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El enemigo

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XXXIII

La mañana en que Paz creyó ver demostrada la infidelidad de su amante, llegaron a Madrid noticias de lo mal qué iba la guerra para las armas liberales. El gobierno, queriendo ocultarlo, publicó en la Gaceta un parte, que solamente hablaba de pequeñas partidas alzadas en Galicia; pero los periódicos, suplementos y extraordinarios dieron la voz de alarma; con lo cual la sorpresa de la corte fue tan grande como inconcebible estaba siendo su apatía. Cuando la capital se enteró de que los voluntarios del Pretendiente, organizados en divisiones y cuerpos, podían hacer frente a las tropas, nadie dejó de convenir en que era necesario hacer un esfuerzo supremo. En los casinos, cafés y clubs, hasta en los corros de las calles se notó en el centro del día esa efervescencia síntoma de la inquietud popular. Todo el mundo estuvo conforme, se vociferó, se acusó de débil al gobierno, de carencia de disciplina a los soldados, de falta de pericia a los jefes… y por la tarde todo Madrid se fue a los toros.

Se lidian ocho del Duque en corrida de beneficencia. Hora y media antes de la fiesta comienza a romperse la línea de vehículos tendida entre la Puerta del Sol y las Calatravas. Los mayorales, que han pasado la mañana reunidos en grupos, liada al braza la tralla, fumando y escupiendo por el colmillo, mandan noramala a las desharrapadas mozuelas que, con el décimo de la lotería en la mano y la hez del idioma en los labios, van de uno en otro ávidas de piropos soeces; cada hombre se coloca en su puesto, y empieza a oírse el grito tentador:

– ¡Eh, arriba! ¡a la plaza!

Al principio los coches se llenan sin grandes apreturas, arrancan primero los mejores, ómnibus enormes y seguros breaks de forma extranjera ya españolizados, con suertes del toreo pintadas en portezuelas y cajas; después, a falta de los buenos, la gente toma por asalto los que van quedando; jardineras con las ballestas rotas y mal encordeladas, tartanas quebrantahuesos y ómnibus pequeños, de aquellos viejos que años antes iban a dos riales al patíbulo, todos tirados por mulas y caballos trasijados que ostentan en el pescuezo collarones a la jerezana pagados con la escatima del pienso, sin que su pobre costillaje ponga lástima en el corazón de la chulapería, ávida de empezar a varazos.

– ¡Eh, arriba, cabayero!

– ¡Señorito, a la plaza!

Un poco más tarde llegan por las bocacalles y pasan rápidamente, tirados por hermosos brutos, los carruajes de los ricos y sus parásitos, mostrando la gente adinerada afán de imitar al pueblo en la manera de vestir. Los hombres van de americana y pavero; las mujeres con flores puestas en el pelo a lo gitana, luciendo unas la mantilla de blonda blanca y otras la de casco de color con sedosos madroños negros, que sombrean dulcemente la cara. Corren los simones, insultándose los cocheros de pescante a pescante sobre cuál pugna por adelantarse, y a las ventanillas asoman entre bocanadas de humo, ya el rostro moreno y bigotudo del madrileño de los barrios bajos, ya la carnicera rumbosa cargada de joyas anticuadas, que ciñe a sus hombros el rico pañolón de colores brillantes. Al trote de un rocín miserable, y con el mono sabio a la grupa, va el picador, cuyas formas atléticas contrastan con el tipo enclenque de algún señorito que sirve de cochero a su lacayo; y en potros inquietos que bracean con fuerza van el chalán que deja la bestia en un merendero durante la corrida, y el alguacilillo vestido como los que aborreció Quevedo. Entre los de a pie, que continuamente se desvían de la acera para tomar corriendo los primeros ómnibus que vienen de retorno, marchan confundidos el gatera que con mil trabajos, ninguno limpio, reunió el precio del tendido, el hortera endomingado, el estudiantillo que parodia en el vestir al elegante rico, la modistilla engalanada con el trabajo de sus manos, y algún que otro viejo ávido de censurarlo todo echando de menos los calesines y las majas del tiempo del rey neto. A pie van también la chula y su amante, ella orgullosa, él celoso, haciendo ambos mutua ostentación de sus personas: el mozo con calzado de lo fino, pantalón ajustado, pavero y chaquetilla de pana: la chica con el cabello ensortijado, un peinecillo en cada rizo, pañuelo de seda caído sobre la espalda porque no oculte lo primoroso del peinado, y sobre los hombros el gran mantón de Manila que se empeña en los apuros, y por entre cuyos largos flecos asoman a cada paso dé su graciosísimo andar los bajos limpios y los pies chicos. Como ella lleva los ojos lucientes de malicia y la boca rebosando picardía, los señoritos la miran con codicia, y entonces el chulo, porque vean que la muchacha es suya, la requiebra con insolencias que ella estima como madrigales dulcísimos.

En landó de alquiler va una familia extranjera mirando a todas partes ansiosa de color local, armada de paraguas y gemelos; y en su victoria, alta la frente y provocativa la mirada, descuella la hermosura alquiladiza de alguna pecadora que, al sentarse en delantera de grada, será acogida con expresivo vocerío. De pronto todos miran hacia un mismo sitio. Entre el confuso tropel de carruajes pasa una carretela donde lleva un matador a sus peones: en el pescante el criado muestra con orgullo los estoques y el lío de capotes, los diestros sonríen serenos, el sol arranca destellos a los bordados de las chaquetillas, la escolta de granujas forcejea por subirse a la trasera, y al desaparecer el coche deja tras sí un murmullo de admiración jamás inspirada por los hombres que mejor sirvieron a la patria… Luego cesan poco a poco el cascabeleo y los trallazos, hacia la Puerta de Alcalá se divisa una larga fila de simones que vuelven con el se alquila puesto, y la calle recobra su aspecto normal. Al anochecer, la gente que sale de la plaza marcha de prisa, como espoleada por el hambre, y hasta en los barrios más apartados empieza a oírse el pregonar de los periódicos taurinos, recién impresos y húmedos, que son un mentís para quien tache de poco activa a nuestra raza.

El mismo día y a igual hora, la calle de Atocha presentaba distinto aspecto. Las tiendas estaban cerradas, no había estudiantes en la entrada de San Carlos, ni corros ante las tabernas, ni chicos jugando en las socavas de los árboles. En el largo trecho comprendido entre la plaza de Antón Martín y la fuente de la Alcachofa, apenas transitaba gente; los balcones estaban cerrados, como si el sol y la fiesta hubieran arrancado a todo el mundo de su casa; no se oían más ruidos que el lento campanilleo de algún carro y el silbar entrecortado y rápido de las locomotoras que maniobraban en la estación del Mediodía.

De pronto se escuchó a lo lejos sonar de cornetas cada instante más fuerte, y en seguida rumor de música militar que se venía aproximando. Después, en el repecho que forma la calle ante el Hospital, apareció un batallón de los acuartelados cerca de los Doks, que se dirigía a la estación del Norte. Primero se distinguieron, desde lo alto de la cuesta, la escuadra de gastadores y el grupo que formaba la banda, en cuyos instrumentos de cobre reverberaba la luz reflejos vivísimos: luego se vio venir la ancha columna formada por la tropa, sobre cuya oscura masa lucían las bayonetas heridas por el sol.

Iban en traje de marcha y con todos los arreos de campaña: bota al cinto, ros enfundado, manta liada al cuerpo, y a la espalda morralillo, en cuya blanca tela destacaba limpia y bruñida la tartera para el rancho: en los pies alpargatas, levantada en el empeine la polaina para facilitar el paso, y recogidas en el correaje las puntas del capote, dejando ver los pantalones rojos, que se movían acompasadamente por filas como miembros de una máquina viva. Al sonar cercanos los ecos de la banda se abrieron algunos balcones, asomándose las muchachas privadas de salir, los ancianos y niños faltos de quien les llevase a paseo, y por las bocacalles inmediatas vinieron a escape enjambres de chicos, que con gran algazara y vocerío corrían unos a ponerse junto a la escuadra de gastadores, otros a rodear la charanga, acompañándola buen trecho, hasta que al cabo de un rato se volvían hacia sus casas, temerosos de reprimenda o paliza. Aparte la gritería de los muchachos, el batallón subió toda la calle sin que se escuchara a su paso murmullo de simpatía ni rumor de cariño: sin un viva. Sólo un hombre desharrapado dijo, mirando lo tristes que iban los soldados:

– Van al Norte… ¡Pobrecitos!

Y una criada de servir fresca y guapetona, contemplándolos como si fueran pedazos de su alma, añadió:

– ¡Dios os dé buena muerte!

No sabía el pueblo despedir a los suyos de otro modo.

Luego que el batallón pasó, la calle volvió a quedar casi desierta, huérfana de animación y ruidos: durante unos minutos continuó oyéndose cada instante más débil el sonar de las trompetas, se cerraron los balcones y tornáronse los chicos a sus juegos.

La tropa debía subir toda la calle de Atocha y atravesar la Plaza Mayor, dirigiéndose por la calle de Bailén y el paseo de San Vicente a la estación del Norte, pero entre la plaza de la Bolsa y la Concepción Jerónima halló cortado el paso por una ancha zanja que los braceros de la villa habían hecho para colocar cañerías. Fue preciso variar el itinerario y bajar por la calle de Carretas a tomar la del Arenal. Cuando los soldados atravesaron la Puerta del Sol, nadie les hizo caso. La escena fue rápida y triste: a una parte alegría, voces, trallazos y ómnibus tomados por asalto: al otro lado, el batallón desfilando entre dos hileras de vagos, vendedores y curiosos. El jefe miró con desprecio a las turbas; y Pepe, que iba como alférez en su puesto, pensó que acaso tuvieran razón los que dicen que el pueblo es indigno de la libertad.

XXXIV

Había trascurrido un mes desde que salió Pepe de Madrid. Engracia, conocedora de la estrecha amistad que existía entre él y su amante, cuidaba cariñosamente a don José, quien viéndose bien atendido se acordaba poco de los suyos. En la Limosna de la luz, doña Manuela fue ascendida de vigilanta a inspectora, gozando más sueldo y mejor habitación en el domicilio de la hermandad, y a Leocadia se le adjudicó la plaza que dejó vacante su madre, favores que ambas recibieron de la Condesa de Astorgüela, cada día más esperanzada en el éxito de la misión que confió a Tirso. Éste, lejos de hallar atractivo en la vida cortesana, iba sintiendo hastío de ocuparse en empresas inferiores a las que soñó su entusiasmo. Enviado a Madrid como agente de los elementos que impulsaban la guerra civil – causa que le parecía justísima – cumplió su misión y recibió orden de esperar: luego, por procurarse recursos, y al propio tiempo por deseo de contribuir de algún modo al triunfo de sus ideas, pronunció sermones que le dieron cierta notoriedad y admitió el cargo que disfrutaba en las Hijas de la Salve; pero ni bastaban a satisfacerle los elogios de las sacristías, ni le sonreía la idea de haber dejado su curato para ser capellán de monjas. Todo aquello le parecía mezquino; no había él salido de su retiro para tan miserables empeños. En un principio le preocupó bastante la impiedad que devoraba a su familia, pero este mal estaba ya conjurado en gran parte. Respecto a la negociación que le confió la de Astorgüela, también imaginaba haber conseguido lo principal, que era provocar el apartamiento entre Paz y su novio: el resto, otro lo haría. La estancia en Madrid comenzaba a serle desagradable, pues nunca imaginó servir a la buena causa en pequeñeces y menudencias, sino en lo más importante y principal, que era agotar todos los medios capaces de levantar el país contra los gobiernos revolucionarios, perseguidores de la Iglesia. En tal disposición de ánimo se hallaba cuando le mandó llamar la de Astorgüela y, recibiéndole en la misma habitación que la vez primera, celebró con él una entrevista, en que acaso se dibujaron dos tendencias de un mismo partido y en que Tirso halló ocasión de manifestar brava y noblemente sus ideas.

 

La de Astorgüela, sentada en una gran butaca, vestida con severa sencillez y expresándose siempre con dulzona amabilidad, recordaba algo las figuras de aquellas mujeres influyentes en la política francesa del siglo XVII de quienes cuentan raras cosas las crónicas: diríase la querida de un cardenal recibiendo a un clérigo provinciano. Tirso estaba menos cohibido ante ella que en su primera visita, porque ya se habían hablado algunas veces en las juntas de la hermandad.

– ¿Sigue Vd. contento en Madrid? – le preguntó la Condesa, indicándole que tomara asiento.

– Trabajo no falta, y algo me distrae; pero mi situación va siendo anómala, y esto me desagrada bastante.

– Estamos, sin embargo, muy satisfechos de Vd.

Aquél estamos sonó mal en los oídos de Tirso: juzgaba que la debía agradecimiento por el apoyo que le dispensó; pero fuera de lo referente a la hermandad, no reconocía en ella autoridad para aprobar o condenar sus actos, molestándole lo que alardeaba de su influencia en asuntos políticos que se rozaban con la Iglesia.

– Pues, señora, en realidad no tengo grandes motivos para estar contento, aparte las atenciones que he merecido de Vd. Yo vine a Madrid para una cosa… y estoy sirviendo para otra. Llegué aquí con una misión delicada… honrosa por el peligro que entrañaba… y estoy casi convertido en capellán de monjas. Harto sabe Vd. que mi propósito era ayudar más eficazmente a lo que todos deseamos.

Ella entonces, por darle a entender que no fue llamado para manifestar sus deseos, sino para cumplir los ajenos, varió el rumbo de la conversación.

– He dicho a Vd. que su conducta merece elogio, y así es, efectivamente. Según mis noticias – y ya sabe Vd. que todo lo averiguamos cuando es cosa de interés – la señorita de Ágreda ha reñido con su hermano de Vd., o mejor dicho; están en absoluto cortadas las relaciones entre ambos, y esto a Vd. se le debe.

– Hice lo que pude, sin que me costara gran trabajo. Me bastó decirla que Pepe frecuentaba la casa de otra mujer. Después, su propia impaciencia… los celos hicieron lo demás. Debe ser una niña nerviosa…

– Enamorada – le interrumpió la Condesa. – ¡Pobre criatura, da lástima!… Pero lo hecho no basta.

– Cuando pase más tiempo…

– Ni su padre, ni ninguno de los que la rodean, conoce la causa de su abatimiento: creen que está enferma. Hay que apurar más las cosas, no despreciar los momentos, influir en su ánimo. De lo contrario, puede verificarse en ella una reacción y, cuando queramos acudir, tal vez sea tarde.

– Yo no he vuelto a verla, ni hallo pretexto para ello.

– Hay que buscarlo; porque pasada esta primera impresión de amargura, quizá sea difícil lo que pretendemos. Está muy triste, muy abatida, pero no tiene trazas de pensar en religión ni en cosa que lo valga.

– Con el carácter de esa niña, considero expuesto a un fracaso todo lo que sea querer precipitar los acontecimientos.

– Pues es preciso. Reflexione Vd. despacio sobre el asunto, que es de gran importancia para la casa… y para Vd. Además; ese hermano, que tan violentamente se ha portado con Vd....

En esto hizo el cura ademán de querer hablar; mas la Condesa, acostumbrada al trato de gentes tan fanáticas como él, pero menos honradas, cometió la imprudencia de completar su pensamiento, diciéndole:

– Piense Vd. también un poco en su propio interés. El asunto es muy importante para la hermandad, que tiene gran influencia; porque estos revolucionarios son tontos. Sólo entre las colegiatas de León y Toledo hay ahora cinco prebendas vacantes. ¡Imagine usted qué puesto tan hermoso para trabajar en pro de lo que todos deseamos!

Altiveciose entonces Tirso, se puso en pie como si su asiento tuviera un resorte que le impulsara y, ofendido, trémulo de ira y de vergüenza, repuso, sin disimular el enojo:

– Señora, ni sabe Vd. lo que dice, ni a quién se lo dice. Yo no soy cura cortesano, ni clérigo palaciego, ni he venido aquí para medrar de mala manera…

– ¡Señor Resmilla!

– ¡Francamente, señora Condesa! No sirvo para tales cosas. Hasta me arrepiento de lo que he hecho. Disponga Vd. de mi plaza de capellán para los que aceptan tales ofertas. Aquí todo es mezquino. Estoy de estas pequeñeces hasta por cima de los pelos. Daré por la fe hasta la última gota de sangre; pero para pagarme no hay dinero… ¡Ni que me hicieran Papa! Es cien veces más noble irse al campo a que le rompan a uno la crisma.

La de Astorgüela, absorta y desconcertada, no desplegó los labios: Tirso cogió su teja negra de la silla en que la había dejado y añadió bruscamente:

– Adiós, señora.

Sólo al caer tras el cura el pesado cortinón que cubría la puerta de la lujosa sala, se sobrepuso la dama a la sorpresa que le causó tamaño arranque de honrado fanatismo.

– ¡Bah! Es un puritano inútil. Otro lo hará…

Dentro de las veinticuatro horas siguientes, las Hijas de la Salve supieron que el más moderno de sus capellanes se había marchado sin despedirse de nadie, haciendo antes renuncia de la plaza que desempeñaba. Doña Manuela y Leocadia fueron las últimas en enterarse de lo ocurrido. La hermana portera no pudo decirlas sino que la víspera vio hojear a Tirso un indicador de ferrocarriles; que, vestido de paisano, salió en persona a buscar un coche de punto y que, ayudando al simón a levantar su baúl, dijo:

– A la estación del Norte.

XXXV

Sobre los campos, devastados por la guerra, comenzó a brillar la luz de un nuevo día: hacia la parte de Levante el aire se arreboló cual si la atmósfera se incendiara, y las estrellas, ofuscadas por el sol, se borraron del cielo. En torno de Ayartiaga no se oía más que el estridente rodar de alguna carreta mal engrasada y el apacible silbo del viento, que se complacía en cimbrear suavemente las cañas de los maizales, fingiendo oleadas entre el verdor de los cerros. El pueblo, formado por dos líneas de pobrísimas casas tendidas a lo largo de la carretera, no había despertado aún. La iglesia, que apartándose del trato de las gentes se elevaba a corta distancia del camino, estaba cerrada, y en torno de la cruz que servía de coronamiento a su veleta revoloteaba una bandada de pájaros. En el camino, húmedo y barroso por la lluvia tenaz que cayera dos días antes, se veían innumerables huellas de herraduras y de pesadas llantas. A la entrada del lugar, algunas tapias medio derruidas y varias fachadas conservaban señales de balazos: en un cerro cercano se divisaba tierra removida, piedras hacinadas como para formar parapeto, restos de una cureña rota, varios radios de una rueda quemada en una hoguera, cuyas cenizas aún no había esparcido el viento, y un par de sacos, acaso olvidados en la fuga. El lodo, apenas endurecido, estaba lleno de pisadas, y un frondoso grupo de castaños que había en la falda del montículo tenía, a trechos, rotos y astillados los troncos, en torno de los cuales caían desgajadas algunas ramas con las hojas ya mustias. A dos kilómetros de las primeras casas del pueblo, una serie de montones de escombros indicaba el lugar donde estuvo la estación del ferrocarril. No se veían en derredor más que maderas carbonizadas, herrajes retorcidos por el fuego y planchas de zinc medio roídas por las llamas: una fila de piedras blancas, fijas en el suelo, designaba el trazado del andén, y los huecos de los durmientes y traviesas arrancados marcaban el trayecto de la vía. De las oficinas y almacenes no se conservaban en pie sino un piso casi derrumbado y algunas paredes ennegrecidas, en una de las cuales habían quedado intactos dos o tres cuadritos, con fotografías malas, y un impreso en papel amarillo, con las horas de entrada y salida de los trenes. Junto a la valla que cercaba el perímetro de la estación había una casucha, destinada a cantina, sin el menor deterioro, quizá por ser propiedad de un realista: tenía la puerta cerrada y, sobre ella, se veía este bando allí pegado algún tiempo atrás, manuscrito, con la tinta corrida y el papel humedecido por los aguaceros:

DIOS – PATRIA – REY Comandancia general de Guipúzcoa. – Como comandante general de esta provincia, nombrado por S. M. Don Carlos VII de Borbón y de Este (Q. D. G.); teniendo que emprender un movimiento general que libre a España de la esclavitud en que la tiene un extranjero, hijo del carcelero del Papa, el inmortal Pío IX:

Considerando que la circulación de los trenes y las comunicaciones telegráficas son el arma más poderosa con que un ateo gobierno cuenta, he creído conveniente ordenar lo siguiente:

Artículo 1.º A las seis horas de recibir esta mi comunicación, deberán quedar desocupadas y cerradas todas las dependencias de la vía que están a su cargo.

Art. 2.º Pasadas las seis horas, serán hostilizados todos los maquinistas que conduzcan trenes y fusilados todos los empleados que sean aprehendidos en el servicio de la vía férrea, previa identificación de sus personas, convicción de la falta de cumplimiento a esta mi orden y después de recibir los auxilios espirituales.

Art. 3.º Trascurridas las seis horas, principiará el deterioro en la vía, cuya indemnización jamás podrá tener la empresa derecho a reclamar.

El que sea católico español ante todo, obedezca mis órdenes, si es que ama a su patria y no desea sumergir en llanto y luto a su familia y a las de sus dependientes. – Lo que comunico a Vd. para su conocimiento y demás exacto cumplimiento. Dios guarde a Vd. muchos años. Campo del Honor 6 de Enero de 1873. – El Brigadier comandante general de la provincia, Antonio Lizárraga y Esquirós.»

Al despuntar la mañana, en una de las casas del pueblo se abrió el portón del corral y, precedidos de una mujer, salieron al campo dos soldados de infantería con el uniforme despedazado y sucio: uno de ellos llevaba fusil, y el otro iba sin armamento. Llegaron la víspera, medio aspeados y fugitivos del combate que se trabó en las cercanías, donde a la entrada de un valle fueron sorprendidas y desbaratadas tres compañías del ejército, y aquella mujer, movida de una conmiseración desusada en las circunstancias por que atravesaba el país, les dio albergue durante la noche; pero sabedora de que en otro pueblo no muy distante había guarnición de tropa, les indicó de madrugada el camino que debían seguir hasta incorporarse a ella. Cuando llamaron a su puerta maltrechos, hambrientos y rendidos, les admitió a condición de que, para no comprometerla, saldrían de su casa con el primer claror del día; así que, al rayar el alba, ellos, sin esperar a que les llamase, se levantaron del montón de hojas de maíz que les sirvió de cama y con rudo lenguaje dieron gracias a su compasivo huésped, que les despidió diciendo:

– Sois guiris: ¡no importa! Yo también te tengo hijo, pues, con general Andéchaga, valiente. ¡Dios proteja todos!

 

Indicoles en seguida de nuevo la dirección que habían de tomar, y ellos, según el consejo recibido, anduvieron un buen trecho por la carretera, y luego, al llegar a una bifurcación, torciendo hacia la izquierda, se internaron por un camino vecinal.

– Por aquí debe de ser, Pateta – decía el más joven. – Esta es la casa abandonada de que nos habló: adelante, todo derecho. Tres horas de fatiga y estamos en salvo… por ahora.

El que así habló era un muchacho alto, moreno, nervudo y fuerte, con tipo de castellano viejo. Tenía los pies doloridos y andaba penosamente. Pateta estaba desconocido. El gatera madrileño, de aspecto endeble, se había robustecido con el aire del campo. Llevaba raído el uniforme, sujetas las alpargatas una con cinta y otra con tomiza, y puesta sobre el capote una manta de color indefinido, en cuyos pelos habían quedado prendidas briznas del maíz seco sobre que pasó la noche.

– ¡Trae el fusil, modrego, que no pués con tu alma! – dijo de pronto a su compañero, viéndole anhelante y fatigoso.

Habían llegado a un cerro desde donde se divisaba gran extensión de tierra, cuando de pronto Pateta, extendiendo un brazo para señalar lo que creía descubrir en una hondonada, a larga distancia, dijo, con el rostro demudado:

– ¡Mecachis! chico, ¿qué es aquello?

– ¡Gente! – repuso lívido el castellano viejo. Son dos a caballo y muchos más a pie.

– ¿Qué hacemos?

– Volver pies atrás. Mira, el camino sigue sin un marrano árbol y al descubierto. Si nos ven, nos revientan. Correr lo que podamos, y esa mujer nos esconderá… si no, ¡sea lo que Dios quiera!

Por entre barrizales y breñas, a campo traviesa y buscando las enramadas para mejor ocultarse, desandaron en quince minutos el camino que habían recorrido en media hora. Cuando jadeantes como perros llegaron al portón del corral, la mujer que allí estaba partiendo leña, con solo mirarles al rostro, adivinó lo que les había pasado. No salió fallida la esperanza de Pateta. Un instante después él y su compañero estaban ocultos en el anchuroso pajar, lleno de liazas, aperos de labranza y montoncillos de semillas, que ocupaba toda la parte alta de la casa.

– ¡Estamos en salvo!

– Gracias a que hemos venido por ahí detrás, que por la carretera ya nos habían atisbao. ¿Cómo tienes las patas?

– Chico, ahora muy mal; pero mientras veníamos corriendo, casi no las sentía.

Como la casa estaba situada a la entrada del pueblo y era de las más altas, desde los ventanillos de ambos lados del pajar se veían, hacia una parte la larga línea de la carretera, que iba a perderse en una curva sombreada por robustos nogales, y en opuesta dirección la pequeña esplanada que había ante las ruinas de la estación del ferrocarril. Pateta miraba por uno de estos ventanucos, ocultándose tras unas ristras de mazorcas que colgaban de la techumbre, y por otro su compañero, que resguardaba el cuerpo con un haz de leña menuda.

– Venían hacia aquí, ¿verdad?

– ¡Claro!

– Lo malo será si se detienen y se alojan.

Ninguno se atrevió a seguir haciendo conjeturas, seguros de que el alojamiento de aquella partida en el lugar podía ser su perdición.

Cerca de una hora llevaban de angustiosa impaciencia, y ya iban con la tardanza esperanzándose de que el grupo de gente armada hubiera tomado otro camino, cuando Pateta lo vio aparecer en la curva de la carretera. Delante venían tres hombres a caballo: dos con boina en la cabeza, el tercero con gorra pellejera, y detrás de ellos, en confuso desorden, hasta doscientos hombres, equipados diversamente, pero con buenas armas, y el mayor número con boina blanca.

– Traen uno cogido. ¡Pobrecito! – dijo. Pateta, oprimiendo maquinalmente el fusil.

– ¡No seas bruto! ¡Si es inútil! – respondió su camarada, adivinándole los pensamientos.

– No, si ya lo sé; pero me están saltando los dedos.

Detrás de los tres individuos que, montados en fuertes caballejos, parecían jefes de la partida, venía maniatado a la espalda un hombre, como de treinta años, de barba negra, muy moreno, con un pañuelo liado a la cabeza y mal arropado con un capote pardo de los que usa el personal subalterno de ferrocarriles. Era un telegrafista de la estación cercana.

– Es uno del tren.

– ¡No chistes!

– ¡Calla! – dijeron al par los dos soldados; y como en aquel momento la gente de la partida pasaba ante la casa, Pateta cruzó de puntillas el desván, yendo a colocarse junto al ventanuco del lado opuesto, que daba frente a la vía férrea, atemorizado con el terror de lo que imaginaba. En el instante de tender Pateta la mirada hacia la valla de la estación, hacía allí alto la partida.

– Pinchi, ¡mira qué facha más rara tién los cabeciyas!

Uno de los tres jefes les llamó en particular la atención. Era un hombre alto, de color cetrino, facciones angulosas y barba negra muy cerrada. A menor distancia, con seguridad Pateta le hubiera conocido en seguida. Llevaba gorra pellejera, larga chaqueta azamarrada con grasientos alamares negros, pantalón de pana y botas blancas de montar, con recias espuelas de hierro; pendiente del cinto un sable, y entre los pliegues de la faja morada y burda asomaba la culatilla de un revolver de reglamento. Ni en las mangas del chaquetón ni en parte alguna del traje usaba el menor distintivo; pero, en cambio, su caballo era la mejor de las tres bestias. A juzgar por los ademanes que hacía y la respetuosa atención con que los otros le escuchaban, debía ser el que acuadrillaba la partida.

Lo que pasó luego fue horrible crueldad. El prisionero entró en la caseta, custodiado por cuatro números, y tras él entraron los tres hombres que iban mandando a los insurrectos. Algunos campesinos y labriegos del lugar, viejos en su mayor parte, que habían acudido por curiosidad, fueron alejados con modales bruscos por la gente armada; y como volviesen en mayor número, se dio orden de despejar la plazoleta. Pasada media hora salieron los cabecillas, dejando al prisionero encerrado y custodiado por los cuatro defensores del altar y el trono. Los tres caudillos, alejándose a cierta distancia de sus subordinados, conversaron breve rato: uno discutía acaloradamente, como quien defiende su opinión con viveza; pero el de la zamarra y el otro, que debían estar de acuerdo, se mostraban inflexibles. Pateta y el castellano viejo temblaban, presintiendo que iban a presenciar algo espantoso. De pronto el hombre que parecía compartir la opinión del jefe se apartó unos cuantos pasos, dio orden de formar, mandó sacar el prisionero y dispuso que, rodeado de un piquete, fuese conducido hasta los ruinosos y calcinados paredones de la estación, junto a la valla en que estaba fijado el bando prohibiendo la circulación de trenes. Allí, sin desatarle las ligaduras de las manos, le hicieron arrimarse a la tapia: el infeliz dijo algunas palabras, pero Pateta y su camarada no pudieron oírle. Obedeciendo a las voces de mando que dio el oficial, avanzaron cinco números y, colocados a unos cuantos pasos del desdichado, le apuntaron dos a la cabeza y los tres restantes al pecho. Después, el múltiple y desigual estampido de los disparos atronó el aire, y al disiparse el humo de la descarga se vio el cuerpo inmóvil y tendido de bruces en el suelo. La cal de la pared, ennegrecida por la humareda del incendio, quedó jaspeada de manchas rojas, y rodeando al cadáver apareció un charquillo de sangre, que la tierra empapó rápidamente, cual si quisiera borrar el crimen de los hombres. En seguida el piquete se alejó, dejando allí dos individuos, en tanto que otra pareja iba al pueblo para ordenar que fuese sepultado el muerto. Lo que siguió ya no pudieron verlo los del pajar.