea en su sinceridad; yo también tengo derecho a exigir que no me tache Vd. de coqueta ni piense Vd. que soy capaz de divertirme en humillarle.

– Reflexione Vd. lo que dice, señorita. Es Vd. demasiado buena para pagar con burla y desprecio el sentimiento que ha despertado en mí; pero no se inspire Vd. en la lástima que de mí sienta, sino en los impulsos de su propio corazón; no olvide Vd. que seguir escuchándome ahora es contraer… Lo que con otro hombre sería un juego, conmigo sería un escarnio.

Ella, desasosegada, sonrió, mirándole como quien da a entender que acaso no esperaba oír tanto, y le atajó la frase.

– ¡Jesús, Dios mío! ¡Cuánto pide Vd! ¡Antes tan humilde, y ahora tan exigente!

– ¿Exigente?

– Sí; apuesto a que iba Vd. a decir contraer compromiso.

Él calló: Paz, haciéndose la distraída, se alejó dos o tres pasos y, mirando de nuevo a Pepe, continuó:

– Debía bastarle a Vd. ver que no estoy enfadada…

– Luego, ¿aun sabiendo Vd. lo que pasa en mi corazón permite Vd. que yo siga viniendo a esta casa?

– ¿No volverá Vd. a hablarme de su pobreza? No sé en qué consiste; pero cuando usted dice algo que puede humillarle, parece que yo soy la humillada. – Y quiso marcharse.

– No, señorita; oígame Vd. un momento. ¡Si Vd. supiera comprender lo que es para mí su indulgencia!

Sin dejarle acabar, se dirigió a la puerta del despacho, y en voz muy baja, con un mohín encantador, volvió a repetirle:

– Exigente, exigente.

¿Qué más podía desear? «No estoy enfadada» – le había dicho – «no vuelva Vd. a hablarme de su pobreza.» Pretender mayor claridad sería insensatez.

Al cabo de dos meses sus diálogos eran ya muy distintos; que cuando la estimación abre vereda, el amor ensancha y allana pronto el camino. Ni Paz sentía ya cortedad, ni Pepe manifestaba aquella desconfianza fundada en lo distinto que se le ofrecía el porvenir de cada uno: las frases que cambiaban eran protestas de cariño, promesas de firmeza, todo el repertorio monótono y vulgar de los enamorados, siempre romántico y exagerado, pero eternamente delicioso.

Una circunstancia mediaba, sin embargo, entre ambos, modificando sus caracteres. Ella, a pesar de su viveza, temerosa de mortificar la susceptibilidad de Pepe, le trataba con una consideración que a ninguno otro hubiera guardado; y él, frío, descreído, burlón, dispuesto siempre a endulzar la realidad con su buen humor, era ante Paz reflexivo y serio, cual si le infundiese miedo aquella intimidad amorosa, que, a juicio suyo, no podría resistir al tiempo o habría de estrellarse contra las asperezas de la vida.

No siéndoles fácil verse con tanta frecuencia como ellos desearan, acabaron por establecer, para su uso particular, un servicio de correos. La iniciativa fue de Pepe: el cartero merece capítulo aparte.

IX

En la imprenta de Millán había un chico, mezcla de aprendiz y ordenanza, a quien apodaban Pateta. Él decía llamarse Pepe Maldonadas, pero no conservaba memoria de su familia. Nadie sabía su origen; ni él mismo. Sólo recordaba haber vivido en Puerta de Moros, recogido en casa de una verdulera, tía suya, que, por considerarle muy niño, no le habló jamás de sus padres.

Una mañana la pobre vieja, que solía retrasarse en el pago de la licencia municipal del puesto de legumbres, fue llevada a la prevención y, de resultas, tomó tal sofocón, que murió a las pocas horas, viniendo el chico a quedar en la calle, sin más amparo que Dios, con la travesura por instinto y la ignorancia por guía. Un matrimonio de la vecindad le dio albergue durante cinco semanas, mas esta caridad antes fue deseo de tener ayudante que propósito de favorecerle; pues cuando la mujer no le obligaba a subir del río un talego de ropa, superior a sus fuerzas, el marido, que era sillero, le ponía verde o morado hasta los hombros, forzándole a teñir espadañas en un patio que parecía cisterna. Cuando ellos comían, si sobraba, era para Pepe; si no había restos, gracias que le dieran pan con que rebañar la cazuela del cocido; así que las hambres y una felpa con que le obsequiaron por meter en la tina de lo verde lo que había de ser morado, acabaron con la paciencia del muchacho. Se escapó, y entonces fue la época más conturbada de su vida. Fregar en tabernas, donde tenía las propinas por salario; ayudar a un chulo a vocear quincalla; recoger y vender colillas; dormir en los quicios de las puertas: esta existencia llevó por espacio de unos cuantos meses, sucio, descalzo, desarrapado, hambriento y ostentando por entre los desgarrones de la camiseja el pecho dorado y fuerte como un bronce antiguo. Sólo dos cosas hubo que no ensayase para buscarse el sustento: no pidió limosna ni robó.

Acertó a pasar una mañana por la calle de las Maldonadas, donde tenía fábrica de buñuelos un conocido de la verdulera difunta; le preguntó el buñolero que cómo vivía; repuso el chico que peor; y tanta lástima supo inspirar, que allí se quedó cuidando de la venta al menudeo, sin promesa de recibir otro pago que la comida y lugar donde dormir. El sillero no volvió a saber de él. Los chicos que antes tuvo el buñolero de dependientes, cual más, cual menos, todos le robaron; Pepe Maldonadas fue de fidelidad intachable. Antes que amaneciera, su amo y un aprendiz sobaban la masa dispuesta en el lebrillo, y luego freían con rara rapidez bolas, tortas y cohombros: Pepe, mientras tanto, arreglaba los veladores, mezclaba algo de harina al azúcar de espolvorear, fregaba vasos, ponía cada cosa en su puesto y, cuando se abría la tienda, colocado de pie en la puerta, despachaba buñuelos a grandes y chicos, formando en la grasienta superficie de zinc que cubría la mesa un montón de cuartos y ochavos del moro, cuyo sucio contacto le dejaba los dedos manchados de verdín. Ni se comía un buñuelo ni escamoteaba un ochavo. Nadie le enseñó matemáticas y, sin embargo, para dar las vueltas de la moneda era más listo que un cambista. Si quedaban buñuelos de la víspera, los despachaba los primeros; al servir medias de aguardiente, cuando presumía que el gaznate del parroquiano estaba insensible, daba lo barato al precio de lo caro, y para los favorecedores constantes de la casa iba a buscar la pasta recién frita, humeante, en que aún no se habían bajado las burbujas del aceite hirviendo. El amo se encariñó con él en tal grado, que comenzó a tratarle como a hijo, y hasta determinó que fuese por las tardes a la escuela, donde, en unos cuantos meses, aprendió a leer, escribir y contar. Al año de estar en la buñolería, la hija del amo, que era una chiquilla saladísima de catorce años, enfermó de viruelas y, cosa rara en la gente del pueblo, dotada en tales casos de tanto valor como ignorancia, los vecinos, conocidos y amigos dejaron a la enfermita y sus padres en completo abandono. La moza que iba a barrer y fregar desapareció sin pedir un pico que le debían del salario, y el chulo que ayudaba a amasar y freír se despidió cobardemente: sólo Pepe permaneció allí día y noche, sin ir a jugar con los chicos del barrio ni ocuparse en otra cosa que cuidar a la muchacha. Guiado de clarísimo entendimiento, se fijaba bien en cuantas alteraciones sufría, para decírselas al médico, y luego le daba las tomas que la recetaban, con los intervalos debidos, arropándola en seguida como una niña a su muñeca. Cuando, por haber entrado la enfermedad en el período de descamación era más fácil el contagio, Pepe, que no lo ignoraba, redobló sus cuidados y, durante la convalecencia, se estuvo constantemente haciendo compañía a la muchacha, satisfaciendo sus caprichos y tolerando sus impertinencias, hasta que, dada ya de alta, tornó a su puesto de antes y siguió vendiendo cohombros a los chicos y ensartando buñuelos toda la mañana en los juncos, lo cual, con el manejo de los ochavos, acababa por dejarle los dedos sucios y pringosos: luego, de cuatro brincos, se plantaba a ver a la chica. Así pagaba Pepe su deuda de gratitud para con aquella gente; mas su principal se portó también como bueno.

 

– Tú eres ya de la casa: – le dijo un día – busca otro dependiente para el despacho. Y vamos a ver, ¿quieres seguir oficio? Dilo como si fueses mi hijo.

Pepe repuso que quería ser cajista, porque en la escuela donde le enviaron se había echao un amigo a quien sus padres pusieron en una imprenta, con lo cual el muchacho siempre tenía los bolsillos llenos de estampas de entregas, romances de ciego, restos de tiradas de aleluyas y pedazos de carteles de toros.

Tras permanecer dos o tres meses en imprentas de mala muerte, entró al fin en la de Millán, que era conocido del buñolero, y allí echó raíces en seguida; es decir, que apreciado por listo y obediente, le tomaron cariño. El día lo pasaba aprendiendo la caja, adiestrándose en componer y distribuir; luego empezó a hacer monos y remiendos, y a la noche se iba por las calles a vender un veinticinco de un periódico que allí se tiraba. Lo que le producía esta venta lo guardaba para sí, y el jornal de la semana lo ponía íntegro el sábado en manos del buñolero; pero lo que más le gustaba era entregárselo a Isabelita, diciendo: – «Anda, da eso a tu padre.»

Los demás aprendices, envidiosos de aquel compañero de quien se hacía más caso que de ellos, comenzaron a tomarle tirria y jugarle malas pasadas. Un día le quitaron de la tartera el almuerzo, sustituyendo la tortilla con polvos de imprenta. Otra vez, como estuviera en mangas de camisa, le estamparon en la espalda una galerada recién impresa, con la tinta fresca de un letrero que decía: «Se vende este perro.» Hasta llegaron a rellenarle las botas con la grasa de untar las ruedas de la máquina, mientras él estaba trabajando con alpargatas para mayor descanso. Entonces apareció el gatera madrileño, valiente, arriscado, dicharachero y dispuesto a darse de cachetes o puñetazos con el más bravo, y a echarle la zancadilla al mismo nuncio. Con unos cuantos pescozones oportunos se hizo respetable. Cierto día, otro aprendiz de más edad sacó contra él una navajilla. Pepe se la quitó de las manos, le sujetó fuertemente metiéndose la cabeza del agresor entre las piernas, y por castigo le descosió con el cuchillejo la costura trasera del pantalón, dándole luego en lo que el sol ni el agua vieron jamás, unos cuantos azotes: después le devolvió tranquilamente la navajilla, diciendo: – «Toma, boceras; eso no sirve más que pá partir pan.» – A las horas de trabajo era modelo de laboriosidad: cuando llegaba el momento de hacer diabluras, era de la piel de los demonios. Parecía haber en él dos tipos distintos: uno para la tarea, otro para las travesuras; y diríase que, como correspondiendo a estos dos seres, tenía dos fisonomías diversas. Inclinado sobre la caja buscando tipos, ajustando palabras en el cajetín, o distribuyendo letras, su frente solía plegarse con un entrecejo serio de obrero ya machucho: entonces no hablaba y fija la atención en lo que hacía, sus ojos negros adquirían cierta expresión de gravedad cómica: en la calle, corriendo o jugando, con el pelo alborotado, tostada la tez, ladeada la gorrilla, descarado el mirar y rebosando malicia, traía a la memoria los chicos de las antiguas novelas picarescas. Los compañeros le llamaron primero el Tiznao, porque era muy moreno, como un beduino desteñido a fuerza de lavaduras: por fin le apodaron Pateta, y con este alias se quedó. A Millán, conocedor de los antecedentes de Pateta, le había caído en gracia el muchacho: Pepe simpatizó mucho con él por un solo detalle. Estaba corrigiendo una tarde pliegos de un libro, cuando se le presentó Pateta en actitud humilde.

– ¿Qué quieres?

– Pedirle a Vd. un favor, porque el señor Millán no ha venío.

– Vamos, di.

– Pues yo tengo novia. Es decir, novia mía, la verdad, no es; pero ya nos hablamos algo… y mañana es su santo. Mire Vd., he compuesto este letrero y quería ponerlo con letras dorás de purpurina, en esta tarjeta de orla que ma costao dos riales. Bueno, pues… que me digan ustedes cómo lo hago y me dejen hacerlo en la máquina, o donde sea, luego que se marchen esos.

Pepe examinó la cartulina, adornada con flores y amorcitos, que le presentaba el chico, y vio el letrero que traía hecho con los tipos más escojidos de la casa.

«A Isabel Gorillo, en sus días.» (Esto en un gótico muy complicado), y luego, debajo: «Por José Maldonadas.» (Aquí las letras eran de mucho ringorrango.)

– Y esta Isabel, ¿quién es?

– La hija de mi amo. (Pateta continuaba llamando amo a su protector.)

– ¿La de las viruelas?

– Sí, señor; pero no le ha quedao señal. Tié la cara que da gloria.

– ¿Y sabe tu amo?…

– Saberlo… no sé; porque yo no he dicho esta boca es mía. Como tién dinero, no quiero que crean… ¿entiende Vd.? Pero ya se lo malician; porque yo, ni a los novillos voy, aunque me sobren los cuartos, con tal de estarme en la trastienda hablando con ella.

– Bueno, hombre, bueno; anda, guarda eso o déjalo aquí, y a última hora que te diga el señor Ramón lo que debes hacer, y acábalo limpito.

Este pequeño servicio que Pepe prestó a Pateta, se lo pagó él con creces. Si llovía de pronto, ya estaba el muchacho corriendo a la calle de Botoneras a buscarle el paraguas: si había que ir al estanco por tabaco, volvía en un decir Jesús; para traerle café de uno que había cerca de la imprenta, nadie andaba más ligero, y si la cafetera venía fría, la arrimaba a la máquina de vapor, sin lamer la media tostada o escamotear azúcar, como hacían otros.

Tal fue el cartero que escogió Pepe para asegurar su correspondencia con Paz, ocultándola, por supuesto, que él trabajaba en la misma imprenta donde aquél era aprendiz.

– Si te pido que me hagas un favor, ¿podré contar contigo? – le dijo un día Pepe.

– Mande Vd. lo que quiera – repuso el futuro cajista.

– La cosa ha de quedar entre tú y yo; no quiero que nadie lo sepa, ¿entiendes? Ni el señor Millán.

– Ni las piedras.

Jamás faltó al secreto. Cuando Pepe pasaba dos o tres días sin ver a Paz la escribía, y Pateta, a la hora de salir del trabajo, emprendía el camino del hôtel, donde ella, prevenida por la impaciencia, le aguardaba tras la vidriera del balcón de su cuarto. La estufa del jardín tenía inmediato a la verja un horno pequeño hecho de ladrillos y recubierto de baldosas, que servía para entibiar la atmósfera en que crecían las flores: Pateta se acercaba allí, espiando el momento en que ningún criado pudiera verle, y metiendo el brazo por entre los barrotes de la verja, depositaba la carta bajo una de aquellas baldosas mal afirmadas. Al día siguiente recogía del mismo sitio la contestación, valiéndole tan largos paseos, y sobre todo el agrado con que prestaba su servicio, alguna cajetilla del estanco que Pepe le daba, y a veces un café con media tostada, que le hacía relamerse de gusto.