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El enemigo

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– ¿De verdad me quieres?

– ¡Ojalá estuviera tan cierto de que llegarás a ser mía como lo estoy de mi cariño!

Ella se quitó entonces un anillo de oro que llevaba entre otras sortijas, y poniéndoselo a Pepe, le dijo, con la leal franqueza de quien entrega el alma:

– ¿Entiendes? Tuya para siempre.

Y él, sujetándola las manos, selló el desposorio con un beso más dulce que la mejor palabra. Después se separaron, sin más frases ni promesas, seguros del porvenir, dejándose cada cual su albedrío cautivo en la voluntad del otro.

XXV

Según Paz mostraba por lo enamorada mayor empeño en salvar la distancia que les separaba, más parecía obstinarse la adversidad en desunirlos, colocando a Pepe en peores circunstancias.

Cierto caballero influyente en la comisión de gobierno interior del Senado, que había menester una plaza vacante para uno de sus protegidos, supo que Pepe era hermano del clérigo autor del sermón censurado por la prensa y, sin otro motivo, logró que le dejaran cesante. En vano procuró don Luis de Ágreda su reposición: hiciéronle buenas promesas, pero no obtuvo resultado; y como la pérdida del destino representaba en casa de Pepe una falta de diez y ocho duros a fin de mes, la escasez mal disimulada fue degenerando en franca e irremediable pobreza. Además, el desorden que causaba doña Manuela con el olvido de todo lo casero era cada día mayor: la misa por la mañana, las Cuarenta Horas y vela por la tarde, el hacer o escuchar lecturas piadosas y el quedarse medio dormida en una silla, a lo cual llamaba pomposamente meditación, no la dejaban tiempo para nada. La cena, hecha con prisas al volver de la iglesia, unas veces era mala, otras peor y, si Pepe, a causa del trabajo de la imprenta, no venía temprano, doña Manuela, Leocadia y Tirso, en vez de acostar al pobre viejo, se ponían a rezar el Rosario y la Letanía con alguna oración de añadidura, como preces por los herejes o acciones de desagravios; con todo lo cual quedábase don José preso en la butaca junto a las vidrieras del balcón, mirando pasar gente, viendo encender faroles y aumentar las sombras, sin oír palabra que le distrajese ni frase que le consolara. Ni siquiera se acordaban de cubrirle las piernas con una manta; así que, al ir a moverle de la butaca, solían encontrarle frío, como entumecido. Si pedía que le comprasen periódicos, nunca faltaba excusa: los pocos cuartos antes invertidos para entretenimiento del enfermo en suplementos y extraordinarios, iban a parar ahora al cajón de las ánimas, débil compensación, a juicio de Tirso, de lo gastado en regocijarse con noticias contrarias a la buena causa. Además, del armario en que estaban faltaron varias obras que don José estimaba en mucho, por ser de esas que proporcionan el doble placer de recordar el tiempo en que se leyeron y afirmar las ideas que inspiraron: desaparecieron de la casa una Historia de las Cortes de Cádiz, la anónima del Reinado de Fernando VII, las Cartas a Lord Holland, de Quintana; una continuación al Mariana, escrita por Eduardo Chao; los Recuerdos, de Alcalá Galiano y otro de Toreno. El expurgo debió ser cosa de Tirso, y también la elección de cuatro o seis libracos que, en sustitución de aquellos, tomó doña Manuela, como el Método práctico para hablar con Dios, del jesuita Franco; el Verdadero Sufragio universal, o sea Pío IX y sus bodas de oro; el Interior de Jesús y María, el Águila real, pelicano amante, historia panegírica del ínclito San Agustín, y el Despertador del alma descuidada en el negocio máximo de su salvación.

Otra obra tomó Tirso, guardándola para leer a solas; pero como Leocadia le sorprendiera varias veces con ella en la mano, entró en curiosidad y, observando que metía el libro en el cajón de la mesita de su alcoba, que tenía llave muy chica, intentó y consiguió abrirlo con la de su costurero.

El deseado volumen decía en la portada:

Mechialogía; tratado de los pecados contra el sexto y noveno mandamientos del Decálogo, y de todas las cuestiones matrimoniales, seguido de un compendio de embriología sagrada (obra para el clero), por Debreyne. Muchas de sus páginas, y párrafos de otras, estaban en latín, y lo escrito en castellano cuajado de palabras incomprensibles para Leocadia; pero algunas frases que malvelaban lo que debe ignorar la doncellez, excitaron su curiosidad. Aquello era un conjunto de definiciones de pecados horribles, por ella nunca imaginados, descripciones de vicios asquerosos a su castidad desconocidos, alusiones a hechos absurdos, y advertencias estúpidas para precaver los delirios de la más corrompida torpeza. El ansia de rebuscar pecados no respetaba la ignorancia de la virgen ni la conciencia de la esposa, y los hechos más naturales e inocentes de la vida servían de base a reflexiones que excitaban groseramente los sentidos. Aquel libro buceaba en la conciencia humana ávido de espectáculos repugnantes, y al hallarlos se deleitaba en su análisis, como larva de corrupción que se revuelca entre la podre: mal disfrazado, con frases piadosas y tecnicismos médicos, cuanto en él había era perversión de lujuria. Unas cosas leyó Leocadia con deseo de adivinarlas, otras con asco de entenderlas: hubo frases que cayeron sobre su pureza como cieno sobre nieve: luego, asustada, dejó el tomo y cerró el cajón, sintiendo al apartarse de allí una emoción intensa de pudor ofendido. La flor huía con asco de la babosa. Pero le quedó al libro el encanto de lo vedado, el aroma excitante de lo prohibido, y una tarde volvió a entrar en el cuarto de Tirso para hojearlo. La madre estaba en la cocina y el padre postrado en su sillón. Llamaron a la puerta, ella no oyó nada, abrió doña Manuela a Pepe y, al cruzar éste el pasillo, sorprendió a su hermana leyendo. El rostro de la muchacha fue delator del libro: Pepe entró y, quitándoselo de las manos, lo hojeó unos instantes mientras ella huía avergonzada, sintiendo por primera vez en su vida una llamarada de vergüenza que la abrasó la cara.

Pepe dudó entre devolver el cuerpo del delito a su hermano u ocultarlo para que de nuevo no cayese en manos de Leocadia: por último, pensando que Tirso, aunque lo echara de menos, no tendría el atrevimiento de reclamarlo, optó por lo último. Además, cualquiera que fuese la determinación que adoptara, comprendía que, si llegaba a tener un nuevo altercado con Tirso, había de ser agrio, y esto le daba miedo: aún sonaban en sus oídos aquellas palabras del viejo: «ha dicho tu madre que si Tirso se va también se irá ella.»

Entre tanto, la situación de la familia era cada día más angustiosa. Se perdieron las escasas economías de don José; el descuento impuesto a las clases pasivas mermó la jubilación, y la cesantía de Pepe fue causa de que en la casa comenzaran a faltar medios para atender a cubrir necesidades que anteriormente, aunque en cierta medida, no dejaron de satisfacerse. La economía se trocó en privación; la comida, sana aunque frugal, se hizo mala, porque era forzoso comprarlo todo más barato; y se suprimió cuanto se asemejaba remotamente al lujo. El mayor regalo del enfermo quedó reducido a tomar, de vez en cuando, un pedacito de merluza, o a traerle para postre de la tienda inmediata dos onzas de queso o bollos de a cuarto. Las botellas de agua de Vichy, a que estaba acostumbrado, quedaron suprimidas, y en la hidroterapia no se volvió a pensar. La tristeza de Pepe iba en aumento; unos recursos faltaban, otros disminuían; con los objetos de algún valor que fueron empeñados no había que contar, por haber vencido los plazos; pero lo peor de todo era que el malestar de don José y la miseria, a cada momento más cercana, dejaban fría, casi indiferente a doña Manuela y desesperada a Leocadia.

Tirso continuaba dando gracias a Dios después de las comidas.

Lo que más exasperaba a Pepe, era el abandono en que ambas tenían al padre, pareciéndole mentira que fuesen las mismas mujeres, antes solícitas en el cuidado hasta la exageración, siempre opuestas a todo lo que fuese salir, ahora despegadas y ávidas de callejear. La vida de la familia varió completamente: por las mañanas, don José, a no ser que Pepe le levantara, tenía que esperar en la cama a que madre e hija volvieran de misa, y luego aguantarse si se obstinaban en dilatar el momento de la comida hasta que llegase Tirso; después, a media tarde, marchábanse de nuevo, y ya no se las volvía a ver hasta la noche, sin que Pepe se diera cuenta de en qué invertían tales ausencias. Era imposible que permaneciesen tanto tiempo en la iglesia. Las mañanas que iba él a casa del padre de Paz, tenía Leocadia que quedarse acompañando al enfermo; pero doña Manuela, apenas levantada de la cama, desaparecía. Pepe, desde que dejó por la cesantía de ir a la biblioteca del Senado, dedicó las tardes a hacer compañía a su padre, y entonces comprendió que su madre y su hermana habían roto todo lazo que las sujetase al hogar. Don José no se quejaba; mas, para el cariño de su hijo, era imposible la ocultación de su pena: en cambio no acertaba a explicarse el fundamento del imperio que en ellas ejercía Tirso, y los medios de que se valió para conquistarlo, pareciéndole absurdo que sólo la devoción fuese la causante de tantas desventuras. Sus esfuerzos de observación, su vigilancia, apenas descubrían detalles por los cuales no era fácil adivinar nada: doña Manuela estaba completamente absorbida por el cumplimiento de las prácticas religiosas; todo lo demás era a sus ojos ocupación despreciable; pero aparte esto, nunca dio señales de que otras atenciones distrajesen su espíritu. Leocadia ponía empeño en acompañarla y, a pesar de la pobreza de sus galas, se acicalaba mucho; mas siendo tal afición antigua en ella, no autorizaba otra sospecha. Por fin, un día, estando recosiendo el mejor vestido que le quedaba, indicó a su hermano tímidamente la necesidad de comprar tela para otro: Pepe, antes por explorar su ánimo que por oponerse a sus deseos, la dijo:

 

– Tendrás que armarte de paciencia: por ahora, es imposible complacerte el capricho.

– Es necesidad.

– Pues igual que si no lo fuera. Ya sabes cómo estamos…

– Saldré desnuda a la calle.

– No: te quedarás en casa, y así harás compañía a papá.

– Ya estoy cansada de miserias – replicó con gesto avinagrado, dando a sus ojos una expresión de insolente desenfado que jamás tuvieron.

– Pues ahora empiezan.

– Veremos quién las sufre: tú eres el hombre de la casa… conque busca el remedio. Si no… a mí no me ha de faltar.

Pepe no pudo sufrir aquel lenguaje, enteramente nuevo en labios de su hermana.

– Pero, ¿eres tú quien habla así? ¿Se te ha podrido el corazón?

– Vaya, vaya; menos sensiblería, y trae cuartos a casa, que eso es lo que hace falta.

Esta actitud de Leocadia, su exigencia, descaradamente manifestada, y aquel despego junto con el afán de salir, hicieron sospechar a Pepe que la manía devota fuese encubridora de próximos y mayores males.

XXVI

– Me había propuesto – dijo una noche en la imprenta Millán a Pepe – no hablarte de ciertas cosas, porque me duele recordar lo pasado; pero es necesario que sepas lo que te voy a contar, para que estés advertido. Si no andas listo, a los disgustos de ahora tendrás que añadir otros, y de peor índole.

– ¿Qué quieres decir?

– Es necesario… que vigiles a tu hermana.

– ¡Millán!

– No nos enfademos; ten calma.

– ¡Eso es despecho!

– Te hago un verdadero favor avisándote; conque escucha y serénate, que te conviene: si callo, tú serás quien salga perdiendo. Y me alegro que hayas soltado esa palabreja: no hay tal despecho.

– Habla pronto y claro.

– Yo quería a Leocadia y ella parecía no recibirlo mal; después, tú lo viste y yo no me hice ilusiones, ella me dejó: desde entonces he procurado ir poco a tu casa; me era penoso verla y, la verdad, hasta me ofendía su indiferencia, porque era prueba de que mi amor propio me había engañado. Vi claro que nunca me quiso ni pizca.

– Y ahora, ¿qué pasa?

– Me propuse que nosotros no riñéramos, y tú dirás si tienes queja de mí…

– Ninguna.

– Y me propuse también no hablarte nunca de ella. Hoy lo hago, no por Leocadia, soy franco; sino por tí. ¿Sabes dónde pasa muchas tardes?

– Su madre se la lleva a novenas y fiestas de iglesia.

– Y a otras partes.

– ¡Mira bien lo que dices!

– No te atufes. A Tirso le ha hecho, no sé quién, capellán de una cofradía, hermandad, o lo que sea, que llaman las Hijas de la Salve o la Limosna de la luz, no lo sé fijamente, y Tirso las lleva con mucha frecuencia a las fiestas de la iglesia: hay capillas privadas, como hay teatros caseros. Hasta aquí todo va bien; pero, de paso, ya sabes por qué dejan a don José solo las horas muertas. Lo malo es que antes y después de las funciones de iglesia se están allí ratos y más ratos, en una sala donde las hermanitas reciben la visita de las familias de sus educandas, donde además venden la ropa de un obrador que tienen: aquello es medio tienda medio sacristía, y allí va toda clase de gente. Tu hermano ha tomado en serio el ser director espiritual de las oficialas del taller, y las aturde a letanías: tu madre… chico, lo diré con mucho respeto; pero hay que llamar a las cosas por sus nombres… tu madre está como si le hubieran sorbido el seso: Tirso la tiene días enteros doblando ropas, arreglando cajones, recibiendo la labor a las chicas… y, vamos a la parte más fea del asunto. Con las señoras de la grandeza y las que quieren imitarlas, van allí algunos de esos devotos que desgastan con las rodillas los ruedos de las iglesias y, tras las mujeres, van señoritos elegantes a ver lo que se pesca, ¿entiendes?

– Sigue.

– Uno de esos señoritos está buscándole las vueltas a Leo.

– ¿Estás seguro de lo que dices?

– ¿Puedes suponer que me hubiese metido en esto si no lo estuviera?

– ¿Cómo lo has sabido?

– Esa cofradía ha mandado imprimir unos reglamentos en casa de Lozano, donde yo estuve ayer; él tiene prisas, me ha pedido que le hagamos aquí la tirada, y con este motivo, estuvo hablándome de esas Hijas de la Salve, y me lo ha contado todo. Lozano es hombre formal, incapaz de mentir, y, vamos, son cosas que no se inventan. Él ha ido allí varias veces y ha visto a Tirso, y a tu madre, y a Leocadia hablando, muy entusiasmada con varios señoritos.

– ¿Y en particular con alguno?

– No lo sé; pero ¿qué importa? No te hagas ilusiones; tu hermana es honrada, todo lo que quieras… pero ya puedes figurarte lo que buscarán esos caballeretes.

Pepe quedó pensativo; involuntariamente se acordó de Paz, de la desigualdad que le separaba de su amante y de que, sin embargo, aquel amor no podía ser más sincero ni honesto. Lejos de ocultar a Millán sus ideas, le dijo:

– Y si yo hablo con ella, ¿qué caso ha de hacerme mi hermana? Puede decirme que también yo estoy en amores con una mujer superior a mi clase.

– Calla hombre, no compares: ¡buena diferencia! La malicia está generalmente en el hombre; y siendo tú como eres, tu novia es para tí sagrada. Lo otro es distinto: la atacada es la parte débil… y, en fin, con estar avisado y ser cauto, nada pierdes. Por interés mío no te hablo: no he vuelto nunca a imaginar que yo pudiese tener nada con ella. Además, ya sabes que estoy con Engracia.

– Tienes razón.

– A estar yo en tu pellejo, lo primerito que hacía era prohibirla que volviese.

– Se arma en mi casa la de Dios es Cristo.

– Pues chico, que se arme; pero pon remedio.

– ¿Tendrás medio de averiguar?…

– ¿Qué más quieres saber? ¿No te digo que andan tras ella sin que les rechace? ¿que se ponen a charlar con ella en cuanto llegan? Por supuesto que, según Lozano, la mitad de las señoras van allí a eso. En la puerta hay una de carruajes que no se puede pasar, y todo son miradas, frases cambiadas como al descuido, darlas el brazo hasta los coches, en fin, como los domingos a la entrada de las iglesias de moda.

– ¡Y para eso dejan solo a mi padre! ¡Te juro que lo evitaré!

Hablaron después de otros asuntos; pero Pepe no podía fijar en nada la atención. Iban ya a separarse, cuando Millán le dijo:

– Ahora voy a pedirte yo un favor.

– Lo que quieras.

– Me han propuesto un negociejo que me conviene. Se trata de ir a Ávila para montar unas máquinas: cuestión de pasar allí unos días; estancia y viajes pagados, y cuatro mil realitos. No sé aún cuándo será la cosa, pero he aceptado.

– ¿Y qué puedo hacer yo?

– Quiero que mientras yo esté fuera veas a Engracia con frecuencia, y que si necesita algo se lo des; yo te dejaré cuartos… En fin, que sepa yo lo que hace. ¡Está más guapa!

– Corriente: haré eso y todo lo que me encargues.

– Nada más: no tengo persona de mayor confianza que tú.

Terminado el diálogo se despidieron, y Millán se fue: Pepe entró al cuartito donde trabajaba y, a solas, se dejó caer sobre una silla, casi llorando de rabia y de vergüenza. En aquel momento, hubiera sido capaz de ahogar a Tirso entre las manos.

El ruido que hicieron algunos cajistas al marcharse le distrajo de pronto y, mirando al reloj vio que faltaba poco para la hora de la cena. Cuando salió a la calle, el aire fresco le serenó algo; pero el bochorno sufrido oyendo a Millán le pesaba en la memoria como el rubor de una falta propia: unos instantes le agradecía el aviso; otros, casi le guardaba rencor. La razón le dijo, al fin, que era más sensato lo primero. Anduvo de prisa, impaciente por hablar en seguida con Leocadia, y al llegar a su casa subió apresuradamente la escalera, sin saludar a la encajera del portal, y tiró de la campanilla, que sonó hacia el fondo del pasillo, sin que se oyeran pasos ni rozar de faldas contra las paredes. Volvió a llamar, nervioso por la impaciencia, y nada, ni el menor ruido: no abrieron. No era creíble que hubiesen dejado solo a su padre: ¿qué ocurriría? Esperó unos minutos y tornó a tirar del llamador, dando, además, con el pie en la puerta. Tampoco se oyó nada. Entonces echó escaleras abajo, y llegó al portal a tiempo que la puntillera terminaba de recoger su puesto para irse.

– ¡Jesusa! – gritó desde el último tramo – en mi casa no abren: ¿sabe Vd. si ha sucedido algo?

– Están fuera.

– ¿Todos?

– Todos.

– Pero, ¿y mi padre?

– Toma, el pobre señor arriba. Como usted entró corriendo… no le dije ná. La señora, don Tirso y la señorita salieron a cosa de las cuatro, diciéndome que tuviera cuidao… y hasta ahora. ¡Figúrese Vd. qué iba a cuidar! Si me hubieran dao el picaporte… quié icir que podría haber subido por si el señor nesecitaba algo.

– ¿De modo que está solo arriba desde las cuatro?

– Cabalito.

Iban a dar las nueve: hacía más de cuatro horas y media que el pobre anciano estaba solo, como perro enfermo abandonado en un desván. Aquello era ya demasiado. Pepe, procurando no perder la calma, a pesar del enojo que le dominaba, sintió la necesidad de cerciorarse de que nada le había sucedido a don José. Lo primero que se le ocurrió fue hacer saltar de un bastonazo el ventanillo y llamarle, por tranquilizarse escuchándole contestar; pero desde el sitio donde solían ponerle la butaca, junto al balcón del comedor, era difícil que oyera: hablarle desde las ventanas de los vecinos que daban al patio, también era inútil; y mientras rápidamente lo concebía, la imaginación le presentaba a los ojos a su padre postrado en la butaca, silencioso, triste, en cruel soledad toda la tarde. Salió a la calle para buscar quien descerrajase la puerta, tan excitado el ánimo contra su madre y sus hermanos, que casi deseaba no verles llegar para que apareciese más justificado el tropel de ásperas reconvenciones y palabras duras que se le venían a los labios.

– Mialos, mialos, por donde asoman – dijo de pronto la puntillera.

Venían por el arco que da a la Plaza Mayor: doña Manuela, agitada, llevando alguna delantera a sus hijos y con el picaporte en la mano; Tirso, de hábitos y recientemente afeitado, detalle de aseo raro en él; Leocadia lucía puesta la mejor ropa que le quedaba, y a falta de primores en el traje, se había hecho un peinado muy llamativo. Pepe se adelantó al encuentro de su madre.

– Se nos ha hecho un poco tarde – dijo ella, adivinando el estado de su hijo.

Él la quitó violenta, casi brutalmente la llave de la mano, tratándola por vez primera sin miramiento, y penetrando en el portal echó escaleras arriba. Abrió precipitadamente la puerta del cuarto y llegó al comedor.

Don José estaba inmóvil en el sillón, oprimiéndose la frente con un pañuelo ligeramente manchado de sangre: sobre una mesa inmediata había una bujía y una caja de fósforos. Sin preguntarle nada, adivinó Pepe lo sucedido: al anochecer debió intentar encender la vela, y al querer alcanzar los fósforos, se cayó. El quedar la palmatoria y las cerillas al alcance de su mano, demostraba en la madre y los dos hijos propósito de regresar tarde, aunque esperasen llegar antes que Pepe; pero sucedió lo contrario. La herida de don José era insignificante, mas la vista del pañuelo manchado de sangre puso a Pepe fuera de sí.

– Nada me sorprende de tí; eres cura – dijo encarándose con Tirso, al par que examinaba a su padre la frente – pero, ¡vosotras!…

– Hijo, no creí que fuese tan tarde.

– ¡Parece que ya no eres mi madre! Tú – añadió dirigiéndose a Leocadia – no volverás a salir sin permiso mío.

– Ordeno y mando. ¿Sin permiso tuyo? ¡Tiene gracia!

Su voz tomó inflexiones de burla provocativa: Pepe, sin dejar de limpiar con cuidado la poca sangre que don José tenía ya casi seca en el nacimiento del pelo, repuso enérgicamente:

– ¡No! no saldrás sin permiso mío. Ya que es preciso, lo diré claro, hablaré como nunca me habéis oído hablar. Las circunstancias me han hecho jefe de la casa; cuanto aquí entra, lo traigo yo; yo soy quien trabaja, quien se desvela porque no nos muramos de hambre, y no consentiré que nadie, ¿oyes, Tirso? no toleraré que ningún extraño me robe mi autoridad. Entendedlo bien… yo, con lo que gano, tengo de sobra para mí; si no se me obedece, soy capaz de abandonaros a todos.

A pesar de tener tan sorbida la voluntad por el cura, en una sola frase resumió entonces doña Manuela los buenos sentimientos de Pepe, diciendo:

– ¡Eso sí que no lo creo! ¡eres incapaz de ello!

Tirso creyó que podía oponer su autoridad a la de Pepe.

– Y yo, ¿no soy el hermano mayor?

– ¿Tú mi hermano? Tú eres cura, y nada más. Quítate de delante, porque me falta la calma… ¡Infames, maldita sea vuestra devoción y vuestra iglesia! ¡Sois los ateos del cariño!

En vano pretendió la madre acercarse: Pepe no lo consintió. Con agua de una botella que había sobre el aparador, lavó al padre la frente y, convencido de que la lesión no tenía importancia, se limitó a ponerle en ella un trozo de tafetán; pero la ira no le salió del alma: comprendía que, a dar el golpe un poco más fuerte, aquello hubiera sido una escalabradura muy grave: doña Manuela no se atrevió a chistar: Leocadia continuaba mirando descaradamente a Pepe.

 

– ¿Conque ahora mandas tú? – le decía con sorna – vaya, hombre, me alegro: pon un bando en el pasillo.

– ¡No! No saldrás sino cuando yo quiera; y, sobre todo, no vuelves a poner los pies donde has estado esta tarde. ¿Piensas que no sé a lo que vas? Eres mi hermana, ¿lo entiendes? y antes de que pierdas la vergüenza, seré capaz de ahogarte.

– ¡Uf! ¡qué miedo! Mañanita vuelvo si se me antoja…

– ¡Basta, hijos míos! Pepe, no te irrites – interrumpió don José con acento débil – no volverá, yo la suplicaré que no vaya… y preparadme la cena, que tengo mucha necesidad.

Cenaron en silencio y Pepe acostó a su padre, sin querer ajena ayuda ni cruzar con nadie la palabra: después se recogieron doña Manuela y Leocadia. Cuando iba Tirso a entrar en su cuarto, le dijo Pepe:

– Espera, tenemos que hablar: no es posible que continuemos así.