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El enemigo

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La partida se dirigió a la iglesia del lugar, entrando en ella con muestras de piadoso recogimiento. El jefe penetró por otra puerta en la sacristía, habló con el cura, que se disponía a decir la misa que habían de escuchar las pocas y madrugadoras mujeres que iban llegando, y con palabras corteses le rogó que le dejara oficiar en lugar suyo. Pocos minutos después se despojó de los arreos militares, púsose diciendo latinajos las sagradas vestiduras, y con el cáliz entre las manos salió a la pequeña nave, por cuyas ventanas penetraban el aire fresco de la mañana, saturado de aromas campestres, y los rayos del sol, en que se movían, como polvo de oro, los átomos inquietos. Un robusto mocetón, que llevaba en el capote galones de cabo, ayudó a la celebración del santo sacrificio. El cabecilla rezó la misa pausada y lentamente, con la conciencia tranquila, sólo atento al sentido místico de las augustas frases que sus labios saboreaban como un jugo espiritual al decir:

– Judica me, Deus, et discerne causam meam…

Al medio día la partida se alejó en la dirección marcada por el trazado de la vía férrea. Llegada la noche, Pateta y su compañero huyeron por los mismos senderos que a la mañana y con arreglo a las instrucciones de su compasiva salvadora, que encarándose con el madrileño dijo:

– Si no escapas, pues, tirarte tiros hasen.

No tres, como ella les dijera, sino cinco horas anduvieron hasta llegar de madrugada a un caserío donde, presentándose al jefe del destacamento que lo ocupaba, contaron cuanto habían visto, aún grabada en sus rostros la impresión de la angustia y el terror sufridos.

XXXVI

Paz y su novio convinieron, al separarse, en que ella no escribiría hasta recibir carta de él, y que luego ambos menudearían las sucesivas cuanto les fuera posible; pero desde el instante en que ella se juzgó traicionada, hizo firme propósito de no escribirle una sola vez. Su primera impresión fue una pena tan grande y convicción tan honda de haber sido juguete de un capricho, que consideró inútil todo esfuerzo y baldía toda tentativa para recobrar el bien perdido: después, a las lágrimas de la decepción sucedieron las quejas de la vanidad mortificada; se agriaron los celos y pretendió olvidarle. No hubo sensación triste que no experimentara: lo único que no sintió fue arrepentimiento de haberle concedido su cariño, porque la gratitud a las delicias gozadas pudo más que el rencor a la ofensa recibida. En cuanto a reconquistar la posesión de Pepe, lo supuso imposible: llegó a creer que aquella disparidad de fortuna, tantas veces temida, era la causa verdadera del mal. La desdicha le parecía irremediable; lo sólo que debía procurar era prescindir de su amor, sofocándolo como a sentimiento réprobo, cuya vida ha de ser toda maldición y pena.

Según fueron llegando a sus manos las primeras cartas de Pepe, las rasgó con ira, sin leerlas; pero en vez de tirarlos, guardó los pedazos en el cajón de un mueblecillo. Pasaron muchos días, recibió otras e hizo lo propio, sin contestar a ninguna: mas la violencia que esta entereza le costaba iba poco a poco aumentando. En vano se había condenado voluntariamente a no saber de él: rompía las cartas, pero no lograba acallar los antojos de su fantasía. Aquellos trozos de papel, ilegibles y estrujados con rabia, tenían una fuerza incontrastable: decían que Pepe vivía y se acordaba de ella. Tal era el estado de su ánimo cuando cesó de tener cartas. Dudó primero de la discreción del aya, que era la encargada de recibirlas, y luego pensó que Pepe enmudecía, cansado de no obtener respuestas; mas pronto supo con temor que el silencio de su amante no obedecía a ninguna de estas causas.

En los periódicos y partes oficiales dejó de citarse el batallón a que pertenecía Pepe, porque se ignoraba el paradero de aquél y de otros cuerpos, sabiéndose únicamente que estaba verificando una marcha penosa y arriesgada, que terminaría en un combate, cuyo objeto sólo conocía el general en jefe. Cinco días duró aquella incertidumbre. Entonces apreció Paz lo que quería a Pepe. Mientras supo que vivía, tuvo firmeza y amor propio: cuando las circunstancias la hicieron comprender que estaba en peligro, su pasión despertó, sin sentimiento rencoroso que la desvirtuase ni nube que la empañara. Cada día que pasaba, cada periódico que llegaba a sus manos sin decirla nada de aquella marcha, que fue célebre en la historia de la guerra civil, la sumían en mayor abatimiento. No dejó de pensar en él, ni la asistieron fuerzas para engañarse mintiendo que tenía sobre sí imperio para olvidarle. Su imaginación le buscaba unas veces con la rabia de los celos, otras con la amargura del despecho, ya saboreando la memoria recuerdos de promesas dulcísimas, ya pagando a la esperanza muerta el inapreciable tributo de sus lágrimas. Los primeros diálogos que con él sostuvo, aquella incertidumbre deliciosa de aguardar a que hablase, estando segura de lo que había de decir, la sincera vehemencia con que pintaba su cariño, y el tono suplicante con que la pedía constancia, persistían en ocupar su pensamiento y llenar su alma, como aves que se resistieran a volar lejos de la fronda en que nacieron.

La impaciencia de Paz se trocó en terror cuando, al terminar la semana y sin que ella recibiera carta, se supo en Madrid que la marcha de campaña se había verificado y que las tropas, al dar batalla, habían sufrido numerosas bajas. Se enteró de lo ocurrido por un periódico de la tarde, a hora que era ocioso intentar nada; pero aquella noche, entre la angustia del insomnio y el dolor de la desesperación, decidió averiguar lo que pudiese, sin que la detuvieran miramiento alguno ni resto de vanidad ofendida. ¿Qué medio emplearía? Cualquiera: el más rápido sería el mejor. Se le ocurrió ir a ver al padre de Pepe, y fue, llevada por su amorosa inquietud, lo mismo que hubiera sido capaz de ir al sitio mejor guardado o al lugar donde más arriesgara su decoro.

A la mañana siguiente, no tan temprano como quisiera su impaciencia, se apeó de la berlina cerca de la calle de los Estudios y, en compañía del aya, que ya estaba domesticada y dócil, se dirigió hacia la calle de la Pasión. No necesitó que nadie la indicara el camino, ni tuvo que esforzarse por hacer memoria de dónde estaba la casa que iba buscando. Bajaron por la izquierda de la Ribera de Curtidores; al llegar frente al sitio en que tiempo atrás vio salir a Pepe de casa de Engracia sintió el rostro abrasado por una llamarada de vergüenza; pero ni acortó el paso, ni pensó retroceder.

– Aquí es, y ¡no hay portería! – dijo al torcer la esquina de la calle de la Pasión, entrando en seguida en el portal empedrado con cantos, y cuyas paredes estaban llenas de monigotes pintados con carbón por los chicos.

– ¿Qué ha de haber, señorita? en el patio nos darán razón.

Adelantose el aya, siguiola Paz y penetraron ambas en el patio, que era de los que tienen corredores con puertas numeradas.

En uno de los ángulos había un pozo, junto al cual, sin miedo al sol que la hostigaba con su seco ardor, estaba una muchacha jabonando ropa blanca en una artesa, remangados los brazos y con la falda de percal sujeta entre las piernas. Era alta y airosa; su pecho juvenil y fuerte temblaba a cada movimiento; el traje era humilde, pero el peinado primoroso, y entre los undosos rizos del moño tenía prendidos al desgaire cuatro o seis clavelillos de los que adornan los puestos de las verbenas. A su lado, y gateando sobre un trozo de estera, había un niño que se entretenía en manotear contra las prendas ya retorcidas que ella dejaba caer en un barreño. Paz la había visto una sola vez de lejos y teniendo los ojos nublados por las lágrimas; pero la conoció en seguida: era Engracia. El aya lo examinaba todo con miradas despreciativas; Paz estuvo a punto de volver pies atrás; mas dominando de pronto la repulsión que sentía hacia la otra, preguntó, apartando del chiquitín las miradas:

– ¿Hace Vd. el favor de decirme cuál es el cuarto del Sr. Resmilla?

– En mi casa, prencipal núm. 2,… pero no se le pué ver.

– Lo siento; deseaba hablarle… y tal vez no me sea fácil volver.

– Pues ese señor está malo, mu malo, y pasa las noches rabiando, y hasta que es de día no descansa. Ya ve Vd., ¡me bajo yo el arrapiezo pá que no alborote!… Si quiusté algún recao…

No había contado con aquello. Hablar al padre del hombre que la engañó, no era humillación: conversar con Engracia, le parecía insufrible martirio. El ansia por saber de Pepe pudo al fin más que el amor propio, y pensó que la escena no podía prolongarse arriba de unos minutos.

– Ese caballero tiene un hijo que está en el Norte, ¿verdad?… ¿Sabe Vd. si se han recibido noticias suyas?

– Sí señora, esta mañana precisamente: como que aluego de recibir la carta se quedó don José más tranquilo que está esa criatura. El señorito Pepe está sano y salvo en un pueblo que lo llaman… Astirraga, Gorri… Garri… vamos, no me acuerdo; uno de esos pueblos de nombre enrevesao que dicen que los bautizó el diablo estando borracho.

– De modo – añadió Paz, sin poder disimular la emoción – que es seguro; ¿está bueno?

– ¿No le digo a Vd. que ha escrito él mismo?

– Mil gracias, joven… ya volveré.

Dejó Engracia caer sobre la artesa la tabla, por cuyas ranuras diagonales resbalaban las irisadas burbujas del jabón, y secándose las manos con el delantal, dijo a Paz, que ya se dirigía hacia el pasillo del portal:

– Oiga Vd., señorita: usted desimule; aunque sea mal preguntao, ¿es Vd. la señorita Paz, la novia del señorito Pepe?

– Sí – contestó secamente, evitando mirarla cara a cara.

Entonces Engracia, dando a sus palabras franca expresión de simpatía, exclamó, con asombro de Paz:

– ¡Vaya, vaya!… ¡sea por muchos años! ¡ahora comprendo yo que esté el señor Pepe tan chalao!… ¡Y que no tenía yo pocas ganas de conocerla a Vd! También la digo a usted que se pué Vd. presentar donde las haiga guapas.

 

Paz, sin acertar a comprender cómo aquella mujer la hablaba de tal modo, repuso, echando a andar y con creciente aspereza.

– Quede Vd. con Dios.

La otra, muy ofendida, se plantó en la salida del patio, cortándola el paso, al par que la decía, con desparpajo y retintín:

– ¡Oiga Vd., señorita! ¿qué es lo que se ha figurao Vd.? Yo no soy denguna fregona, ¿está Vd.? Soy la Engracia. ¿Conque se arranca, Vd. a venir a preguntar por el novio, y aluego tié Vd. a menos hablar conmigo?

Paz no se atrevía a responder, temerosa de un escándalo en tal sitio y por semejante ocasión: Engracia, sin permitirla avanzar, continuó:

– ¿Habrá Vd. creído que era la criá? Pues no señora… Don José y su novio de Vd. me tratan de igual a igual, y su novio de Vd. y mi Millán se llaman de tú… Conque, menos humos. Entavía, ¡bestia de mí! estaba yo adulándola a usté el oído. ¡Vaya Vd. mucho con Dios, doña Ínsulas!

Las palabras de Engracia llenaron a Paz de confusión, y además adivinó que no estaba la razón de su parte. Aquella mujer la suponía en amores con Pepe, y lejos de mostrarla enojo, la recibía bien; hasta elogiaba su hermosura…; hablaba de otro hombre y decía orgullosamente mi Millán. ¿Qué era aquello?

– No se esté Vd. aquí, señorita, que se le van a manchar las naguas…

Paz careció de sangre fría para marcharse sin salir de dudas: su calma no podía confundirse con la indiferencia.

– Pero Vd. ¿no es Engracia… la…?

– ¡Atrévase Vd!… la querida de Millán. ¿Era eso lo que quería Vd. decir? Pues a mucha honra, que me está sirviendo de padre a mi chico.

– ¿Luego ese niño?…

– No es de Millán, sino mío y de mi difunto, que por allá nos aguarde muchos años. ¡Andá, si no fuera por Millán, ya habíamos reventao yo y el chico, como la Real Trinidad!

– ¿De modo que Vd. con quien tiene amores es con ese Millán?

– ¿Pues qué se la había figurao a Vd.?

La actitud de Engracia no pudo ser más expresiva: Paz, segura de que el exacerbar su ira atraería sobre ella una explosión de injurias, acaso justas, comprendió que el único medio de cortar aquella escena y salir al mismo tiempo de dudas era hablar clara y lealmente. Apartose del aya, condujo a Engracia unos cuantos pasos hacia el fondo del patio, y allí, con el llanto asomado a los ojos y la voz alterada por la turbación, la refirió en pocas palabras la causa de su enojo. Cinco minutos de diálogo bastaron para que variase de expresión el rostro de la desenfadada chula, que al oír el nombro de Tirso exclamó:

– ¡Ave María Purísima! ¿Es decir que Vd. ha venío aquí creyendo que yo estaba liá con el señorito Pepe?

Paz, con las mejillas arreboladas por la vergüenza, respondió tímidamente.

– ¡Sí! ¡No sabe Vd. lo que he sufrido!

– ¡Ya lo creo!… Pues hija, que se le quite a Vd. eso de la cabeza.

– ¿Me dispensa Vd., verdad? ¿Me deja usted que bese al niño?

– ¡No eches tierra en la ropa, condenao! Ven aquí, que te va a dar un chichi esta señora. ¡Ay hija! – añadió, encarándose con Paz – desengáñese Vd., cuando una quiere a un hombre, no hay señorío que valga, toas semos iguales.

(El aya aparte). – ¡Válgame Dios, lo que son las señoritas del día!

Paz salió de allí con el alma henchida de gozo. En su corazón había renacido la dicha pujante y vigorosa, como agua de manantial comprimido que redobla su violencia al cesar la fuerza que lo sofoca. Tuvo impulsos de quitarse de las orejas los ricos pendientes que lucía y regalárselos a Engracia, pero le parecieron pobrísima ofrenda para pagar tanta felicidad.

Aquella misma tarde escribió a Pepe una carta muy larga en que, pidiéndole perdón, le enviaba mil besos y le hacía mil promesas.

XXXVII

«Adorada Paz:

Por fin he recibido carta tuya. ¡Tantas promesas, tantas protestas, y has podido creer que yo quería a otra mujer! Bien haces en pedirme perdón. Otro día te hablaré de esto más despacio y te reñiré mucho: ahora, al acabar de leer tus frases de arrepentimiento y cariño, no tengo valor para hacerte sufrir. Lo principal es que eres mía y que ya no dejarás nunca de serlo.

Ni yo, aunque lo pretendiera, podría darte idea de las penalidades que aquí nos cercan, ni es fácil que las imagines. Las marchas y contramarchas nos dejan tan rendidos, que casi nos parece preferible entrar en acción a vagar por trochas y vericuetos. No sé qué es peor, si ir perdiendo poco a poco la vida, destrozada por la fatiga y el cansancio, o exponerse a que acabe todo de una vez. Si no fuera por tí y por mi pobre padre, ¡cuántas veces me hubiese decidido a ser el primero en un avance o el último en una retirada, para que me quitaran de en medio! Tú y mi padre me sostenéis, para vosotros vivo: el pobre viejecito necesita amparo; y contigo, ¡puedo ser tan feliz! No dejes de escribirme detalladamente lo ocurrido; tengo ansia de saberlo; pero, ¿cómo diablos has podido suponer que yo te engañaba? Tu carta está confusa, veo en ella mucho amor y mucho arrepentimiento, mas no me doy cuenta de lo que ha sucedido. Explícamelo todo.

De mi padre sé que continúa lo mismo, y esta es la noticia menos mala de las que me trae la última carta de Millán. De Leocadia, casi nada me dice; pero de la ambigüedad de sus palabras infiero que, o está loca, o ha perdido la vergüenza. Fácilmente comprenderás lo triste que será para mí hablarte de esto; pero entre tú y yo no hay ya secretos. Mayor pena me causa lo que me dice de mamá. Ignoro si Millán exagerará algo las tintas del cuadro, para que yo no abrigue esperanza y vaya acostumbrándome a la realidad; pero me parece absurdo lo que está pasando. Dice Millán que al otro día de salir yo de Madrid la mandó recado al convento, participándola dónde estaba mi padre, por si quería ir a verle, añadiendo que el pobre no hacía más que preguntar por ella: mamá repuso que ya se había curado de cosas terrenales y que no tenía más familia que Cristo y su divina Madre, pero que no se olvidaría de nosotros en sus oraciones. Ni preguntó cómo seguía papá, ni qué medicinas tomaba; en fin, nada. Añade Millán que ha enflaquecido mucho y que está muy desmejorada. ¡Pobre madre mía! No me hago ilusiones; no abrigo la menor esperanza de que llegue el caso: pero, si fuera preciso; si a mi madre la tocara Dios en el corazón y resolviera volver al lado de mi padre, te ruego, por las promesas que me has hecho y por lo que más quieras en el mundo, que la prestes ayuda, que la ampares y la protejas. Basta de esto: se me oprime el corazón como si me lo estrujaran. De mi hermano no sé una palabra: ignoro por completo su paradero.

¿A quién dirás que tuve el alegrón de abrazar ayer? A nuestro cartero; al fiel y nunca bien alabado Pateta, que está hecho un veterano. Dos días ha andado perdido por los montes, con otro compañero, después de ser sorprendido y derrotado el destacamento de que formaba parte. Cuentan cosas horribles. Desde el pajar de una casa, donde les escondió una buena mujer, vieron fusilar a un telegrafista. ¡Figúrate la impresión que sufrirían! Crueldades tan inútiles y sanguinarias como ésta, se cometen aquí muchas: en Madrid no tenéis idea de lo que es la guerra.

No creo que este ejército pueda tener grandes descalabros; pero lo que está sucediendo en otras partes, causa en nuestras filas un efecto tristísimo. El triunfo de Oristá, la victoria obtenida por Savalls en San Quintín de Besora, la muerte de Cabrinety, la toma de Igualada y el desastre de Albiol, en que nuestros prisioneros perecieron, muertos a bayonetazos, han envalentonado mucho al enemigo. Lo más irritante es que la guerra va tomando un carácter de ferocidad que espanta. Hay guerrilleros que entran a saco en los pueblos como en los tiempos bárbaros; que incendian, ultrajan a las mujeres y martirizan a los niños: uno ha rematado a los heridos con picos y azadas, y otro ha mandado arrancar a los jefes prisioneros tiras de carne en los brazos, simulando los galones del grado que tenían en el ejército. Asombra el número de curas que, hechos fieras, recorren los campos: los hay agregados a cuerpos o divisiones bien organizadas, y otros que, sin reconocer jefatura, van por donde quieren, cometiendo fechorías.

Ahora dicen que anda por estos contornos una partida con un cabecilla al frente, también cura, que acaso sea el autor del fusilamiento presenciado por Pateta. Si le pillamos, se divierte.

Basta de carta; no tengo tiempo para más. Escríbeme siempre que puedas y dime de mil maneras que me quieres: la última será la que me parezca más grata. Yo no dejo de pensar en tí, y si no me llamaras romántico, te diría que con tu amor llevo en el alma un amuleto. No tengo miedo a perderte. Hasta tu nombre me parece de buen agüero, y pienso, Paz de mi vida, que por tí se está batiendo media España. Pese a quien pese, serás mía. Adiós y recibe el cariño de tu amantísimo,

Pepe.»

XXXVIII

Fue una escena suelta que acaso no tenga jamás historiador, un episodio de aquel espantoso drama de la guerra, olvidado ante la magnitud de otras proezas.

Amanecía: el sol, como amante presuroso, arrancaba a la tierra su túnica de nieblas, y de entre las sombras rasgadas por el claror del día iban surgiendo las formas de las cosas.

Frente a los cerros que ocupaba la columna del ejército liberal aparecía, en una hondonada, el pueblecillo de Santa Cruz de Urquilezo, cerradas todas las puertas y ventanas de su miserable caserío de fachadas blancas, en cuyas vidrieras reverberaba la luz del alba, fingiendo llamaradas de incendio. Ningún hombre se veía por los pequeños espacios libres entre casa y casa que hacían el oficio de calles: todos eran voluntarios y estaban en el monte. En las cañadas cercanas no había ganado al regalo de la yerba.

Algunas techumbres despedían el humo de los hogares encendidos, indicando que allí permanecían los viejos, los chicos y las mujeres. Del río, que regolfando en las riberas serpenteaba entre prados y huertas, se desprendía un vapor gris, deshecho al menor soplo del aire, y la corriente mansa y negruzca pasaba silenciosamente por las presas de los molinos abandonados, como mofándose de las ruedas paradas. No se oían más ruidos que el rápido rozar del viento contra los penachos de los maizales, y a ratos sonar estridente de cornetas lejanas.

Como a un cuarto de legua detrás del pueblo se erguía Monte-Dalarza, impracticable a la derecha por una serie de ásperos peñascales y cortado a la izquierda por un tajo, con honores de sima, que lo separaba del resto de la sierra. Toda la ladera que hacía frente a los cerros aparecía surcada de trabajos de tierra, sin que desde la falda hasta cerca del picacho que coronaba la cumbre quedara en la vertiente un trecho de cien pasos en que no hubiera trinchera-abrigo, pozo de tirador o empalizada de cestones, para disparar a mansalva. En aquella posición, casi inexpugnable, se habían apostado varias partidas, fuertes de hasta cuatro mil hombres, decididas a defender el paso. Las quebraduras que tenían a su derecha eran inaccesibles, y el tajo de la izquierda absolutamente imposible de salvar. Aquella hendidura, labrada por la fuerza brutal de la Naturaleza, parecía angosta vista de lejos; mas de cerca, sus paredes, formadas por las aristas y angulosidades de las rocas, se apartaban, dejando en medio un vacío ancho y tenebroso, donde en confuso desorden iba hacinando el tiempo peñas rodadas, troncos caídos y malezas barridas por los vendavales. Nadie oyó nunca chocar contra el fondo del barranco la piedra allí lanzada, ni hubo jamás en la comarca quien se aventurase a explorar aquella cavidad oscura, más oscura según iba siendo más profunda, y de cuyos bordes el ganado se apartaba medroso.

No había más remedio que forzar de frente las trincheras de la falda de la montaña. El plan de ataque consistía en cañonearlas primero, sin disparar un tiro de fusil, y tomarlas después a la bayoneta cuando fuera posible calcular que la artillería había destruido las defensas y desalentado a los combatientes.

A poco de rayar el día comenzó la lucha, cuyos actores permanecían invisibles, unos tras las desigualdades de los montículos y otros tras los parapetos, construidos con tierra sacada de las zanjas donde se ocultaban. Primero se vio hacia la parte de los cerros, ocupados por los liberales, el humo de un fogonazo que rastreó como una nubecilla, y sonó un estampido: luego se oyó otro, y luego muchos más, hasta quedar las colinas cubiertas de un nublado espeso que tardaba largo rato en disiparse, mientras las cavidades de los montes devolvían en ecos temblorosos y roncos el tronar de la artillería. Las fuerzas carlistas contestaban débilmente al cañoneo: debían tener pocas piezas y de escaso alcance, porque sus tiros iban a estrellarse en un ribazo situado por bajo de los cerros, casi en la orilla del río, produciendo los cascos de granadas, al caer en el agua, anchos círculos de ondas que se estrellaban en las márgenes. Por fin, al cabo de una hora, comenzaron a notarse en la falda de Monte-Dalarza puntos negros e inquietos que semejaban hormiguero turbado: eran voluntarios carlistas que, viendo destruidas las trincheras bajas, subían apresuradamente a refugiarse en las altas. De pronto, cuando el cañoneo fue más recio, cayeron dos granadas por bajo de la sima, donde había una batería, y causaron tan horrible destrozo, que un instante después aquellos puntos negros fueron innumerables, distinguiéndose los grupos de hombres que ascendían a la desbandada por la vertiente, como reses perseguidas de cerca, en tanto que otros, menos, pero más tercos y valientes, arrastraban a brazo los cañoncejos para emplazarlos más arriba. Al poco rato sucedió lo mismo en el extremo opuesto, enmudeciendo las tres o cuatro piezas que hacían fuego desde la línea inferior de las trincheras. Los liberales siguieron disparando, y así trascurrió una hora. De pronto, de entre las quebraduras de los cerros, ocupados por el ejército, salieron dos columnas de tropa, destacándose las filas de pantalones rojos sobre el gris terroso del suelo. En seguida, dejando a su derecha el caserío de Urquilezo, bajaron a la carrera hasta la hondonada, y sin detenerse un momento emprendieron de frente la subida hacia las líneas de defensa, mientras la banda de cornetas tocaba paso de ataque.

 

El general había pedido voluntarios; y como el coronel del batallón de Pepe fuese el primero en ofrecerse con su gente, se le confió la operación, lanzándose las compañías al peligro, con sus jefes al frente, sin que la artillería dejara de hostilizar el reducto próximo a la sima. Cuando los soldados comenzaron a subir la falda de Monte-Dalarza, cesó el fuego de los carlistas: no querían desperdiciar municiones. El sol, que ya picaba, el calor, lo áspero del terreno y el cansancio de las pasadas marchas, entorpecían el acceso; pero, al cabo de media hora, las dos columnas llegaron casi al mismo tiempo a la primera línea de trincheras abandonadas, siguiendo el movimiento de avance: nadie tomó punto de reposo. Continuó la embestida y, ya estaban los más delanteros a corta distancia del reducto, cuando la línea terrosa que señalaba las trincheras altas desapareció de pronto tras una nube estrecha y larga, sonando el estruendoso fragor de una descarga formidable. Más de veinte hombres quedaron tendidos en las breñas: los demás, volviendo las espaldas, corrieron precipitadamente a la hondonada. De los caídos nadie se cuidó. Unos pedían agua, otros murmuraban nombres de mujeres; pero sus gritos fueron acallados por el rápido pisar de los que huían, brincando entre las matas y removiendo pedruscos que bajaban rodando hasta el barranco. Entonces, una batería Plasencia, de las situadas en los cerros, avanzó hasta emplazarse casi al alcance de los tiros contrarios, y disparó sin descanso contra las trincheras altas. Los primeros proyectiles cayeron bajos: luego, rectificada la puntería, su efecto fue terrible. Al mismo tiempo los fugitivos, rehechos y animados por sus jefes en la hondonada, dieron principio a la segunda embestida, siendo tan bravo y rápido esta vez el avance que, a pesar de otras dos descargas, las compañías, poco mermadas, llegaron cerca del reducto inmediato a la sima.

Merced a una quebradura del terreno, el ribazo donde estaba construido el reducto destacaba sobre el azul del cielo, y allí, por cima del parapeto de la obra de tierra, algunos soldados de los que subían vieron desde los primeros momentos de la acometida un hombre de elevada estatura y barba negra que, sable en mano, animaba a los suyos, yendo de un lado para otro, gesticulando y dando enérgicas voces, como si quisiera comunicarles su valor heroico. Pepe no le vio; pero Pateta se fijó en él y hubo un momento en que, interrumpidos los disparos carlistas, el gatera madrileño, que iba trepando cuesta arriba como una alimaña del monte, oyó clara y distinta la voz de aquel hombre que, agitando furiosamente el sable, gritaba a los de la trinchera:

– ¡Quietos ahora! ¡quietos, y luego tirar a los oficiales!

Su figura sobresalía del parapeto, destacándose sola y arrogante. Llevaba zamarra larga con cordonaje negro, faja morada y gorra pellejera. Pateta, según iba subiendo, le miraba con mayor tenacidad: de pronto, al reconocerle, soltó una palabrota y murmuró con ira:

– ¡El del fusilamiento!

Y rápidamente el pensamiento le señaló su verdadero enemigo. Por aquel y otros tales estaba él en la guerra, lejos de su novia. Se acordó del pobre telegrafista, no pudo contenerse y, afirmando bien los pies en tierra, se echó el remingthon a la cara e hizo fuego: sonó el tiro, y el cabecilla cayó, doblándose por las rodillas. Convencerse de quién era, sentir la tentación y disparar, todo fue uno.

– ¡Abur, amigo! – gritó al verle caer – y redoblando sus esfuerzos, llegó al reducto entre los primeros que lo asaltaron.

El carlista estaba tendido encima de un montón de alforjas. Sin duda se arrastró hasta allí para morir. Tenía el cuello atravesado por el balazo, y los dos agujeros abiertos por el proyectil manaban sangre: el sable estaba caído a pocos pasos, y él, con la mano izquierda, crispada y sucia, conservaba agarrado un trapito rectangular y blanco, sujeto a una cinta que le salía de entre las ropas del pecho. Pateta se acercó con medrosa curiosidad; pero al fijar en él los ojos, lanzó un grito de espanto y tendió en torno la mirada, horrorizado ante la idea de que se aproximara Pepe.

El muerto era Tirso.

Sus facciones no conservaban contracción de ira ni gesto de dolor; pero los ojos, vidriados por la muerte, indicaban todavía el tesón indomable de su alma, sin que bastaran a desfigurarle la barba crecida ni el semblante pálido por la hemorragia. Las líneas duras y angulosas de su rostro parecían suavizadas por la muerte, que imprimió en ellas una serenidad admirable, reflejo acaso de la conciencia satisfecha por el deber cumplido. No parecía caído entre los escombros de un reducto, sino sacrificado ante las gradas de un altar…

Lo primero que se le ocurrió a Pateta fue cubrirlo con arena, yerbajos y cuanto hallase a mano, porque Pepe, si se acercaba, no le conociera; mas le pareció escasa precaución. Entonces, desconcertado por la prisa, mientras las cornetas seguían llamándole con sus sonidos estridentes, soltó el fusil y, agarrando el cadáver por las manos, lo arrastró penosamente hasta dejarlo en el cercano extremo del reducto que daba junto al borde del tajo; luego volvió en busca del arma y, empuñándola por el cañón, empujó con la culata el cuerpo inanimado, que cayó al barranco arrastrando piedras y rebotando contra las aristas salientes de las rocas.

Un instante después, Pateta seguía trepando jadeante hacia la última línea de trincheras, ya vencidas, donde Pepe había entrado con su compañía.

Al rodear las tropas vencedoras el picacho de Monte-Dalarza, los facciosos huían cuesta abajo por la vertiente opuesta: ya no se escuchaban cornetas ni se oían disparos, turbando sólo el augusto silencio de los campos el triste relincho de un caballo herido y abandonado en la hondonada.

Por la tarde, mucho después de haber cesado el peligro, cuantos chicos había en el vecino pueblo de Urquilezo subieron a Monte-Dalarza, ansiosos de ver el sitio del combate, resonando su vocerío de rapaces traviesos donde poco antes tronaron los cañones. Los mayores miraban con semblante serio las huellas de la lucha; los pequeños, riendo alegremente, triscaban como cabritillos; todos iban buscando vestigios del paso de la tropa y mostrándose mutuamente las peñas donde chocó una granada, la tierra removida en el piso de las zanjas y el musgo manchado por la sangre; pero lo que más les regocijaba era recoger cartuchos vacíos. Uno se encontró en una trinchera un morralillo con un cantero de pan y medio chorizo envuelto en una carta. Por último, subieron todos hasta el reducto inmediato al precipicio, y con grande algazara inventaron otro juego. Reunidos en grupos, empezaron a tirar cantos a la sima. Unos escarbaban con palos para arrancar los pedruscos de sus terrosos alvéolos; otros, a fuerza de empujones, los iban acercando a la sima y, cuando conseguían dejarlos junto al borde del tajo, los impelían al abismo, gozándose en verlos desgajar raíces y partirse en mil trozos contra las paredes de roca. Se divirtieron mucho y, como ignoraban que en el fondo del barranco había un muerto, estuvieron largo rato acarreando piedras y terruños, que tiraban al precipicio con inocente furia. Hasta la puesta del sol no tornaron al pueblo.